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I
MI VIAJE Y MI INSTALACIÓN EN LA CORTE DE ESPAÑA
ОглавлениеCreo que mi padre tenía razón. En último resultado me hubiera convenido más permanecer a su lado, ayudarle en sus negocios, hacerlos prosperar y dejar transcurrir la vida dulcemente en el pueblo trabajando a mis horas, paseando a mis horas, durmiendo a mis horas, rezando a mis horas y no leyendo a ninguna.
Tengo más de cincuenta años, he estudiado mucho, he viajado bastante, he tratado con los sabios, he escrito, he discutido y al cabo me encuentro triste, fatigado, con el estómago descompuesto y los nervios en plena rebelión.
Los problemas que estaba ansioso de resolver, ahí se están frescos y orondos como al comienzo del mundo, y es más que probable que así permanezcan hasta el fin.
Pero no es tiempo ya de volver sobre mis pasos. Si lo fuera seguramente incurriría en otros aun mayores errores.
Lo cierto es que desembarqué en Madrid una mañana del mes de Octubre del año 1870, con el propósito firme de ser un sabio. Me alojé en una casa de huéspedes de la calle de Carretas, que habían recomendado a mi padre, y ocupé un gabinete con balcón a la calle y su alcoba correspondiente. No eran lujosas las habitaciones, pero estaban amuebladas con decoro y comodidad. Había orden y limpieza, dos cosas que he amado siempre, y aunque la calle no es muy ancha, bastante luz, a causa del piso alto en que se hallaba.
El gabinete comunicaba con la sala por medio de una puerta de cristales. Esta sala era bastante espaciosa y ofrecía todos los encantos de la vulgaridad más refinada; una sillería forrada de terciopelo que había sido rojo y a la sazón tenía el color de hoja seca; una consola de caoba con su espejo de marco dorado encima, cubierto de una gasa para preservarlo de los atentados de las moscas; cortinas de terciopelo igual al de la sillería, pero más avanzado en su evolución transformista; sobre el sofá un enorme grabado que representaba la vista de Londres, y en las paredes algunos otros con escenas de galantería pastoril; un pastorcito arrodillado delante de una pastorcita, otro ofreciéndole, con insinuante sonrisa, una flor.
Mi patrona, que se llamaba doña Encarnación, me enteró, pocos momentos después de llegar, de que esta sala pertenecía al género neutro o común a dos. La poseíamos pro indiviso el caballero que ocupaba el gabinete de enfrente y yo. Ambos podíamos recibir en ella nuestras visitas y ocuparla en los momentos en que la necesitásemos.
A la hora del almuerzo pasé al comedor, y doña Encarnación se sirvió presentarme a los cinco huéspedes que ya estaban sentados a la mesa. El que más llamó mi atención desde luego, fue un joven con larga y no bien cuidada melena, que le caía sobre el cuello y casi le llegaba a la espalda. Como en España sólo los artistas se autorizan el llevar los cabellos en esta forma, supuse inmediatamente que era pintor o músico. Podría contar veintidós o veinticuatro años de edad. Sus facciones, un poco abultadas, no eran desagradables, y sus ojos grandes, negros y expresivos, revelaban inteligencia y vivacidad.
Enfrente de él, se hallaba sentado otro joven de la misma edad, poco más o menos. En nada se le parecía, pues era delgado, pálido, imberbe y llevaba el cabello cortado a punta de tijera. De los otros tres, dos de ellos eran extremadamente morenos y acaso tuviesen más años que yo también. En cambio el tercero ofrecía la apariencia de un niño. No se le presumirían mucho más de quince años.
El almuerzo comenzó silencioso. Se notaba cierto embarazo como suele acaecer cuando en cualquier compañía entra repentinamente una persona extraña. Afectando disimulo, todos ellos me dirigían rápidas miradas investigadoras. Todos no; me equivoco; porque el joven pálido de pelo recortado, tenía un libro abierto al lado del plato, en el cual leía, mientras distraídamente iba engullendo los manjares que le ponían delante. Para llevar a cabo una y otra tarea acercaba tanto el rostro que casi tocaba con la nariz en el libro o la metía en el plato.
Al fin, el joven de las melenas, levantó la cabeza y dirigiéndose al que leía le dijo bruscamente:
—Querido Pasarón, ¿no sería más justo, más procedente y desde luego de mejor educación que cerraras siquiera por hoy el libro, a fin de que este señor que se sienta por vez primera a la mesa, no vaya a suponer que en vez de hallarse entre personas civilizadas, ha penetrado en territorio africano?
El interpelado en esta forma levantó un instante la cabeza, y con sus ojos vidriosos de miope, nos dirigió una mirada vaga donde se advertía que no habían comprendido lo que le decían. Inmediatamente volvió a convertirlos al libro.
