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III
LA CASA DE MI MENTOR

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El general Don Luis de los Reyes fué la persona designada por mi padre para servirme de mentor en Madrid durante la carrera. En consecuencia, me presenté al día siguiente de mi llegada, por la tarde, en su casa.

Ocupaba el General el piso primero de una de las mejores casas del barrio de Salamanca. Me abrió la puerta un criado con librea, quien, al enterarse de mi deseo de ver al General, llamó a otro. Apareció un hombre que, a juzgar por su traje, no era un criado ni tampoco un caballero. Después supe que se llamaba Longinos y era un antiguo asistente del General a quien había hecho su hombre de confianza, una especie de intendente o mayordomo. Al escuchar mi nombre sonrió con benevolencia y no vaciló en llevarme a la presencia de su amo.

Se hallaba éste en su despacho escribiendo, y cuando me anunciaron se alzó precipitadamente del sillón, vino a mi encuentro y me abrazó tan efusivamente, que no pude menos de sentirme profundamente halagado.

—¡Ea, ya tenemos aquí al estudiante! Un buen estudiante, ¿verdad? Si semejas a tu padre por dentro como te pareces por fuera, seremos excelentísimos amigos.

Me recibió con una cordialidad verdaderamente conmovedora. Se enteró minuciosamente de la salud de los míos, y de todo lo que ocurría en mi casa, me dió infinitos consejos y un cigarro habano que se empeñó que fumase en su presencia.

Era Don Luis, lo que se llama en términos vulgares, un real mozo. Alto, corpulento con tendencias a la obesidad, la tez sonrosada, los ojos vivos, la dentadura perfecta, y sólo tal cual hebra de plata entre su barba, que gastaba cerrada y corta. Aunque tenía cuarenta y seis años cumplidos nadie le echaría más de los cuarenta. Se ofreció desde luego a mis ojos como un hombre alegre, cordial, impetuoso, un poco ligero, representando el tipo perfecto del temperamento sanguíneo, tal como acababa de estudiarlo en las nociones de fisiología que cursamos en el último año del bachillerato.

Había sido uno de los caudillos afortunados de la revolución de Septiembre. Durante algunos años fué un temible conspirador, amigo íntimo del general Prim y de los demás militares que aspiraban a derrocar el régimen imperante, hombre valeroso y estimado de sus compañeros. Hizo la campaña de Africa donde se señaló mucho, y cuando no había cumplido aún los treinta y cinco años, alcanzó el empleo de coronel. En aquella época se hizo sospechoso al Gobierno, se le quitó el mando del regimiento y se le envió desterrado a mi pueblo natal. Allí permaneció más de un año, y en este tiempo trabó amistad estrechísima con mi padre.

El lazo de unión entre estos dos hombres de profesiones tan diferentes fué la pesca. Cañas, redes, anzuelos, impermeables, botas de agua; yo no veía otra cosa en mi niñez atestando los rincones de mi casa. Poseía mi padre una pequeña lancha con la cual se lanzaba a la mar la mayoría de las veces solo. Esto era causa de zozobras sin cuento para mi pobre madre. Nadie sabía mejor que él guisar una caldereta a la orilla misma del mar con el pescado que acababa de extraer del agua. Era peritísimo para adivinar y predecir las mudanzas del tiempo. Cuando nuestros amigos y vecinos proyectaban cualquier excursión campestre se le venía a consultar, y si él no daba su beneplácito nadie se movía de casa.

El coronel Reyes tenía más afición que práctica en este noble ejercicio. Su afición era verdaderamente loca y superaba aún a la de mi padre. Sin embargo, éste le inició durante aquel año en todos los secretos del arte. No se apartaban sino para dormir, porque aun en las horas que mi padre destinaba al despacho de sus negocios, el Coronel solía estar presente en el escritorio ocupándose ordinariamente en arreglar los aparejos. Su amistad se estrechó tanto, que llegaron a tutearse como si se hubiesen tratado desde la infancia. No tenían secretos el uno para el otro, y cuando un día, burlando la vigilancia de las autoridades, desapareció el Coronel del pueblo, fué mi padre quien le facilitó los medios y quien le sirvió de intermediario para obtener noticias de su hija, que había dejado en Madrid. El coronel era viudo y tenía una niña de poca menos edad que yo, cuyo retrato llevaba siempre en la cartera. Mi madre se deshacía en elogios de la belleza de aquella criatura de tres o cuatro años. Imposibilitado de tenerla consigo a causa de su vida azarosa, la había colocado en casa de una prima suya y más tarde en un colegio dirigido por religiosas; pero su pensamiento estaba siempre con ella, porque era hombre afectuosísimo.

