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Libro IV

Parte I

Existe una ciencia que estudia el ser en tanto que ser y los accidentes propios del ser. Esta ciencia se diferencia de todas las ciencias particulares, porque ninguna de ellas estudia en general el ser en tanto que ser. Estas ciencias solo tratan del ser desde cierto punto de vista, y solo desde este punto de vista estudian sus accidentes; en este caso se encuentran las ciencias matemáticas. Pero puesto que buscamos los principios, las causas más elevadas, está claro que estos principios deben de tener una naturaleza propia. Por tanto, si los que han investigado los elementos de los seres buscaban estos principios, tenían necesariamente que estudiar en tanto que seres. Por esta razón debemos nosotros también estudiar las causas primeras del ser en tanto que ser.

Parte II

El ser se entiende de muchas formas, pero estos diferentes sentidos se refieren a una sola cosa, a una misma naturaleza, no existiendo entre ellos únicamente comunidad de nombre; pero así como por sano se entiende todo aquello que se refiere a la salud, lo que la conserva, lo que la produce, aquello de que es ella señal y aquello que la recibe; y así como por medicinal puede entenderse todo lo que se relaciona con la medicina, y significar ya aquellos que posee el arte de la medicina, o bien lo que se refiere a ella, o finalmente lo que es obra suya, como sucede con la mayor parte de las cosas; en igual forma el ser posee muchas significaciones, pero todas apuntan a un principio único. Tal cosa se llama ser, porque es una esencia; tal otra porque es una modificación de la esencia, porque es la dirección hacia la esencia, o bien es su destrucción, su privación, su cualidad, porque ella la produce, le da nacimiento, está en relación con ella; o bien, por último, porque ella es la negación del ser desde alguno de estos puntos de vista o de la esencia misma. En este sentido afirmamos que el no ser es, que él es el no ser. Todo lo comprendido bajo la palabra general de sano, es del dominio de una sola ciencia. Lo mismo pasa con todas las demás cosas: una sola ciencia estudia, no ya lo que comprende en sí mismo un objeto único, sino todo lo que compete a una sola naturaleza; pues en efecto, estos son, desde un punto de vista, atributos del objeto único de la ciencia.

Está pues claro que una sola ciencia estudiará así mismo los seres en tanto que seres. Ahora bien, la ciencia tiene siempre por objeto propio lo que es primero, aquello de que todo lo demás depende, aquello que es la razón de la existencia de las demás cosas. Si la esencia está en este caso, será necesario que el filósofo posea los principios y las causas de las esencias. Pero no existe más que un conocimiento sensible, una sola ciencia para un solo género; y así una sola ciencia, la gramática, trata de todas las palabras; y de igual modo una sola ciencia general estudiará de todas las especies del ser y las subdivisiones de estas especies.

Si, por otra parte, el ser y la unidad son una misma cosa, si constituyen una sola naturaleza, puesto que van juntas siempre como principio y como causa, sin estar, sin embargo, comprendidos bajo una misma noción, importará poco que nosotros tratemos a la vez del ser y de la esencia; y hasta esta será una ventaja. En efecto, un hombre, ser hombre y hombre, poseen el mismo significado; nada altera la expresión: el hombre es, por esta duplicación: el hombre es hombre o el hombre es un hombre. Está claro que el ser no se separa de la unidad, ni en la producción ni en la destrucción. Asimismo, la unidad nace y perece con el ser. Es evidente que la unidad no añade nada al ser por su adjunción y, finalmente, que la unidad no es cosa alguna fuera del ser.

Hay que añadir que la sustancia de cada cosa es una en sí y no accidentalmente. Y lo mismo ocurre con la esencia. De forma que tantas cuantas especies hay en la unidad, otras tantas especies correspondientes existen en el ser. Una misma ciencia tratará de lo que son en sí mismas estas diferentes especies; estudiará, por ejemplo, la identidad y la semejanza, y todas las cosas de este género, así como sus opuestas; en una palabra, los contrarios; porque demostraremos en el análisis de los contrarios que casi todos se reducen a este principio, la posición de la unidad con su contrario.

La filosofía tendrá además tantas partes como esencias hay; y entre estas partes habrá necesariamente una primera, una segunda. La unidad y el ser se subdividen en géneros, unos anteriores y otros posteriores; y abarcará tantas partes de la filosofía como subdivisiones existen.

El filósofo se halla, así, en idéntico caso que el matemático. En las matemáticas existen partes; una primera, una segunda y así sucesivamente.

Una sola ciencia se ocupa de los opuestos, y la pluralidad es lo opuesto a la unidad; una sola y misma ciencia se ocupará de la negación y de la privación, porque en estos dos casos es tratar de la unidad, como que respecto de ella tiene lugar la negación o privación: privación simple, por ejemplo, cuando no se da la unidad en esto, o privación de la unidad en un género particular. La unidad tiene, por lo tanto, su contrario, lo mismo en la privación que en la negación: la negación es la ausencia de tal cosa particular: bajo la privación existe asimismo alguna naturaleza particular, de la que se dice que hay privación. De otro lado, la pluralidad es, como hemos citado, opuesta a la unidad. La ciencia de que se trata se ocupará de lo que es contrario a las cosas de que hemos hablado: esto es, de la diferencia, de la desemejanza, de la desigualdad y de los demás modos de este género, examinados, o en sí mismos, o con relación a la unidad y a la pluralidad. Entre estos modos será necesario ubicar también la contrariedad, porque la contrariedad es una diferencia, y la diferencia entra en lo desemejante. La unidad se entiende de muchas formas: y por tanto estos diferentes modos se entenderán lo mismo; aunque, sin embargo, corresponderá a una sola ciencia el conocerlos todos. Porque no se refieren a muchas ciencias solo porque se tomen en muchas acepciones. Si no fuesen modos de la unidad, si sus elementos no pudiesen referirse a la unidad, entonces corresponderían a ciencias diferentes. Todo se refiere a algo que es primero; por ejemplo, todo lo que se dice uno, se refiere a la unidad primera. Lo propio debe de acontecer con la identidad y la diferencia, y sus contrarios. Cuando se ha analizado en particular en cuántas acepciones se toma una cosa, es imprescindible referir luego estas diversas acepciones a lo que es primero en cada categoría del ser; es necesario ver cómo cada una de ellas se liga con la significación primera. Y así, ciertas cosas reciben el nombre de ser y de unidad, porque los poseen en sí mismas; otras porque los producen, y otras por alguna razón semejante. Es por tanto claro, como hemos citado en el planteamiento de las dificultades, que una sola ciencia debe tratar de la sustancia y sus distintos modos; esta era una de las cuestiones que nos habíamos fijado.

