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LOS CAZADORESDE CABEZAS

Esa mañana se habían levantado contentos y más descansados en una choza de las Montañas Nubladas, en la frontera de Arn-Goroth. Habían iniciado el camino en compañía de Miles, el guerrero Ad-whar errante que un par de días atrás les había protegido del ataque de un broncotauro, un monstruo mitad orangután mitad toro que habitaba en las tierras ásperas del Bosque Umbrío. Desde entonces viajaban con él. Les había prometido guiarles hasta la Montaña del Oráculo, en Metairos, donde esperaban encontrar respuestas al misterio de por qué estaban allí los tres, en un universo paralelo viviendo aventuras que ellos no deseaban. Nika, Javier y Finisterre solo querían que ese oráculo les mostrase el modo de regresar a su casa. Era lo único que les importaba.

Por suerte, Miles viajaba también en esa dirección, aunque él por otros motivos muy distintos que aún no había terminado de desvelar y que ellos preferían no saber, pero que se imaginaban por la mirada peligrosa y la espada afilada de aquel tipo.

Justo habían comenzado a caminar, risueños, cuando en la lejanía había sonado de repente un chasquido seco, como el de la rama de un árbol al partirse por la mitad. Y ese chasquido había provocado que el guerrero Ad-whar levantara la cabeza con inquietud hacia las cimas de los montes. A continuación, habían escuchado aquel aullido salvaje y un rasquido, como el arañar de unas patas duras en la superficie de la tierra. Y eso había trastocado de golpe todos sus planes.

—¿¡Qué pasa!? —habían preguntado ellos a su guía, alarmados.

—Alguien ha dado suelta a una jauría y… ¡nosotros somos las presas! —les había informado el guerrero con voz grave, acelerando el paso y cambiando de rumbo.

—¿¡Nosotros!?

No había tiempo para explicaciones y Miles no se entretuvo en darlas.

Hasta sus oídos llegó de nuevo aquel sonido espeluznante. Y el guerrero se había lanzado montaña abajo a la carrera, conminándoles a seguirlo, diciendo con una urgencia desusada en él:

—¡CORRED! ¡CORRED, POR VUESTRA VIDA!

Y cuando ellos le habían preguntado la razón de sus prisas, qué era aquello que venía aullando por la montaña, su guía les había respondido con aquella frase críptica:

—¡El demonio y la oscuridad cabalgan juntos!

La frase parecía tener algún sentido para el Ad-whar, para ellos no. Así que, antes de romperse la crisma en esa accidentada carrera que habían iniciado a toda prisa, insistieron entre jadeos.

—Pero ¿qué es lo que ocurre? ¿Qué son esos aullidos? ¿¡Lobos!?

—Peor. ¡¡Cazadores de cabezas!! Seis. Siete, tal vez… Se dirigen hacia aquí, los malditos. ¡Vienen persiguiendo nuestro rastro! —respondió él, mordiendo las palabras—. ¡Corred! No os paréis, debemos llegar al río. El río es nuestra única oportunidad...

De nuevo oyeron aquel aullido desafinado al que acompañó un cloqueo amenazador que les erizó los pelos de la nuca. Ya no hicieron falta más apremios. Aceleraron el paso tanto como se lo permitían las piernas, atemorizados.

Corrían en desbandada, casi volaban, trazando una diagonal en la dirección del torrente. ¡Abajo y adelante; hacia adelante y abajo!, siguiendo a duras penas la estela del Ad-whar.

Habrían recorrido así más de un kilómetro cuando arriba, en la loma que acababan de dejar atrás, se escucharon unos ruidos inequívocos, como si un tropel de alimañas hambrientas diera vueltas alrededor de un punto, buscando comida. Enseguida se oyó un grito de llamada y después cloqueos y alaridos salvajes de triunfo que salían de unas gargantas que no parecían humanas. Así supo Miles que los cazadores de cabezas habían encontrado sus huellas, sin duda alrededor de la choza donde habían dormido pues el sonido procedía de allí. Sus perseguidores se hallaban más cerca aún de lo que esperaba.

La certeza de que los tenían encima aceleró la carrera del guerrero hasta convertirla en un galope a tumba abierta por aquel terraplén infernal. Ellos le iban a la zaga, brincando y patinando sobre las hojas húmedas con la lengua fuera y un temor creciente de abrirse la cabeza contra el suelo. Tenían que agarrarse a las ramas al pasar pues cada vez resultaba más difícil mantener el equilibrio sobre el terreno mojado.