Digo, pues, que un día desapareció de nuestro pueblo, y desde entonces corrió todas las aventuras peligrosas de los conspiradores de aquella época. Se batió el 22 de Junio en las barricadas en Madrid y siguió a Prim en su odisea por los campos de Castilla hasta entrar en Portugal. Mi padre conocía por menudo sus azarosos pasos, y me narraba de sobremesa, con emoción, algunos de ellos.

Al cabo dió con sus huesos en París, donde permaneció los dos años que precedieron al triunfo de la revolución. Allí conoció a una joven viuda, brasileña, de gran fortuna, y se casó con ella. Harto lo necesitaba. El Coronel era uno de los hombre más pródigos que pudieran verse. Mi padre no le reconocía otro defecto. Había disipado el corto caudal de su primera esposa que poseía más timbres de nobleza que hacienda, y sería bien capaz de disipar el de ésta si le dieran tiempo y ocasión para ello. De sus trampas y penurias se disculpaba achacándolo a la política; pero mi padre sabía perfectamente que sólo debían achacarse a su inveterada prodigalidad y no poco le tiene sermoneado para corregirle.

Por fin llegó la hora del triunfo. Reyes desembarcó en Cádiz con los militares revolucionarios, se batió en Alcolea y entró victorioso con ellos en Madrid. Fué nombrado inmediatamente general de división o mariscal de campo, como entonces se decía, saltando sobre el empleo de brigadier. Erale debido, pues llevaba diez años de coronel y había expuesto repetidas veces su vida en aras de la causa revolucionaria. Un año después fué ascendido a teniente general. A la sazón ocupaba un alto puesto en el Ministerio de la Guerra.

—Bueno, ahora que ya me conoces (porque reconocerme, aunque digas lo contrario, es imposible), ahora que sabes que estoy dispuesto a no perdonarte la más mínima infracción de tus deberes (salvo las escapadas que harás sin que yo me entere), es necesario que conozcas a mi familia y que te posesiones de esta casa que es, desde hoy, la tuya.

Salimos del despacho, atravesamos un pasillo profusamente iluminado, y penetramos en una estancia muchísimo más iluminada aún.

Era un gabinete cuadrado de regulares dimensiones, decorado con un lujo al cual no estaba yo acostumbrado. Las cortinas de raso encarnado sostenidas por galerías doradas; la sillería dorada también y forrada de la misma tela; del techo pendía una artística araña de cristal y en uno de los rincones un gran quinqué sostenido por tallada columna de bronce esparcía también velada claridad. Sobre la chimenea de mármol rojizo había una magnífica escultura de mármol blanco, y sobre dos mesitas chinescas, algunos juguetes de porcelana. Los pies se hundían en la alfombra; una emanación de suavidad extraordinaria llenaba el aire con su perfume. Al través de una puerta se divisaban otros dos salones; el uno azul, el otro gris, iluminados igualmente con preciosas lámparas.

Todo aquel lujo me produjo un gran deslumbramiento. Allá en nuestra ciudad, mi familia vivía con holgura pero con gran sencillez, y jamás había estado en casa alguna que se le pareciese.

Una linda joven saltó de la silla donde se hallaba hojeando un libro, y se colgó del cuello del General dándole dos apasionados besos.

—Aquí os presento a Angelito, cuyo nombre en alas de la fama ha llegado ya a vuestros oídos. Un estudiante modelo, casi un hombre eminente que llegará a serlo por completo si, como espero, cierra los ojos y tapa sus oídos a los encantos de la capital—dijo Reyes mirando al mismo tiempo hacia un rincón del gabinete.

En aquel rincón descansaba sobre una butaquita roja como el resto del mobiliario, otra joven de deslumbrante hermosura.

La primera me alargó risueña su mano, que yo estreché tímidamente. Era una mano de niña, suave y regordeta. En efecto, aquella joven no era más que una niña raramente desarrollada. Por su estatura y corpulencia, semejaba una mujer, pero su rostro tenía la frescura y la inocencia de la infancia. Sus ojos negros y vivos, guardaban gran semejanza con los del General; la tez finísima, sonrosada, brillante; la boca deliciosa, los cabellos negros y ondulados cayendo graciosamente sobre la frente, una frente estrecha y tersa de estatua griega.

