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Imaginario

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Se considera que el imaginario colectivo es la configuración de deseos, valores y prácticas sociales que se constituyen sobre la dualidad imaginación y realidad. Este imaginario colectivo surge del requerimiento básico de que haya pertinencia entre el individuo y la sociedad que integra, ser parte de esta. Por este motivo, el colectivo social crea para sí mismo un ideal al que aspira, determinando el dualismo mencionado entre lo que se vive y la aspiración imaginada.

La producción cultural se encarga de crear los símbolos, mitos e imágenes que integran la vida cotidiana real o deseada. Y esta cultura que se establece es producto de un diálogo entre la industria cultural y los públicos. Para Morin, la cultura de masas no existe, porque la industria cultural lo que crea es una cultura positiva, y considera que la cultura de masas es una cultura para ser, una propia cultura. Además de lo político en la mirada del autor, comprende también la relación de mercado entre un oferente y un consumidor. Es indudable que lo aspiracional juega un papel en el vínculo entre ambos. En el análisis sobre la opinión pública hace décadas que ha habido desplazamientos desde el marketing comercial hacia el marketing político (así denominado aunque no resulte muy eficaz el término), y ese desplazamiento permite duplicar la relación entre lo icónico del producto que la publicidad subraya y los deseos imaginarios del sujeto-consumidor.

El concepto de imaginario social es profundizado por Cornelius Castoriadis (1975) y su relación con las representaciones sociales. En este enfoque, la categoría de análisis es una construcción sociohistórica que abarca el conjunto de instituciones, normas y símbolos que comparte un determinado grupo social y que, pese a su carácter no objetivo, interviene en la realidad política y social. De tal manera, un imaginario no es una impostura, sino que se trata de un deseo que tiene consecuencias prácticas para la vida cotidiana de las personas. Castoriadis, al adoptar el concepto de imaginario social, marca una diferencia con el dominio conceptual del estructuralismo y el determinismo marxista. El concepto imaginario supone superar el materialismo ingenuo y el racionalismo extremo al mantener ambos, la razón y lo irracional, como constitutivos de la conducta individual y social. Es indudable que, avanzada la modernidad, lo emocional va ocupando un lugar destacado como parte de la acción social.

No hay que olvidar el reconocimiento hecho a la razón por Max Horkheimer y Theodor Adorno (1994: 59): “El programa de la Ilustración era el desencantamiento del mundo. Pretendía disolver los mitos y derrocar la imaginación mediante la ciencia”. Sin embargo, una sociedad nacional se funda en una serie de imaginarios, los cuales representan distintos mapas cognitivos sobre cómo los habitantes conviven entre ellos en un territorio común. La distancia entre lo real y lo imaginado es la diferencia entre lo empíricamente observado y las percepciones y deseos de los ciudadanos. Es más, esa distancia existe cuando se aborda desde la investigación lo percibido, y lo percibido es también real. Para Castoriadis el imaginario social no se centra en el psiquismo individual, sino en lo social, y es un conjunto de significaciones de las instituciones. Las instituciones son productos sociales que no se explican solamente desde su funcionalidad, sino desde lo que los ciudadanos piensan y sienten de ellas. Las significaciones establecen las creencias, las normas, los valores. Estas significaciones son de dos tipos: unas son las imaginarias, vinculadas a los afectos y rechazos, son impulsos y son irracionales; las otras son lógicas, se relacionan con las identidades, la conformación de conjuntos, subconjuntos y fragmentaciones. El imaginario social es concreto y está históricamente determinado. Los humanos somos su producto, pero a partir del imaginario social que recibimos establecemos el nuestro singular que, aunque se enmarca en lo social, tiene capacidad de transformarlo.

De la cosmovisión que tiene cada sujeto o grupo social queda comprendida la racionalidad y la irracionalidad como dos elementos imprescindibles de la construcción de la identidad y la acción social. Pero, sin duda, que una mayor dosis de racionalidad se le otorga al centro político, por considerar que evita la mayor emocionalidad de los extremos.

El centro expresa un imaginario en la disputa por el poder, en momentos de crisis de los paradigmas políticos modernos que existieron y sobreviven como resabios. No se puede predecir su duración o su evolución, eso dependerá de la lucha política que, como siempre sucede, fluctuará entre lo agonal y lo arquitectónico. La morigeración, la moderación es un edificio en consolidación sin que sepamos de su invulnerabilidad frente a los acontecimientos que sobrevendrán.

Desde el análisis sociodemográfico, el centro es elegido predominantemente por la clase media, que alcanza a sectores calificados de la clase trabajadora y a empresarios medianos y pequeños. En Argentina, a principios del siglo pasado, esos empresarios eran principalmente agropecuarios, correspondientes al perfil económico del país en ese momento, ya que la industrialización vendría después con el peronismo, que aparecería a partir de los años 40. El centro es elegido por personas mayores de cuarenta años, de nivel educativo medio hacia arriba, más mujeres que hombres. Por supuesto, este perfil surge de muchos estudios de campo realizados en el mundo, pero no debe constituir un paradigma, porque hay casos que salen fuera de esta descripción. Porque el centro es, sobre todo, moderación, evitación de los extremos.

En los casos de los países de lo que era el Tercer Mundo, se dieron fenómenos político-sociales transversales que establecieron diagonales en el tejido de la sociedad política. El peronismo es un buen ejemplo de lo dicho, ya que, como doctrina e ideología política, se despoja de los extremos y avanza por un camino intermedio. Sin embargo, en su experiencia de acción política, el peronismo muchas veces ha sido uno de los polos de contradicción con su oposición, que a veces era un gobierno cívico-militar y otras veces un gobierno democrático. Por lo tanto, es difícil aplicarle esta identidad considerando su dinámica política en relación con la negatividad que despertaba y despierta en la sociedad nacional.

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