En uno de esos resbalones, Nika se dio una dolorosa culada y a punto estuvo de ir en tobogán hasta el fondo del barranco.

—¡Esperadme! —llamó cuando pudo sujetarse a un matojo. Pero no había tiempo para la compasión. Tuvo que levantarse y seguir corriendo porque el errante no les daba cuartel.

Al fondo de la angosta vaguada, una serpiente blanca se deslizaba como espuma de cerveza entre las rocas y árboles. No se veía agua, solo espuma y piedras. Le acompañaba un rugido sordo que recordaba al tronar lejano de una tormenta.

De la pendiente a su espalda venía también un martilleo rítmico, como si alguien usara piquetas metálicas para golpear la roca.

¡Deprisa, más deprisa!

Los metros finales hasta el torrente eran los más escarpados. Para salvar el último desnivel, Miles usó una soga que guardaba en su macuto. La ató aceleradamente al tronco de un árbol con un nudo corredizo de escalador y probó su resistencia. Luego se deslizó por ella. En dos saltos, el errante se plantó en la orilla y miró atrás. Sus compañeros le alcanzaron unos segundos después. Bajaron agarrados a la cuerda y aterrizaron uno detrás de otro, arrastrando piedras y ramas. Cuando llegó el último, el guerrero dio un tirón a la cuerda para recobrarla y el nudo se soltó. Conforme recogía la cuerda alrededor del codo, se metió en el agua helada con las botas puestas. El nivel le llegaba primero a los tobillos y después por las rodillas, mientras avanzaba. Desde el centro de la corriente, apremió a los demás para que hicieran lo mismo.

Ellos dudaron antes de obedecer. Las aguas bajaban rápidas y parecían gélidas. Sin embargo, las sombras negras que venían disparadas desde la cima, apareciendo y desapareciendo entre los árboles, daban más miedo que el río. Así que se introdujeron los tres de un salto en el torrente. El choque térmico con el agua helada los dejó paralizados, hasta que un grito de su guía los espabiló.

—¡¡¡Moveos!!! Esto aún no ha acabado…

Corrieron todos juntos río abajo, tan rápido como se lo permitían las piernas. La fuerza de la corriente los empujaba.

En sus adentros, el guerrero empezaba a temer que fuera ya demasiado tarde para escapar de sus acechadores, pero no lo dijo. En lugar de eso, su voz imperiosa empujaba a sus compañeros de fuga a adentrarse más y más en la torrentera.

Por fin una lanza negra cruzó disparada entre dos árboles como una centella, a unos cuantos metros por encima de sus cabezas.

Soltando entre dientes un improperio, Miles descolgó la ballesta que llevaba, tensó el alambre y montó un dardo sin dejar de avanzar, con todos los músculos en tensión. Por un mecanismo inconsciente de defensa, Javier y Nika empuñaron también sus armas respectivas, la espada corta y el hacha. Miraban con sospecha hacia los lados esperando la aparición de no sabían qué.

Vadeaban el torrente con el agua por las rodillas cuando aquel peligro que tanto temía el guerrero les dio alcance.

¡De pronto estaban allí, asomados sobre el talud izquierdo, a unos metros sobre sus cabezas! Acechándolos desde las sombras del bosque, con sus grandes ojos de mosca, saltones y malignos.

El Ad-whar fue el primero en descubrirlos. Al principio eran solo tres —observó—, desplegados en abanico sobre la cresta del repecho, pero enseguida se sumaron más hasta llegar al número de seis que había barruntado.

A Nika, Javier y Finisterre se les pusieron los pelos de punta al verlos.

¡Eran insectos! Unas mantis casi tan altas como jirafas y recubiertas con un caparazón duro de crustáceo, negro con ribetes rojos, afilado y lustroso como una armadura de guerra. Las líneas rojas brillaban en la sombra por un mecanismo de bioluminiscencia que acentuaba su fealdad terrorífica. En verdad parecían criaturas salidas del averno. Alargaban el cuello y husmeaban el aire levantando el pico, en el extremo de sus cabezas pequeñas y triangulares.

Se desplazaban con cautela sobre las cuatro patas traseras, estudiando el terreno sin apresurarse. Tenían una forma remilgada de andar en puntas, como si estuvieran subidas en zancos, igual que bailarinas de ballet. Y encogían las dos patas delanteras en actitud boxeadora, preparadas para asestar el golpe mortal a las víctimas con sus lanzas aserradas.

