Читать книгу La puerta secreta - Belén A.L. Yoldi - Страница 10
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En la inmensa vastedad del universo, alguien lanzó los dados del destino y uno vino a caer precisamente en un pequeño punto del norte de España, un día tórrido del mes de julio. Y esa voluntad quiso que la suerte se fijara en ellos cuando caminaban por los campos yermos de un pueblo abandonado llamado Ochate, que algunos consideran maldito.
Lo único que compartían eran unos días de vacaciones en un campamento juvenil de verano.
¿Por qué nosotros?, se preguntarían después a menudo. ¿Por qué no?, respondería la suerte sin dar explicaciones.
Si les hubiesen dejado elegir, Javier y Mónica jamás habrían emprendido un viaje juntos. Mucho menos para compartir una aventura.
Lo cierto es que su primer encuentro no había sido nada afortunado. Más que encuentro podría calificarse de encontronazo y solo sirvió para que los dos adolescentes se odiaran a muerte, al menos durante un tiempo.
Pero la vida casi nunca te pregunta tu opinión. Y proporciona extraños compañeros de viaje cuando uno menos se lo espera.
Cuando se conocieron, dos meses atrás, Javier acababa de mudarse a la casa de Mutilva con sus padres y la nueva vecina le pareció una chavala muy desagradable, de lo más impertinente y fastidiosa, con una boca demasiado grande, unos ojos castaños demasiado vivos y con demasiada mala leche para su gusto. Insufrible.
—¡Pedazo de bestia! ¿Por qué no miras por dónde vas? —Fue el saludo abrupto que Nika le soltó entonces, enfadada, sacudiendo la coleta.
Claro que, literalmente, él acababa de atropellarlas con su bicicleta en plena calle, a ella y a una niña gafosa más pequeña que la acompañaba. Esto también hay que decirlo.
Javier bajaba pedaleando a toda velocidad desde Pamplona por la avenida, con la mochila en la espalda. Llegaba tarde a comer y su madre era una maniática de la puntualidad.
Había tomado demasiado deprisa el cruce y, tras girar a la izquierda por la rotonda del Club de Marketing, había enfilado hacia Mutilva Alta sin apretar el freno, mirando hacia los lados para vigilar el tráfico de otros vehículos que se acercaban. No se había fijado en las dos niñas que empezaban a cruzar la calle por el paso de cebra hasta que fue demasiado tarde para esquivarlas.
El sol brillante de finales de mayo había contribuido también, un poco, a deslumbrarle.
Había intentado frenar en el último segundo, al verlas, y había girado el manillar para esquivarlas, pero no con la rapidez suficiente. Él tampoco era un acróbata con la bici. Así que, tras un violento derrape, los tres habían terminado rodando por el suelo en un revoltijo, con los brazos y piernas enredados entre los pedales y las ruedas.
Las gafas habían aterrizado sobre el asfalto caliente, unos metros más allá.
La chica mayor se zafó enseguida de la bicicleta y se levantó de un salto en actitud peleona, con la huella de una rueda marcada en su pantorrilla. La niña más pequeña, en cambio, se agarraba la rodilla contusionada con lágrimas en los ojos.
Javier se habría disculpado con ellas, pues solía ser un chico educado, si Mónica le hubiese dado tiempo. Pero su lengua rápida y el comentario agrio cortaron de raíz las buenas intenciones.
—No lo he hecho a propósito, ¿te enteras? Ha sido un accidente —farfulló, apartando nervioso la bici de la carretera para dejar pasar a los nuevos coches que llegaban. Todos los conductores se paraban, indagaban a través de la ventanilla y luego pasaban de largo al comprobar que no había ocurrido nada grave—. Bueno, qué, ¿os habéis hecho daño?
—¡Claro que nos hemos hecho daño, idiota! ¿A ti qué te parece? Como que venías lanzado...
En realidad, Mónica había parado con su cuerpo el mayor golpe y le dolía terriblemente, pero estaba demasiado indignada con aquel estúpido y demasiado preocupada por su hermana menor como para quejarse.
