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IV
CORRO PELIGRO DE CAER EN RIDÍCULO Y AÚN PRESUMO QUE HE CAÍDO

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Los sábados comía, pues, en casa de Reyes. Después me llevaban consigo al teatro, unas veces al Real, otras al Español o a la Zarzuela; porque en los principales de Madrid tenía la familia del General un turno de platea. En estas ocasiones yo echaba el resto en la ornamentación de mi persona. Me había encargado un traje de frac y unas botas de charol, compré el sombrero de copa más reluciente que pude hallar en la capital y celebré largas conferencias con la planchadora que me había recomendado Doña Encarnación acerca de la pechera y los puños de mi camisa, conjurándole por lo que más amase en este mundo a que pusiera en ellos los recursos de su arte, el alma y la vida.

No bastaba esto. Era necesario además que el peluquero del entresuelo me frotase la cabellera con aguas perfumadas, me la peinase y me la rizase con tenacillas, que me diese brillantina y un toque de cosmético al bigote. Mi cabeza era un puro rizo y debía semejar bastante a la de un negrito de Angola; pero yo estaba satisfecho de ella y me parecía una verdadera obra de arte.

El que lea estos renglones habrá ya adivinado para quién se preparaban estas armas mortíferas. Sin embargo, tal vez se haya pasado de suspicaz, porque yo mismo no estaba bien seguro de lo que pretendía y si me dijesen en aquellos días que aspiraba a seducir a la bella señora del general Reyes me hubiera ruborizado y rechazaría la especie con indignación. Lo único de que estaba cierto era de que aspiraba a mostrarme ante ella con todas las ventajas físicas con que a Dios plugo favorecerme.

Debo confesar, aunque me duela el hacerlo, que mis proyectiles caían en la plaza, pero no estallaban. Yo no podía atribuír este resultado a defecto de fabricación, porque estaba perfectamente seguro de mi planchadora, de mi zapatero, de mi sastre y de mi peluquero. Tal vez la Providencia, velando por la seguridad de aquella preciosa mujer, evitase milagrosamente su explosión.

En casa de Reyes me recibía todo el mundo con cordialidad. El General se alegraba mucho de verme y reía y tosía hasta reventar contándome repetidas veces los graciosos episodios de sus días de pesca en compañía de mi padre. Natalia me acogía con su habitual franqueza un poco ruda pero siempre cariñosa. Y en cuanto a Guadalupe, me trataba siempre como una verdadera madre.

Pues bien, esto era precisamente lo que yo no podía sufrir. Aquel tono maternal que conmigo usaba en vez de infundir gratitud en mi corazón lo llenaba de despecho. Porque hablemos claro, ¿qué motivos existían para ello? Aunque contase diez o doce años más de edad que yo, por ley natural no podía ser mi madre. Además, mi barba precoz alejaba de la mente de cualquiera este ridículo supuesto y pensaba que merecía alguna mayor consideración. Guadalupe se obstinaba en hacer caso omiso de ella. Yo me desesperaba.

Un catarro feliz vino a esclarecer un poco este tenebroso asunto. Un día me sentí indispuesto, tuve un poco de fiebre y me vi obligado a quedarme en la cama. Doña Encarnación temió una pulmonía y llamó al médico. Si no mereció el nombre de pulmonía, algo logró parecérsele y pasé algunos días molesto y abatido. El sábado, no pudiendo ir a comer a casa del General, rogué a Moro que le enviase una tarjeta en mi nombre haciéndole saber la causa.

En la mañana del domingo me encontraba bastante aliviado: la fiebre había desaparecido por completo; tenía mi cabeza despejada y departía placenteramente con mi amigo Moro cuando apareció de improviso Doña Encarnación anunciándome, no sin cierta emoción, que dos señoras pedían permiso para verme.