El filósofo tiene que poder tratar todos estos puntos, porque si no perteneciera y fuera todo esto propio del filósofo, ¿quién ha de analizar, si Sócrates y Sócrates sentado son la misma cosa; si la unidad es opuesta a la unidad; qué es la oposición; de cuántas formas debe entenderse, y una multitud de cuestiones de este género? Puesto que los modos, a los que nos hemos referido, son modificaciones propias de la unidad en tanto que unidad, del ser en tanto que ser, y no en tanto que números, líneas o fuego, está claro que nuestra ciencia deberá estudiarlos en su esencia y en sus accidentes. El error de los que se ocupan de ellos no consiste en hacerlo de seres extraños a la filosofía, y sí en no decir nada de la esencia, la cual precede a estos modos. Así como el número en tanto que número tiene modos propios, por ejemplo, el impar, el par, la conmensurabilidad, la igualdad, el aumento, la disminución, modos todos ya del número en sí, ya de los números en sus recíprocas relaciones y lo mismo que el sólido, al propio tiempo que puede encontrar inmóvil o en movimiento, ser pesado o ligero, posee también sus modos propios, de igual manera el ser en tanto que ser posee ciertos modos particulares, y estos modos son objeto de las investigaciones del filósofo. La prueba de esto es que las pesquisas de los dialécticos y de los sofistas, que se disfrazan con el traje del filósofo, porque la sofística no es otra cosa que la apariencia de la filosofía, y los dialécticos disputan, sobre todo, tales pesquisas, digo, son todas ellas relativas al ser. Si se ocupan de estos modos de ser, es evidentemente porque son del dominio de la filosofía, como que la dialéctica y la sofística se agitan en el mismo círculo de ideas que la filosofía. Pero la filosofía difiere de la una por los efectos que genera, y de la otra por el género de vida que impone. La dialéctica trata de conocer, la filosofía conoce; por lo que respecta a la sofística, no es más que una ciencia aparente y sin realidad.

Existe en los contrarios dos series opuestas, una de las cuales es la privación, y todos los contrarios pueden reducirse al ser y al no ser, a la unidad y a la pluralidad. El reposo, por ejemplo, pertenece a la unidad, el movimiento a la pluralidad. Por lo demás, casi todos los filósofos están de acuerdo en decir que los seres y la sustancia están constituidos por contrarios. Todos dicen que los principios son contrarios, adoptando los unos el impar y el par, otros lo caliente y lo frío, otros lo finito y lo infinito, otros la amistad y la discordia. Todos sus demás principios se reducen, al parecer, como aquellos a la unidad y la pluralidad. Admitamos que efectivamente se reducen a esto. En tal caso, la unidad y la pluralidad constituyen, en cierto modo, géneros bajo los cuales vienen a colocarse sin excepción alguna los principios reconocidos por los filósofos anteriores a nosotros. De aquí se infiere ciertamente que una sola ciencia debe ocuparse del ser en tanto que ser, porque todos los seres son o contrarios o compuestos de contrarios; y los principios de los contrarios son la unidad y la pluralidad, las cuales entran en una misma ciencia, sea que se apliquen o, como probablemente debe decirse con mayor acierto, que no se aplique cada una de ellas a una naturaleza única. Aunque la unidad se tome en diferentes acepciones, todos estos distintos sentidos se refieren, sin embargo, a la unidad primitiva. Lo propio ocurre respecto a los contrarios; y por esta razón, incluso no concediendo que el ser y la unidad son algo universal que se encuentra igualmente en todos los individuos o que se da fuera de los individuos (y quizá no estén separados realmente de ellos), será siempre exacto que ciertas cosas se refieren a la unidad, y otras proceden de la unidad.

Por consiguiente, no es al geómetra a quien toca estudiar lo contrario, lo perfecto, el ser, la unidad, la identidad, lo diferente; él tendrá que limitarse a reconocer la existencia de estos principios.

Por lo tanto, es evidente que pertenece a una ciencia única estudiar el ser en tanto que ser, y los modos del ser en tanto que ser; y esta ciencia se trata de una ciencia teórica, no solo de las sustancias, sino también de sus modos, de los mismos de que acabamos de hablar, y también de la prioridad y de la posterioridad, del género y de la especie, del todo y de la parte, y de las demás cosas análogas.

Parte III

Ahora nos toca examinar si el estudio de lo que en las matemáticas se denominan axiomas y el de la esencia, dependen de una ciencia única o de ciencias diferentes. Está claro que este doble examen es objeto de una sola ciencia, y que esta ciencia es la filosofía. En efecto, los axiomas abarcan sin excepción todo lo que existe, y no tal o cual género de seres tomados aparte, con exclusión de los demás. Todas las ciencias se valen de los axiomas, porque se aplican al ser en tanto que ser, y el objeto de toda ciencia es el ser. Pero no se valen de ellos sino en la medida que basta a su propósito, es decir, en cuanto lo permiten los objetos sobre los que recaen sus demostraciones. Y de este modo, puesto que existen en tanto que seres en todas las cosas, porque este es su carácter común, al que conoce el ser en tanto que ser, es a quien pertenece el examen de los axiomas.

Debido a ello, ninguno de los que se ocupan de las ciencias parciales, ni el geómetra, ni el aritmético intentan demostrar ni la verdad ni la falsedad de los axiomas; y solo exceptúo algunos de los físicos, por entrar esta pesquisa en su asunto. Los físicos son los únicos que han pretendido abarcar, en una sola ciencia, la naturaleza toda y el ser. Pero como existe algo superior a los seres físicos, porque los seres físicos no son más que un género particular del ser, al que trate de lo universal y de la sustancia primera es al que atañerá igualmente estudiar este algo. La física es, ciertamente, una especie de filosofía, pero no constituye la filosofía primera.

Por otra parte, en todo lo que explican sobre el modo de reconocer la verdad de los axiomas, se descubre que estos filósofos ignoran los principios mismos de la demostración. Antes de abordar la ciencia, es necesario conocer los axiomas, y no esperar encontrarlos en el curso de la demostración.

Está claro que al filósofo, al que estudia lo que en toda esencia constituye su misma naturaleza, es a quien atañe examinar los principios silogísticos. Conocer a la perfección cada uno de los géneros de los seres es poseer todo lo que se necesita para poder afirmar los principios más ciertos de cada cosa. Así pues, el que conoce los seres en tanto que seres es el que posee los principios más ciertos de las cosas. Ahora bien, este es el filósofo.

Principio cierto por excelencia es aquel respecto del cual todo error es imposible. En efecto, el principio cierto por excelencia debe ser el más conocido de los principios, porque siempre se cae en error respecto de las cosas que no se conocen, y un principio, cuya posesión es necesaria para comprender las cosas, no es una hipótesis. Finalmente, el principio que hay necesidad de conocer para conocer lo que quiera que sea, es necesario poseerlo también, para emprender toda clase de estudios. Pero ¿cuál es este principio? Es este: es imposible que el mismo atributo pertenezca y no pertenezca al mismo sujeto, en un tiempo mismo y bajo la misma relación, etc. (no olvidemos aquí, para precavernos de las sutilezas lógicas, ninguna de las condiciones esenciales que hemos fijado en otra parte).