Yo me apresuré a hacer signos negativos con la cabeza y a balbucear algunas palabras, asegurando que estaba muy lejos de incurrir en tal error geográfico.
—No sería muy extraño que usted se lo figurase—siguió el joven melenudo dirigiéndose a mí—, porque yo me llamo Sixto Moro, estos dos, que son primos hermanos, se apellidan Mezquita, y aquel niño que usted ve allí, se llama Pepito Albornoz.
Este último se puso rojo como una cereza al escuchar tales palabras y dirigió una mirada de ira concentrada al que las había pronunciado, mientras los dos primos soltaron a reír hasta querer salírseles el alimento por las narices. Esto me hizo sospechar que aquel que designaba como niño sólo lo era en apariencia. En efecto, después averigüé que había cumplido ya los diez y ocho años y estudiaba la carrera de ingeniero de caminos.
—En verdad le digo a usted que en esta casa todo tiene un marcado sabor árabe o por lo menos muzárabe—siguió el llamado Sixto Moro gravemente, sin querer advertir las miradas pulverizantes de Albornoz, ni la risa de los otros compañeros—. Pero aunque marroquíes, somos de humor benigno, y cuando se presenta un forastero, le recibimos con zalemas y no queremos que nos juzgue absolutamente desprovistos de cortesía. El amigo Pasarón es un suevo de la provincia de Orense, por consiguiente el único bárbaro que existe en esta casa. Hasta ahora no es peligroso, sin embargo; pero llegará un día, lo estoy temiendo, en que su cabeza, demasiado cargada de ciencia, estallará como una bomba y destrozará a cuantos nos hallemos cerca.
A pesar de que todos le mirábamos sonrientes, incluso Doña Encarnación que en pie y cerca de la puerta vigilaba el servicio de la mesa, el llamado Pasarón no levantaba la cabeza y parecía más y más absorto en la lectura.
—Di tú, amigo Moro, ¿qué significa esa palabra de muzárabe que acabas de soltar?—preguntó uno de los Mezquita.
—Hombre, parece increíble que habiendo nacido en la tierra de los Abderrahmanes no sepas que se designaban así los cristianos que vivían antiguamente entre los árabes y mezclados con ellos. Córdoba estaba llena de esta clase de cristianos.
—¿Y esos muzárabes vivían con los mismos árabes, o en barrios separados?
—¡Ah! eso no me preguntes, no conozco detalles.
El joven que leía y comía a un tiempo mismo, alzó la cabeza haciéndose cargo de la pregunta. Parecía que sus oídos no recogían otros ruidos que aquellos donde viniese mezclada alguna partícula científica.
—Eso dependía de la condición más o menos blanda de los emires, alcaides y valíes que los gobernaban. En general los cristianos muzárabes no sufrían tantas vejaciones como parece desprenderse de los quejidos y lamentos elegíacos que deja escapar el Rey Sabio en la parte de su crónica llamada Llanto de España. Se les dejaba el libre ejercicio de su religión y de sus ritos, se les permitía gobernarse por leyes y jueces propios y conservar sus tierras pagando el tributo estipulado. Particularmente en tiempos del primer Abderrahmán, vivieron admirablemente respetados. Había, en su tiempo, en Córdoba, un magistrado encargado de proteger a los cristianos; los sacerdotes se presentaban en público con su ropa talar y afeitados; los monjes vivían tranquilos en sus claustros y las vírgenes consagradas a Dios, respetadas en sus aulas. En la ciudad misma había tres iglesias y tres monasterios; en la falda de la sierra próximos a ella, se alzaban ocho conventos y algunas iglesias. Sonaban las campanas de éstas y el pueblo cristiano acudía a los oficios divinos sin que nadie osara molestarle. Después... después vino la persecución en los últimos tiempos de Abderrahmán segundo y de Mohamed primero.
Rápidamente, pero con admirable claridad, el joven Pasarón nos dió cuenta de aquellas persecuciones, en las cuales no toda la culpa debía achacarse a los árabes, sino a los cristianos, que no pocas veces, con su intolerancia, las habían provocado.
Cuando terminó su excursión histórica, convirtió de nuevo sus ojos al libro mientras los de los primos Mezquita, Albornoz, y aun los de Doña Encarnación, se volvieron hacia mí risueños y triunfantes. Querían, sin duda, que yo participase del asombro que aquel joven les inspiraba.
En efecto; la palabra de Pasarón era un poco precipitada, acaso por la misma exuberancia de conocimientos, pero hablaba con singular corrección y mostraba, desde luego, ser un hombre de inteligencia privilegiada.
Sixto Moro sonreía irónicamente. Uno de los Mezquita, para hacer valer aun más aquel fenómeno a mis ojos, quiso tirarle de la lengua.