—¡No os paréis! —ladró duramente Miles a sus protegidos para sacarles del estupor que les había provocado la súbita aparición de las bestias. Él mismo se empeñaba en avanzar con denuedo, llevando la ballesta en ristre, como si la salvación se encontrara a un paso de ellos.

Las paredes rocosas eran altas, casi verticales en ese punto, así que las bestias se separaron para buscar un camino de bajada mejor y eso dio un pequeño respiro a los que huían. Tres de aquellas enormes mantis continuaron avanzando por encima del talud, siguiendo el curso del río sin perderlos de vista, mientras el otro grupo retrocedía buscando un lugar más propicio para descender al fondo del torrente.

Por desgracia, no tardaron mucho en encontrar una senda. Y dos de las mantis saltaron al río, cruzaron el cauce por un vado donde apenas cubría el agua y treparon por la orilla derecha con el propósito de rodear a sus presas.

Los cuatro fugitivos redoblaron sus esfuerzos. Querían correr más, pero la propia fuerza del agua dificultaba su avance. Entonces Miles les condujo a la orilla, sin importarle ya las huellas que dejaban, y les hizo correr por suelo seco como si les persiguieran los mismísimos diablos del infierno. Unos diablos que poco a poco iban cerrando el círculo en torno a los humanos.

Pronto se vio que los intentos de escapar por el río resultaban inútiles. Tenían a las depredadoras ya encima.

Lo malo, sin embargo, no eran las mantis negras. Lo peor venía cabalgando sobre su espalda.

Unos pigmeos flacos con piel escamosa de lagarto y ojos de pupila vertical montaban sobre las bestias y las azuzaban contra los fugitivos con gritos punzantes, haciendo restallar violentamente sus látigos de jinete. Iban cubiertos con pieles horrorosas, tenían los rostros pintados y llevaban colgando adornos hechos con huesos y cabezas reducidas de seres que antes fueron humanos. Casi se confundían con sus monturas por el modo en que se adherían a ellas.

Iban sentados a horcajadas sobre la espalda de los insectos, y los dirigían como si fueran caballos de silla, con un dominio férreo, ayudados por un atalaje de correas primitivo. En ese momento los espoleaban con saña animal, manejando con habilidad pasmosa el arnés y el látigo que utilizaban para golpearlos en las partes blandas. Los hostigaban para que fueran más deprisa mientras clavaban sus ojos despiadados de reptil en los humanos que corrían por el fondo de la vaguada. Y las mantis, en lugar de rebelarse por ese trato bárbaro, respondían rápidas como potros domesticados a las indicaciones de sus feroces amos.

Miles observó que no se escondían, y eso era un mal indicio, en su opinión. Los cazadores se sabían en superioridad de condiciones y exhibían su poderío frente a unas presas que consideraban más débiles, prácticamente indefensas.

Apretando los dientes, el guerrero alentó a sus compañeros para que siguieran adelante sin detenerse mientras él se preparaba para lo inevitable.

¡Un esfuerzo más!, y el río tendría la profundidad suficiente para llevarlos a nado...

—En el río, esos demonios no podrán seguirnos. —El Ad-whar parecía saber bien de lo que hablaba.

La tormenta había descargado toneladas de lluvia sobre la montaña, la noche anterior. Ahora el agua bajaba en escorrentía por la pendiente, desbordaba las torrenteras y se precipitaba en forma de cascadas. El caudal del río subía por momentos.

Parecía que iban a lograr su propósito cuando unos alaridos salvajes llegaron por la derecha y unos dardos comenzaron a caer a su alrededor en el río revuelto. Los estaban cazando.

—¡SEGUID VOSOTROS! No me esperéis —ordenó Miles a sus protegidos. Acto seguido, se plantó sobre un saliente con las botas bien asentadas en tierra firme y levantó la ballesta. Solo necesitaba tener un objetivo claro a tiro para disparar.

—¿Qué vas a hacer? —preguntaron ellos, alarmados. No querían seguir sin el errante.

—¡MARCHAOS! —vociferó este con furia redoblada, viendo que se quedaban parados en el momento y lugar más inoportunos.

Ellos obedecieron. Aunque no podían dejar de mirar a su espalda, mientras se alejaban.