—¿Te encuentras bien, Leyre? —preguntó a la pequeña, solícita, mientras la ayudaba a levantarse. La menor asintió entre pucheros frotándose la rodilla.
Su hermana recogió las gafas del suelo y se las devolvió. Acto seguido, se encaró con el atolondrado ciclista con expresión beligerante. Era casi tan alta como él, pero parecía mayor. Con catorce años recién cumplidos, estaba bastante desarrollada y se la veía muy resuelta y adulta.
—¡Al menos podías pedir perdón! —espetó al muchacho.
—¡Ya te he dicho que no lo he hecho a propósito! —respondió acalorado en lugar de disculparse.
—¡Solo faltaba eso!
Retraído por naturaleza, Javier se puso decididamente a la defensiva. No estaba acostumbrado a recibir tantos reproches juntos. Además, aunque no quisiera reconocerlo, se sentía un poco intimidado por la actitud combativa de la niña, en inferioridad de condiciones. Él no entendía mucho de chicas —no tenía hermanas, era hijo único, y con sus compañeras de clase se trataba lo justo—, pero esta chillaba demasiado en su opinión. Le parecía que estaba montando un espectáculo por una tontería y Javi odiaba montar espectáculos en público.
—Pero estáis bien, ¿no? ¿Podéis andar?
—Claro que podemos andar… ¿Es que no lo ves o qué?
Pensó que lo mejor sería largarse de allí cuanto antes.
Se agachó a recoger su bicicleta del suelo y al hacerlo comprobó que se le había torcido el manillar y el faro colgaba roto de un cable. «Mierda». Enderezó la bici y puso el pie en el pedal. Al menos la cadena seguía en su sitio y las ruedas giraban sin problemas.
—Pues si estáis bien, yo me marcho. Lo siento, tengo prisa —dijo.
—¡Hala, así de fácil! Nos atropellas y tan fresco…
—Bueno, ¿y qué quieres que haga?
—Sí, sí. ¡Mejor lárgate!
Montado en la bici maltrecha, Javier se escabulló a toda prisa. Por suerte su casa no estaba lejos, en la calle Ezkibel, a solo unos metros de distancia. Pedaleó deseando no volver a ver nunca más a esa niña impertinente. Aún sentía en la nuca los ojos indignados de la chica.
Cuando llegó frente a su casa, uno de los primeros chalés adosados en la línea de números pares de la calle, Javier se apeó de la bicicleta y echó un mal disimulado vistazo hacia atrás antes de entrar en el garaje, más que nada por saber qué hacían ellas. Observó que las dos niñas venían caminando desde la rotonda y que entraban en una casa de la acera de enfrente. Precisamente en la casa tradicional de piedra restaurada que tanto le había llamado la atención, por sus recios muros, el balcón con barandilla de hierro forjado y el jardín que hacía de esquina entre dos calles.
«¡Mierda!». Solo faltaba que esa niña tan bocazas fuera vecina suya.
Hacía poco que se había trasladado con sus padres a Mutilva. Así que el chico apenas había tenido tiempo todavía para explorar el entorno, mucho menos para hacer amistades. Pero si todos los vecinos de su edad eran como aquella niña, prefería quedarse en casa con su ordenador y sus pantallas digitales.
Por desgracia, basta que no quisiera volver a ver a la «Bocazas», como Javi la llamaba, para que se la encontrara en todas partes tras el día del accidente. En la calle, en el autobús urbano, en la plaza Eguzki de Mutilva…
Cuando eso ocurría, Javier se ponía colorado, desviaba rápidamente la vista y fingía no conocerla. Menos mal que la chica hacía lo mismo y le ignoraba olímpicamente con una tranquilidad pasmosa.
Entretanto transcurría el mes de junio con los últimos exámenes, las despedidas de clase, los primeros baños en la piscina, las notas finales… Todo ello salpicado de calor y tormentas, en los preludios de un verano que prometía.