Este principio, afirmamos, es el más cierto de los principios. Basta que se satisfagan las condiciones requeridas, para que un principio constituya el principio cierto por excelencia. No es posible, en efecto, que pueda concebir nadie que una cosa exista y no exista al mismo tiempo. Heráclito es de otro dictamen, según algunos; pero de que se diga una cosa no hay que deducir forzosamente que se piensa. Si, por otra parte, es imposible que en el mismo ser se den al mismo tiempo los contrarios (y a esta proposición es necesario añadir todas las circunstancias que la determinan habitualmente), y si, por último, dos pensamientos contrarios no son otra cosa que una afirmación que se niega a sí misma, es evidentemente imposible que el mismo hombre conciba al mismo tiempo que una misma cosa es y no es. Mentiría, pues, el que afirmase tener esta concepción simultánea, puesto que, para tenerla, sería necesario que tuviese a la vez los dos pensamientos contrarios. Al principio que hemos enunciado van a parar en definitiva todas las demostraciones, porque es suyo el principio de todos los demás axiomas.

Parte IV

Algunos filósofos, como ya hemos citado, pretenden que una misma cosa puede ser y no ser, y que se pueden concebir simultáneamente los contrarios. Tal es la aserción de la mayor parte de los físicos. Nosotros acabamos de reconocer que es imposible ser y no ser a la vez, y fundados en esta imposibilidad hemos declarado que nuestro principio es el principio cierto por excelencia.

También hay filósofos que, dando una muestra de incompetencia, quieren demostrar este principio; porque es desconocimiento no saber distinguir lo que tiene necesidad de demostración de lo que no la tiene. Es totalmente imposible demostrarlo todo, porque sería necesario caminar hasta el infinito; de forma que no resultaría demostración. Y si hay verdades que no deben demostrarse, dígasenos qué principio, como no sea el expuesto, se encuentra en semejante coyuntura.

Se puede, sin embargo, afirmar, por vía de refutación, esta imposibilidad de los contrarios. Basta que el que niega el principio ofrezca un sentido a sus palabras. Si no ofrece ninguno, sería ridículo intentar responder a un hombre que no puede ofrecer razón de nada, puesto que no tiene razón ninguna. Un hombre semejante, un hombre privado de razón, es como una planta. Y combatir por vía de la refutación, es en mi opinión una cosa diferente que demostrar. El que demostrase el principio, caería, al parecer, en una petición de principio. Pero si se intenta dar otro principio como causa de este de que se trata, entonces existirá refutación, pero no demostración.

Para desembarazarse de todas las argucias, no es suficiente pensar o decir que existe o que no existe alguna cosa, porque podría creerse que esto era una petición de principio, y necesitamos designar un objeto a nosotros mismos y a los demás. Es indispensable hacerlo así, puesto que de esta manera se da un sentido a las palabras, y el individuo para quien no tuviesen sentido, no podría ni entenderse consigo mismo, ni hablar a los demás. Si se admite este punto, entonces habrá demostración, porque habrá algo de determinado y de fijo. Pero el que demuestra no es la causa de la demostración, sino aquel a quien esta se dirige. Comienza por destruir todo lenguaje, y admite en el acto que se puede hablar. Por último, el que admite que las palabras tienen un sentido, concede asimismo que hay algo de verdadero, independiente de toda demostración. De aquí la imposibilidad de los contrarios.

En primer lugar queda, por tanto, fuera de cualquier vacilación esta verdad; que el hombre significa que tal cosa es o no es. De manera que nada absolutamente puede ser y no ser de una forma dada. Admitamos, por otra parte, que la palabra hombre designa un objeto; y constituya este objeto el animal bípedo. Digo que en este caso, este nombre no tiene otro sentido que el siguiente: si el animal de dos pies es el hombre, y el hombre es una esencia, la esencia del hombre es el ser un animal de dos pies.

No importa para la cuestión que se atribuya a la misma palabra muchos sentidos, con tal que de antemano se los haya determinado. Es necesario entonces unir a cada empleo de una palabra otra palabra. Supongamos, por ejemplo, que se dice: la palabra hombre significa, no un objeto único, sino muchos objetos, cada uno de cuyos objetos tiene un nombre particular, el animal, el bípedo. Añádase todavía un mayor número de objetos, pero hay que determinar su número, y unir la expresión propia a cada empleo de la palabra. Si no se añadiese esta expresión propia, si se reclamase que la palabra posee una infinidad de significaciones, está claro que no sería ya posible entenderse. En efecto, no significar un objeto uno, es no significar nada. Y si las palabras no significan nada, es de toda imposibilidad que los seres humanos se entiendan entre sí; decimos más, que se entiendan ellos mismos. Si el pensamiento no recae sobre un objeto uno, todo pensamiento es imposible. Para que el pensamiento sea posible, es necesario dar un nombre determinado al objeto del pensamiento.

El hombre, como planteamos anteriormente, designa la esencia, y designa un objeto único; por consiguiente ser hombre no puede significar lo mismo que no ser hombre, si la palabra hombre significa una naturaleza determinada, y no solo los atributos de un objeto determinado. En efecto, las expresiones: ser determinado y atributos de un ser determinado, no tienen, para nosotros, idéntico sentido. Si no fuera así, las palabras músico, blanco y hombre, significarían una sola y misma cosa. En este caso todos los seres serían un solo ser, porque todas las palabras serían sinónimas. Por último, solo bajo la relación de la semejanza de la palabra, podría una misma cosa ser y no ser; por ejemplo, si lo que nosotros llamamos hombre, otros le llamasen no-hombre. Pero el problema no es saber si es posible que la misma cosa sea y no sea al mismo tiempo el hombre nominalmente, sino si puede serlo realmente.

Si hombre y no-hombre no significasen cosas diferentes, no ser hombre no tendría obviamente un sentido diferente de ser hombre. Y así, ser hombre sería no ser hombre, y habría entre ambas cosas identidad, porque esta doble expresión que representa una noción única, significa un objeto único, lo mismo que vestido y traje. Y si existe identidad, ser hombre y no ser hombre significan un objeto único; pero hemos demostrado antes que estas dos expresiones poseen distinto sentido.

Por consiguiente, es indispensable decir, si hay algo que sea verdad, que ser hombre es ser un animal de dos pies, porque este es el sentido que hemos dado a la palabra hombre. Y si esto es indispensable, no es posible que en el mismo instante este mismo ser no sea un animal de dos pies, lo cual significaría que es necesariamente imposible que este ser sea un hombre. Por lo tanto tampoco es posible que pueda decirse con exactitud al unísono, que el mismo ser es un hombre y que no es un hombre.