Las dos mantis que habían cruzado el torrente venían cargando por la pendiente derecha y sus jinetes apuntaban con cerbatanas al guerrero. Una tercera mantis embestía bajando por el río, siguiéndoles los pasos. Esta avanzaba más despacio que las otras, levantando mucho las patas, pues las puntas de sus zancos patinaban sobre la superficie pulida de las piedras o bien se hundían en el fango, si no tenía cuidado. El pigmeo que iba encima espoleaba a su montura con violencia, mientras blandía en su mano una lanza adornada con crines y cabelleras. Se levantaba sobre el tórax de la bestia y aullaba como un loco. La prisa que demostraba por cazar a seres humanos ponía los pelos de punta, aún más.

En cambio, el rostro de Miles no evidenciaba ninguna emoción. Se limitaba a esperar con los nervios tensos a que los tres jinetes llegaran. Cuando tuvo al primero de ellos a su alcance, disparó la primera flecha sin pestañear y volvió a cargar rápidamente la ballesta. De nuevo apuntó e hizo saltar el gatillo que sostenía el alambre, así otro proyectil salió volando.

El primero de sus dardos atravesó limpiamente el ojo de una de las mantis y se clavó en su cerebro. La bestia cayó fulminada en el acto y rodó por la pendiente con las patas en desorden, descabalgando a su yóquey. Este rodó también, pero consiguió zafarse del atalaje que le ataba a la montura y se levantó dando saltos nerviosos de rabia.

La segunda flecha del errante fue a clavarse con la misma certera puntería en el insecto negro que pretendía alcanzarlos por el río. Un tercer proyectil sirvió para rematarlo y el cuarto alcanzó a su jinete recién descabalgado en el corazón.

Cuatro dianas de cuatro. El pulso y el ojo de Miles eran verdaderamente letales.

Los pigmeos, que no esperaban una resistencia tan dura, estallaron en aullidos de cólera. Los que estaban sobre el talud de la ladera izquierda comenzaron a lanzar flechas furiosas sobre el río con la intención de abatir sin contemplaciones a sus presas. Como resultado, una peligrosa lluvia de dardos cayó alrededor de los cuatro fugitivos.

—¡Nag, nag! —advirtió colérico otro de aquellos demonios verdes. Se distinguía de los demás por la vistosidad de su collar, con mayor número de trofeos, y por el capacete de hierro emplumado que le cubría la cabeza. Constituían, por lo visto, los signos visibles de su jefatura.

Levantó la lanza mientras increpaba agriamente a los suyos con una jerga rara, mezcla de cloqueos y ladridos ininteligibles. Lo único que los humanos pudieron interpretar de esa sucesión de gestos y chillidos salvajes fue que pretendían cazarlos vivos.

Las mantis que bordeaban el talud izquierdo habían encontrado por fin un camino para salvar el desnivel hasta la orilla del río y empezaron a descender en fila india por una pendiente tendida de tierra, intentando cortar el paso a los fugitivos que corrían en la dirección de la corriente.

Al verlos el Ad-whar volvió a detenerse, apuntó hacia arriba, disparó su ballesta sobre la bestia que iba en cola y volvió a dar en el blanco. Esta vez, la bestia herida derrapó por la cuesta terrosa arrastrando consigo a otra cabalgadura que iba delante, en medio de los alaridos de sus jinetes.

Miles aprovechó la confusión que él mismo había creado para reemprender la huida detrás de sus compañeros, que le jaleaban excitados. Apenas había dado un puñado de zancadas, cuando un enjambre furioso de flechas silbó a su espalda. Los enanos con piel de lagarto se habían rehecho y lo perseguían saltando sobre las rocas. Intentaban derribar al hombre en plena carrera. Un par de proyectiles se clavaron en el escudo que, por suerte para él, llevaba colgado atrás. Las demás flechas se perdieron en el río, entre la rociada que Miles salpicaba al correr.

No resultaba fácil acertar sobre un blanco tan móvil y rápido. Pero tampoco iba a ser fácil escapar de aquellos cazadores sanguinarios, avezados en el arte de matar.

De nuevo se habían dividido y avanzaban formando un tridente. Tres de aquellas cabalgaduras monstruosas aún seguían en pie. Sus jinetes habían cambiado las cerbatanas por unas redes y muy pronto adelantaron al errante. Su intención era pescar al humano como si fuese un gran pez.

