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LA PERSECUCIÓN

Javier descubrió muy pronto la cruda realidad que se escondía detrás de la promesa del guerrero.

Las caminatas de los días anteriores resultaron paseos domingueros en comparación con el feroz galope que emprendió el errante por peñascales abruptos y bosquetes sin sendas, insensible al dolor e indiferente ante los obstáculos. La maleza crecía espesa allí por donde pasaban, era imposible soslayarla. En ocasiones formaban muros que debían franquear a golpes de hacha abriendo brecha mientras las espinas de algunas zarzas les arañaban sin piedad. Eso retrasaba su avance pues no siempre era posible dar un rodeo. Las zonas con matorrales se alternaban con otras más boscosas. Miles apartaba las ramas con el brazo, sin dejar de caminar ni un segundo. Javier le seguía de cerca aprovechando la senda que había abierto el guerrero y así se evitaba problemas.

De ese modo desanduvieron, a marchas forzadas, parte del camino que antes habían recorrido por el río a lomos de la corriente. No bordearon la orilla, como el chico pensaba que harían, sino que siguieron un camino paralelo, remontando el curso del torrente a una distancia prudencial. El guerrero pretendía ocultar así sus huellas en la espesura. Pero de eso se daría cuenta Javier mucho más tarde.

Llevarían recorridos unos dos kilómetros, cuando el hombre frenó en seco la marcha.

—¡Nos detendremos aquí!

Y, en efecto, se quedó parado como si de pronto le sobrara todo el tiempo del mundo.

Habían llegado junto a un altozano soleado y rodeado de espinos desde el que se veía perfectamente el curso del río durante un buen trecho. Javier comprobó jadeando que ese no era el lugar del que habían partido. Ni siquiera habían llegado al punto donde se juntaban los dos ríos. Todavía debía quedar un buen trecho hasta regresar al punto de partida donde habían dejado abandonadas a sus compañeras, en manos de aquellos demonios horribles.

—¿Por qué nos paramos? No podemos detenernos ahora —exclamó el chico en un tono apremiante inusual en él. Pero es que la carrera entre la maleza le había irritado e insuflado a la vez un ardor combativo.

—¿Por qué no?

—¡Tú mismo has dicho antes que había que darse prisa si queríamos salvarlas!

—Tal vez haya cambiado de idea —respondió Miles, levantando una ceja ante la mirada imperiosa del muchacho. Parecía que le divertía esa actitud.

—Pero... pero... ¡no puedes cambiar de opinión así como así! —insistió Javier, desconcertado por su cambio de planes y a la vez furioso. Aquella situación empezaba a desbordarlo y no sabía cómo reaccionar—. ¡Están en peligro! Tú mismo has dicho que...

—¡Ahora digo que nos paramos aquí! —El guerrero cortó bruscamente sus comentarios, sin gastar saliva en explicaciones. Acto seguido, se puso en cuclillas y se dedicó a analizar el terreno que les rodeaba.

El chico malinterpretó su gesto. Pensó que había perdido interés por la persecución, que se desentendía definitivamente de sus amigas. Y sintió rabia y temor también ante la idea de tener que continuar solo. Pero en lugar de decirlo con sinceridad, estiró el cuello y exclamó:

—¡Ya veo! Eres un rajado. Entonces, ¿no te importa lo que les pase a Finis y a Nika?

—¿Y por qué habría de importarme? —preguntó el Ad-whar con voz cargada de intención—. ¿O por qué tienes que importarme tú? Que yo sepa, no somos «colegas».

Lo subrayaba con mayor intención todavía.

El chico se quedó parado ante semejante análisis, cruel y despiadado, de la situación.

—No debería sorprenderte lo que hago. Sería de tontos querer jugarse la vida por unos forasteros desconocidos como vosotros. Y tú ya sabes que soy un cabrón con cara de cemento, ¿no es así? —recalcó el hombre, impasible.

El rostro de Javier enrojeció intensamente al darse cuenta de que el errante repetía algunos de los calificativos y frases que Nika y él habían empleado horas antes refiriéndose al guerrero, cuando creían que este no podía oírles. Era evidente, por el retintín, que Miles sí había escuchado esos comentarios y ahora los volvía en contra suya. ¿Por qué habrían dicho esas tonterías?, pensó con desesperación.

Bajó la cara avergonzado. No tenía argumentos para su defensa. Pero había un hecho que no podía soslayar, Nika y Finisterre estaban en algún lugar de aquel extraño mundo y él no podía dejarlas abandonadas allí. Debía encontrarlas como fuese, para poder regresar todos juntos a casa.

—¡Está bien! Iré solo —dijo al fin, arrastrando con cansancio las palabras. E hizo ademán de continuar andando.

El guerrero Ad-whar se encogió de hombros con indiferencia.

—¡Adelante! —le animó, con la misma ironía dura—. Puedes continuar solo si te empeñas... Y lo más probable es que entonces también tenga que sacarte a ti de las garras de los darkos. En el caso de que no te hayan matado antes, claro.