El mismo razonamiento se aplica asimismo en el caso contrario. Ser hombre y no ser hombre significan dos cosas diferentes. Por otra parte, ser blanco y ser hombre no son la misma cosa; pero las otras dos expresiones son más opuestas, y difieren más por el sentido.

Si llega hasta reclamar que ser blanco y ser hombre signifiquen una sola y misma cosa, repetiremos lo que ya explicamos; habrá identidad entre todas las cosas, y no solo entre las opuestas. Si esto no es admisible, se infiere que nuestra proposición es verdadera. Basta que nuestro adversario responda a la pregunta. En efecto, nada priva a que el mismo ser sea hombre y blanco y otra infinidad de cosas más. Lo mismo que si se plantea esta cuestión: ¿es o no cierto que tal objeto es un hombre? Es necesario que el sentido de la respuesta esté determinado, y que no se vaya a sumar que el objeto es grande, blanco, porque siendo infinito el número de accidentes, no se pueden enumerar todos; y es preciso o enumerarlos todos o no enumerar ninguno. De la misma manera, aunque el mismo ser sea una infinidad de cosas, como hombre, no hombre, etc., a la pregunta: ¿es este un hombre?, no debe responderse que es al mismo tiempo no hombre, a menos que no se añadan a la respuesta todos los accidentes, todo lo que el objeto es y no es. Pero conducirse de esta manera, no es polemizar.

De otro modo, admitir semejante principio, es destruir totalmente toda sustancia y toda esencia. Pues en tal caso resultaría que todo es accidente; y es necesario negar la existencia de lo que constituye la existencia del hombre y la existencia del animal; porque si lo que constituye la existencia del hombre es algo, este algo no es ni la existencia del no-hombre, ni la no-existencia del hombre. Por lo contrario, estas son negaciones de este algo, puesto que lo que significaba era un objeto determinado, y que este objeto era una esencia. Ahora bien, significar la esencia de un ser es significar la identidad de su existencia. Luego si lo que constituye la existencia del hombre es lo que constituye la existencia del no-hombre o lo que constituye la existencia del hombre, no existirá identidad. De forma que es necesario que esos de los que hablamos digan que no hay nada que esté marcado con el sello de la esencia y de la sustancia, sino que todo es accidente. En efecto, he aquí lo que distingue la esencia del accidente: la blancura, en el hombre, es un accidente; y la blancura es un accidente en el hombre, porque es blanco, pero no es la blancura.

Si se pregona que todo es accidente, ya no hay género primero puesto que siempre el accidente designa el atributo de un sujeto. Es necesario, por lo tanto, que se prolongue hasta el infinito la cadena de accidentes. Pero esto es imposible. Jamás hay más de dos accidentes ligados el uno al otro. El accidente no es nunca un accidente de accidente, sino cuando estos dos accidentes son los accidentes del mismo sujeto. Cojamos por ejemplo blanco y músico. Músico no es blanco, sino porque lo uno y lo otro son accidentes del hombre. Pero Sócrates no es músico porque Sócrates y músico sean los accidentes de otro ser. Es preciso, pues, que se distingan los dos casos. Respecto de todos los accidentes que se dan en el hombre como se da aquí la blancura en Sócrates es imposible ir hasta el infinito: por ejemplo, a Sócrates blanco es imposible unir además otro accidente. En conclusión, una cosa una no es el producto de la colección de todas las cosas. Lo blanco no puede tener otro accidente, por ejemplo, lo músico. Porque músico no es tampoco el atributo de lo blanco, como lo blanco no lo es de lo músico. Esto se entiende respecto al primer ejemplo. Hemos dicho que había otro caso, en el que lo músico en Sócrates era el ejemplo. En este último caso, el accidente nunca es accidente de accidente; solo los accidentes del otro género pueden serlo.

Por consiguiente, no puede afirmarse que todo es accidente. Existe, pues, algo determinado, algo que lleva el carácter de la esencia; y si es así, hemos demostrado la imposibilidad de la existencia simultánea de atributos opuestos.

Pero hay más. Si todas las afirmaciones contradictorias relativas al mismo ser son verdaderas al mismo tiempo, está claro que todas las cosas serán entonces una cosa única. Una nave, un muro y un hombre deben ser la misma cosa, si todo se puede afirmar o negar de todos los objetos, como se ven obligados a admitir los que admiten la proposición de Protágoras. En efecto, si se piensa que el hombre no es una nave, evidentemente el hombre no será una nave. Y por consiguiente el hombre es una nave, puesto que la afirmación contraria es verdadera. De esta forma llegamos a la proposición de Anaxágoras. Todas las cosas están confundidas. De forma que nada existe que sea verdaderamente uno. El objeto de los discursos de estos filósofos es, al parecer, lo indeterminado, y cuando creen hablar del ser, hablan del no ser. Porque lo indeterminado es el ser en potencia y no en acto.

Añádase a esto que los filósofos a los que hacemos mención deben llegar hasta decir que se puede afirmar o negar todo de todas las cosas. Sería absurdo, en efecto, que un ser tuviese en sí su propia negación y no tuviese la negación de otro ser que no está en él. Digo, por ejemplo, que si es cierto que el hombre no es hombre, evidentemente es cierto asimismo que el hombre no es una nave. Si admitimos la afirmación, nos es necesario admitir igualmente la negación. ¿Admitiremos por lo contrario la negación más bien que la afirmación? Pero en este caso la negación de la nave se encuentra en el hombre más bien que la suya propia. Si el hombre tiene en sí esta última, tiene por tanto la de la nave, y si tiene la de la nave, tiene igualmente la afirmación contraria.

Además de esta consecuencia, es necesario también que los que admiten la opinión de Protágoras sostengan que nadie está obligado a admitir ni la afirmación, ni la negación. En efecto, si es cierto que el hombre es igualmente el no-hombre, está claro que ni el hombre ni el no-hombre podrían existir, porque es necesario admitir al mismo tiempo las dos negaciones de estas dos afirmaciones. Si de la doble afirmación de su existencia se fragua una afirmación única, compuesta de estas dos afirmaciones, es necesario admitir la negación única que es contraria a aquella.

