Читать книгу La puerta secreta - Belén A.L. Yoldi - Страница 12
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En el futuro, cuando tuviera que fijar un kilómetro cero para el comienzo de su extraordinario viaje, Violeta pensaría en aquella primera noche de campamento juvenil, quizá porque había sido la última vez que había mirado las estrellas con ojos inocentes, sin buscar algo, o a alguien, en ellas.
Estaban sentados chicos y chicas en el suelo del patio del albergue juvenil donde se alojaban, en las afueras de la localidad alavesa de Bernedo, iluminados por las bombillas de sus linternas portátiles.
Habían salido de excursión nocturna después de cenar para contar estrellas. Y después de caminar un rato a la luz de la luna por un camino rural, habían regresado al patio donde ahora charlaban animadamente formando un corro.
Una estrella fugaz anaranjada cruzó entonces por el firmamento nocturno. Solo Violeta acertó a verla pasar. El caso es que su vida cambiaría de rumbo a partir de esa hora cero, aunque ella tardaría un tiempo en darse cuenta.
—¡Hoy habéis dado el primer paso para convertiros en aventureros de verdad! Habéis aprendido a guiaros por las estrellas, algo muy importante para la vida y esencial para emprender cualquier aventura —declaraba en ese momento Mikel, el jefe de los monitores. Lo dijo con voz solemne, sin saber que para algunos de los presentes la mayor aventura comenzaría muy pronto, antes de lo que se imaginaba.
Hizo una pausa teatral para dejar que sus palabras calaran. Luego adelantó la cabeza hacia el círculo juvenil y en tono confidencial no exento de cierta guasa, dijo:
—¿Creíais que solo veníais aquí a jugar al golf? Pues no. ¡Estáis aquí para emprender un viaje iniciático!
En medio del campo y envueltos en la oscuridad, con los ruidos nocturnos desconocidos acechando a su alrededor, aquellas frases impresionaban un poco.
—Un viaje iniciático, sí. Nosotros seremos vuestros guías, ¡pero solo eso! El éxito de este viaje, que lleguéis a convertiros al final de esta semana en guerreros y guerreras, en auténticos ‘trotamontañas’ y ‘exploramundos’, dueños del cielo y las estrellas, depende enteramente de vosotros.
Varios adolescentes reaccionaron con desdén y burla ante la propuesta, que consideraban ridícula; pero otros, la mayoría, abrieron los ojos con interés.
«Algunas cosas no cambian. Y está bien que sea así,» pensó Violeta sonriendo para ella misma mientras observaba, uno por uno, los rostros frescos de los que iban a ser sus pupilos durante una semana. Aún se notaba en ellos la tensión del primer día, las miradas tímidas que se lanzaban entre sí, la incomodidad de estar fuera de casa. Se esforzaban por parecer muy mayores y autosuficientes, pero bastaba una promesa de aventura mezclada con juegos de aprendizaje y bien aderezada con unos cuantos relatos de misterio para que en sus caras asomaran de nuevo la curiosidad y el asombro.
La mirada de la monitora se cruzó con la de Mikel y este le guiñó el ojo disimuladamente con complicidad. A Violeta le entraron ganas de reír porque no le cabía duda de que su amigo estaba en su salsa, disfrutando a tope por la expectación que iba despertando.
Allí estaban, cuatro monitores organizando actividades para una tropa de chavales y chavalas con las hormonas revolucionadas, en pleno mes de julio, mientras otros jóvenes de su edad se iban de fiesta o a tumbarse en la playa o bien recorrían Europa en tren.
Mucha responsabilidad, pero también resultaba divertido, al menos para ella. Y uno de esos momentos felices solía ser cuando tenías al grupo alrededor tuya totalmente conectado a ti, atento a cada palabra, mientras les proponías un juego o les contabas una historia emocionante. Para la monitora, cada momento de la vida o cada persona estaba asociada a una música, a una canción distinta que solo ella podía sentir en su cabeza, y este instante estaba acompañado por una música excitante y muy alegre, que la subyugaba. Porque a Violeta le encantaba contar historias.
—¿Queréis saber en qué consiste este viaje iniciático? ¡No va a ser fácil, os lo advierto! —aseguraba en ese instante el jefe del campamento—. Tendréis que andar muy listos para pasar todas las pruebas...
Los días de verano eran muy largos. Y con una tropa de adolescentes de vacaciones, poco descanso cabía esperar.
Por eso, junto a las actividades deportivas programadas por la organización, el equipo de monitores había diseñado una serie de actividades de ocio, destreza e ingenio para amenizar el campamento y mantener ocupado al grupo. Habían inventado un juego de rol de inspiración medieval donde cada participante podría adoptar el papel que quisiera siguiendo el hilo de una historia. Se encontraban en un escenario propicio para ello.