Al sentirse acorralado, Miles descargó todas las flechas que le quedaban directamente sobre las mantis. En un combate cuerpo a cuerpo, el guerrero prefería vérselas con hombres antes que con esos insectos monstruosos. Sin embargo, en esta ocasión no tuvo tanta fortuna; bien por las prisas o porque estorbaban las redes para hacer puntería, ningún proyectil se clavó en el blanco. Todos rebotaron en las corazas de los insectos. El guerrero arrojó entonces la ballesta contra la cabeza de uno de sus atacantes, para desestabilizarlo, y asestó un espadazo a las cuerdas del enorme retel que portaban, abriendo un agujero en la malla. Pero ya no pudo escapar.

Los enanos con se habían dado cuenta de que el guerrero moreno era un objetivo muy peligroso, con el que tendrían que emplear todas sus armas y eso hacían. Usaron a los insectos para rodearlo, con sus patas aserradas y sus corazas duras de cangrejo. Lo habían escogido como primer plato de caza, dejando de lado a los demás, aunque no se daban prisa. No necesitaban apresurarse en su opinión.

Poco a poco fueron formando una tenaza,

Al mismo tiempo, el guerrero retrocedía de espaldas hacia tierra firme, buscando un terreno más favorable para defenderse, sin dejarse atrapar por el arpón de las patas espinadas. Fuera del río, sus piernas ganarían mayor libertad de movimientos y el talud le protegería la retaguardia.

Sus compañeros de fuga observaban de lejos con temor la escena. Se habían parado para mirar, en lugar de aprovechar la ventaja para poner tierra por medio.

—¡Yo voy a ayudarle! —resolvió de pronto Nika, con la inconsciencia y el arrojo propios de su edad.

—¿Estás loca? Ha dicho que nos marchemos —chilló Javier. Pero ella se había puesto ya en marcha.

El Ad-whar no podría resistir solo, eso decía mientras caminaba decidida a contracorriente.

Contagiado por su valor, Javier sacó también su espada y la siguió. Finis intentó detenerlos, en vano. Lo que pretendían era muy peligroso, pero Javier y Nika ya volvían sobre sus pasos, sin escucharla, y ella finalmente echó a correr detrás con cara de fatalidad.

En los planes de Nika no entraba entablar un combate cuerpo a cuerpo con los hombres lagarto. Solo quería distraerlos para que Miles pudiera escapar. Cuando estuvo lo bastante cerca, se parapetó tras una roca y comenzó a arrojar piedras sobre sus perseguidores intentando hacer puntería. Sus amigos la imitaron.

La inesperada lluvia de proyectiles sorprendió a los pigmeos que tuvieron que apartarse para eludirlas. El Ad-whar aprovechó entonces el desconcierto para lanzar una veloz embestida y salir del círculo en el que pretendían encerrarlo. Se abrió paso a golpes de espada y corrió hacia sus compañeros de fuga. Juntos continuaron después la huida.

El chapoteo de sus pies corriendo por el agua se mezclaba con el griterío espeluznante de los cazadores que se rehacían y les perseguían con voluntad implacable.

El terreno resbaladizo entorpecía el desplazamiento de aquellas bestias zancudas, que caminaban por el lecho pedregoso del río como señoritas remilgadas. Pero el olor de la sangre fresca las había soliviantado. Quizá por eso hacían percutir sus picos duros produciendo un claqueteo repulsivo.

Avanzar por el centro de la corriente les permitió ganar unos metros a los que huían. El agua les empujaba y los llevaba consigo, casi flotando. El Ad-whar iba el último, haciendo de escudo, mientras gritaba a voz en cuello:

—Hacia el río. ¡DEPRISA!

Pero cómo… ¿El río no era esto?, se preguntaron los más jóvenes.

Pronto descubrirían que esa torrentera era solo el afluente de otro cauce mayor. La desembocadura estaba muy cerca. De hecho, ya se escuchaba un sonido clamoroso y creciente delante de ellos, el de una corriente caudalosa que llegó como música celestial hasta sus oídos.

Rozaron la salvación con la punta de los dedos. Pero los pigmeos tenían muchas estratagemas para atrapar a sus víctimas y los territorios salvajes como aquel constituían su hábitat natural.