Al parecer, los árabes en aquella época no eran tan rudos como ahora. Por lo menos un médico de ellos, llamado Avicena, ha pasado a la Historia.
—¡Rudos!—exclamó Pasarón levantando vivamente la cabeza.
Y acto continuo hizo un panegírico brillante de la civilización arábiga en tiempo del Califato, la ostentación y magnificencia de la Corte con sus palacios suntuosos sus bazares, sus baños y acueductos, los certámenes poéticos a que eran tan inclinados. Después nos dió noticias curiosas e interesantes de aquel médico Avicena que no se llamaba así realmente, sino Ibn Sina; su precocidad extraordinaria, pues a los diecisiete años era ya un maestro en las ciencias; su vida agitada en medio de las revoluciones políticas que sin cesar se sucedían en los diversos principados donde residió; su actividad prodigiosa. Habiendo vivido sólo cincuenta y siete años y ejercido los más elevados cargos políticos, tuvo tiempo a escribir varias obras gigantescas; más de cien libros, donde se trata de todas las ciencias cultivadas en su tiempo. Avicena fué uno de los genios más extraordinarios y uno de los escritores más fecundos que jamás han existido.
Cuando terminó su perorata, otra vez volvió a su libro y a sus bocados aquel joven que realmente me parecía iba en camino de ser un nuevo Avicena. Los comensales y Doña Encarnación, volvieron también a mirarme escrutando el efecto que en mí había causado.
Sixto Moro seguía comiendo sin levantar la cabeza, y en sus labios se dibujaba la misma sonrisa irónica, esta vez un poco más acentuada. Reinó el silencio durante algunos momentos, como si todos estuviéramos bajo el peso de tanta sabiduría. De pronto, Moro, sin alzar la vista y con grave y lenta palabra, dijo:
—Verdaderamente sabio, yo no he conocido otro mayor que un cerdo que mi padre tenía hace años.
Todos le miramos estupefactos y sonrientes.
—Erudito no lo era. Confieso que no era erudito—siguió con la misma solemnidad—; pero no me cabe duda de que era un sabio maravilloso. Durante su vida que fué mucho más corta que la de Avicena, dió pruebas irrecusables de su saber. Sólo voy a daros cuenta de una. Este cerdo sentía una verdadera pasión por la harina mezclada con agua caliente; era para él una golosina. No se le daba más que dos veces por semana porque, como sabéis, la harina cuesta cara. Ordinariamente se le alimentaba con berzas y nabos y los desperdicios de la cocina, los cuales se les servían en una gran caldera ennegrecida por el uso y el fuego. Cuando le daban harina se le servía en otra más pequeña de color amarillo. Pues bien; cuando le llevaban las berzas y los desperdicios se estaba en su cubil acostado, no hacía más que levantar la cabeza y gruñir con ligera satisfacción. Pero así que divisaba la pequeña caldera amarilla, se ponía en pie lleno de alborozo y comenzaba a gruñir, con tal alegría, que era un verdadero escándalo. ¡Qué admirable penetración!, ¿verdad? Como yo fuí siempre inclinado a gastar bromas con toda clase de animales, se me ocurrió un día darle una. En ausencia de mi madre tomo la calderita amarilla, la lleno con los desperdicios y se la llevo. El cerdo empieza a brincar de gozo y a lanzar los gruñidos más armoniosos de su repertorio; pero en cuanto se cerciora del engaño (y le bastó poco tiempo para ello), aquellos gruñidos melodiosos se trocaron en los más ásperos y bárbaros que os podéis imaginar, y no sólo eso, sino que rugiendo de cólera se lanzó sobre mí. Os digo que si no huyo pronto, no lo hubiera pasado bien. Desde entonces se declaró mi enemigo mortal. En cuanto me divisaba se ponía a gruñir ferozmente para darme a entender que no olvidaba la bromita. Era una inteligencia soberana, y su dignidad igual a su inteligencia.
Todos reíamos mirando a Pasarón; pero éste se hallaba enfrascado en la lectura sin querer oír o sin oír efectivamente; porque aquel joven no quería prestar atención más que a lo que fuese materia de estudio.
Por eso, cuando uno de los estudiantes de Medicina apuntó la idea de que los árabes eran más cultos que nosotros los cristianos en aquella época, y Moro la corroboró diciendo, en su peculiar forma expeditiva, que los españoles de la Edad Media no éramos más que un hato de ignorantes, Pasarón se lanzó de nuevo a la palestra defendiendo a la ciencia española. Entablóse sobre esto una viva disputa. Inmediatamente se echó de ver la gran superioridad de aquél. Era un torrente de noticias y datos eruditos. Citó tantas obras y nombres, que realmente parecía que los tenía ya en la punta de la lengua. Moro, en cambio, mucho más escaso de ciencia, se defendía con ingenio y salidas tan oportunas, que desconcertaban no pocas veces a su adversario.