Pero todavía hay más. O se prueba esto con todas las cosas, y lo blanco es igualmente lo no-blanco, el ser el no-ser, y lo mismo respecto de todas las demás afirmaciones y negaciones; o el principio posee excepciones, y se aplica a ciertas afirmaciones y negaciones, y no se aplica a otras. Admitamos que no se aplica a todas, y en este caso, respecto a las exceptuadas existe certidumbre. Si no existe hay excepción alguna, entonces es necesario, como se explicó antes, o que todo lo que se afirme se niegue al propio tiempo, y que todo lo que se niegue al propio tiempo se afirme; o que todo lo que se afirme al propio tiempo se niegue por una parte, mientras que por otra, por lo contrario, todo lo que se niegue, se afirmaría al propio tiempo. Pero en este último caso, habría algo que no existiría realmente. Esta sería una opinión cierta. Ahora bien, si el no-ser es algo cierto y conocido, la afirmación contraria debe ser más cierta todavía. Pero si todo lo que se niega, se afirma igualmente, la afirmación entonces es necesaria. Y en este caso, o los dos términos de la proposición pueden ser verdaderos, cada uno de por sí y separadamente; por ejemplo, si digo que esto es blanco, y después digo que esto no es blanco; o no son verdaderos. Si no son verdaderos enunciados separadamente, el que los pronuncia no los pronuncia, y realmente no resulta nada; y bien, ¿cómo seres no existentes pueden hablar o caminar? Y además todas las cosas serían en este caso una sola cosa, como antes expusimos, y entre un hombre, un dios y una nave, habría identidad. Ahora bien, si lo mismo ocurre con todo objeto, un ser no difiere de otro ser. Porque si difiriesen, esta diferencia constituiría una verdad y un carácter propio. De igual manera, si se puede, al distinguir, decir la verdad, se seguiría lo que acabamos de decir, y además que todo el mundo diría la verdad, y que todo el mundo mentiría, y que reconocería cada uno su propia mentira. Por otra parte, la opinión de estos hombres no merece ciertamente un serio examen. Sus palabras no poseen ningún sentido; porque no dicen que las cosas son así, o que no son así, sino que son y no son así a la vez. Después viene la negación de estos dos términos; y dicen que no es así ni no así, sino que es así y no así. Si no fuera así, existiría ya algo determinado. Por último, si cuando la afirmación es verdadera, la negación es falsa, y si cuando esta es verdadera, la afirmación es falsa, no es posible que la afirmación y la negación de una misma cosa estén señaladas al mismo tiempo con el carácter de la verdad.

Pero quizá se contestará que es esto mismo lo que se enuncia por principio. ¿Quiere decir esto que el que piense que tal cosa es así o que no es así, estará en lo falso, mientras que el que afirme lo uno y lo otro estará en lo cierto? Pues bien, si el último afirma, en efecto, la verdad, ¿qué otra cosa quiere decir esto sino que tal naturaleza entre los seres afirma la verdad? Pero si no dice la verdad, y la dice más bien el que sostiene que la cosa es de tal o cual manera, ¿cómo podrían existir estos seres y esta verdad, a la vez que no existiesen tales seres y tal verdad? Si todos los hombres afirman asimismo la falsedad y la verdad, tales seres no pueden ni articular un sonido, ni discurrir, porque afirman a la vez una cosa y no la dicen. Si no tienen concepto de nada, si piensan y no piensan a la vez, ¿en qué se diferencian de las plantas?

Está, pues, claro, que nadie piensa de esa manera, ni incluso los mismos que defienden esta doctrina. ¿Por qué, en efecto, toman el camino de Mégara en vez de permanecer en reposo en la convicción de que andan? ¿Por qué, si encuentran pozos y precipicios al dar sus paseos en la madrugada, no caminan en línea recta, y antes bien toman sus precauciones, como si pensasen que no es a la vez bueno y malo caer en ellos? Está claro que ellos mismos creen que esto es mejor y aquello peor. Y si tienen este pensamiento, necesariamente conciben que tal objeto es un hombre, que tal otro no es un hombre, que esto es dulce, que aquello no lo es. En efecto, no van en busca igualmente de todas las cosas, ni dan a todo el mismo valor; si piensan que les interesa beber agua o ver a un hombre, en el acto van en busca de estos objetos. Sin embargo, de otro modo deberían conducirse si el hombre y el no-hombre fuesen iguales entre sí. Pero como hemos explicado, nadie deja de ver que deben evitarse unas cosas y no evitarse otras. De manera que todos los hombres tienen, al parecer, la idea de la existencia real, si no de todas las cosas, por lo menos de lo mejor y de lo peor.

Pero incluso cuando el hombre no tuviese la ciencia, incluso cuando solo tuviese opiniones, sería necesario que se aplicase mucho más todavía al estudio de la verdad; al modo que el enfermo se ocupa más de la salud que el hombre que está sano. Porque el que solo tiene opiniones, si se le compara con el que sabe, está, con respecto a la verdad, indispuesto.

De otro modo, incluso suponiendo que las cosas son y no son de tal manera, el más y el menos existirían todavía en la naturaleza de los seres. Jamás se podrá sostener que dos y tres son de igual modo números pares. Y el que crea que cuatro y cinco son la misma cosa, no tendrá un pensamiento falso de grado semejante al del hombre que defendiera que cuatro y mil son idénticos. Si existe diferencia en la falsedad, está claro que el primero piensa una cosa menos falsa. Por consiguiente está más en lo verdadero. Luego si lo que es más una cosa, es lo que se aproxima más a ella, debe haber algo verdadero, de lo cual será lo más verdadero más cercano. Y si esto verdadero no existiese, por lo menos existen cosas más ciertas y más próximas a la verdad que otras, y henos aquí desembarazados de esta doctrina horrible, que condena al pensamiento a no poseer objeto determinado.

Parte V

La doctrina de Protágoras parte del mismo principio que esta que exponemos, y si la una tiene o no fundamento, la otra se halla necesariamente en el mismo caso. En efecto, si todo lo que pensamos, si todo lo que nos aparece, es la verdad, es necesario que todo sea al mismo tiempo verdadero y falso. La mayor parte de los hombres piensan de forma distinta los unos de los otros; y los que no participan de nuestras opiniones los consideramos que se hallan en el error. La misma cosa es por lo tanto y no es. Y si así ocurre, es necesario que todo lo que aparece sea la verdad; porque los que están en el error y los que dicen verdad, poseen opiniones contrarias. Si las cosas son como acaba de decirse todas igualmente dirán la verdad. Es por lo tanto evidente que los dos sistemas en cuestión parten del mismo pensamiento.

Sin embargo, no debe combatirse de idéntica forma a todos los que profesan estas doctrinas. Con los unos hay que emplear la persuasión, y con los otros la fuerza de razonamiento. Respecto de todos aquellos que han llegado a esta concepción por la duda, es fácil remedar su ignorancia; entonces no hay que refutar argumentos, y es suficiente dirigirse a su inteligencia. En cuanto a los que profesan esta opinión por sistema, el remedio que debe aplicarse es la refutación, así por medio de los sonidos que pronuncian, como de las palabras que utilizan.

En todos los que dudan, el origen de esta opinión se origina del cuadro que presentan las cosas sensibles. En primer lugar, han fraguado la opinión de la existencia simultánea en los seres, de los contradictorios y de los contrarios, porque veían la misma cosa originar los contrarios. Y si no es posible que el no-ser devenga o llegue a ser, es necesario que en el objeto preexistan el ser y el no-ser. Todo se encuentra mezclado en todo, como dice Anaxágoras, y con él Demócrito, porque, según este último, lo vacío y lo lleno se encuentran, así lo uno como lo otro, en cada porción de los seres; siendo lo lleno el ser y lo vacío el no-ser.