—Mi hija Natalia—dijo Reyes besando aquella frente—. Y aquí tienes a la señora de la casa—añadió señalando a la joven que se había levantado de la butaca y venía hacia nosotros.

Esta me estrechó la mano también, y el General exclamó riendo:

—Estréchala con respeto que es la de un sabio.

La bromita del General me iba pareciendo un poco pesada.

Una sonrisa divina se esparció por el rostro de aquella mujer que más parecía una diosa. Era alta, esbelta, admirablemente torneada; pero nada puede dar idea de su rostro amasado con rosas y leche, donde se unían el amor y la gracia, la dulzura y la altivez. Sus ojos garzos tallados en almendra brillaban debajo de sus cabellos rubios con luz tibia y voluptuosa y su boca sonreía como una rosa que se abre dejando ver dos filas de perlas. Aquella cabeza encantadora estaba sostenida por un cuello de alabastro que se unía a su espalda con una curva de indecible elegancia, y su seno se alzaba fiero y majestuoso bajo la tela sutil de su bata azul.

—Si no es un sabio todavía, lo será, ciertamente, con el tiempo.

—Y si intenta desviarse del camino recto, le pondremos orejeras como a los caballos de tiro para que mire siempre hacia adelante.

—No haga usted caso de este rudo soldadote que no piensa más que en tirar la Ordenanza a la cabeza a todo el mundo. Usted seguirá siendo el estudiante modelo de que hace tiempo teníamos noticia sin necesidad de que nadie le señale el camino.

—¡Usted! ¡usted!... ¿Qué significa ese usted? Angelito viene confiado a nosotros, y tú eres desde hoy en Madrid, su única madre.

¿Quién dejará de imaginarse el grato cosquilleo que sintió mi pecho al encontrarme con tan gentil mamá? Su voz entró en mis oídos como una música suave. Mis ojos debieron expresar tanta admiración, que su tez delicada se tiñó de carmín.

—Bien, pues desde ahora no dudes que aquí estás en tu casa y que todos tendremos un placer en que nos trates y consideres como tu familia.

Hablaba mi buena mamá bastante bien el español, aunque que con cierto dejo portugués, alargando un poco los labios, lo cual hacía su discurso suave y mimoso.

—Ven a tomar una copita de Jerez—me dijo entonces Natalia tuteándome ya también con la mayor franqueza.

Y cogiéndome de la mano me arrastró fuera del gabinete.

—¡Eso es! Has tenido una idea feliz—exclamó el General—. Dale un buen latigazo de Jerez y di a Juan que ponga un cubierto más en la mesa porque este buen mozo se queda hoy a comer con nosotros.

Natalia me llevó al través de los dos salones, azul y gris, hasta otra gran pieza donde dos magníficos aparadores de roble tallado se hallaban adosados a la pared cubierta de tapices que representaban escenas campestres. En el medio, debajo de una lámpara donde el gas brillaba amortiguado por la pantalla verde, estaba ya la mesa puesta. Un centro de plata adornado de flores perfumaba la estancia. Natalia se dirigió al criado que, con corbata y guantes blancos, estaba allí esperando.

—Sirve una copa de Jerez a este señor.

¿Por qué a esta niña encantadora se le ocurrió tan repentinamente darme una copa de Jerez? He aquí un problema que no se presentó entonces a mi espíritu. La bebí como si fuese algo que estuviese en el orden de la creación, y di las gracias.

Volvimos al gabinete, nos sentamos todos, y el General tornó a hacerme preguntas acerca de mi familia y de los conocidos que había dejado en el pueblo. Inútil me parece decir que sintiéndome escuchado por tan gentil auditorio, procuré dar a mis discursos la forma más ingeniosa y amena de que era capaz mi cerebro.

El General me hizo narrar las impresiones de viaje. No pude menos de confesar que algunas distaron de ser agradables. En cierta estación subió a nuestro coche un caballero que se condujo conmigo del modo más grosero que cualquiera puede imaginarse. Sacó violentamente mi maleta de la rejilla y me la arrojó sobre las rodillas. Decía que tenía derecho a un sitio para la suya. ¿Por qué no sacó la de cualquiera otro viajero? Porque yo era un muchacho y no podía hacerle frente. ¿No les parece una cobardía? Después se echó a roncar y puso los pies sobre mí con unas botazas sucias que daban asco.

—¿Por qué no le rompiste la cabeza a ese indecente?—exclamó Natalia con una impetuosidad que nos hizo sonreír—. ¡Sí! ¿Por qué no le dejaste caer una maleta sobre la cara cuando estaba durmiendo?

