Читать книгу La puerta secreta - Belén A.L. Yoldi - Страница 15
ОглавлениеLOS JARDINESDE SAMMURAMAT |
Los jardines colgantes de Sammuramat resultaron ser tan fabulosos y bellos como los describían. Nada más entrar en ellos, se quedaron extasiados. Estaban plantados en terrazas sobre la pared de un acantilado, colgados frente a un mar azul mediterráneo. Las terrazas, amplias y llenas de árboles y flores, formaban una escalera a distintos niveles dentro de una gran bahía y estaban conectadas entre sí por suntuosas escalinatas de mármol blanco, con balcones que asomaban a una costa rocosa y salvaje de acantilados impresionantes acariciados por las olas y coronados de vegetación verde. Los arquitectos paisajistas habían aprovechado una gran pared de piedra caliza natural y la habían tallado y rellenado de tierra, sembrándola con plantas muy diversas de especies raras. Cada terraza albergaba un jardín diferente y exquisito recorrido por senderos de arena gruesa. En unos rincones había plantados árboles exóticos de hojas palmeadas; en otros, matorrales de hojas duras y brillantes mezclados con grandes sauces de ramas péndulas que proyectaban una sombra fresca. Había macizos de flores aromáticas muy coloridas y arbustos recortados con formas caprichosas. Enredaderas trepadoras cubrían los arcos de celosía y daban sombra con racimos de campanillas rosáceas a las bancadas estratégicamente distribuidas para proporcionar descanso y alegrar los sentidos del paseante.
Sobre las balaustradas y columnas se veían esculturas de animales fabulosos tallados en piedra y recubiertos con esmaltes de vidrio decorativos de colores brillantes. Había grifos e hipogrifos con plumas doradas y penachos en la cabeza; también centauros y dragones, leones sedentes con cabezas de hombres barbudos y tigresas con cabezas de mujer, elefantes de enormes colmillos y otros animales nunca vistos por ellos como reptiles con alas o delfines con hocico aserrado.
El primer destino de su viaje se desplegaba ante sus ojos tan fascinante y agradable como prometía la reseña.
Antes de lanzarse a investigar comprobaron que el túnel de acceso hasta el Atrium seguía abierto. Por este lado era un agujero negro y circular abierto en la pared del acantilado, velado por una cortina vibrante que se asemejaba a una pompa de jabón y a través de la cual podían ver, aún, un pedazo de la bóveda estrellada. Pensaron no alejarse demasiado para tener cerca el túnel y poder regresar así en cuanto lo desearan.
Sin embargo, cuando empezaron a explorar el lugar, muy pronto se olvidaron de sus buenas intenciones absorbidos por la belleza de aquel paisaje. La curiosidad les llevó primero al borde de la terraza desde donde descubrieron la hermosa bahía abrigada y un mar azul turquesa que se perdía en el horizonte, separado del cielo claro tan solo por una línea fina de reflejos de plata. Tras recorrer la terraza ajardinada en la que estaban, sus pasos les llevaron por una de las escalinatas hacia el nivel inferior donde unas vistosas aves, cruce de garza con pavo real, hacían gala de su formidable plumaje. Descansaban con aire regio a la sombra de los magnolios, entre las rosaledas y arbustos de hibiscos, hortensias, fucsias y madreselvas.
Recorrieron los jardines tranquilamente, disfrutando de las fantásticas vistas y los aromas perfumados. Más que nunca les pareció estar dentro de un parque turístico destinado al ocio. Alargaban las manos y tocaban las flores y las estatuas para comprobar su solidez y se pellizcaban la cara para comprobar que estaban despiertos.
Su visita transcurría con la placidez de un paseo vacacional. Pero al volver a la terraza superior, todo cambió de repente y se precipitó hacia el desastre.
Comenzó con la llegada de tres mujeres maduras vestidas con saris vaporosos, que bajaban por las escaleras y les salieron al encuentro con gestos de sorpresa. Al verlas, pensaron que los habrían tomado por intrusos y que venían a expulsarlos del jardín. Casi esperaban oírlas parlotear a gritos en algún idioma extraño para ellos, pues sería lo lógico. Pero en lugar de eso, las mujeres se echaron encima de Violeta con los brazos abiertos y empezaron a achucharla mientras exclamaban, aliviadas:
—Ay, Yereia, qué alegría. ¡Por fin te encontramos!
