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VI
LA GLÁNDULA DEL ATEÍSMO

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Índice

Bien; quedamos en que la rosa espléndida que brotó en la mañana de mi vida se marchitó apenas brotada. No acaeció otro tanto con la que embalsamó la existencia de mi amigo Sixto Moro. He de contar su historia en estas memorias con la esperanza de producir algo digno de ser conocido.

Y ¿por qué he de maldecir de mi fracaso? Al contrario; quiero alegrarme como si fuese uno de los sucesos más dichosos de mi vida. Cuando un hombre, a punto de cometer una mala acción, tropieza con cualquier obstáculo que se lo impide, esto significa que no está dejado de la mano de Dios. El ángel de su guarda le ha suscitado aquel impedimento para salvarle. Yo bendigo a la Providencia porque el mío en aquella ocasión me haya hecho caer de bruces. A la hora presente no me atormenta el remordimiento de haber engañado vilmente a un amigo de mi padre.

Ya sé que esto no es completamente moderno, que existe en la actualidad una moral más perfeccionada; pero soy viejo ya y no tengo tiempo ni humor para ponerme al tanto de los nuevos descubrimientos.

La aventura de Moro se desarrolló desde un principio con la mayor inocencia. Los cortos momentos que pudo estar cerca de Natalia y las pocas palabras que con ella había cruzado causaron sobre él tan profunda impresión, que durante algún tiempo apenas sabía hablarme de otra cosa. Quería averiguar no solamente los rasgos de su carácter, sino también los pormenores referentes a su vida y costumbres, y me saeteaba con preguntas que la mayor parte de las veces no podía yo satisfacer. Me confesaba ingenuamente que la imagen de aquella niña le seguía a todas partes y turbaba la marcha hasta entonces tranquila de su vida.

Yo comprendía el estado de su alma por lo que en la mía pasaba: hubiera tenido placer en ayudarle a conquistar el corazón o la mano de aquella bella criatura, mas vi prontamente lo absurdo de tal empresa. Moro era un joven de extraordinario talento, de una maravillosa facilidad de palabra, que a no dudarlo se abriría camino en la sociedad y alcanzaría los primeros puestos de la política. Pero su mérito hasta ahora se hallaba inédito: sólo sus condiscípulos de la Universidad y sus compañeros de la Academia de Jurisprudencia podían apreciarlo. En el mundo no se cotizan las esperanzas, y a la hora presente mi amigo no era otra cosa que el hijo de un pobre zapatero de Alcalá y un aprendiz de abogado. ¿Cómo poner los ojos en la hija única de un tan encumbrado personaje como el general Reyes?

Demasiado lo comprendía él. Por eso jamás, ni directa ni indirectamente, salió de sus labios en nuestras conversaciones una palabra que pudiese significar alguna remota esperanza de ser correspondido. En cambio, se entregaba libremente a los goces del amor platónico, buscando las ocasiones de dar satisfacción a los ojos con la imagen de su adorada.

No le faltaban, ciertamente, porque yo conocía bien las costumbres de las damas; sabía en qué iglesia y a qué hora oían misa los domingos y cuáles los teatros que frecuentaban durante la semana. El pobre Moro, aunque disponía de escasísimos recursos, encontraba de vez en cuando una peseta en su bolsillo para procurarse una entrada de paraíso. Yo le prestaba mis gemelos y desde aquellas alturas se saciaba contemplando toda la noche a su ídolo.

Más de una vez, cuando yo tenía el honor de acompañarlas, al levantar los ojos desde nuestra platea a la galería tropezaron con los de mi amigo ávidamente posados en nosotros. Yo le hacía un signo, él me hacía otro, y nada más. Me había suplicado con mucho encarecimiento que jamás diese a entender a Natalia aquel amor que le había inspirado, y le cumplía la promesa. Más de una vez también, hallándole por la mañana con los ojos enrojecidos, he comprendido que había pasado la noche anterior con ellos pegados a los cristales de los gemelos en algún teatro. Yo le embromaba con aquellas manchas sanguinolentas y él no me negaba el hecho.

Natalia me dijo un día:

—Tu amigo Moro debe de ser muy aficionado al teatro: le he visto ya diferentes veces.