El General soltó una carcajada.

—¡Niña, eso es ya demasiado fuerte! ¿No comprendes que una maleta por poco que pesase le dejaría chato para toda la vida?

—¡Qué lástima! Yo le hubiera dejado sin narices.

El General, sin dejar de reír, acarició el rostro de su hija, diciendo:

—Sosiégate, hija mía. Eres una polvorilla que se inflama con la más leve chispa.

—Tiene a quien parecerse—apuntó Guadalupe sonriendo.

—¡Verdad!—replicó el General acariciando también la mano de su esposa—. ¡Cuánto daría por ser dueño de mí siempre como lo eres tú! Se vive más tranquilo, y, sobre todo, se deja vivir tranquilos a los otros, lo cual es más importante.

—¡Qué sé yo!—exclamó Natalia haciendo un gesto de desdén—. Por lo menos a nosotros dos no se nos podrá tachar de hipócritas.

—¿Se me tacha a mí?—preguntó Guadalupe dirigiéndole una mirada de reconvención cariñosa.

—Nadie podrá siquiera imaginarlo—se apresuró a decir el General respondiendo por su hija—. La tranquilidad del alma no excluye la lealtad. Sabes guardar tus sentimientos y haces bien, porque siendo puros los verías muchas veces profanados.

Al pronunciar estas palabras, el General clavó en su esposa una mirada de intenso cariño que la obligó a ruborizarse.

Mi impresión en aquel momento fué que el General amaba entrañablemente a su hija; pero estaba loco por su mujer. Ni lo uno ni lo otro me sorprendía, porque yo estaba a dos dedos de participar de aquellos sentimientos. Natalia, con sus ojos límpidos, con la movilidad graciosa de su rostro, con sus ademanes impetuosos e infantiles, provocaba la ternura que se siente por los niños; pero Guadalupe infundía, por su belleza escultórica, por la serenidad altanera de su frente, por la sonrisa divina que se esparcía por su rostro, la admiración más profunda.

Esta mujer extraordinaria, que podía contar a la sazón treinta años, había sido casada en Río Janeiro muy niña con un rico comerciante, que al morir le legó toda su fortuna. Rica y libre, se vino con su madre a Europa, y se estableció en París. Allí la conoció Reyes, y consiguió enamorarla. Su arrogante figura y el prestigio de héroe que le daban sus aventuras románticas de revolucionario, efectuaron el milagro. Haría poco más de cuatro años que estaban casados, y la hermosa viuda no tenía motivo para arrepentirse. El proscripto, a quien había dado su mano, era a la hora presente general y personaje influyente en España. Sobre esto, la adoración de Don Luis no cedía un punto de su primera intensidad; su rendimiento, sus caballerescas atenciones con ella despertaban no pocas veces una sonrisa entre sus amigos.

—Faltan veinte minutos para las siete—dijo Reyes mirando su reloj—. Natalia, hija mía, ¿quieres teclear un poco en honor de nuestro huésped?

Amablemente, la niña se levantó de su butaca, y nosotros la seguimos al salón contiguo, donde se hallaba el piano. Nos sentamos. Natalia se acercó a mí, y poniéndome una mano sobre el hombro, me preguntó:

—¿Eres aficionado a la música?

—Muchísimo.

—Entonces te haré oír algo escogido.

Se sentó al piano y comenzó a tocar un nocturno de Chopín que yo conocía. El efecto que en aquel momento me produjo no puede describirse. Natalia tocaba con una maestría que me pareció insuperable. Era una profesora consumada. Delante de mí, cerca del piano, se hallaba Guadalupe, que me espiaba con sus hermosos ojos, y de vez en cuando me sonreía. Yo creía estar en el cielo. Naturalmente en el cielo de Mahoma, porque no era lo suficiente espiritual en aquel momento para entrar en el cristiano.

Me sentía conmovido hasta lo profundo del alma; me acometieron deseos de llorar. En aquella edad padecía una emotividad exagerada que me hacía sufrir y gozar como pocos hombres habrán gozado y sufrido en este mundo. Debí quedar pálido, y, a despecho mío, es posible que una lágrima haya asomado a mis ojos.

Natalia terminó. Yo, haciendo un esfuerzo sobre mí mismo, aplaudí con todas mis fuerzas. Guadalupe se acercó a mí solícita y me preguntó:

—¿Te sientes mal, hijo mío?

—No, señora.