—Creo que te confunden con otra, Finis —avisó Mónica.
En efecto, las mujeres se dirigían a la monitora con familiaridad, como si la conocieran. La trataban con una mezcla de afecto y autoridad. Se escandalizaban por su aspecto desaliñado, por sus ropas extrañas para ellas y su pelo rizado y revuelto.
Cuando ella intentó explicar que se equivocaban de persona, las tres mujeres lo negaron absolutamente.
—¡Tú eres Yereia, claro que sí! Nuestros ojos no nos engañan. ¡Eres la «llama viva»!, la portadora del mentagión...
—¿Cómo sabéis que llevo conmigo el mentagión? —se sorprendió la monitora. Palpó el bolsillo exterior de la mochila para comprobar que no lo había perdido.
—¿Quién otro lo portaría salvo tú? Estabas predestinada desde tu nacimiento, princesa. Lo dicen los augurios. —Eso declararon las recién llegadas sacudiendo con viveza sus largas trenzas negras. Acariciaban los brazos y la cabeza de Finisterre como si fuese una niña perdida que acabasen de recuperar.
Entonces empezó a llegar más gente, hombres y mujeres de piel oscura. Ellas llevaban unos vestidos de seda ligeros con los que se envolvían el cuerpo, al estilo de los saris indios. Los hombres vestían túnicas claras y sueltas y parecían pacíficos. Todos tenían las manos y brazos decorados con dibujos vegetales de alheña.
Rodearon a los tres viajeros con gran jolgorio, celebrando su llegada, y se los llevaron consigo casi en volandas, escaleras arriba, recorriendo los cinco pisos de jardines. Solo una muchacha joven permanecía seria y les seguía sin quitar los ojos de Finisterre ni un segundo, como si quisiera analizar cada centímetro de su rostro o dudara de su identidad. Tenía una melena corta y lisa del color del bronce, con flequillo recto cortado al estilo egipcio antiguo, piel morena y unos ojos grandes almendrados negros.
Todo el grupo acompañó a los extranjeros hasta la cúspide de los jardines donde se alzaba un edificio blanco de líneas armónicas que recordaba a una mastaba egipcia o una pirámide truncada de planta rectangular. En la base había una entrada muy semejante a la del Partenón griego por sus columnas estriadas de mármol blanco. Al acercarse, les chocó el frontón que se alzaba sobre las columnas, decorado con altorrelieves que representaban un carro tirado por pegasos y conducido por una amazona brava de melena suelta que llevaba una lanza y un medallón en forma de estrella sobre el pecho desnudo. El carro se dirigía hacia un cielo de tres lunas donde aguardaban unas figuras que parecían astronautas por los cascos que les cubrían.
Era el templo de Shemed donde les aguardaba una sacerdotisa vestida con ornamentos recargados y acompañada de una pequeña guardia. Como todos los demás, en un primer momento se alegró de ver a Violeta a la que dio la bienvenida con cara estirada.
—Llevábamos dos días buscándote, princesa. ¡Llegas tarde! Pero has llegado al fin. Después nos contarás los pormenores de tu viaje. Ahora dinos, ¿quiénes son ellos? ¿Cómo has podido traerlos contigo al jardín de los dioses? —preguntó refiriéndose a los dos adolescentes que la acompañaban. Había arrugado el ceño y los señalaba como si tuvieran alguna enfermedad apestosa.
—Son amigos míos. ¡Vienen conmigo! —se apresuró a decir la monitora envolviendo a Javier y Nika con un gesto protector de sus brazos.
—¡Ningún extranjero puede entrar en este templo! Y tampoco son bien recibidos en el palacio del Reino Prohibido, salvo invitación de la reina. Deben irse.
