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INTRODUCCIÓN
No es ninguna exageración decir que en los Tópicos está, in nuce, toda la lógica aristotélica. En efecto, esta obra desigual, brillante en algunas ocasiones, extremadamente monótona en otras, unida al voluminoso libro Sobre las refutaciones sofísticas (que comentamos conjuntamente aquí, como verdadero «noveno libro» de los Tópicos), contiene lo que con más propiedad podemos considerar la Dialéctica de Aristóteles. Y, como ya señalábamos en la introducción general, de la dialéctica nacen todos los temas específicos que, desde la silogística hasta la ontología, pondrán por obra el análisis de la realidad a través del prisma del discurso (incluso el análisis de la realidad del propio discurso), hasta constituir este complejo temático en poco menos que una metodología científica general o, incluso, una teoría general de la ciencia.
La estructura de los Tópicos-Refutaciones, una vez eleva uno la mirada por encima de la maraña casuística que desanimó a tantos lectores antiguos (Cicerón entre ellos), y que ha hecho seguramente que el texto sea ignorado por tantísimos lógicos modernos, aparece meridianamente clara:
Tras una introducción (libro I) sin desperdicio, tanto para el especialista en lógica como para el filósofo en general (que encontrará aquí la razón última del confiado «realismo» aristotélico, basado en la convicción de que el discurso es el horizonte último de toda ciencia, única perspectiva desde la que discernir la validez de los principios propios de cada una de ellas), se suceden seis libros dedicados a catalogar los lugares o esquemas argumentales basados, respectivamente, en la predicación accidental (libros II y III), genérica (libro IV), propia (libro V) y definitoria (libros VI y VII). Sigue a este núcleo «teórico» un apéndice práctico (libro VIII) con directivas para el ejercicio dialéctico, y otro apéndice teórico-práctico (libro Sobre las refutaciones sofísticas) sobre los distintos tipos de sofismas y su posible resolución, con una conclusión o recapitulación global (cap. 34 de las Refutaciones) de toda la doctrina desarrollada en el conjunto de los nueve libros.
El contexto real en que la doctrina de los Tópicos-Refutaciones se inserta es la existencia, en la Atenas clásica, de un hábito social consistente en la celebración de debates públicos, bajo la presumible vigilancia de un árbitro, en que dos «discutidores» (dialektikoí), profesionales o aficionados, con fines instructivos o de mero entretenimiento, proceden a asumir, respectivamente, los papeles de sostenedor e impugnador de un juicio previamente establecido (prokeímenon). El impugnador se esforzará, mediante preguntas lo más capciosas posible, en probar, a partir de las propias respuestas del adversario, la afirmación de lo que el juicio previamente establecido negara (kataskeuázein: «establecer») o la negación de lo que afirmara (anaskeuázein o anaireîn: «refutar» o «eliminar»). El sostenedor, por su parte, responderá lo más cautamente posible a fin de no conceder nada de lo que pudiera desprenderse lo contradictorio de lo que sostiene. Ambos han de proceder de buena fe en esta competición, absteniéndose de recurrir a «marrullerías» (dyskolaínein), como negarse a responder ante preguntas correctamente formuladas o seguir preguntando lo mismo con pequeñas diferencias cuando la respuesta ha sido lo suficientemente inequívoca y clara: tan importante como la victoria en el debate es el saber ganar o perder con elegancia.
El debate parte de un problema (próblēma, lit.: «algo que se arroja delante de alguien», es decir, «una cuestión planteada»). El problema es una interrogación disyuntiva del tipo: ¿Es o no verdad que tal cosa es así? El sostenedor toma entonces partido por uno de los miembros de la disyunción y se inicia el proceso arriba mencionado. Teniendo en cuenta, ante todo, que el problema escogido ha de ser una cuestión «discutible» o «debatida», objeto de controversia y de opiniones encontradas: de nada serviría partir de una disyunción uno de cuyos miembros fuera evidentemente verdadero o falso; pues nadie perdería el tiempo en tratar de refutar algo evidente y nadie se atrevería a defender algo manifiestamente falso.
Ahora bien, la elección del problema es sólo el primer paso: inmediatamente después, el que responde asume, como hemos dicho, uno de los dos miembros de la disyunción. El resultado de ello es un juicio denominado proposición (prótasis). Dicha proposición, afirmativa o negativa (no ya disyuntiva, como el problema del que procede), sobre la base de ser controvertible, puede incluso ser contraria a la opinión de la mayoría, contando a su favor tan sólo con el prestigio de algún sabio que la haya sostenido anteriormente, en cuyo caso recibe la denominación de tesis (thésis).
Acto seguido, el que pregunta acomete su tarea planteando al adversario una serie de cuestiones en forma, también, de proposiciones que, sin ser necesariamente verdaderas, cuenten a su favor con un cierto grado de credibilidad (aceptadas por todo el mundo, o por la mayoría, o por los sabios, o por los más prestigiosos de éstos); estas proposiciones han de ser tales que su concesión o su rechazo por el que responde las constituya en «premisas» (afirmativas o negativas) de un razonamiento (syllogismós) que concluya o parezca concluir la contradicción de la proposición defendida por el que responde, con lo que éste sale derrotado del debate. Si, por el contrario, este resultado no se alcanza en un lapso de tiempo fijado previamente, la victoria corresponderá al que responde. Éste, por cierto, no tiene por qué limitarse al pasivo papel de asentir o disentir ante las preguntas del otro, sino que puede salir al paso de ellas con objeciones (enstáseis) que obliguen al contrincante a reformular la pregunta o sustituirla por otra.
