Читать книгу Años de juventud del doctor Angélico - Armando Palacio Valdés - Страница 8

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—¡Es Tonico!—exclamó el General alegremente.

Lo mismo Guadalupe que Natalia permanecieron serias y aun quise percibir en el rostro de ambas señales de contrariedad.

—El señor Grimaldi—dijo el criado levantando la cortina.

El caballero que se presentó vestía de frac y corbata blanca. Para representarse lo que era físicamente, no hay más que recordar los figurines de los sastres. Aquellos rostros excesivamente lindos, correctos, perfilados, impecables daban cabal idea del suyo. La frente, la nariz, la boca, los cabellos negros esmeradamente peinados, el bigote y la perilla, todo era perfecto. Los soldaditos de papel con que juegan los niños también parecían fotografías suyas. No le faltaban siquiera las fuertes rosetas en las mejillas. En cuanto a su frac; la pechera reluciente, como un espejo, de su camisa; la botonadura de perlas, la fina cadena de su reloj pendiente de uno de los bolsillos del chaleco a la moda del Imperio, las botas de charol; nada podía darse más flamante e irreprochable. Podía contar de treinta y ocho a cuarenta años de edad, algunos menos, por lo tanto, que su amigo el General.

Como persona de entera confianza y de las que se ven todos los días estrechó silenciosamente la mano de los tres, principiando por Guadalupe y concluyendo por Natalia, cuyo rostro azotó cariñosamente con los guantes que empuñaba en una mano. Si he de decir la verdad, no observé cordialidad más que en el General al recibirle. Este me presentó a él y nos saludamos ceremoniosamente.

Don Antonio Grimaldi era aragonés como Reyes, perteneciente a una familia opulenta de negociantes. Se habían conocido y tratado en Zaragoza; estuvieron algunos años sin verse y, al fin, se tropezaron en París poco después de haberse celebrado el matrimonio del General.

Grimaldi residía desde hacía tiempo en aquella ciudad llevando la vida del soltero rico. Era conocido en los boulevares, en los restaurantes de moda, en las carreras de caballos y en las salas de armas. Aunque en Zaragoza no habían sido amigos muy íntimos, porque la diferencia de edad en la juventud es más apreciada, al encontrarse en el Extranjero se estrechó su amistad hasta hacerse fraternal. Quizá la misma diferencia de temperamentos contribuyese a afirmarla.

Era el General ruidoso y expansivo en grado sumo. Su amigo, por el contrario, frío y reservado como un diplomático veneciano. A aquél se le iba la lengua a menudo, hablando más de lo que aconseja la prudencia. Este la retenía alguna vez más de lo que prescribe la cortesía.

Correcto e irreprochable en sus modales, como lo era en su traje, Grimaldi permanecía silencioso voluntariamente largos ratos, y cuando se decidía a tomar la palabra, lo hacía con cierto esfuerzo, cual si se viese obligado contra su gusto a ello. Como el General era un charlatán sempiterno, no es maravilla que se encontrase a gusto con tan sempiterno oidor.

Sin embargo, solía embromarle por este su temperamento inalterable.

—Tonico, eres como el viento que sopla del Guadarrama, fino, glacial, que no apaga una bujía y es capaz de matar un hombre.

Grimaldi sonreía con el borde de los labios.

Cuando se cruzaron pocas palabras sobre asuntos indiferentes, Guadalupe se levantó diciendo:

—Con permiso de ustedes voy a vestirme.

—Yo también me voy a poner el frac. Esta noche debemos ir a la Embajada de Italia.

Quedamos en el comedor Natalia, Grimaldi y yo. La niña se puso a hablar conmigo animadamente sin hacer caso de Grimaldi, el cual abrió un periódico que estaba sobre la mesa, y se puso a leer.

No tardó en presentarse el General, y entonces Grimaldi tomó parte en la conversación. Al cabo apareció también Guadalupe. Venía espléndidamente ataviada y ostentando preciosas joyas: grandes solitarios en las orejas; en los cabellos una mariposa de brillantes y en el cuello una magnífica rivière de las mismas piedras.

Se dió la señal de partida, y me despedí de Natalia que era la única que se quedaba en casa. Me apretó la mano con aquella su franqueza efusiva que la hacía tan amable.

En la calle, el General volvió a abrazarme y a ofrecerse con el mismo afecto y cordialidad: me hizo prometerle que vendría a comer con ellos todos los sábados. Guadalupe me alargó su mano que yo estreché temblando de emoción. Montaron en el coche. Grimaldi me hizo una profunda reverencia y montó en el suyo, que era elegantísimo y arrastrado por dos magníficos caballos extranjeros.

Cuando partieron, permanecí unos instantes inmóvil. Luego principié a caminar cabizbajo hacia mi casa en un estado de extraña y dulce turbación.

Años de juventud del doctor Angélico

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