—Sí—le respondí con alguna vacilación—; le gusta mucho la música y la literatura... pero le habrás visto en las alturas, porque todavía no puede permitirse el lujo de una butaca.

—Eso demuestra que es un sincero aficionado—replicó graciosamente—. La mayoría de los que vamos a butacas y a palcos no asistimos al teatro por el drama o por la ópera que representan, sino por ver gente, por exhibirnos, por pasar el rato.

Repetí estas palabras a Moro y le causaron muy grata impresión. El espíritu grave, recto y sincero de Natalia se adivinaba al través de ellas.

—¡Ya ves cómo no adoro a una muñeca!—exclamó con los ojos brillantes de alegría.

Se hizo más cauto, sin embargo, y redobló sus precauciones para no ser visto por ella.

¡Qué placer infinito le causé un día que le traje la rosa que Natalia había llevado sobre el pecho en el teatro! Se le había caído cuando salimos. Yo la recogí del suelo y quise entregársela.

—Tírala, no sirve ya para nada.

—Es lástima—le respondí—; me quedo con ella.

—¡Con tal que no te sirva para hacer alguna conquista!

—Bueno, se la regalaré a mi patrona Doña Encarnación, a ver si consigo que se ablande.

—¿Qué estás diciendo?—exclamó, mirándome con espanto.

—Sí; que se ablande el beefsteak que nos sirve en el almuerzo.

Soltó una fresca carcajada. El General y Guadalupe se volvieron, y mi palabrita, repetida por Natalia, obtuvo un gran éxito.

El pobre Moro quiso volverse loco de alegría cuando le entregué esta rosa. Me hizo jurar que no le engañaba, que había estado, en efecto, sobre el pecho de su amada. Una vez convencido se entregó a tan graciosos extremos de alegría, que pasamos un rato delicioso. La colocó en un pequeño florero, se arrodilló delante de ella, se puso a cantar el Tantum ergo y a guisa de incensario quemó en su honor algunas hojas de papel de Armenia. Después la llevó con toda solemnidad a su cuarto y, haciendo previamente grandes y repetidas genuflexiones, la encerró en su armario, prometiéndome que de vez en cuando la «pondría de manifiesto», sonando antes la campanilla para que todo el mundo de la casa viniese a adorarla.

¡Cuánto nos hacían reír estas bromas! Nos hallábamos en la edad dichosa en que se ríe con las alegrías y también con las penas.

Como ejemplo igualmente de que el humor jocoso de Moro no se había extinguido por la pasión sin esperanza que le había cogido, contaré una chanza que por aquellos días nos hizo reír mucho.

Algunas noches, después de comer, los primos Mezquita solían arrastrarnos consigo al Café de Madrid.

En aquel tiempo se juntaban por las noches en este café los enemigos más caracterizados que el Sér Supremo tenía en la capital de España. La mayor parte eran estudiantes de Medicina. Había también muchos dependientes de comercio y algún que otro borracho sin profesión conocida.

Se hallaba situado entonces frente al Ministerio de Hacienda. A un lado de la puerta de éste aparecía un gran letrero en negro, trazado con brocha gorda, que decía: «Cayó para siempre la raza espúrea de los Borbones.» Al otro lado decía: «Justo castigo a su perversidad.» Estos renglones fatídicos, que podían leerse a la luz de los faroles, contribuían no poco a mantener vivo el espíritu revolucionario en el café.

Todo el mundo era rebelde en el Café de Madrid: el dueño, los mozos, la clientela. Si por casualidad se deslizaba allí algún incauto monárquico, pronto se marchaba escandalizado por los conceptos sediciosos que se vertían en voz alta.

Verdad que en aquella época no se corría peligro amenazando a lo existente en voz alta. Nos hallábamos en plena revolución. Los ministerios se sucedían unos a otros alzados y derrocados por la presión del populacho y de los periódicos que mejor lo representaban. El Ejército se cruzaba de brazos, presenciando con desdeñosa indiferencia la agitación de las masas; la Policía ejercía su ministerio tan tímidamente, que no se la sentía, como si tuviese vergüenza de sí misma.