Poco a poco, a lo largo del último trimestre de curso, sus padres habían ido desvelando el programa de vacaciones con las actividades que habían planeado para mantener ocupado a su hijo único y que aprovechara el tiempo libre al máximo, mientras ellos hacían sus propios planes y viajes de adultos.
Ese año habían decidido mandarle la última semana de julio a un campamento de golf. Su padre era un adicto al golf; había empezado a practicarlo más por marketing laboral que por verdadera afición, pero con los años se había enganchado a la práctica de caminar por la hierba con un palo golpeando una bolita. Y quería inculcar ese deporte de élites en su hijo, convencido de que le serviría en el futuro para crearse relaciones sociales muy fructíferas.
Javier no entendía por qué se empeñaban sus padres en apuntarlo a tantos campamentos de idiomas y deportivos, con actividades y horarios estrictos, cuando el sol del verano invitaba a tumbarse a la bartola y disfrutar sin hacer nada. Odiaba además estar rodeado las 24 horas de desconocidos a los que forzosamente tenía que gustar y de los que debía hacerse amigo, según sus padres, le gustaran o no.
La verdad es que nunca le había resultado fácil hacer amigos. No tenía don de gentes. Demasiado introvertido, eso decían las pruebas psicotécnicas de él. Muy inteligente y con una habilidad extraordinaria para las matemáticas, pero con pocas habilidades sociales. Javier sabía que era un friki y no el chico más famoso de su colegio, como hubieran deseado sus padres, no hacía falta que se lo restregasen en la cara. No quería serlo, pero estaba aprendiendo a resignarse ya que no podía hacer otra cosa.
Por fin terminó el curso y llegaron las ansiadas vacaciones.
Pensaba que disfrutaría de un periodo de gracia y felicidad. Pero sus esperanzas se torcieron en la última semana de junio, cuando acudió a la reunión preparatoria del campamento de golf.
Los organizadores habían convocado por correo electrónico a las familias a las siete de la tarde de un miércoles en la Casa de Cultura de Mutilva. Y la familia García en pleno había acudido al llamamiento. Solo habían tenido que doblar la esquina y caminar desde su casa hasta la cercana plaza Eguzki donde se encontraba el edificio público. En la puerta, al entrar, les habían entregado una hoja impresa a color que daba información sobre el campamento, las condiciones del viaje y los patrocinadores.
El «Campamento de Iniciación al Golf» era una idea novedosa. Estaba organizado por la Federación Navarra para promocionar ese deporte entre las nuevas generaciones y contaba para ello con la colaboración de los ayuntamientos de Egüés y Aranguren, que buscaban dar a los jóvenes de sus valles otras alternativas de ocio diferentes, con el patrocinio de una conocida entidad bancaria.
El cursillo se iba a celebrar en el Izki Golf de Urturi, un pequeño pueblo situado en la Cuadrilla de Campezo-Montaña Alavesa, a unos 100 kilómetros de distancia de Pamplona. Era el primer campo de golf de iniciativa pública construido en España, creado por la Diputación Foral de Álava y diseñado por el famoso campeón español Severiano Ballesteros. El centro contaba con un buen programa de actividades para jóvenes y, al estar en parte subvencionado con fondos públicos, resultaba bastante asequible. Además, estaba situado junto al Parque Natural de Izki, uno de los parajes naturales más hermosos y bien conservados de Euskadi, con rutas para realizar senderismo y actividades de media montaña.
Después de saludar a algunos conocidos, la familia García se había acomodado al fondo de la sala a esperar el comienzo de la reunión. Y justo acababa de ocupar su asiento, cuando Javi vio entrar a la Bocazas con una mujer que, por el parecido y la familiaridad de trato, tenía pinta de ser su madre. El chico se hundió inmediatamente en la silla y se escondió tras el folleto. A continuación, comprobó aterrado que sus ojos no le engañaban. Era la misma chavala del accidente y llevaba en la mano el mismo folleto que daban en la entrada, lo que significaba que también asistiría al campamento. ¿Para qué si no iba a sentarse en la segunda fila? Ahora la Bocazas se había vuelto y recorría con mirada curiosa la sala y, por mucho que intentó evitarlo, acabó descubriendo dónde estaba él. Reaccionó frunciendo el ceño. Javi no logró ver más porque otras personas se pusieron delante y se sentaron en medio.