Era un espectáculo verdaderamente interesante la discusión de aquellos dos jóvenes, y yo la presenciaba con la boca abierta, pues confieso que jamás había conocido hombres de tanto talento. La palabra de Pasarón era precisa, correcta, fría y un poco monótona. En cambio, la de Moro, vibrante y apasionada, tenía tantos matices, que me llenaba de admiración. Sin embargo, su afición a las paradojas me pareció excesiva, y aunque las explicaba con singular donosura, no me convencían.
Pasarón citaba una regla gramatical.
—¡No hay Gramática!—replicaba Moro con graciosa resolución.
—¿Cómo que no hay Gramática?—exclamaba Pasarón en el colmo del estupor.
—No; la Gramática la han inventado los maestros de escuela para darse el gusto de azotar a los niños y vivir a expensas de los padres.
—Esa es una de tantas paradojas como te complaces en verter, y que tú mismo no tomas en serio.
—Al contrario, la tomo muy en serio, y sostengo que la Gramática no sirve absolutamente para nada.
—La Gramática señala el apogeo de todas las lenguas, porque significa que los hombres se dan clara cuenta de sus medios de expresión. Es el idioma adquiriendo conciencia de sí mismo.
—Tal conciencia es innecesaria, como lo es la del poeta respecto a la estética. Tú mismo nos has dicho hace unos días que los arios del Asia Central habían construído el sánscrito, la lengua más hermosa que ha tenido la Humanidad hasta ahora. Y, sin embargo, esos arios eran unos rudos pastores.
—Naturalmente, la obra de formación de un idioma es inconsciente; pero, una vez adquirido, nos toca guardarlo con esmero y venerarlo como un don de la divinidad.
—El pueblo que lo ha formado puede deshacerlo y construír otro si se le antoja.
—Si se le antoja no. Los procesos históricos no son obra del capricho; obedecen a leyes providenciales.
—¡Niego las leyes providenciales!
Y acto continuo pronunció con calor unos párrafos de filosofía revolucionaria, que estaba entonces a la moda. Las ideas eran huecas y aparatosas más que sólidas; pero Moro las manejaba tan brillantemente y en períodos tan perfectos, que quedé altamente sorprendido de su facundia.
Uno de los Mezquita, advirtiendo mi sorpresa, me guiñó un ojo diciendo:
—El amigo Moro es un gran orador. Allá en la Academia de Jurisprudencia no hay quien le ponga el pie delante.
Moro se encogió de hombros con un gesto de desdén. Y, descontento de sí mismo, profirió bajando el tono:
—No me seduce eso mucho. La oratoria es el arte de decir vulgaridades con corrección y propiedad.
—Pero Mirabeau ha sido un gran orador. Tú eres un apasionado de él.
—¡Mirabeau! ¡Mirabeau!... En los instantes dramáticos porque atraviesan algunas veces las naciones, un hombre de gran palabra y de gran corazón, como Demóstenes o Mirabeau, son necesarios, porque pueden hacer variar el curso de los acontecimientos. Sobre la cátedra sagrada, hablándonos del cielo, o delante de un tribunal, defendiendo la cabeza de un inocente también. Pero, ¿qué significa un orador empleando imágenes poéticas y discutiendo con metáforas la reforma arancelaria? La oratoria en la actualidad no es otra cosa que una coquetería, una clase de adorno, como dicen en los colegios; ha pasado a la categoría de los polvos de arroz.
La discusión científica se fué trocando en plática jocosa. Moro concluyó embromando a su amigo Pasarón y haciéndonos reír a todos.
—Pasarón, el día en que te mueras, el Purgatorio habrá hecho una gran adquisición. Espero verte allá explicando un curso de filología comparada a las ánimas benditas.
—¿Cómo sabes que ha de ir al Purgatorio? ¿No puede ir al Cielo derechamente?—apuntó uno de los Mezquita.
—No lo creo. Pasarón admira a Lucrecio y a Cátulo y dice pestes del latín de los Santos Padres. Así es que se ha hecho muchos y poderosos enemigos en la Corte Celestial.
—¿Y al infierno?
—Eso menos. A Dios no le conviene que los demonios se instruyan demasiado.
Pasarón sonreía dulcemente sin replicar. Su espíritu, exclusivamente científico, era refractario al humorismo. Yo estaba verdaderamente maravillado del ingenio y la instrucción de aquellos dos jóvenes. Los comparaba con los más conspicuos que había conocido en la capital de mi provincia, hasta con los catedráticos que allí gozaban de mayor reputación, y me parecían todos unos pigmeos al lado de éstos. Creí haber entrado en un mundo mucho más alto y espiritual y comenzar a vivir en medio de una raza superior.