Con todo, no podía dudarse de que los clientes del Café de Madrid eran hombres indómitos y peligrosos, y el más feroz de todos su mismo propietario, un hombrecillo gordo, barrigudo, que acostumbraba a situarse en una mesa próxima al mostrador, rodeado siempre de una camarilla o guardia negra que comentaba sus hazañas y bebía sus licores. Corría, como válido en el café, que Don Pancracio (así se llamaba su dueño) se había batido heroicamente en las barricadas y había entrado en todas las conspiraciones fraguadas diez años antes de la revolución, por lo cual había sido condenado cinco veces a muerte, sin que estas condenaciones hubiesen alterado poco ni mucho sus facultades digestivas.

Don Pancracio era hombre feroz por convicción más que por temperamento. Todo el mundo convenía en que tenía un corazón bondadoso y tierno y se contaban de él algunos rasgos de generosidad muy laudables. Pero había llegado a imaginar que era un sér temeroso y esto le lisonjeaba hasta un punto indecible. Se susurraba que en los barrios bajos de Madrid había dos mil hombres de pelo en pecho que no aguardaban más que una señal suya para empuñar el trabuco y lanzarse a la barricada.

Aunque esto no fuese cierto, los clientes así lo creían y él debía de creerlo aún más firmemente que ellos, a juzgar por su entrecejo siempre fruncido y la manera temerosa de hacer rodar sus ojos sanguinarios por todo el ámbito del café. Cuando allá en una mesa lejana se producía una disputa demasiado violenta y los contendientes se hallaban próximos a venir a las manos, esto despertaba inmediatamente los instintos guerreros del propietario quien, soltando una terrible blasfemia, tomaba una botella por el cuello y, mirando hacia los perturbadores del orden de un modo provocativo, murmuraba amenazas capaces de hacer estremecerse al Cid en su tumba. Pero sus genízaros se apresuraban a calmarle: «—¡Don Pancracio! ¡Don Pancracio!... ¡Un hombre como usted ensuciarse las manos en esos peleles!»

El propietario se calmaba con estas o semejantes razones, soltaba el cuello de la botella y no tardaba en bebérsela en compañía de su estado mayor. No puedo medir la capacidad estratégica que éste alcanzaba, porque nunca le he visto a la hora de la batalla, pero sí puedo certificar de la que poseía para los líquidos espirituosos.

Todas las horas eran trágicas para este café de conspiradores; pero la más trágica de todas era aquella de la noche en que aparecía un periódico revolucionario titulado El Combate. Cuando se abría la puerta y el vendedor se presentaba con su gran paquete debajo del brazo, los clientes todos como un solo hombre se ponían en pie, se agitaban convulsos, gritaban, gesticulaban y el orden no quedaba restablecido hasta que todos se veían poseedores de la preciosa hoja que devoraban con espasmos de alegría. En esta hoja se llamaba todos los días «granuja» al presidente del Consejo de Ministros, se le desafiaba y se empleaban las palabras más sucias del diccionario para calificar a los ministros.

¿Cómo podía consentirse esto?, preguntará tal vez el lector. Sencillamente, porque habíamos concluído con la ominosa tiranía y gozábamos de todos los derechos individuales.

No pudiendo reprimir legalmente la injuria, el Gobierno acudía al recurso de pagar a unos cuantos bravucones que entraban de improviso en las redacciones de los periódicos, apaleaban a los redactores y rompían y deshacían cuanto encontraban. Todo el mundo habrá oído hablar de la famosa partida de la porra. De un día a otro se esperaba que estos terribles apaleadores penetrasen en la redacción de El Combate. Si no lo habían hecho hasta entonces era porque los redactores se hallaban prevenidos y escribían con un par de revólveres delante de las cuartillas. Pero en cuanto se demoraba un cuarto de hora la salida del periódico, una gran impaciencia reinaba en el café, algunos salían a la calle, circulaban noticias alarmantes y sólo respirábamos cuando aparecía el enorme paquete por la puerta.

Una noche no apareció. ¡Noche terrible, noche aciaga en los fastos de aquel memorable café! A medida que el tiempo transcurría la consternación se pintaba en todos los semblantes. Al principio se gritaba mucho, se gesticulaba, había gran movimiento de entradas y salidas: los clientes más jóvenes se lanzaban en descubierta por las calles y volvían pálidos sin poder dar noticias concretas. Más tarde una desesperación sombría se apoderó de todas las cabezas. Las voces comenzaron a sonar más roncas. Después se apagaron por completo y un silencio heroico se extendió por todo el café.

