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HURACANES
ОглавлениеNo elegí ir a Miami.
Me llevan.
Confieso que, de haber podido elegir, habría escogido otro destino. Encima lo primero que he leído sobre Miami es que es una de las cuatro ciudades del mundo con más probabilidades estadísticas de ser devastada por un huracán. Lo es junto a Nassau, La Habana y Bahamas. No sé qué puesto ocupa cada una. Leo también que la temporada de huracanes dura hasta finales de noviembre, y yo viajo del 17 al 24 de noviembre. Me invade una sensación parecida a la de ser escorpio por los pelos: el secreto y no muy justificado orgullo de creerse peligroso o en peligro, que al final vienen a ser cosas más parecidas de lo que uno querría creer.
Que el equipo de fútbol americano de la Universidad de Miami se llame Hurricanes no ayuda demasiado a la hora de buscar información sobre mis posibilidades estadísticas de ser personalmente devastada durante mi estancia en Miami. Dejo atrás no sé cuántas páginas deportivas y por fin entro en la antipatiquísima página del Centro Nacional de Huracanes y en la del Centro de Predicciones Climáticas. Dudo si inscribirme para que me envíen un SMS en caso de alerta. Al final lo que hago es leer cómo actuar en caso de huracán, que básicamente consiste en meterse dentro de un armario con una almohada en la cabeza.
Hala, ya estoy lista.
El 23 de noviembre de 1969 hubo una tormenta que destrozó la iglesia que construyó el señor Excuse. El campanario se derrumbó sobre la propia iglesia de Miami Playa. Ciento veinte kilos de campana cayeron y, a su paso, destrozaron la escalera de caracol. La campana no llegó hasta el suelo. Se quedó —una señora gorda y culona entrando en un Seiscientos— atascada en el tercer descansillo. Justo a esa hora, a esa misma hora, había misa, pero se retrasó por la tormenta. Es por eso que nadie acabó de badajo. A falta de más episodios históricos, a esta ausencia de víctimas entre la feligresía lo llaman «el milagro de Miami Playa».