—Si ellos se van, yo me iré también. No podemos separarnos, somos compañeros de viaje —contestó ella, resuelta, dejando asomar a la capitana Finisterre que llevaba dentro. En adelante, durante su aventura, ese sería su nombre. Se volvió y dio los primeros pasos para marcharse, pero las que estaban detrás se lo impidieron.
Entre las gentes que les rodeaban se produjo un rifirrafe. La sacerdotisa quería aplicar de forma estricta las normas, pero pronto resultó evidente que no tenía la máxima autoridad allí. Y las demás mujeres estaban demasiado contentas con Finisterre como para aceptar perderla, así que tras una larga discusión acabaron por salirse con la suya y la sacerdotisa terminó por admitir a los dos muchachos extranjeros en su palacio.
Entonces invitaron a los tres a lo que llamaron «la casa de las flores», en los jardines aledaños al templo. Y una vez allí se esforzaron por complacerles. ¿Qué deseaban?, les preguntaron. Cuando Finisterre dijo que les gustaría lavarse y conocer el lugar, les condujeron a una sala de columnas con una piscina de agua caliente, alimentada con chorros que salían de una pared, donde pudieron darse un baño con jabones y sales olorosas. La piscina se prolongaba hasta una terraza abierta del exterior, desde donde se podía tocar el cielo y también ver y oler el aire salobre del mar cercano.
Después les proporcionaron ropa que, al principio, no querían aceptar. Ante su insistencia, accedieron por fin a ponerse unos pantalones bombachos, camisas sin mangas y chinelas, pero guardaron por si acaso toda su ropa y demás posesiones en las mochilas, que llevaban siempre encima.
Finalmente, hicieron un recorrido turístico acompañados por una corte jovial de damas hasta acabar de nuevo en el edificio principal del templo. Llegaron así a una sala trasera llena a rebosar de objetos curiosos, algunos incluso estrambóticos, amontonados durante años a juzgar por la capa de polvo que se acumulaba en algunos de ellos. Sus guías la llamaron «sala de las ofrendas» y estaba situada detrás del altar, en un rincón oscuro del edificio, tras una puerta pequeña y estrecha. Los objetos eran regalos, les dijeron, que habían traído de sus viajes las sucesivas generaciones de ‘yeraias’.
Fisgaron entre los objetos, sin reparar en las voces ásperas y en el alboroto que se empezaba a formar en el vestíbulo del templo y que hizo salir a algunas de las damas acompañantes.
Javier encontró una pequeña espada con caracteres tallados en la hoja y un caballo de largas crines tallado en la empuñadura de bronce y la esgrimió fascinado. Por su parte, Nika recogió del suelo algo que a primera vista parecía un bolígrafo grueso con botones de colores. Al apretar en ellos, salía pintura magenta, amarilla, azul, verde, negra… Si la gota de pintura caía al suelo, se secaba formando una pequeña burbuja globosa. «Qué curioso» pensó la niña. Se le ocurrió probar a pintar un limón usando un trozo vacío de suelo como lienzo, para ver qué pasaba. De haberse quedado hasta el final, se habría maravillado al descubrir cómo el limón recién pintado tomaba volumen y cuerpo, hasta convertirse en un limón auténtico que rodó y chocó con una ánfora. Pero algo la distrajo antes y la arrancó de su tranquilo paseo, lo mismo que a los demás.
El alboroto de la entrada se había convertido finalmente en un airado tumulto, donde se mezclaban órdenes autoritarias, gritos descompuestos e insultos intercalados. Intrigados por el motivo de esas voces, los forasteros salieron de la sala de las ofrendas con la última de sus acompañantes, a tiempo de ver a un grupo de hombres fornidos con rostros morenos barbudos y armados con espadas, invadiendo la nave principal del templo. Parecían la cabeza de una manifestación reivindicativa con tintes violentos. Todos vestían igual, unas túnicas cortas, sandalias y corazas de cuero; también lucían unas melenas rizadas y barbas trenzadas en rastas y un curioso colmillo blanco les atravesaba la base de la nariz.