A los que infieren estas consecuencias diremos que, desde un punto de vista, es exacta su afirmación; pero que, desde otro, se hallan en un error. El ser se toma en un doble sentido. Es posible en cierto modo que el no-ser produzca algo, y en otro modo esto es imposible. Puede ocurrir que el mismo objeto sea al mismo tiempo ser y no-ser, pero no desde el mismo punto de vista del ser. En potencia es posible que la misma cosa represente los contrarios; pero en acto, esto es imposible. Por otra parte, nosotros reclamaremos de los mismos de que se trata la idea de la existencia en el mundo de otra sustancia, que no es capaz ni de movimiento, ni de destrucción, ni de nacimiento.

El cuadro de los objetos sensibles es el que ha fraguado en algunos la opinión de la verdad de lo que aparece. Según ellos, no es a los más, ni tampoco a los menos, a quienes implica juzgar la verdad. Si gustamos una misma cosa, parecerá dulce a los unos, amarga a los otros. De forma que si todo el mundo estuviese enfermo, o todo el mundo se hubiese enajenado y solo dos o tres estuviesen en buen estado de salud y en su sano juicio, estos últimos serían entonces los enfermos y los necios, y no los primeros. Por otra parte, las cosas parecen a la mayor parte de los animales lo contrario de lo que nos parecen a nosotros, y cada individuo, a pesar de su identidad, no juzga siempre de la misma forma por los sentidos. ¿Cuáles son las sensaciones verdaderas? ¿Cuáles las falsas? No se podría saber; esto no es más verdadero que aquello, siendo todo igualmente verdadero. Y así Demócrito opina o que no hay nada verdadero o que no conocemos la verdad. En resumen, como, según su sistema, la sensación constituye el pensamiento, y como la sensación es una modificación del sujeto, aquello que parece a los sentidos es necesariamente en su opinión la verdad.

Tales son los argumentos por los que Empédocles, Demócrito y, puede decirse, todos los demás se han sometido a semejantes opiniones. Empédocles afirma que un cambio en nuestra manera de ser varía igualmente nuestro pensamiento:

El pensamiento existe en los hombres como consecuencia de la impresión del momento.

Y en otro pasaje dice:

Siempre tiene lugar en razón de los cambios que se operan en los hombres, el cambio en su pensamiento.

Parménides se expresa de idéntica forma:

Como es en cada hombre la organización de sus miembros flexibles, tal es igualmente la inteligencia de cada hombre; porque es la naturaleza de los miembros la que forma el pensamiento de los hombres en todos y en cada uno: cada grado de la sensación es un grado del pensamiento.

Se refiere también de Anaxágoras, que enviaba esta sentencia a algunos de sus amigos: “Los seres son para ustedes tales como los conciban”. También se quiere que Homero, al parecer, tenía una opinión análoga, porque representa a Héctor delirando por efecto de su herida, tendido en tierra, obnubilada su razón; como si creyese que los hombres en delirio poseen también razón, pero que esta razón no es ya la misma. Está claro que, si el delirio y la razón son ambos la razón, los seres a su vez son a la par lo que son y lo que no son.

La consecuencia que se infiere de semejante principio es ciertamente desconsoladora. Si son estas, efectivamente, las opiniones de los hombres que mejor han visto toda la verdad posible, y son estos hombres los que la buscan con pasión y que la aman; si tales son las doctrinas que profesan sobre la verdad, ¿cómo emprender sin desaliento los problemas filosóficos? Buscar la verdad, ¿no sería ir en busca de sombras que desaparecen?

Lo que promueve la opinión de estos filósofos es que, al considerar la verdad en los seres, no han admitido como seres más que las cosas sensibles. Y bien, lo que se encuentra en ellas es principalmente lo indeterminado y aquella especie de ser al que nos hemos referido antes. Además, la opinión que profesan es verosímil, pero no verdadera. Esta apreciación es más equilibrada que la crítica que Epicarmo hizo de Jenófanes. Finalmente, como ven que toda la naturaleza sensible está en constante movimiento, y que no se puede juzgar de la verdad de lo que cambia, pensaron que no se puede determinar nada verdadero sobre lo que cambia sin cesar y en todos sentidos. De estas consideraciones nacieron otras doctrinas llevadas más lejos todavía. Por ejemplo, la de los filósofos que se dicen de la escuela de Heráclito; la de Cratilo, que llegaba hasta creer que no es necesario decir nada. Se contentaba con mover un dedo y consideraba como reo de un crimen a Heráclito, por haber dicho que no se puede pasar dos veces un mismo río; en su opinión no se puede ni una sola vez.

Convendremos con los partidarios de este sistema, en que el objeto que cambia les da en el acto mismo de cambiar un justo motivo para no creer en su existencia. Todavía es posible discutir este punto. La cosa que cesa de ser participa todavía de lo que ha dejado de ser, y necesariamente participa ya de aquello que nace o se hace. En general, si un ser perece, habrá aún en él ser; y si nace, es indispensable que aquello de donde sale y aquello que le hace nacer tengan una existencia, y que esto no siga así hasta el infinito.

Pero dejemos aparte estas consideraciones y hagamos notar que cambiar bajo la relación de la cantidad y cambiar bajo la relación de la cualidad no son una misma cosa. Admitimos que los seres, bajo la relación de la cantidad no persisten; pero es por la forma como conocemos lo que es. Podemos dirigir otra objeción a los defensores de esta doctrina. Observando estos hechos por ellos escrutados solo en el corto número de los objetos sensibles, ¿por qué entonces han aplicado su sistema a todo el orbe? Este espacio que nos envuelve, el lugar de los objetos sensibles, único que está sometido a las leyes de la destrucción y de la producción, no es más que una porción no válida, por decirlo así, del Universo. De forma que hubiera sido más justo absolver a este bajo mundo en favor del mundo celeste, que no condenar el mundo celeste a causa del primero. Por último, como se observa, podemos repetir aquí una observación que ya hemos realizado. Para refutar a estos filósofos no hay más que demostrarles que existe una naturaleza inmóvil, y convencerles de su existencia.

Además, la consecuencia de este sistema es que, pretender que el ser y el no-ser existen a la vez, es admitir el eterno reposo más bien que el movimiento eterno. No existe, en efecto, cosa alguna en que puedan transformarse los seres, puesto que todo existe en todo.