—Desde ahora debéis saber que ya no estáis en la montaña alavesa, tampoco en Bernedo… —avisó Violeta. Acto seguido, con su gran don de contadora de cuentos, comenzó a desplegar el escenario de la historia imaginaria donde iban a desarrollar el juego de rol que habían ideado—. En un mundo paralelo a este, oculto bajo estas piedras antiguas y disimulado por la sombra de los montes selváticos, se encuentra el Reino Prohibido de la Amilamia, Señora de la lluvia y de los regachos, de los torrentes bravos que bajan salvajes de la sierra y de los ríos profundos de aguas quietas que riegan los sembrados y huertos. Un reino misterioso y secreto lleno de magia que muy pocos pueden llegar a descubrir...
—Para entrar en el Reino Prohibido y encontrar el tesoro de la Amilamia, es preciso demostrar mucho ingenio y valor. Tendremos que armarnos con objetos mágicos y superar algunas pruebas —corroboró Mikel siguiéndole el hilo.
—Habrá pruebas en equipo y otras individuales donde deberéis ejercitar la inteligencia y la memoria, también habrá pruebas deportivas, etecé, etecé… ¡Y todos deberéis manteneros muy atentos para poder superarlas!
—¡Ah, y el último día tendremos un examen final! ¡Una gran yincana por todo Bernedo! donde deberéis poner en juego todo lo que hayáis aprendido estos días. Por ejemplo, a orientaros con las estrellas…
Un murmullo de emoción recorrió el círculo juvenil al oír la palabra yincana.
—Será de noche, por supuesto. A la hora en la que salen los fantasmas de paseo… —Mikel soltó una risotada terrorífica de película de miedo, tan exagerada que no asustó a nadie—. ¡Ah! Y para esa yincana, cada uno de vosotros deberá elegir un nombre, ser un personaje, tener una identidad secreta…
—¿Qué clase de nombre? —preguntaron de inmediato los muchachos y muchachas entrando en el juego, claramente intrigados.
—Dentro de vosotros hay un guerrero o guerrera de la luz, un guía, un mago o maga, un cazador de sueños, una sanadora… Estos días deberéis pensarlo bien, qué queréis ser en el juego final del campamento. Y elegir un nombre que vaya en consonancia con eso —explicó Violeta.
—¡Exacto! Un nombre sonoro que os distinga y simbolice algo importante para vosotros, que represente vuestro valor y saber. Por ejemplo… —Mikel se puso de pie y abriendo los brazos para saludar, como un actor al final de una obra, declaró—: Yo soy Bandoleón Saltamontañas, juglar aventurero y alpinista. Desde ahora podéis llamarme así.
Violeta hizo lo mismo diciendo que ella era la Capitana Finisterre, viajera de las estrellas y una maga de las palabras. Después se presentaron Koldo y Amaia cada uno con un apodo. Los tres saludaron igualmente con una reverencia simpática.
Alrededor se formó un alboroto plagado de risas al oír los motes. Sin embargo, bajo esas risas, recorriendo el círculo, se podía pulsar la electricidad de una expectación nerviosa que se apoderaba progresivamente de los más jóvenes.
—Como veis, todos son nombres de guerra, capaces de asustar a un fantasma, ¡y hasta a la Santa Compaña si tenéis la mala suerte de tropezar con ella en una de estas noches!
—¿Qué es la Santa Compaña? —preguntó una voz inocente.
Nunca fallaba. Siempre había alguien que caía en la trampa y hacía esa pregunta. Para Violeta y los demás monitores era la señal, el punto de partida para encadenar un chorro de historias misteriosas, empezando por la fantástica leyenda popular gallega.
—¡Cómo! ¿Nunca habéis oído hablar de eso? Pues esa ignorancia podría costaros la vida... ¡Habéis de saber que la Santa Compaña es una procesión de ánimas que recorre en las noches oscuras los caminos rurales, cubiertas con ropones negros y con cirios encendidos! Caminan atravesando los bosques y campos como esas procesiones de Semana Santa, haga frío o calor. A su paso, solo se ven luces. Son espíritus de otro mundo… ¡fantasmas! —explicó Mikel al círculo de oyentes, adoptando un tono misterioso.
Su compañera Violeta tomó el relevo y, modulando la voz con gravedad dramática, prosiguió:
—Cuando se presenta la Santa Compaña, alguien desaparece de este mundo... Los fantasmas se levantan y salen en la medianoche, se cree que para encontrar a algún vivo al que llevarse con ellos. Les ponen en la mano una antorcha y les obligan a seguir a la procesión de encapuchados hasta que se convierten en fantasmas, también ellos… ¡Así se alimenta la compañía de nuevas ánimas!
—Si os tropezáis alguna vez con la Santa Compaña, lo mejor es salir corriendo —recomendó Mikel con un guiño de payaso que sirvió para rebajar la tensión—. Pero si por alguna mala suerte no podéis escapar, cuando pregunten vuestro nombre… ¡no se lo digáis! No el verdadero. Decidles vuestro nombre secreto y, como el diablo no lo tendrá apuntado en sus listas, ya no podrán llevaros consigo…
Justo en ese momento se oyó a lo lejos la risa estridente de una lechuza escondida y todos los chicos y chicas del corro pegaron un brinco. Hubo un movimiento perceptible de acercamiento y el círculo se apretó como si de ese modo se sintieran más a salvo.