No obstante, el papel activo por antonomasia le toca al que pregunta: a él se le pide el esfuerzo mental más grande, pues ha de concebir en todos sus detalles la estrategia ofensiva con la que acorralar al adversario hasta hacerle abdicar de su tesis. A este último le basta en general con prever, a partir de cada pregunta, las consecuencias que podrían derivarse de su propia respuesta, con el fin de evitar el verse refutado.
¿Cuál es el mecanismo del que se valdrá el que pregunta para construir sus razonamientos? Precisamente aquello que da pie al título de la obra: los lugares (tópoi). ¿Qué significa este término que el propio Aristóteles usa, pero no define en ningún pasaje de ésta ni de sus otras obras? Simplemente, se refiere a una proposición, o mejor, un esquema proposicional —cuyas variables están habitualmente representadas por formas pronominales (esto, tal, tanto, etc.)— que permite, rellenándolo con los términos de la proposición debatida, obtener una proposición cuya verdad o falsedad (conocidas en virtud del carácter, respectivamente, afirmativo o negativo del esquema proposicional en que se inserta) implica la verdad o falsedad, también, de la proposición debatida. El uso de la palabra «lugar» tendría aquí la función de señalar el carácter vacío, esquemático, de ese enunciado-matriz. Y ahí precisamente, en ese carácter vacío, radica el aspecto lógico-formal que cobra por primera vez la dialéctica de la mano de Aristóteles.
Porque, si bien es cierto que los razonamientos dialécticos parten de proposiciones simplemente plausibles (éndoxoi) y no necesariamente verdaderas (en algún caso, incluso, sólo aparentemente plausibles, como ocurre con los razonamientos sofísticos o erísticos), no obstante, en la técnica de la argumentación dialéctica que Aristóteles nos expone, los lugares constituyen verdades formales, indiscutidas, en la medida en que se identifican con los esquemas preposicionales descritos, instrumentos de verificación o falsación de proposiciones concretas. Y es curioso que su formalidad, siquiera incipiente, no es tanto el fruto de un trabajo orientado conscientemente a obtenerla, como señala acertadamente E. Kapp en su obra sobre los orígenes griegos de la lógica (ver Bibliografía), sino el resultado casi involuntario de la respuesta a una necesidad práctica: la de disponer de una técnica de discusión «productiva», es decir, que con pocos recursos (esquemas generales, en este caso) obtenga abundancia de resultados: la construcción o destrucción de cualquier proposición debatida.
Este origen hace que, como señalan W. y M. Kneale en su historia de la lógica (ver Bibliografía), los Tópicos sean mucho más ricos en cuanto al número de esquemas formales y funciones lógicas empleadas que la más madura y conscientemente formalizada silogística de los Analíticos. En efecto, mientras esta última se puede reducir a una aplicación de la modernamente llamada lógica de predicados, en muchos de los esquemas tópicos aparecen claros elementos de lógica de clases y, sobre todo, de lógica de enunciados, así como funciones altamente complejas que la logística actual aún no ha analizado satisfactoriamente (y no sólo por su carácter intensional). La propia estructura de la relación sujetopredicado aparece aquí complicada por una interpretación polivalente de la cópula que, en lugar de reducirse, como en los Analíticos, a la simple indicación de coincidencia de sujeto y predicado en un mismo objeto, se distribuye con arreglo al esquema cuatripartito resultante de combinar, respectivamente, la esencialidad o inesencialidad del predicado respecto al sujeto con la coextensividad o no de los mismos, a saber:
1)
Predicado esencial y coextensivo: definición (hóros, horismós).
2)
Predicado inesencial y coextensivo: propio (ídion).
3)
Predicado esencial y no coextensivo: género (génos).
4)
Predicado inesencial y no coextensivo: accidente (symbebēkós).
Esta cuatripartición es la que motiva la división del tratado con arreglo al índice que señalábamos más arriba, y cuyo orden, por cierto el inverso del que acabamos de exponer, responde a la creciente facilidad para refutar una proposición a medida que se pasa de la predicación accidental a la definitoria, mientras que la facilidad para establecer decrece en el mismo sentido.
He aquí, pues, este «manifiesto» del análisis formal que, casi sin quererlo, nos legara el Estagirita. Texto difícil, fuertemente elíptico, paradigmático de la aridez estilística que caracteriza a su autor; compuesto en, al menos, dos etapas (cuerpo central —libros II-VII— en una primera fase, de investigación y acumulación; introducción —libro I— y conclusión-apéndice —libro VIII y Refutaciones — en una segunda fase, de recapitulación y reflexión), y plagado, como todo el Corpus, de interpolaciones. Obra, con todo, que merece sobradamente, como reza su última frase (Refut. 34, 184 b, 3-8), que el elogio por la novedad e importancia de los hallazgos compense la posible crítica por los defectos.