Sin embargo, ya no pudo parar en la silla, se removía inquieto como un pez fuera de su ambiente. Y aunque estaba deseando marcharse, no podía porque sus padres le cerraban el paso y querían enterarse de las normas que regirían el campamento.
Los organizadores, sin embargo, apenas dieron normas. Hablaron más bien de las excelencias del lugar elegido, empezando por las instalaciones del Izki Golf con sus campos de césped ondulantes. También mostraron un vídeo fantástico de la zona y de la localidad de Bernedo, donde iban a alojarse esos días en un albergue juvenil. Se trataba de una cuenca agrícola franqueada al norte y al sur por unas sierras accidentadas y fragosas. Estaba jalonada de pueblos con casas de arquitectura tradicional, con ríos rápidos que atravesaban gargantas verdes, montes de relieve agreste y boscoso en un entorno natural donde el grupo de jóvenes podría probar el sabor de la aventura sin correr peligro, eso dijeron.
La organización quería causar una buena impresión y en general lo logró de sobra.
Aunque Javier estaba tan disgustado que apenas se fijó en el vídeo. Solo prestó atención cuando subieron al estrado los que serían sus monitores en el campamento, dos hombres y dos mujeres jóvenes. El primero de todos en presentarse fue Mikel. A los padres de Javi no les causó buena impresión ver que llevaba el pelo muy rapado y un pendiente en cada oreja, pero como maestro de profesión, debía saber su oficio. El otro monitor, Koldo, parecía un joven agradable y con buen carácter cuando se presentó.
En cuanto a las monitoras… Javier se enamoró de la sonrisa de Violeta nada más verla. Era una sonrisa encantadora y positiva que abrazaba a quien la miraba. Que hacía brillar sus ojos verde miel como si fuesen de agua e iluminaba por completo su rostro fino, bello y juvenil. Tenía una media melena rizada de cabellos llameantes, teñidos de un vibrante color rojo cobrizo, que le daban un aire moderno y distinto. Pequeña y delgada, se desenvolvía en el estrado con la fluidez y ligereza de una mariposa volando en la brisa y, mientras se presentaba, sus brazos gesticulaban como alas. A Javi le recordaba vagamente a una actriz famosa del cine americano, delicada y elegante como ella.
Su compañera, Amaia, era todo lo contrario, más terráquea. Grande y alta, su melena rubia enmarcaba un rostro saludable de corte celta. Parecía simpática también, extrovertida y un tanto malhablada, eso dijo la madre de Javi al oírla soltar varios tacos.
A la salida, los monitores se habían repartido por la sala para ser más accesibles. Y Violeta había saludado a Javier al pasar deduciendo que sería uno de los participantes.
—¡Hola! Tú vienes al campamento, ¿verdad? ¿Cómo te llamas?
—Javier García —respondió tímidamente.
—Estupendo, Javier. ¡Nos vemos dentro de un mes, entonces! —dijo sonriendo con optimismo la joven del pelo rojo—. ¡Nos lo pasaremos muy bien, ya lo verás!
El muchacho habría salido contento de la reunión, pensando que en efecto aquel campamento podría resultar divertido, de no ser por un desagradable detalle. Nada más atravesar la puerta, en el hall de la Casa de Cultura, a punto estuvo de tropezarse con la Bocazas. Los dos se cruzaron al pasar una mirada de desaprobación mutua, más enfadada la de ella, más desesperada la del muchacho.
—¡Cuántos chicos de Mutilva van al campamento! Así podrás hacer amigos nuevos… —comentó la madre satisfecha, mientras volvían a casa.
No reparó en que su hijo bajaba la cabeza y miraba el suelo con pesimismo.