La sacerdotisa del templo se encaró con ellos dignamente y cuando preguntó qué querían, el que encabezaba el motín respondió sin vacilar:
—¡Hemos venido a por el mentagión! Ya no seremos más gobernados por féminas desde las estancias de este templo. ¡El Reino de Nirari necesita un rey! Necesita héroes y no sacerdotisas, puños fuertes que lo defiendan y lo lleven a la victoria, no más oraciones inútiles. ¡Vuestros dioses no nos librarán de las espadas!
—Vosotros habéis traído las espadas y sois vosotros los que atacáis al corazón de Nirari. Si necesitamos defendernos de algo, ahora mismo es de vosotros, Sajum. Volved a vuestros puestos y reservad las armas para nuestros enemigos, pues aún no ha pasado nada irreparable… ¡Hablemos! Y seguro que dialogando llegaremos a un acuerdo...
Todos los presentes aguantaron la respiración deseando que los rebeldes atendieran la llamada del diálogo, pero los violentos insistieron con más furia en su demanda.
—¿Dónde está el mentagión? ¡Entregádnoslo! Solo así os respetaremos la vida.
Cuando las mujeres se negaron, el cabecilla del tumulto lanzó un grito enardecido y se abalanzó con furia sobre la sacerdotisa mayor, espada en ristre, diciendo que el mentagión pertenecía al pueblo. La derribó de un golpe sin respetar su indefensión ni la autoridad que tenía en ese reino. Después atravesó el pecho de la mujer clavándole su acero en medio del clamor consternado de los habitantes del templo, que contemplaban impotentes la escena. A continuación, el asesino se volvió hacia los suyos y ordenó que buscaran el objeto más sagrado del templo y que matasen a todo el que quisiera impedirlo o se pusiera delante.
—¡Vámonos de aquí! Deprisa. Volvamos a la puerta —se dijeron alarmados los viajeros, mientras echaban a correr junto a la pared más alejada de los violentos, hacia la salida.
Al mismo tiempo se puso en marcha una matanza que hizo huir despavoridos a todos los pacíficos habitantes del lugar, perseguidos por hombres de ojos fanáticos que acuchillaban sin piedad a cuantos se ponían a su alcance.
El cabecilla de los atacantes se dirigió hacia el fondo del templo, hacia la sala de los objetos almacenados, esperando quizá encontrar allí lo que quería y entonces descubrió a Finisterre, pegada a la pared y en mitad de la fuga.
—¡TÚ! No puede ser… ¡Estás muerta! —exclamó atónito—. ¡Yo mismo arrojé tu cuerpo al mar desde el acantilado!
—Sería otra, no yo —respondió mecánicamente la pelirroja mirando al mismo tiempo y con desesperación hacia los lados en busca de una vía de escape que le librase de aquel bruto.
—¿Dónde tienes escondido el mentagión? —rugió el barbudo dando un paso amenazador hacia ella.
Sin embargo, antes de que la monitora pudiera decir nada, algunas mujeres del templo se interpusieron como escudo gritando:
—¡Huye, princesa!
Consciente del peligro en el que se encontraban, la pelirroja echó a correr de nuevo, llevando delante suya a Javier y a Nika. Corrían desesperados para salvar sus vidas. El suelo del templo estaba para entonces salpicado de cadáveres y regado con charcos de sangre. Tuvieron que saltar por encima de esos charcos, rodeando uno de los cadáveres, y sortear a otro de los atacantes mientras salían disparados hacia la puerta. Por suerte, los violentos estaban más interesados por atrapar a las mujeres de las túnicas que por perseguirles a ellos.
Afuera se oyeron gritos nuevos, alguien más acudía al templo con ruido de sables. Se escondieron tras una columna a tiempo de ver entrar un escuadrón de hombres armados. Con sus túnicas cortas, sus corazas y escudos redondos, recordaban a los hoplitas, los antiguos soldados de la Grecia clásica. Ya no miraron más. Salieron huyendo en cuanto quedó el hueco libre y se precipitaron escaleras abajo hacia la terraza ajardinada donde había quedado abierto el agujero de la «puerta» dimensional.