Al verlo, Violeta volvió a sonreír para sus adentros. Allí había treinta chicos y chicas de entre trece y catorce años. La peor edad, según algunos. O la mejor para despertar el espíritu a la aventura de la vida. Todo dependía de los ojos con que se mirase.
Habían tomado el autobús esa mañana temprano, cargados con sus mochilas, bolsos y sacos de dormir, y tras despedirse de sus respectivas familias se habían sentado desperdigados por las butacas, solos muchos de ellos. La mayoría se había pasado todo el viaje mirando al móvil e ignorando el paisaje. Únicamente tres eran amigos y, cómo no, habían avanzado hasta el final del pasillo para ocupar la fila de asientos del fondo desde donde llegaban sus risas y bromas. El resto guardaba silencio. A Violeta no le cabía duda de que, al terminar la semana, en el viaje de vuelta, aquellos asientos del fondo estarían llenos. Siempre ocurría igual.
Los monitores habían pasado lista antes de partir, para ir conociéndolos personalmente y comprobar que no se dejaban a nadie. Unos habían contestado con voz adormilada, tímida o displicente; otras voces habían sonado alegres y vivas o tranquilas y expectantes ante lo desconocido. La niña de coleta gruesa y ojos simpáticos, al escuchar su nombre «Mónica Ramos», había contestado resuelta:
—¡Nika!, llamadme Nika.
El autobús había partido temprano de Mutilva y en hora y media había cubierto la distancia hasta el pequeño pueblo de Urturi, en la Montaña Alavesa. La primera parada había sido en el Izki Golf, donde habían visto las instalaciones y habían recibido su primera clase. Al terminar las prácticas, dos horas después, empezaba a caer a plomo el sol achicharrante de julio y todos se habían refugiado en la sombra del bar-cafetería para tomar refrescos mientras se secaban el sudor.
A continuación, se habían trasladado en el mismo autobús al pueblo de Bernedo, antigua plaza fuerte amurallada que aún conservaba el trazado estrecho de las viejas calles medievales y hoy capital de la comarca del mismo nombre; en las afueras estaba situado el albergue juvenil donde pernoctarían. Era un edificio de arquitectura moderna y funcional, pintado con colores alegres y vestido con grandes ventanales por donde entraba a raudales la luz. Allí habían desembarcado con sus mochilas y sacos, y habían comido en un espacioso comedor tras el ruidoso reparto de literas.
Por la tarde, habían recorrido con gran bullicio la vieja villa, en una primera toma de contacto con el que iba a ser su centro base durante la semana del campamento. A las nueve en punto habían regresado al albergue donde les habían servido una buena cena.
Y en la primera noche de campamento, nada mejor que salir de exploración con la excusa de contar las estrellas, eso pensaban los monitores. De ese modo, los chicos comenzaban a hacer piña y a conocerse unos a otros. Después, con cualquier pretexto, Violeta y Mikel se lanzaban a narrar historias terroríficas a la luz de la luna que ponían los pelos de punta y hacían reír al mismo tiempo a los oyentes, por su forma de contarlas.
En los Pirineos o en la Montaña Alavesa, en todas partes había leyendas que se pasaban de generación a generación de narradores. Y siempre triunfaban porque, desde los tiempos más remotos, las buenas historias contadas alrededor de una hoguera o a la luz de las linternas ejercían una magia poderosa que atraía y acercaba a las personas.
—Todos los móviles se quedan en el albergue. ¡Nada de teléfonos móviles! —Esa había sido la consigna al levantarse de las mesas del comedor, antes de lanzarse a la excursión nocturna.
Como los monitores habían imaginado, la protesta fue general. ¿Por qué tenían que dejar sus móviles?, respondían los adolescentes. No podían estar desconectados. ¿Y total para qué?, ¡ver estrellas! ¡Vaya chorrada! Yo me quedo en el albergue, dijo alguno.
—Ah, ah, ah. Así que tenéis miedo a salir de noche, ¿eh? —saltó Mikel.
—Sí, sí, no pongáis esa cara... Todo ese rollo del móvil a mí me suena a excusa. —Koldo lo secundaba desatando la indignación de los chicos que ya no se atrevían más a decir que se quedaban dentro por temor a parecer cobardes.
—¡Fuera móviles! No se necesitan maquinitas para contar estrellas. ¡Solo los ojos!
Entre bromas y frases jocosas, pero con firmeza, los monitores habían ido empujando a la tropa renuente de chicos y chicas a la calle armados tan solo con linternas vulgares de pila. Y los habían llevado de paseo en la oscuridad, primero por el arcén de la carretera hasta la vecina residencia de ancianos y después internándose por una vía de tractores que cruzaba entre los campos. Allí, entre risas, los monitores les habían hecho apagar las linternas y después les habían enseñado a leer el mapa del firmamento nocturno señalando las principales constelaciones.