—Es que he observado que tus manos temblaban un poquito y que tu cara bajaba de color mientras Natalia nos ha hecho oír el nocturno... Me alegro—añadió sonriendo—de que estas señales de agitación se deban solamente al efecto de la música. Eso prueba que además de un oído delicado tienes un corazón sensible.

Si yo hubiera respondido que su voz sonaba más grata en mi corazón que el nocturno de Chopín, no diría una falsedad. Era una voz angélica que se deslizaba en los oídos y llegaba a lo más secreto del alma. Cuando la Naturaleza se decide a fabricar un sér perfecto no abandona ningún detalle.

—¿Cómo no se ha de sentir mal este chico?—manifestó el General riendo—. Estará muerto de hambre. ¡A ver, ahora mismo a la mesa!

Y se lanzó al comedor seguido de nosotros.

Nos sentamos a la mesa. Las poéticas emociones que había experimentado no alteraron poco ni mucho mis facultades digestivas. Comí con el mayor apetito. Lo mismo el General que las damas me animaban a hacerlo. Cuando el criado nos sirvió unos salmonetes con salsa, el General dejó escapar un suspiro y exclamó con acento dolorido:

—¡Oh, qué hermosos salmonetes he pescado con tu padre detrás de las peñas en la concha de Argañón!

—Mejores los pescas en el Manzanares—dijo Natalia.

Su padre hizo como que se enfadaba, y me confesó que alguna vez se consolaba tomando el coche y haciéndose conducir a las afueras de Madrid, cerca del río. Allí se pasaba algunas horas con la caña en la mano «sólo para recordar tiempos mejores». Ordinariamente venía sin nada; pero en cierta ocasión trajo una tenca que pesaba libra y media.

—Fué un acontecimiento que ocupó la atención pública varios días—dijo Natalia—. Había que ver la cara de papá cuando se presentó con la tenca. Ni que viniese de ganar una batalla a los moros. Y luego ¡qué cuidados exquisitos para guisarla! No se fiaba del cocinero; él mismo en persona fué a dirigir la operación. Cuando la sirvieron a la mesa se la condujo bajo palio, y Guadalupe y yo tocamos a cuatro manos la Marcha Real.

—Ríe, ríe, picarilla—dijo su padre pellizcándola—; pero no es menos cierto que has hecho los honores a mi tenca y que ambas os habéis alegrado bastante cuando la he pescado.

—Es natural, como que tu gloria al fin y al cabo refluye sobre nosotras—dijo Guadalupe.

—¿También tú?—prosiguió el General amenazándola con el dedo.

—Papá, si me prometes no enfadarte te diría una cosa.

—Di lo que quieras.

—¿No te enfadarás?

—Palabra de aragonés.

—Pues bien esta mañana he leído en un periódico la siguiente definición: «Una caña de pescar es un instrumento al cabo del cual se encuentra siempre un tonto.»

—¡Bah! Y una pluma es otro instrumento al fin del cual se tropieza no pocas veces con un asno.

—¿Lo ves cómo te has enfadado?

—No me enfado; pero defiendo el noble arte de la pesca de los ataques insidiosos que se le dirigen por quien no lo conoce o carece de aptitudes para practicarlo.

—Será todo lo noble y todo lo difícil que quieras, papá, pero debes convenir en que no es divertido.

—Si se tratase de la caza...—apuntó Guadalupe.

—¡Estáis en un error! En la pesca existen goces que no puede sospechar el que no la haya practicado. En primer lugar se respira el aire libre del mar, se contempla su vasta llanura unas veces en calma, otras agitada. Es un espectáculo desde luego más sublime e interesante que el de los jarales que ordinariamente recorre el cazador. Después hay el misterio, esto es, lo que más seduce al hombre en este mundo. Allá en las profundidades del agua, invisible siempre, se encuentra lo que apetecemos apresar. No sabemos si está lejos o cerca de nosotros; pero llega un momento en que la caña se dobla o en que el aparejo se estremece en nuestras manos. No podéis sospechar el sabor que tiene tan precioso instante para el pescador. Esta sensación única, que a nada se parece, compensa sobradamente la paciencia que hemos gastado esperándola. Luego comenzamos a ver al prisionero; no sabemos quién es ni cómo se llama, pero ya se vislumbra su bulto entre los cristales del agua. Al cabo aparece en la superficie: es una lubina, es un sollo, es un salmonete. ¡Con qué gozo le asignamos su nombre!

