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MIAMI PLAYA
ОглавлениеEn Zaragoza hay playa.
Puede que Salou figure en los mapas en la provincia de Tarragona, pero todo zaragozano que se precie sabe que Salou es parte de Zaragoza, como Cambrils, como Miami Playa. Allá, en esas playas de la Costa Dorada, acampan los matrimonios zaragozanos con la suegra, la pala, el Heraldo de Aragón y los niños, y echan el agosto.
Uno podría imaginarse a un zaragozano en tiempos de Cristóbal Colón, de vacaciones en Miami Playa, harto de suegra, críos y monsergas, que decide autorreclutarse para hacerse a la mar —cualquier cosa antes que seguir aguantando eso—; un zaragozano cabezudo con un casco a lo Hernán Cortés del tamaño del auditorio de Santa Cruz de Tenerife; un zaragozano que llega a la costa de Florida junto a Ponce de León y siente una punzada de remordimiento por los críos y la mujer, y entonces declama solemne al pisar tierra: «Lo llamaremos Miami», pero entonces le cruza fugaz el recuerdo de su suegra y masculla entre dientes «Bicho», y del desprecio se le cae la «o». Entonces todos repiten «Miami Bich, Miami Bich». Y ahí tienen además una etimología apócrifa de bitch, que en inglés es una mujer que da sucedáneo de amor a cambio de dinero.
Pero no. Miami Playa no es un pueblecito con ruinas romanas como, pongamos, Roda de Barà; ni es un pueblecito con iglesia románica como Calafell. Miami Playa no es ninguna villa antigua de cuyo nombre se acordara un oriundo de allí cuando llegó al extremo de ese moco que le cuelga a Estados Unidos, no.
Lo del zaragozano huyendo de la suegra a comienzos del siglo XVI, con un súbito arrebato nostálgico al pisar tierra, no pudo suceder por la sencilla razón de que Miami Playa no existía entonces. Miami Playa es aún más nuevo que Miami Beach.
La cosa fue al revés.
Un constructor visionario, una especie de Pocero, empezó a construirlo en 1952 al ladito de L’Hospitalet de l’Infant. El señor Esquius, se llamaba. Me gusta imaginar al señor Esquius en Miami Beach, volviendo la cabeza a cada «Excuse me», frunciendo el ceño mosqueado al oírse nombrado tantas veces, regresando a casa con una mujer cubana y clavando una sombrilla sobre la arena de una playa aún desierta, una playa por esconder tras bloques de apartamentos, mientras dice cariñoso a su mujer: «Lo llamaremos Miami, mi amol».
Pero me temo que tampoco.
Me temo que Marcel·lí Esquius no llegó a pisar suelo americano. Cuenta su hijo Jaume que su padre, una mañana de domingo, vio en el cine, en el No-Do, la noticia de un huracán que había pasado por Miami Beach. Días después, este constructor amante del ciclismo, el billar y la música se acercó a aquellas setecientas hectáreas por construir. Quizá al salir del coche, el viento le voló el sombrero. «Mare meva! Quin vent!», debió de pensar Marcel·lí. «Esto parece Miami Beach». Luego recogió el sombrero y, mientras lo arrugaba entre las manos, se quedó mirando el horizonte con ese inevitable aire soñador que se le pone a uno al mirar el mar y susurró: «Lo llamaremos Miami Playa». Si no fuera porque miraba hacia Mallorca, se diría que veía el Miami americano a través de la bruma tarraconense.
Y así nació Miami Playa.
Pero todo esto yo no lo sabía porque mi padre, aunque de Zaragoza, era más de llevarnos a congresos de química que a Salou, a Cambrils o a Miami Playa, lo que nos ha reportado mucha más familiaridad con los diagramas de Lewis que con la arena.
Sin embargo, yo tenía una compañera de clase, Carmen Pilar Sánchez, cuyo padre tenía un negocio de puertas, de puertas Fichet, que al parecer son menos dadas a congresos estivales, y Carmen Pilar veraneaba en Miami Playa. Nos lo repetía a la mínima ocasión, lo que me llevó a pensar que era algo de lo que era digno presumir. Yo me imaginaba a Carmen Pilar Sánchez, con nuestro uniforme gris de hebilla plateada, en un paisaje tropical entre palmeras y aguas turquesas, y no ocultaba mi admiración, porque entonces yo era tan inocente que mi corazón solo albergaba buenos sentimientos, no envidia. Carmen Pilar Sánchez —todo sea dicho— no me apeó de mi confusión. No creo que tratara de engañarme; simplemente se aprovechaba de mis sesgados conocimientos geográficos, tan amplios que llegaban hasta la costa de Florida, tan cortos que ignoraban aquella Miami Playa de la Costa Dorada.
Cuando pusieron en la tele Corrupción en Miami, me imaginaba a Carmen Pilar Sánchez jugueteando cual Lolita con la hebilla del uniforme (era incapaz de cambiarla de vestuario, solo de escenario), tomando un zumo con sombrillitas en una terraza junto a aquellos dos detectives buenorros, sobre todo Ricardo, que era el que más me gustaba, aunque tenía mis dudas sobre qué opinaría el señor Sánchez de un hombre que echa puertas abajo a patadas.
Ahora que me voy a Miami, cada vez que lo cuento los zaragozanos me preguntan con guasa, y envidia, que si a Miami Playa. Pero no, zaragozanos, me voy donde Sonny Crockett y Ricardo Tubbs, donde Horatio Caine, donde Alejandro Sanz, a Mayami, a 7.456,77 kilómetros de Miami Playa.
¡Chúpate esa, Carmen Pilar Sánchez!