Para la mayoría de aquellos urbanitas, caminar a oscuras por el campo y contemplar el cielo nocturno era una experiencia insólita, también un descubrimiento fascinante. Algo curioso teniendo en cuenta que las estrellas siempre estaban ahí para quien quisiera mirarlas.
—Para que os hagáis una idea, aquí en el campo en una noche sin luna podemos ver más de 3000 estrellas. En cambio, en una ciudad grande y llena de luces artificiales como Madrid o Barcelona, el cielo nocturno se ve plano y amarillo, apenas se pueden distinguir las estrellas más brillantes. ¡A eso se le llama contaminación lumínica!
—¿Sabíais que la bóveda celeste gira por la noche? Por eso, el mapa de estrellas va cambiando según la hora y la época del año. En realidad, no es el cielo sino la tierra la que gira sobre sí misma. Pero si te quedas quieto mirando al cielo en un mismo lugar, tienes la sensación de que toda la bóveda celeste se está moviendo. Lo hace alrededor de un eje que es el polo norte. Por eso no se ven las mismas estrellas en el mismo sitio a la medianoche que a las cuatro de la madrugada. Con las estrellas ocurre como con el sol durante el día; según pasan las horas, hay astros que aparecen por el este y otras estrellas se van poniendo y desaparecen por el oeste.
—Para guiarse por el cielo, lo primero hay que encontrar la estrella Polaris. Es la estrella situada justo encima del Polo Norte, la única que permanece quieta, ¡siempre señala el norte!, por eso los antiguos navegantes la usaban como brújula en sus viajes.
Al volver, el grupo caminaba más junto y contento. Nadie tenía ganas de irse a la cama. Así que, al llegar al albergue, se habían sentado en el patio y, tras los preliminares, Mikel y Violeta habían empezado a desplegar su arte para entretener desgranando hábilmente algunas leyendas tal y como esperaban los más jóvenes porque las historias de miedo, según dicta la tradición, forman parte inseparable de los campamentos de verano.
—¡Bah, eso de la Santa Compaña es un cuento! Los fantasmas no existen... —decía en ese momento un chaval, haciéndose el entendido.
Fue Violeta quien respondió con voz enigmática:
—¡Eso creemos! Pero los fantasmas son como las estrellas, ¡como el aire! Puede que en una ciudad llena de farolas no los veáis, porque la luz artificial os ciega. ¡Pero habéis de saber que aquí estamos en tierra de frontera!, donde cualquier misterio es posible.
Sus compañeros asintieron.
—Seguramente a vosotros, estas tierras os parecerán unas simples montañas con bosques y desfiladeros de rocas por donde corren inofensivos ríos, el Ega y el Ayuda. O llanuras aburridas, con campos de cereal recién cosechado. Pero sobre estos mismos campos cabalgaron en otro tiempo, no hace tanto, ejércitos de caballeros que iban a la batalla. Hace mil años, dos reyes poderosos se disputaban entre sí estos lugares, el rey de Castilla y el de Navarra. Durante tres siglos esta región formó parte del antiguo Reino de Navarra y el mismísimo rey Sancho el Sabio dio privilegios y convirtió Bernedo en una villa. Se levantaron murallas para defender el pueblo. Al final, el rey de Navarra perdió estas tierras que pasaron a pertenecer al reino de Castilla. Oh, sí, hay mucha sangre seca mezclada con esta tierra… Y los huesos de muchos muertos se blanquearon al sol. Se dice que los fantasmas de algunos de esos muertos que cayeron por la espada aún se pasean por las antiguas cañadas en busca de su señor. Y otros buscan venganza de los que les dieron muerte con malas artes de brujería. Como el caballero que regresó de la tumba para ayudar a su amada a acabar con un basilisco que asolaba estas tierras...
Como narradora, Violeta era una verdadera artista, una contadora de cuentos nata que hechizaba con su voz y sus relatos. Tenía el don de la poesía y el talento natural de una actriz para crear ambiente. Así que durante un buen rato mantuvo a todos en vilo con la leyenda de un ser mágico, un basilisco creado por un brujo para complacer a un caballero rico y envidioso que quería matar a su rival para conquistar con malas artes los amores de una dama muy hermosa. En realidad, era una variante de la leyenda alavesa del basilisco de Urrialdo, que Violeta había adaptado a las circunstancias para darle mayor emoción y cercanía.
El basilisco había hecho su nido en una cueva junto a una fuente de la comarca, dijo la joven, y todos los que iban a coger agua a la fuente desaparecían sin que al principio los vecinos supieran la razón. Su primera víctima había sido, claro está, el buen caballero odiado por su vecino.
El relato fue dando vueltas hasta la conclusión en la que lógicamente triunfaba el bien, cuando la dama valiente, tras rechazar al pretendiente envidioso, se enfrentaba al basilisco con los ojos vendados, una espada bendecida y una traílla de comadrejas amaestradas.
Al terminar su cuento, parte inspirado en la leyenda local y parte inventado, era tarde. Cosa rara, la historia había mantenido en vilo a los adolescentes hasta el final. Sin embargo, ahora los bostezos empezaban a abrir muchas bocas.