—Pero es un gozo bárbaro—manifestó Guadalupe—. El hombre en la caza y en la pesca se transforma en animal de presa, espía a su víctima, la engaña y cuando observa que ya no puede escapar ni defenderse cae sobre ella, como el gato sobre el ratón, o el ave de rapiña sobre el polluelo. ¡Es innoble!

—Tratándose de la caza, convengo en ello, querida. El cazador sorprende a un inocente pajarito que es todo alegría y cuya existencia semeja mucho a la nuestra. Tiene amores, siente celos, riñe combates con su rival, fabrica su nido, se extasía cantando como un artista y le impresiona, como a él, la belleza de los días espléndidos y de los paisajes luminosos... Pero un pez es un sér, cuya inconsciencia linda ya con la de la materia bruta: no ama ni aborrece; no conoce siquiera; es mudo; ningún grito denota su sensibilidad. Cuando sale del agua se le extrae el anzuelo, y pocos momentos después queda asfixiado. Aquí no hay sangre como en la caza, no hay nada cruento ni doloroso...

Así discutían placenteramente aquellas amables personas.

Yo seguía nadando en el cielo, y cuando hube satisfecho el instinto de nutrición que en aquella edad gritaba en mí de un modo alarmante, pensé con tristeza que pronto tendría que separarme de tan grata compañía.

Estaba encantado del padre y de la hija, pero la esposa me tenía fascinado. Haciendo todo lo posible para disimularlas le dirigía intensas miradas de admiración. ¿Pasaron inadvertidas? No lo creo. Desde que hay mundo ninguna mujer dejó de percibir la influencia de sus encantos sobre un hombre. Me miraba de vez en cuando cerrando un poco sus hermosos ojos con expresión de afecto, y sonreía. Era su sonrisa leve, dulce, graciosa, un poco enigmática como la que Vinci puso en los labios de su Gioconda.

—Por supuesto—añadió el General riendo—, toda esa sensibilidad de que hacéis gala para mí es música. Tonico tiene razón cuando dice que una mujer se desmaya viendo matar una gallina; pero se baña en agua de rosas cuando un enamorado se da un tiro en la frente por ella.

—¿Dice eso Tonico?—preguntó Guadalupe alzando la cabeza y mirando a su marido con expresión burlona.

—Sí; eso dice, y en mi concepto tiene mucha razón—respondió el General un poco desconcertado por aquella mirada.

—Es una prueba más del maravilloso ingenio que Dios se ha dignado conceder a Tonico—replicó la dama con tal acento sarcástico que el General enrojeció.

—No será un rasgo de ingenio, pero es una gran verdad... Por lo demás, ya sé de sobra que todo cuanto dice Tonico no tiene para ti sentido común.

—Perdona que haya puesto mis manos pecadoras sobre el arca santa—dijo Guadalupe con el mismo tono sarcástico.

—A mí no se me ha confiado ningún arca, pero tengo el deber de defender a mis amigos. Las mujeres rara vez procedéis con justicia, porque no razonáis vuestras simpatías o antipatías que son puramente instintivas.

—¿Esa reflexión es también de Tonico?

—No es de Tonico, es mía... Pero si lo fuese ¿qué?

—No es muy galante.

—Cuando se habla en general no hay falta de galantería, porque se deja siempre un hueco para las excepciones.

Esta corta disputa había introducido una nota agria en aquel suave concierto. Natalia tenía la frentecita arrugada y sus ojos expresaban extraño malestar. De esto deduje que el sujeto de quien se trataba no había logrado captarse la simpatía de las damas.

El General tenía un temperamento impetuoso y colérico, y su mujer, que debía de conocerle bien, no quiso pasar más adelante en la discusión. Volviéndose hacia mí me preguntó con tono afectuoso:

—¿Has vivido alguna vez en casa de huéspedes?

—No, señora; jamás he salido de mi casa hasta ahora.

—¡Oh, entonces seguramente va a ser doloroso tu aprendizaje! Echarás de menos las comodidades de tu casa, la confianza y los cuidados de la familia.

—A la edad de Angelito no se echa de menos nada más que la libertad cuando nos privan de ella—dijo el General que estaba ya pesaroso de haberse puesto serio—. Y no quiero añadir el dinero, porque estoy cierto de que Angelito sabrá hacer buen uso del que su padre le dé.

La conversación siguió pacífica y alegre. Habíamos llegado a los postres; y cuando nos disponíamos a tomar el café oímos el timbre de la puerta.

Años de juventud del doctor Angélico

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