No dudé un instante que fuesen Guadalupe y Natalia, porque no trataba otras en Madrid. La noticia me produjo una increíble agitación, mezcla de temor, de alegría y de vergüenza. ¡En qué desventajosa situación iba a contemplarme la hermosa señora del General! ¡Sin corbata, sin pechera almidonada, con el pelo lacio, sin cosmético, ojeroso y desmadejado! Sixto Moro quiso retirarse, pero yo le rogué que no lo hiciese, tanto por buscar apoyo contra la vergüenza que me embargaba como por el secreto orgullo de mostrarle mi amistad con personas tan principales.

Venían de misa y entraron ambas con mantilla en la cabeza, el devocionario en la mano y el rosario de oro y nácar arrollado a la muñeca. No necesito añadir que Guadalupe en esta forma ataviada parecía más hermosa que nunca. Yo siempre la encontraba mejor. Ambas se mostraron conmigo afectuosísimas, me hicieron infinitas preguntas, me dieron infinitos consejos higiénicos y encargaron muy especialmente a Doña Encarnación «que de ningún modo permitiese que me acatarrase de nuevo». Después se sentaron y charlaron animadamente de diversas cosas, casi todas ellas relacionadas con el arte dramático que ha sido en Madrid, y sigue siéndolo, la tabla de salvación de todas las visitas.

Les presenté a Sixto Moro; pero contra lo que yo esperaba éste apenas pronunció una palabra. Se mostró tan reservado y tímido que hizo aumentar aún mi embarazo. No pude menos de imaginar que se hallaba estupefacto, fascinado como yo por la belleza de la señora de Reyes. Comprendí sus impresiones, pero me disgustó aquella actitud, porque me había hecho lenguas en casa del General de su ingenio y elocuencia. Ambas le dirigían con disimulo escrutadoras miradas donde yo creía leer cierta sorpresa mezclada de ironía. Guadalupe se alzó al cabo de la silla y, acercándose a mí, dijo:

—Nuestra charla, si se prolonga, puede hacerte daño. Nos vamos.

Al mismo tiempo comenzó a arreglar con sus preciosas manos el embozo de la cama, y al hacerlo puso una de ellas casualmente sobre mis labios.

¿Casualmente? Yo era fatuo como lo son en esta edad casi todos los hombres, pero no lo bastante para pensar otra cosa. Así que me abstuve de hacer lo que contando diez años más y siendo menos fatuo hubiera hecho seguramente.

¡Qué delicioso desengaño! Aquella linda mano se sintió molesta, irritada por mi deplorable equivocación y me apretó con impacientes sacudidas los labios reclamando la ofrenda que le era debida. Yo deposité en ella un beso tan leve que a la hora presente aun no estoy seguro de que mereciese este nombre. Sin embargo, ella se dió por satisfecha: retiróse dulcemente y dió otros tres o cuatro toquecitos alegres a las sábanas mostrando su contento.

—No deje usted de darle por la noche, antes de dormir, una tacita de tila con una cucharada de azahar. Es un remedio inofensivo que en nada contraría las prescripciones del médico. A mí me prueba muy bien en todos los catarros.

Doña Encarnación prometió ejecutar fielmente este y otros encargos que le hicieron. Cuando al cabo se marcharon dejando embalsamada la estancia con un suave perfume de violeta yo no sabía dónde estaba, había perdido por completo la noción del mundo exterior y erraba por las regiones más altas de los espacios cerúleos.

La voz de Moro me sacó de mi estupor hipnótico.

—¡Qué hermosa! ¡qué hermosa! ¡Es una aparición celeste!

—¿Verdad que sí?—exclamé impetuosamente fuera de mi sentido.

—He visto pocas jóvenes que puedan comparársele.

—¡Ninguna, ninguna!

Yo debía de tener las mejillas encendidas, los ojos brillantes.

Sixto me miró con sorpresa.

—Es realmente una obra perfecta de la Naturaleza. ¡Qué delicadeza de facciones!, ¡qué cutis terso y nacarado, qué graciosos ademanes, qué voz penetrante!...

—¡Qué manos divinas!—exclamé paladeando interiormente aquel esbozo de beso que había gozado.