Los monitores se pusieron de pie y los chavales del campamento les imitaron. Al moverse, el hechizo que les cubría se desvaneció.
—¿Conoces más leyendas? —preguntaron algunos a Violeta, curiosos.
—¡Claro! Navarra, Euskadi, Castilla… ¡Estas tierras están sembradas de leyendas y misterios! No muy lejos de aquí hay un pueblo abandonado que muchos consideran maldito… ¡Ochate!, en el Condado de Treviño. Pero esa es otra historia que os contaremos mañana.
—¿Por qué te llamas Finisterre?
—¡Porque fui hasta el fin de la tierra persiguiendo estrellas!
—Sí, claro… Y yo que me lo creo.
—¡No, en serio! Hice el camino de Santiago en bici siguiendo la Vía Láctea con unos amigos y después continuamos hasta llegar al cabo Finisterre, donde antes decían que se acababa el mundo. Yo quería ver el mar y me empeñé en seguir hasta la costa. Mis amigos me pusieron entonces ese mote y ahora es mi nombre artístico de cuentacuentos.
Esa noche, después de muchos cuchicheos entre las literas, todos se durmieron por fin.
Al día siguiente, mientras los muchachos daban su clase diaria de golf en Urturi acompañados por Amaia y Koldo, Violeta y Mikel se dedicaron a recorrer a fondo la villa de Bernedo.
Los dos monitores querían estudiar con detalle el lugar para marcar los hitos y empezar a organizar la yincana del último día. Así que caminaron sin prisa por el pueblo, comenzando por su plaza Mayor, donde estaba la iglesia parroquial, y por la cercana ermita de Santa Teresa, donde colgaba aquella inscripción en piedra que tanto les había llamado la atención: «La maldición de la madre abrasa, y destruye de raíz hijos y casa». También se acercaron a la Fuente del Suso donde estaba el viejo lavadero. Al mismo tiempo iban creando un plano con hitos, sacando fotos, poniendo pegatinas de colores en arcos de piedra, bajo escudos o detalles curiosos que les servían de inspiración.
En uno de los bares del pueblo, mientras tomaban un café, les hablaron de una casona de piedra en las afueras que albergaba un taller artístico, donde vivía y trabajaba una escultora local de cierto renombre. No les resultó difícil localizarla.
La casona tenía un arco de entrada y una puerta tradicional de madera gruesa que daba a la calle, adornada con un eguzkilore de metal, como les habían indicado. Un muro hecho con piedras de río salía desde la esquina de la casa y bordeaba una pequeña parcela. La verja estaba abierta y ellos se asomaron al interior con curiosidad. Descubrieron un jardín con césped y con macizos de hortensias, rosales y margaritas, muy bien cuidado. Un camino de losas lo cruzaba desde la verja hasta un pequeño edificio de piedra bajo y alargado, anexo a la casa grande, que tenía delante un porche. Debía ser el taller artístico del que les habían hablado, pues la pared estaba adornada profusamente con objetos originales de cerámica pintada, con farolillos colgantes y con flores hechas de hierro forjado. El lugar parecía desierto.
—¿Hay alguien? —llamaron.
El silencio se ahondó aún más porque callaron los pájaros. Luego, una mujer que rondaba la sesentena hizo su aparición en el umbral del taller. Llevaba un vestido suelto, largo y sin mangas y un delantal encima con manchas de pintura. Pero lo más llamativo era el pañuelo de seda que cubría su cabeza, enrollado como un turbante. Por su característico nudo y por la delgadez de la cara, Violeta y Mikel dedujeron que aquella mujer padecía algún tipo de cáncer. En esas circunstancias, muchas enfermas adoptaban el pañuelo con coquetería para esconder la calvicie provocada por el agresivo tratamiento que les hacía perder el pelo.
—¿Qué desean?
—Perdone la intromisión. Estamos alojados en el albergue y nos han hablado de su taller...
—Si molestamos, nos vamos —se apresuró a añadir Violeta. O Finisterre, como ya habían empezado a llamarla las chicas del campamento.
—Está abierto, sí. Adelante, —respondió la mujer con amabilidad. Su mirada agradó a los recién llegados—. Podéis pasar. Aunque está todo un tanto desorganizado, os advierto. Este es mi lugar de trabajo no la tienda...
—¡Es fantástico! —exclamó Mikel con admiración nada más cruzar el umbral, mientras sus ojos recorrían el taller con la pequeña fundición, el banco de ceramista y los curiosos instrumentos de trabajo que estaban dispuestos en tableros y mesas de madera.
—Unas veces trabajo con metal y otras con cerámica… Depende de lo que me inspire más en cada momento. ¡Como artista, no soy muy clasificable! No sigo ninguna tradición artesana. Voy a mi aire —confesó ella con sencillez, respondiendo a las preguntas que le hacían mientras acariciaba una pieza a medio pintar en la que estaba trabajando, que representaba una bella luna con nariz de perfil griego y boca carnosa rodeada por un medio arco de estrellas. Era un diseño delicado y a la vez potente, muy femenino.