Respecto a la verdad, muchas razones evidencian que no todas las apariencias son verdaderas. De inmediato, la sensación misma no nos engaña sobre su objeto propio; pero la idea sensible no es igual que la sensación. Además, con razón debemos extrañar que esos mismos de quienes hablamos continúen en la duda frente a interrogantes como las siguientes: ¿Las magnitudes, así como los colores, son realmente tales como se muestran a los hombres que están lejos de ellas, o como los ven los que están cerca? ¿Son tales como se muestran a los hombres sanos o como se muestran a los enfermos? ¿La pesantez es tal como parece por su peso a los de débil complexión o bien lo que parece a los hombres robustos? ¿La verdad es lo que se ve durmiendo o lo que se ve durante la vigilia? Nadie, por cierto, cree que sobre todos estos puntos quepa la menor incertidumbre. ¿Hay alguno, que soñando que está en Atenas, en el acto de hallarse en África, se vaya a la mañana, dando crédito al sueño, al Odeón? Por otra parte, y Platón es quien realiza la observación, la opinión del ignorante no tiene, en verdad, igual autoridad que la del médico, cuando se trata de saber, por ejemplo, si el enfermo recobrará o no la salud. Finalmente, el testimonio de un sentido respecto de un objeto que le es extraño, y aunque se aproxime a su objeto propio, no posee un valor igual a su testimonio respecto de su objeto propio, del objeto que es realmente el suyo. La vista es la que juzga de los colores y no el gusto; el gusto el que juzga de los sabores y no la vista. Ninguno de estos sentidos, cuando se le aplica a un tiempo al mismo objeto, deja nunca de decirnos que este objeto posee o no a la vez tal propiedad. Voy más lejos todavía. No puede rechazarse el testimonio de un sentido porque en distintos tiempos esté en desacuerdo consigo mismo; el cargo debe dirigirse al ser que recibe la sensación. El mismo vino, por ejemplo, sea porque él haya cambiado, sea porque nuestro cuerpo haya cambiado, nos parecerá en verdad dulce en un instante y lo contrario en otro. Pero no es lo dulce lo que deja de ser lo que es; nunca se despoja de su propiedad esencial; siempre es verdad que un sabor dulce es dulce, y lo que tenga un sabor dulce tendrá obviamente para nosotros este carácter esencial.

Ahora bien, esta necesidad es la que destruye estos sistemas de que se trata; así como niegan toda esencia, niegan asimismo que exista nada de necesario, puesto que lo que es necesario no puede ser a la vez de una manera y otra. De manera que si hay algo necesario, los opuestos no podrían existir a la vez en el mismo ser. En general, si solo existiese lo sensible, no habría nada, porque nada puede haber sin la existencia de los seres animados que puedan percibir lo sensible; y acaso entonces sería cierto decir que no existen objetos sensibles ni sensaciones, porque todo esto es en la hipótesis una modificación del ser sensible. Pero que los objetos que causan la sensación no existen, ni aun independientemente de toda sensación, es una cosa imposible. La sensación no es sensación por sí misma, sino que hay otro objeto fuera de la sensación y cuya existencia precede necesariamente a la sensación. Porque el motor es, por su naturaleza, anterior al objeto en movimiento; incluso admitiendo que en el caso de que se trata la existencia de los dos términos es correlativa, nuestra proposición no es por eso menos cierta.

Parte VI

Analicemos una dificultad que proponen la mayoría de estos filósofos, unos de buena fe y otros por el solo gusto de disputar. Preguntan quién juzgará de la salud y, en general, quién es el que juzgará con acierto en todo caso. Ahora bien, formularse semejante pregunta equivale a preguntarse si en el mismo momento que uno la hace está dormido o despierto. Todas las dificultades de este género poseen un mismo valor. Estos filósofos creen que se puede dar razón de todo porque buscan un principio, y pretenden llegar a él por el camino de la demostración. Pero sus mismos actos prueban que no están seguros de la verdad de lo que anticipan, incurren en el error al que ya nos hemos referido, quieren darse razón de cosas respecto de las que no hay razón. En efecto, el principio de la demostración no es una demostración, no sería difícil convencer de ello a los que dudan de buena fe, porque esto no es difícil de comprender. Pero los que solo quieren someterse a la fuerza del razonamiento exigen un imposible, solicitan que se les ponga en contradicción, y comienzan por admitir los contrarios.

Sin embargo, si no es todo relativo, si existen seres en sí, no podrá decirse que todo lo que parece es verdadero, porque lo que parece, parece a alguno. De manera que decir que todo lo que parece es verdadero, equivale a considerar que todo es relativo. Los que exigen una demostración lógica deben tener en cuenta lo siguiente: es necesario que admitan, si quieren entrar en una discusión, no que lo que aparece es verdadero, sino que lo que aparece es verdadero para aquel a quien aparece cuándo y cómo le aparece. Si se prestan a entrar en discusión, y no quieren añadir estas restricciones a su formulación, caerán bien pronto en la opinión de la existencia de los contrarios. En efecto, puede suceder que la misma cosa parezca al sentido de la vista que es miel y no lo parezca al del gusto; que las cosas no parezcan las mismas a cada uno de los dos ojos, si son diferentes el uno del otro.

Es fácil responder a los que, por las razones que ya hemos expuesto, pretenden que la apariencia es la verdad y, por consiguiente, que todo es verdadero y falso igualmente. Unas mismas cosas no parecen a todo el mundo, ni parecen a un mismo individuo siempre las mismas; parecen muchas veces contrarias a la vez. El tacto, sobreponiendo los dedos, acusa dos objetos cuando la vista no acusa más que uno. Pero en este caso no es el mismo sentido el que percibe el mismo objeto; la percepción no tiene lugar del mismo modo, ni en el mismo tiempo, y solo bajo estas condiciones sería exacto decir que lo que aparece es verdadero.

Los que defienden esta opinión, no porque vean en ella una dificultad que resolver y sí tan solo por discutir, se verán obligados a decir, “esto es cierto en sí” sino: “esto es cierto para tal individuo” y, como ya hemos señalado anteriormente, les será necesario referir todo a algo, al pensamiento, a la sensación. De manera que nada ha sido, nada será, si alguno no piensa en ello antes; y si algo ha sido o debe de ser, entonces no son ya todas las cosas relativas al pensamiento. Además, un solo objeto solo puede ser relativo a una sola cosa o a cosas determinadas. Si, por ejemplo, una cosa es a la vez mitad e igual, lo igual no será por este concepto relativo al doble. Con respecto a lo que es relativo al pensamiento, si el hombre y lo que es pensado son la misma cosa, el hombre no es aquello que piensa sino lo que es pensado. Y si todo es relativo al ser que piensa, este ser se compondrá de una infinidad de especies de seres.

Hemos expuesto lo bastante para probar que el más seguro de todos los principios es que las afirmaciones opuestas no pueden ser verdaderas a la vez, y lo suficiente para demostrar las consecuencias y las causas de la opinión contraria.