Mientras escapaban, Nika observó que una de las muchachas jóvenes del templo, la que tenía el cabello oscuro y había mirado a la monitora con insistencia, huía también y les hacía señas perentorias para que la siguieran. Pero en vez de hacerle caso, se marcharon corriendo.
—Ya sabía yo que te confundían con otra —dijo Nika a Finisterre mientras saltaban por las escaleras abajo.
El túnel permanecía en el mismo lugar donde lo habían dejado. Sin embargo, al intentar traspasarlo, chocaron contra un muro invisible.
—¡Las pulseras! Tenemos que usar las pulseras...
Con dedos nerviosos, accionaron los resortes de sus pulseras y la burbuja que cubría el agujero vibró. Nika fue la primera en traspasar el umbral, después lo hizo Javier y por último la monitora. Justo a tiempo, porque detrás suya llegaron dos tipos barbudos que se dieron de bruces contra la pared y quedaron tendidos en el suelo.
Esa fue la última imagen que vieron de los jardines colgantes de Sammuramat. A continuación, una cortina circular acuosa cubrió el interior del anillo y la luz que venía del paisaje se apagó, como si se cerrase de golpe la ventana de un camarote submarino.
Volvían a estar en el principio, bajo la bóveda de estrellas del Atrium.
Los tres se pararon a coger aliento, alucinados por lo que acababan de vivir. Se miraron entre sí con una mezcla de temor y alivio al comprobar que estaban bien. Solo entonces se dieron cuenta Nika y Javier de que aún llevaban en la mano los objetos que habían estado curioseando en la sala trasera del templo, aquel bolígrafo grueso tan curioso y la espada con el caballito de bronce en la empuñadura.
Se dejaron caer en el suelo sin fuerzas, apretando en las manos los objetos que llevaban, y durante un buen rato se quedaron contemplando atónitos la gran rueda metálica sin saber qué hacer o qué decir. Les envolvía una sensación de irrealidad y de miedo que no podían quitarse de encima, tras haber visto los muertos llenos de sangre y haber sido perseguidos por hombres furiosos armados con espadas. La presencia material de aquella rueda contribuía a aumentar más su confusión. Ya no sabían qué creer o adónde ir.
Pese a todo, aquella primera experiencia no hizo sino reforzar las ideas tan dispares que cada uno de los viajeros tenía respecto a su situación.
Para Nika fue la prueba, más que nunca, de que estaban atrapados en un parque de aventuras. No podía ser otra cosa. Alguien les había llevado allí para jugar a un juego peligroso hasta cierto punto, porque tenían las pulseras. Para volver a casa, solo tenían que encontrar la puerta de escape que, seguro, estaría escondida en uno de los símbolos de la rueda o bien camuflada en algún lugar de lo que ella llamaba la «Estación de las estrellas», quizá porque su espaciosidad vacía le recordaba vagamente a una estación de tren o un aeropuerto en horas bajas.
Por su parte, Javier se convenció aún más de que estaba soñando. No encontraba otra explicación para lo que ocurría, salvo que fuese una pesadilla en la que, por desgracia, también participaba la Bocazas. Ansiaba despertar pronto de aquel mal sueño.
En cuanto a Violeta, no sabía qué pensar, pero sí veía que aquello era muy real y también peligroso. Su intuición le decía que estaban presos y no en un parque temático para jugar a juegos de niños, precisamente. Dónde y por qué, era un misterio para ella. Que sus cadenas fueran invisibles y que la jaula estuviera adornada con barrotes de oro no la tranquilizaba, todo lo contrario. No obstante, se guardó para sí sus preocupaciones y de cara a los chicos intentó parecer animosa. Apoyó a Mónica en su teoría, más que nada porque daba la posibilidad de buscar —y encontrar— alguna vía de escape. Debía de haber una salida, un modo de regresar a casa, en eso estaba de acuerdo.
Así que, en las dos horas siguientes, optaron por recorrer el espacio diáfano de la «Estación de las estrellas» hasta donde pudieron alcanzar, buscando una puerta o trampilla, cualquier cosa que no fuese aquella rara e inquietante máquina.
Mientras tanto, la arena dorada del reloj seguía cayendo grano a grano.