—Además hay en sus ojos una expresión de firmeza y candor al mismo tiempo que la hace por extremo interesante. Se adivina detrás de aquellos ojos un espíritu sincero, altivo, leal. Sus palabras y sus gestos manifiestan una gran vehemencia de sentimientos y una dignidad inflexible. Cuando ame, amará de una vez y para siempre. ¡Feliz el hombre que logre hacer suyo ese tierno capullo de rosa!

Estas últimas palabras me sorprendieron.

—Pero, ¿de quién estás hablando?

—¿De quién he de hablar? De la hija de Reyes.

—¡Yo pensé que te referías a su mujer!

Nos miramos los dos un instante y soltamos a reír.

—Soy mejor persona que tú—me dijo Moro—, porque amo lo lícito no lo prohibido.

Convine en ello y proseguimos todavía largo rato cantando alternativamente la belleza de aquellas singulares mujeres.

Se habían despedido hasta el día siguiente, y Moro me pidió permiso para asistir a esta segunda entrevista. Yo se lo concedí con tanto más gusto cuando que ya conocía sus preferencias y no podía existir rivalidad entre nosotros.

Con la alegría de dos niños traviesos comenzamos a disponer los preparativos para recibirlas dignamente. Obligamos a Doña Encarnación a que nos prestase su concurso: se cambió la colcha de mi cama, exageradamente modesta, por otra de seda que Doña Encarnación guardaba en el armario desde sus buenos tiempos de novia; se trasladó un tapiz de la sala a mi cuarto; se limpió con esmerada prolijidad el gabinete; Moro compró flores y se colocaron en dos macetas sobre la mesa; yo envié por una caja de bombones y también se puso abierta y como al descuido al lado de la maceta.

¡Cuánto gozábamos! ¡Cómo reíamos al disponer estos homenajes! Moro invitaba a Doña Encarnación a que se vistiese el traje de gala y saliese al portal a recibirlas; otras veces le proponía que alfombrase el pasillo; otras que hiciese venir un clarinete amigo suyo para que tocase un solo mientras durase la visita. La pobre mujer tomaba en serio alguna de estas proposiciones y nos hacía estallar en carcajadas.

Aquella noche dormí agitadamente. Sin embargo, me encontré muy bien por la mañana, limpio de fiebre y con deseos de levantarme. No lo hice, como puede presumirse, y desde las ocho ya estaba preparado a recibir la celestial visita. No se efectuó hasta las once. El pobre Moro sufrió una decepción. Vino solamente Guadalupe. Natalia no había podido salir de casa por hallarse ocupada en copiar ciertos escritos que su papá necesitaba con urgencia.

La visita de la hermosa dama fué brevísima. Se informó afectuosamente del estado de mi salud, se mostró muy satisfecha de la mejoría y para consolidarla me prohibió que me levantase aquel día. Luego se sentó, y levantándose al instante se acercó a mi lecho con ademán de despedirse. Me puso la mano sobre la frente como si quisiera cerciorarse de que estaba completamente limpio de calentura y después la colocó tranquilamente sobre mis labios y la mantuvo allí un segundo. Pero en este segundo tuve tiempo a darle más de cuarenta besos.

Renuncio a expresar qué ensueños alados, qué locas imaginaciones ocuparon mi cerebro en los días siguientes. Viví en un estado tal de agitación feliz, que llegó a causarme daño. La dicha cuando es demasiado intensa se hace dolorosa.

Me puse bueno rápidamente. Cuando llegó el sábado tomé las precauciones que juzgué indispensables respecto a mi cabellera, mi camisa y mis puños, y me presenté en casa de Reyes como el general que penetra en una plaza que acaba de capitular.

Sin embargo, mi rostro expresaba, cuando penetré en el comedor, no la insolencia de un grosero advenedizo a quien el azar pone en las manos una fortuna inmerecida, sino la dulce serenidad del héroe acostumbrado a vivir en compañía de la victoria.