Les invitó a que mirasen tranquilamente mientras ella seguía trabajando, sentada en una banqueta alta e inclinada sobre una mesa del taller. La luz de la calle que entraba por un ventanuco cercano daba relieve a su figura, creando alrededor un halo de serenidad.
Empezaron a recorrer la estancia sin necesidad de que se lo dijeran dos veces. Era una bodega alargada y fresca dividida en dos zonas, sin una separación clara entre ellas. Al lado derecho de la puerta se encontraba la zona de trabajo, con mesas cubiertas de sopletes, herramientas, botes de pintura, pinceles y material en bruto, un torno de ceramista y algunas máquinas. Al fondo vieron apiladas en un rincón unas cajas de embalaje plegadas y tintadas de color azul océano, con un logotipo y un nombre impreso: Selene. En el otro lado estaban las piezas ya terminadas, dispuestas sobre varias mesas y en estanterías pegadas a la pared.
Había multitud de objetos, desde llaveros, pendientes y colgantes hasta adornos decorativos de pared y esculturas de diversos tamaños. Vieron eguzkilores, girasoles, árboles de la vida... Pero el motivo preferido eran los astros del firmamento. Dondequiera que mirasen, predominaban las formas de sol y luna, rodeados de estrellas, pintados con bocas sonrientes o serias y con ojos humanizados, almendrados y sensuales. Soles con rayos flamígeros, lunas de rasgos marcados. Eran objetos tan bellos que les fascinaron.
—¿Podríamos venir con un grupo de chicos para enseñarles su trabajo? —preguntó Mikel a la escultora, entusiasmado—. Somos monitores de un campamento juvenil de verano y estamos en el albergue…
—Lo sé. —La artista esbozó una media sonrisa ante el asombro reflejado en la cara de su interlocutor—. Vivimos en un pueblo pequeño. Aquí es difícil pasar desapercibido.
Pero no contestó ni que sí ni lo contrario, ante la petición del joven.
Mientras terminaban de recorrer la nave, Violeta riñó por lo bajo a su compañero.
—¿Cómo se te ocurre? No podemos traer aquí al grupo. Molestaríamos a la señora… ¡Y ya tenemos un programa de actividades demasiado apretado! Yo ni siquiera iría hasta Ochate. ¡No sé por qué te empeñas tanto! Allí no hay nada que ver...
—¡Claro que sí! —respondió el otro, con su optimismo incombustible—. ¡No pienso perder la oportunidad de visitar Ochate, el famoso pueblo de los ovnis! ¿Te lo imaginas? Ya se lo he comentado al chófer del autobús y no ha puesto ninguna pega en acercarnos hasta allí. Y seguro que a los chicos les encanta, sobre todo después de que les contemos hoy su historia un poco aderezada de misterio.
—¡Si no es más que un pueblo abandonado! He visto fotos por internet y allí no hay nada interesante. Es a ti a quien te llaman esos temas esotéricos. Como si no te conociera, colega. ¡Eres un friki de Cuarto Milenio!
—Vale, me encanta ese programa de televisión. Pero no me negarás que hay misterios en el mundo muy excitantes. Y ya que estamos tan cerca, no hacemos nada malo si visitamos uno de esos lugares misteriosos con una panda de adolescentes ávidos de aventuras…
—Insisto en que tenemos demasiados planes y...
—Luego hablamos. No me rayes ahora la cabeza. ¿Has visto qué llaveros? Creo que voy a comprar uno para mí y otro a mi churri, para que vea que me acuerdo de ella. ¿A ti cuál te gusta? Ya sabes que yo soy fatal para elegir regalos.
Mientras Mikel elegía y preguntaba a la artista el precio de los objetos que le interesaban, Violeta terminó su recorrido por la nave. De pronto le llamó la atención un reloj de pared peculiar fabricado con metales dorados y en bronce, decorado con cristales de colores y con detalles pintados en el azul turquesa que tanto gustaba a la escultora. Estaba colgado junto a una puerta interior que parecía comunicar el taller con el resto de la casa.
Se trataba de una pieza de buen tamaño y muy elaborada, con un llamativo sol de sonrisa femenina enigmática, ojos hipnóticos y rayos dorados flameantes con cristales engarzados en el extremo. Dos medias lunas azules, creciente y menguante, miraban a ese sol. Curiosamente, las lunas tenían perfiles masculinos de rasgos poderosos. Sobre la frente solar se veían las manecillas de un reloj. Y bajo el sol había otros astros más pequeños de metal pintado, muy decorativos.
Uno llamó especialmente la atención de la monitora por su rareza y se acercó a observarlo con curiosidad. Era una pequeña joya en sí misma, con una elaborada filigrana en relieve; un objeto muy delicado de plata y azul. Su diseño floral en mosaico recordaba a un mandala y, por sus materiales, parecía un medallón antiguo. Representaba una rosa con sus cuatro pétalos iguales dispuestos en forma de cruz y con las puntas de unas hojas triangulares sobresaliendo entre los pétalos; cada pétalo tenía tallado un dibujo que recordaba vagamente la forma de un árbol y la corola central era un octógono que repetía dentro el esquema de la flor. La rosa-estrella parecía una de esas imágenes de caleidoscopio donde todas las caras se repetían.