Don Pancracio ordenó cerrar las puertas como estaba prevenido, pero sus camareros recorrieron como agentes ejecutivos todas las mesas, advirtiéndonos que podíamos permanecer allí el tiempo que tuviéramos por conveniente.

Nadie se movió en efecto. Allí permanecimos todos hasta que rayó la luz del día, convencidos de que el dios Morfeo no tenía poder para prender nuestros párpados si antes no habíamos leído las fulgurantes amenazas de El Combate.

Es de saber, no obstante, que en el Café de Madrid no todos eran hombres de acción. Había también pensadores. Y siento verdadera satisfacción al declarar que los que correspondían a la mesa donde se sentaban los Mezquita con otros estudiantes eran los más conspicuos.

Después que se había injuriado suficientemente a los Poderes constituídos se discutía indefectiblemente el tema de la espiritualidad del alma. En realidad no se discutía, porque aquellos estudiantes no admitían discusión sobre este punto; pero servía de blanco para sus burlas más ingeniosas y para sus sarcasmos más sangrientos. Había un profesor de la Facultad de Medicina que les decía: «—Entre los centenares de cerebros que he disecado, jamás tropezó mi escalpelo con el alma.»—Y esta frase se repetía a menudo y cada vez con más unción por los tertulios.

En cuanto a Dios, no contaba allí más que con una minoría irrisoria. Sólo dos o tres nos atrevíamos a sostener que no estaba completamente sepultado y putrefacto. Si alguna vez se nos ocurría pronunciar su nombre, inmediatamente se nos atajaba: «—Perdón, amigo, ¿no podrías decir en vez de Dios, la Naturaleza?»

Sin embargo, nosotros nos obstinábamos en nombrarle. Decentemente no podíamos dejar abandonado un sér indefenso.

Esto producía terribles contiendas teológicas, en las cuales alguna vez tomaba parte el mozo que nos servía, llamado Fariñas. No sé si algún día escribiré un estudio sobre este mozo, pero sí estoy seguro de que debiera hacerlo. Serio, reflexivo, conciliador, mediano filósofo, pero gran matemático. Cuando le debíamos cuatro cafés y siete botellas de cerveza nos demostraba con el lápiz en la mano que le debíamos cinco cafés y nueve botellas. Se escuchaba siempre su opinión con deferencia más por respeto a su lápiz que a sus conocimientos.

Por supuesto era cosa averiguada para aquellos jóvenes que el pensamiento no es otra cosa que una secreción del cerebro, como la orina de los riñones. Se repetían estas y otras frases de Cabanis y Carlos Vogt como si fuesen el fin y el compendio de toda la sabiduría humana. No existían aún los mecanistas, los energéticos, los pansensacionistas, los cientistas, y se atenían, por lo tanto, a la forma más primitiva del monismo materialista.

Otra verdad inconcusa era que todo lo referente a la religión entraba en los dominios de la patología interna. El que creyese en otro mundo más que el que veíamos y palpábamos era un enfermo. Si afirmábamos la existencia de Dios y del alma era porque teníamos atascados los conductos biliares. El misticismo, una forma aguda del histerismo; el ascetismo, un síntoma manifiesto de degeneración.

Como consecuencias de tales premisas los santos fueron todos unos perturbados, histéricos y degenerados. Con quienes más se ensañaban aquellos jóvenes era con san Francisco de Asís y santa Teresa. ¡Pobre santa Teresa! No la dejaban intacta ninguna parte de su organismo. Se investigaban, se estudiaban minuciosamente sus más recónditas dolencias femeninas, se sacaban a relucir despiadadamente las imperfecciones de sus conductos interiores. Yo protestaba en nombre del pudor; pero mis protestas quedaban sofocadas por sus carcajadas.

La elocuencia y donaire de Sixto Moro, sus ingeniosas observaciones, con que a veces los desconcertaba, de nada servían tampoco. Sus conocimientos sobre la trompa de Falopio, la placenta y los ovarios eran, como los míos, rudimentarios.