Todos me acogieron con alegría. Hasta el frío Grimaldi me dirigió una leve sonrisa de felicitación por mi restablecimiento. Aunque yo participase ya de la antipatía que inspiraba a Guadalupe (como estaba dispuesto a participar de todas sus opiniones y sentimientos), no pude menos de corresponderle con efusión.

Porque la efusión rebosaba de mi alma en aquellos momentos. Mi corazón triunfante, desbordando de felicidad, contemplaba la creación entera, los hombres y las cosas con un igual sentimiento de benevolencia generosa.

Mi primera mirada a Guadalupe fué rápida, discreta, pero de una intensidad tal, que debió iluminar su alma como un brillante relámpago.

La que ella me dirigió fué mucho más discreta aún. Si hubo iluminación, fué tan rápidamente extinguida, que no dejó señales. No pude leer otra cosa en ella que aquel tierno y molestísimo sentimiento maternal que desde un principio me había dedicado.

La segunda, menos rápida, menos discreta y más intensa aún, no obtuvo tampoco resultados visibles. La hermosa señora de Reyes me miró atentamente al rostro y me preguntó con interés:

—Supongo que seguirás tomando por las noches la tacita de tila con azahar que te he recomendado.

—¡Señora, déjese usted de tila y azahar, y recordemos los besos que le he dado!

Esto respondí, no con los labios, sino con el pensamiento.

En efecto, había tomado la tila y me había probado perfectamente. Después se informó si llevaba sobre el pecho una franela, como me había recomendado igualmente. Sí; llevaba sobre el pecho aquella franela. Cuando se hubo enterado de estos pormenores pareció quedar enteramente satisfecha.

Pero yo no lo estaba, ¡rayo de Dios, no lo estaba! Al contrario, me sentí repentinamente tan triste y desmayado, que mi rostro debió expresarlo claramente.

—No has adelgazado mucho—dijo Natalia mirándome—; pero estás abatido.

En fin, se dejó de hablar de mi persona, y la conversación giró sobre otros asuntos más importantes. Guadalupe tomó parte en ella con la perfecta naturalidad que la caracterizaba, sin que yo pudiese observar en su actitud ni en sus miradas nada que indicase la presencia en su corazón de un secreto amor. En vano quise adoptar actitudes lánguidas e interesantes para hacerla comprender lo que pasaba en el mío; en vano procuré dar a mis ojos una expresión cada vez más intensa; en vano comencé resueltamente a arquear las cejas, a alargar los labios y ejecutar otros signos que me parecían adecuados a despertar en ella el recuerdo de aquel delicioso momento de abandono cuya memoria esclarecía mi alma. Nada; ni la más leve señal que denotase su existencia.

Entonces quise probar a llamarle la atención por medio de una tosecilla seca y discreta, a fin de que advirtiese que yo no olvidaría jamás la prueba de amor que me había dado y que sería fiel hasta la muerte.

—¡Cuando digo que no estás curado por completo y que no debieras salir aún por la noche!

Es horrible. Estas caritativas palabras hirieron mi corazón como un dardo envenenado. Sentí que me abandonaban las fuerzas y estuve a punto de llorar allí mismo, en presencia de todos, mis ilusiones perdidas.

Hasta me acometió repentinamente la sospecha de que aquellos inolvidables besos no habían existido más que en mi imaginación, que acaso los había soñado. La duda hizo presa en mi alma, y quedé triste, triste hasta la muerte.

El tiempo transcurría; terminamos de comer; la conversación siguió girando sobre varios asuntos. Y yo no obtuve ningún indicio que pudiera hacerme pensar que el suceso que había llenado mi corazón y trastornado mi cerebro durante algunos días no fuese un delirio de mi mente acalorada por la fiebre. Al sábado siguiente pasó lo mismo, al otro, igual...

Aquellos besos, caso de haber existido, se perdieron en los abismos del tiempo y del espacio, y jamás ningún químico los hallará en su retorta analizando los componentes del planeta.

Años de juventud del doctor Angélico

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