—Es un fractal —le informó Mikel, que también se había parado a admirar aquel objeto detrás suya—. Una estructura geométrica que se repite idéntica a diferentes escalas...
—¡Es precioso!
Fascinada por el hallazgo, Violeta alargó la mano para tocar el metal con los dedos y cuando acarició la pieza, se produjo un hecho insólito. Por algún mecanismo oculto, el medallón comenzó a moverse y cambiar de forma por sorpresa, abriéndose de dentro hacia afuera. Primero se desplegaban los triángulos y después los pétalos, metamorfoseándose así en flor o en estrella sucesivamente. En cuanto la joven retiró la mano, el mecanismo se detuvo y adoptó la posición inicial.
—¿Cómo hace eso? ¡Es una maravilla! —exclamó la pelirroja, acariciando fascinada el medallón y poniéndolo en marcha de nuevo. Con Mikel, en cambio, la flor permanecía inmóvil.
Los dos monitores se volvieron hacia la artista, intrigados. En un primer instante, ella misma pareció sorprendida por lo que acababa de ocurrir, no se lo esperaba. Pero enseguida se rehízo y explicó:
—Es un artilugio que me regalaron y va como quiere. ¡Ni siquiera yo entiendo cómo funciona! —Después se volvió hacia Violeta—. No está en venta, aunque tú… tú deberías saber que...
Les pareció que iba a decir algo. ¡Quería decirles algo! Al menos esa impresión le dio a Violeta por el paso que la artista dio hacia ella y el modo atento con que la miraba. Pero entonces entró alguien en el taller. La escultora reparó en el recién llegado y su expresión cambió automáticamente para volverse cauta. Se apartó de los monitores.
—Lo siento. Tengo que cerrar. Si queréis comprar algo, hacedlo ya por favor... —dijo.
De repente mostraba una prisa enorme por echarlos cuando cinco minutos antes estaba trabajando tan tranquila, en la mesa del taller. Violeta advirtió pese a todo que la examinaba a ella de una manera especial, como si quisiera atraparla con los ojos.
—Enseguida nos vamos —se apresuró a prometer, incómoda por esa mirada—. Yo ya he elegido un colgante. Y tú, Mikel deberías comprarle otro colgante a tu chica, no un llavero. Le hará más ilusión.
La mujer tuvo que dejarles porque el otro visitante demandaba su atención. Era un hombre joven, un extranjero de tez muy morena y pelo rizado, que se dirigió hacia la artista sin reparar en nada más. Daba la impresión de que se conocían, aunque de forma más bien profesional. Por su aspecto, los monitores dedujeron que sería oriundo del norte de África; se fijaron en que vestía ropa elegante al estilo europeo. Los dos entablaron una conversación en inglés. Ni Mikel ni Violeta prestaron atención a su charla hasta que el tono del hombre se elevó más de la cuenta y su actitud adquirió tintes agresivos. Parecía presionar a la mujer por algo y ella se resistía con terquedad, negando con la cabeza. El diálogo se tornó amenazador por parte de él; dio un paso más hacia la artista y levantó peligrosamente las manos como si quisiera agarrarla.
Entonces Mikel, ni corto ni perezoso, se interpuso entre los dos mostrando un colgante.
—Perdone, señora. ¿Podría decirme cuánto vale esto?
El extranjero se percató por primera vez de la presencia de los dos turistas y, cuando el joven de pelo rapado y pendiente en la oreja le dirigió una mirada flamenca, casi de aviso, retrocedió un paso y se apartó de ellos. Violeta se había acercado también con el teléfono móvil en la mano. Esto hizo que el hombre se lo pensara mejor; se despidió de la artista con un saludo seco y se marchó deprisa, cejijunto y airado.
—¿Quieres que llamemos a la policía? —preguntaron los dos a la dueña de la casa en cuanto el sujeto se perdió de vista.
—No hace falta. Estoy bien, gracias. —La mujer movió la cabeza con disgusto y se recolocó nuevamente el turbante, que se había movido de su sitio durante la discusión—. Por desgracia, hay personas que no aceptan un no como respuesta…
Sus ojos se volvieron un instante, de forma mecánica y pensativa, hacia el reloj decorativo con el sol flamígero y el medallón fractal.
—La hora va mal… —advirtió Mikel creyendo que consultaba el reloj.
Pusieron los objetos que pensaban comprar sobre la mesa de trabajo. Mientras sacaban la cartera para pagar el importe, ella envolvió los objetos en papel de seda, diciendo:
—He oído que pensáis ir a Ochate.
—¿Lo conoces? —A Mikel se le iluminó la cara ante la oportunidad de intercambiar información con una habitante local.