Dos insectos vinieron dando saltos por la orilla derecha. Sus jinetes cargaban con unas redes de malla con boleadoras que lanzaron a distancia sobre las dos chicas en fuga. El caso es que Nika y Finis se vieron de pronto atrapadas dentro de la red, tropezaron y cayeron juntas. Manotearon entre chapuzones para zafarse de las cuerdas y bolas, sin resultado. Cuando Miles quiso acercarse a liberarlas, una de aquellas mantis se interpuso y su jinete le cerró el paso mientras otro golpeaba en la cabeza de las prisioneras con el tacón de su lanza, dejándolas inconscientes. Después echaron mano a otra red boleadora y dirigieron sus monturas hacia el guerrero con el propósito evidente de cazarlo del mismo modo. Los de las orillas disparaban dardos para apoyar a sus compinches.

Poco podía hacer ya Miles, con su espada, para contenerlos. El combate estaba perdido y las damas no se levantaban.

Así que el guerrero agarró rudamente a Javier por la capucha de la sudadera y tiró de él con fuerza, arrastrándolo río abajo, lejos de la contienda. El muchacho quiso zafarse, pero no le sirvió de nada.

—¿Qué haces? No podemos abandonarlas así… ¡Tenemos que salvarlas! —gritó, exasperado. No es que quisiera luchar con aquellos monstruos. ¡Esa idea le aterraba! Pero se resistía a abandonar a las únicas personas amigas que conocía en ese mundo, las únicas con las que podía tener un objetivo en común, salir de allí.

—¡Es inútil! —sentenció el errante tirando con más energías de él.

Llevaba al chico a rastras mientras huía, con el agua ya por la cintura. Sus músculos y tendones de atleta acusaban el esfuerzo y se le marcaban claramente, lo mismo que las venas del cuello.

Lograron ganar unos metros preciosos hacia la libertad porque sus perseguidores no se atrevían a entrar en esa parte estrecha del río, donde la corriente era ya demasiado rápida y las paredes de roca, demasiado altas.

Javier volvió a forcejear con el errante para intentar liberarse. Estaba furioso, creía que solo buscaba salvar su culo.

—¡Ahora, no! —contestó Miles con apremio. Había arrojado la capa contra la cara de uno de los perseguidores para cegarlo momentáneamente y quitarse un peso de encima. También había envainado su espada mientras corría. Con la otra mano aferraba al chico y lo empujaba, obligándolo a caminar torrente abajo, quisiera o no. Para el niño esa huida era una traición.

—Pero, pero… ¡las matarán! —gritó desesperado.

—No. Ya lo has oído. ¡Las necesitan vivas! —Y añadió—: ¡No podremos salvarlas si nos hacen también prisioneros!

El muchacho pareció comprender al fin, porque la expresión de su cara cambió.

—Y ahora, si quieres salir de esta… ¡nada! —recomendó el guerrero lanzándole a lo más hondo del río de un empujón. Después se echó él mismo al agua, aferró el escudo de madera que flotaba sobre las olas y se dejó llevar por la corriente detrás del muchacho.

Desde ahí, el río se precipitaba por un cauce encajonado entre dos escarpaduras. Solo había una vía de escape, el mismo camino peligroso que seguía el agua.

El muchacho apenas podría recordar después los detalles del accidentado descenso por los rápidos y nunca se explicaría cómo había logrado salir vivo de aquel cañón. Pues la fuerza del agua lo arrastraba y más de una vez creyó que iba a morir estrellado contra una roca o ahogado en el torrente.

Un torbellino de olas y espuma arrastró consigo, impetuoso, a los dos fugitivos. Ellos solo podían luchar para mantenerse a flote. Atrás quedaron sus perseguidores.

Dos enanos montados en aquellas mantis negras les habían seguido tenazmente por la parte alta del acantilado, pero tuvieron que frenar la carrera al llegar al borde de una cortadura. Ahora contemplaban coléricos cómo el río les arrebataba a unas presas que ya consideraban suyas.

Viendo el giro que tomaba aquella fuga, los endiablados jinetes consideraron más prudente desistir de su empeño. Si no se ahogaban en esas aguas revueltas, tarde o temprano los humanos tendrían que regresar a tierra firme —eso lo sabían sus perseguidores— y entonces los cazarían; les harían pagar cara su huida, sobre todo a aquel tipo de la ballesta; harían que los insectos se comieran sus ojos para torturarlo. Eso mascullaban, furiosos.

Lo último que vieron los perseguidores fueron dos cabezas, una rubia y otra morena, flotando junto a un tronco a la deriva, mientras se alejaban barranco abajo a lomos de la tempestuosa corriente. Poco después, el tronco desapareció también de la vista de los cazadores en la lejanía.

El medallón misterioso

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