Sin embargo, una noche entró en el café y se sentó a la mesa con ademanes tan altaneros y provocativos que a todos nos sorprendió. Inmediatamente procuró entablar discusión con los jóvenes fisiólogos y comenzó a saetearlos con su inagotable repertorio de burlas. Cuando logró ponerlos exasperados, dió el golpe de gracia que tenía preparado. Sacó del bolsillo el último número de El Siglo Médico, que acababa de aparecer, y, poniéndolo sobre la mesa, profirió con acento triunfal:

—¡Leed este artículo y edificaos!

Uno de los tertulios tomó la revista y se puso a leer; pero Sixto le atajó:

—No, no; exijo que se lea en voz alta.

Reinó un silencio profundo, y el que tenía entre manos la revista comenzó a leer. Se trataba del extracto de una Memoria que el célebre fisiólogo francés Claudio Bernard presentaba a la Academia de Medicina, dando cuenta de una experiencia curiosa efectuada por él en los hospitales de París. Habiendo necesitado hacer para sus investigaciones anatómicas sobre la laringe y faringe algunos estudios detenidos, pudo observar en dos cadáveres, cuya disección hizo simultáneamente, un desarrollo anormal de la llamada glándula tiroides. Esta masa glandular que se encuentra en la parte inferior del cuello detrás de la traquearteria siempre es más voluminosa en el niño que en el adulto. Por eso le llamó la atención su extraordinario desarrollo en dos hombres que habían fallecido después de los cuarenta años. Informándose de los antecedentes de estos dos sujetos pudo averiguar que se habían señalado por una impiedad recalcitrante. No sólo se habían negado a recibir los sacramentos de la Iglesia, sino que habían escandalizado constantemente a las religiosas que los asistían con sus burlas y blasfemias. Excitada la atención del observador con esta experiencia, procuró verificarla en casos sucesivos. Al efecto, estudió en los dos últimos años la laringe de cincuenta y siete sujetos manifiestamente ateos y sólo en dos casos la tiroides dejó de presentar un volumen anormal.

El artículo cayó como una bomba en la mesa. Todos quedaron con una cara larga y melancólica que recordaba las figuras del Greco. El lector soltó la revista con desaliento. Los demás guardaron silencio. Sólo uno se aventuró a decir en voz baja y balbuciente:

—Mucho me sorprende de Claudio Bernard...

Sixto Moro recogió la revista, la guardó en el bolsillo y porque no sufriese menoscabo su victoria se levantó del diván y se despidió muy cortésmente diciendo que iba al teatro. Yo le seguí alegando el mismo motivo.

Cuando hubimos salido del café, Moro se detuvo y comenzó a reír de tan buena gana, con tan estrepitosas carcajadas, que me sorprendió un poco, pues no hallaba razón para tanta algazara.

—Es gracioso—le dije por seguirle el humor.

—¡Y tan gracioso! ¡Mucho más gracioso de lo que puedes imaginar!

Y vuelta a reír hasta querer reventar. Al fin, cuando se hubo sosegado, pudo articular:

—Has de saber que todo ha sido una farsa.

—¿Cómo una farsa?

—Sí; que no hay tal Memoria de Claudio Bernard.

—No lo entiendo.

—Ese artículo está escrito por mí.

—Ahora lo entiendo menos.

—Soy amigo del regente de la imprenta donde se imprime El Siglo Médico y me ha hecho el favor de tirar un solo ejemplar con mi artículo, prometiéndole que lo inutilizaría así que hubiera dado la broma a mis amigos... Y es lo que voy a hacer en este momento.

Sacó en efecto el periódico del bolsillo y lo hizo menudos pedazos sin dejar de reír.

—Pero ¿cómo has podido escribir este artículo? ¿Quién te ha enseñado ese fárrago de términos técnicos?

—Los he extraído de sus mismos libros, que los Mezquita dejan esparcidos sobre la mesa de su cuarto.

Celebré como merecía la broma, que era realmente chistosa; y seguimos riendo al recordar el gesto de estupefacción de nuestros contertulios.

Al cabo, poniéndose repentinamente serio, Moro exclamó:

—¡Vamos a ver! Después de todo, si hay glándulas para la fe, ¿por qué no ha de haberlas para la impiedad?

Años de juventud del doctor Angélico

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