—Todo el mundo de por aquí conoce Ochate. ¡Cómo no! —contestó ella—. Hubo unos años en que la foto publicada en las revistas atrajo a muchos periodistas y curiosos. Algunos vecinos del Condado de Treviño terminaron hartos en los años ochenta porque los cazadores de ovnis pisoteaban los campos sembrados y dejaban basura por todas partes. Otros, en cambio, estaban encantados con la fama y el dinero que dejaban los turistas. Ahora parece que nos dejan más tranquilos…
—¿Tú crees que era un ovni? —preguntó el joven.
—¿Y tú?
—Soy un escéptico abierto a la duda...
—Eso está bien. Hay cosas que parecen misteriosas solo porque la mente humana aún no está preparada para comprender y esa podría ser una de ellas.
—¡Lo mismo opino yo! Hace nada, el mundo estaba convencido de que la tierra era plana y, aún hoy, todavía hay gente que lo cree así a pesar de tener satélites girando alrededor del planeta y sacando fotografías...
—¿Cuándo pensáis ir?
—Pasado mañana, si los planes no se tuercen.
—¡En plena canícula! Humm… Si vais a Ochate, deberéis tener cuidado... —Sonaba como un aviso por la forma calculada que lo decía la mujer, mirándoles a los dos en plan adivina. Lo que hubiera querido decirles antes de la aparición del extranjero se le había olvidado. Ahora no dejaba de mirar, nerviosa, hacia la verja del jardín. Enseguida carraspeó y añadió apresuradamente (demasiado apresuradamente, en opinión de Violeta)—: Por el calor, ya me entendéis. En esta época hay que cuidarse mucho del sol… Ejem. ¿Sabéis de dónde proviene la palabra «canícula»?
Fue Mikel quien se encargó de responder:
—Sí. Deriva del latín «canis» que significa «perro». Se llama así por la constelación Canis Mayor y por su estrella Sirio, la Abrasadora, que curiosamente ya no se ve en esta época del año, sino en septiembre. Pero en la época de los romanos hacía su aparición en el horizonte justo a mediados de julio, después de un periodo de invisibilidad; salía coincidiendo con los días más calurosos del año. Por eso los romanos llamaban a esa época el «tiempo del perro».
—¡Veo que entiendes del tema!
—Me gusta la astronomía y también la historia. No soy un experto, pero esa pregunta resulta fácil incluso para un novato aficionado como yo.
—¡Un lugar curioso, Ochate! —Mirando a Violeta, la artista explicó—: Allí está la torre de la antigua iglesia de San Miguel que se conserva bastante bien, dadas las circunstancias. También hay una necrópolis medieval cerca del pueblo, con tumbas antropomorfas esculpidas en la roca. En su día yo creo que debieron ser personas importantes a las que quisieron honrar de un modo especial, porque no es el tipo de enterramiento que se hacía en la Edad Media por aquí... En fin, hay muchas leyendas sobre Ochate. Por algo se le llama la «puerta secreta»...
Terminó de envolver los objetos. Pero antes de cobrarles y que se marcharan, la mujer sacó un saquito de tela de un cajón particular y se lo dio a Finisterre.
—¡Toma, esto es para ti!
Dentro había un colgante de plata vieja que representaba el árbol de la vida, con el mismo diseño vegetal simétrico en espejo, arriba y abajo. El árbol estaba inserto dentro de una circunferencia marcada con extraños símbolos cuneiformes. Y a cada lado del tronco, en el hueco entre las ramas y raíces, había dos medias lunas mirando en direcciones opuestas.
—No, no… No puedo aceptarlo. —La monitora intentó devolverlo, pero la artista recogió el colgante de su mano, se lo metió por la cabeza y le puso el cordón de cuero negro alrededor del cuello.
—Por favor, no lo desprecies. ¡Es un regalo! Un amuleto protector. Por lo que habéis hecho por mí… Y si vas a Ochate, llévalo puesto. Es importante. Por favor…
Después los echó de su taller alegando que tenía que salir a hacer un recado.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Violeta con un escalofrío mientras caminaban por la calle en dirección al albergue.
—¿Te refieres al reloj ese que tan pronto se movía como que no? Cuando lo tocabas tú, parecía que le dabas cuerda… —Se rio su compañero, tomándole el pelo.
—Eso también. Pero me refiero a ¡ella! —La pelirroja se tocó el amuleto del árbol, pero no se lo quitó del cuello porque tenía miedo de guardarlo en un bolsillo del pantalón y perderlo—. Qué mujer más extraña. Tan pronto estaba fría con nosotros como amable. Al final no paraba de mirarme. Y tanto hablarnos de Ochate… Un poco raro, ¿no?
—Lo raro es que te haya dado a ti el amuleto y no a mí, que he sido quien la ha salvado de ese cafre —respondió Mikel con guasa—. ¡Claro que es rara! Como todos los artistas. Y hoy nosotros hemos invadido su espacio... ¡Normal que al final se haya cansado y nos haya echado de allí!
Su compañera asintió, aunque sin demasiado convencimiento.