Y puesto que es imposible que dos afirmaciones contrarias sobre el mismo objeto sean verdaderas a la vez, es obvio que tampoco es posible que los contrarios se encuentren a la vez en el mismo objeto, porque uno de los contrarios no es otra cosa que la privación, la privación de la esencia. Pero la privación es la negación de un género determinado; luego, si es imposible que la afirmación y la negación sean verdaderas al mismo tiempo, es imposible asimismo que los contrarios se encuentren al mismo tiempo, a menos que no esté cada uno de ellos en alguna parte especial del ser, o que se encuentre el uno únicamente en una parte, pudiéndose afirmar el otro absolutamente.

Parte VII

Tampoco es posible que exista un término medio entre dos proposiciones contrarias; es necesario afirmar o negar una cosa de otra. Esto se hará evidente si definimos lo verdadero y lo falso. Afirmar que el ser no existe, o que el no-ser existe, he aquí lo falso; y afirmar que el ser existe, que el no-ser no existe, he aquí lo verdadero. En la suposición de que se trata, el que afirmase que este intermedio existe o no existe, estaría en lo verdadero o en lo falso; y por lo mismo, hablar de esta manera no es afirmar si el ser y el no-ser existen o no existen.

Además, o el intermedio entre los dos contrarios es como el gris entre el negro y lo blanco, o como entre el hombre y el caballo, lo que no es ni el uno ni el otro. En este último caso no podría tener lugar el paso de uno de estos términos al otro; porque cuando hay cambio es, por ejemplo, del bien al no-bien; esto es lo que observamos siempre. En una palabra, el cambio no tiene lugar sino de lo contrario a lo contrario o al intermedio. Ahora bien, afirmar que hay un intermedio, y que este intermedio nada tiene de común con los términos opuestos equivale a afirmar que puede tener lugar el paso a lo blanco de lo que no era no blanco, cosa que no se observa jamás.

Por otra parte, todo lo que es inteligible o pensado, el pensamiento lo afirma o lo niega; y esto resulta evidentemente conforme a la definición del caso en que se está en lo verdadero y de aquel en que se está en lo falso. Cuando el pensamiento declara tal juicio afirmativo o negativo, está en lo verdadero. Cuando declara tal otro juicio está en lo falso.

Además, deberá afirmarse que este intermedio existe igualmente entre todas las proposiciones contrarias, a menos que se hable solo por hablar. En este caso, no se pronunciaría como verdadero o no verdadero, existiría un intermedio entre el ser y el no-ser. Por consiguiente, entonces habría un cambio, término medio entre la producción y la destrucción. Existiría también un intermedio hasta en los casos en que la negación lleva consigo un contrario. Y así habría un número que no sería ni impar ni no-impar, cosa imposible, como lo demuestra la definición del número.

Todavía hay más. Con los intermedios se llegará al infinito. Se tendrá no solo tres seres en lugar de dos, sino muchos más. En efecto, además de la afirmación y negación primitivas, podrá haber una negación relativa al intermedio; este intermedio será alguna cosa, poseerá una sustancia propia. Y, por otra parte, cuando alguno, interrogado si un objeto es blanco, responde: No, no hace más que decir que no es blanco; y bien, no ser es la negación.

La hipótesis que combatimos ha sido recogida por algunos como tantas otras paradojas. Cuando no se sabe cómo desenredarse de un argumento artificioso, se somete uno a este argumento, se admite la conclusión. Por este motivo algunos han aceptado la existencia de un intermedio; otros, porque buscan la razón de todo. El camino para convencer a los unos y a los otros es partir de una definición, y necesariamente existirá definición si dan un sentido a sus palabras: la noción de que son las palabras la expresión, es la definición de la cosa de que se habla. Por lo demás, el pensamiento de Heráclito, cuando dice que todo cambia, nada es, al parecer que todo es verdadero; el de Anaxágoras, cuando afirma que entre los contrarios hay un intermedio, es que todo es falso. Puesto que hay mezcla de los contrarios, la mezcla no es ni bien ni no-bien; nada se puede afirmar, por tanto, como verdadero.

Parte VIII

Conforme con lo que dejamos sentado, está claro que estas afirmaciones de algunos filósofos no están basadas ni en particular ni en general. Los unos pretenden que nada es verdadero, porque nada impide, dicen, a que con toda proposición ocurra lo que con esta: la relación de la diagonal con el lado del cuadrado es inconmensurable. Según otros, todo es verdadero; esta afirmación no se aparta de la de Heráclito, porque el que dice que todo es verdadero o que todo es falso, expresa a la vez estas dos proposiciones en cada una de ellas. Si la una es imposible, la otra lo será también.

Además existe proposiciones contradictorias que evidentemente no pueden ser verdaderas al unísono, tampoco al mismo tiempo pueden ser falsas y, sin embargo, esto parecería más bien la posible, conforme a lo que hemos expuesto.

A los que defienden semejantes doctrinas no debe preguntárseles, lo hemos dicho anteriormente, si hay o no algo, sino que debe pedírseles que designen algo. Para polemizar es necesario empezar por una definición y puntualizar lo que significa lo verdadero y lo falso. Si afirmar tal cosa es lo verdadero y si negarlo es falso, resultará imposible que todo sea falso. Porque es necesariamente indispensable que una de las dos proposiciones contradictorias sea verdadera, y a continuación, si es de toda necesidad afirmar o negar toda cosa, será imposible que las dos proposiciones sean falsas; solo una de las dos es falsa. Añadamos a esto la observación tan debatida de que todas estas afirmaciones se destruyen mutuamente. El que dice que todo es verdadero, afirma igualmente la verdad de la afirmación contraria a la suya, de suerte que la suya no es verdadera porque el que sienta la proposición contraria pretende que no está en lo verdadero. El que dice que todo es falso, afirma también la falsedad de lo que él mismo dice. Si pretenden, el uno que solamente la afirmación contraria no es verdadera, y el otro que la suya no es falsa, sientan por lo mismo una infinidad de proposiciones verdaderas y de proposiciones falsas. Porque el que pretende que una proposición verdadera es verdadera, dice verdad; pero esto nos lleva a un procedimiento infinito.

También es evidente que ni los que afirman que todo está en reposo ni los que afirman que todo está en movimiento, están en lo cierto. Porque si todo está en reposo, todo será eternamente verdadero y falso. Ahora bien, en este caso hay cambio; el que afirma que todo está en reposo, no ha existido siempre; llegará un momento en que no existirá. Si, por el contrario, todo está en movimiento, nada será verdadero; todo será, por tanto, falso. Pero ya hemos demostrado que esto era imposible. Además, el ser en que se realiza el cambio persiste, él es el que de tal cosa se convierte en tal otra por medio del cambio.

Sin embargo, tampoco puede afirmarse que todo está tan pronto en movimiento como en reposo, y que nada está en un reposo eterno. Porque hay un motor eterno de todo lo que está en movimiento, y el primer motor es inmóvil.

Obras Inmortales de Aristóteles

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