Javi se detuvo temeroso.

—¿Por qué dices eso? —preguntó con recelo. Quería creer que Miles simplemente pretendía asustarle, pero en su interior algo le decía que tras las palabras del errante había una razón y eso le puso más nervioso. Era inútil disimular. Seguro que ese tipo adusto se daba cuenta de cómo le temblaban las piernas.

Si lo veía, Miles no dijo nada al respecto. En cambio, avisó:

—Los darkos jamás dejan escapar una presa. Ahora mismo, algunos de ellos estarán bajando por el río en nuestra dirección, rastreando a conciencia las orillas para encontrarnos. Al menos, eso es lo que haría yo en su lugar. Y calculo que no tardarán mucho en llegar aquí con alguna de sus bestias. Aparecerán de un momento a otro...

La idea de que una de aquellas mantis gigantes pudiera estar cerca hizo que Javier se agachara de inmediato y mirara a su alrededor intranquilo. Intentó controlarse y pensar.

—¿Quieres decir que…? Bueno, ¿no estás pensando en abandonarnos? —inquirió.

El guerrero había terminado su examen visual. Tomó un puñado de arena suelta del suelo y la dejó caer desde lo alto observando la dirección hacia donde la llevaba el viento. Y mientras caía la arena, hizo un único comentario:

—¡Yo no soy de los que abandonan!

No se molestó en mirar al chico mientras lo decía. Y, por tanto, no reparó en el rubor intenso que cubrió de golpe su cara. Porque Javier sí había pensado en abandonar, durante la galopada que les había llevado hasta ese punto. Había mirado muchas veces la pulsera digital que portaba en su muñeca, tentado de apretar el resorte que le teletransportaría fuera de ese planeta, solo para escapar de allí. Lo único que le había contenido era pensar que en la estación de las estrellas estaría solo y aquí, al menos, tenía compañía.

¿Acaso aquel tipo podía leer también sus pensamientos? No era posible, se dijo sacudiendo la cabeza. Tragó saliva de todos modos e intentó concentrarse en el verdadero problema.

—Podríamos dar un rodeo para despistarlos... —sugirió bajando la voz, con un carraspeo incómodo.

El guerrero negó con la cabeza.

—Sería peor. Los tendríamos a nuestras espaldas y ya no sabríamos dónde ni cuándo vendrían a atacarnos. Prefiero esperarlos donde yo pueda verlos venir —masculló.

Después de su inspección ocular, volvió a ponerse en movimiento. Había encontrado el punto idóneo para tender una emboscada y Javier le siguió como un cordero, con la cabeza gacha. Se dirigieron a grandes pasos hacia un promontorio rocoso y cubierto de matorrales que sobresalía por encima del torrente. Desde aquella posición, se dominaban las dos orillas del río en un amplio tramo y contaban con vegetación y rocas suficientes para ocultarse. Una senda de animales bajaba de allí hasta la hondonada en cuyo fondo bramaba con fuerza la corriente.

—No tenemos mucho tiempo —advirtió el hombre cuando se apostaron entre los matorrales.

A continuación, le dio unas instrucciones rápidas sobre lo que debía y no debía hacer. Hablaba con perfecta calma, como si no hubieran discutido los dos cinco minutos antes.

—Cuando lleguen los darkos, obsérvalos; estudia cómo se mueven... pero no dejes que ellos te vean. ¡No levantes la cabeza del suelo o te descubrirán! Esos condenados tienen una vista muy aguda. Espía a través del ramaje y te confundirás con las hojas. No te muevas del sitio, ¡ni pestañees!, salvo que yo te lo diga. Y cuando tengas que hacerlo, arrástrate como una culebra, en silencio, sin aplastar ninguna rama y tan despacio como puedas. Al menor ruido, al menor chasquido, los tendremos encima.

El muchacho asintió para hacerle ver que comprendía.

—¡Bien! Vendrán por separado para cubrir más terreno, uno por cada orilla, y probablemente les acompañarán algunas de sus bestias, que son su olfato, sus ojos y sus oídos más agudos. ¡Ojo con esos bichos! Tendrás que convertirte en una estatua cuando lleguen, ¿entiendes? ¡Ante todo, no te descubras! —Después le advirtió—: Estate atento a todos mis gestos y señales porque no hablaré...

El guerrero no estaba seguro de que Javier pudiera hacerlo bien. Era muy joven y a todas luces demasiado inexperto, pero no le quedaba más remedio que confiar. De todos modos, tenía un presentimiento sobre aquel muchacho. La intuición de que bajo aquella apariencia exterior de niño mimado había una roca firme. Y a Miles nunca le había fallado su instinto; desde que levantaba cuatro palmos y era un mocoso, un soldadito de la Centuria, siempre había sabido calibrar a las personas, tenía ese don. Así que echó un último vistazo sobre el chico y luego, definitivamente, fijó sus ojos en el río.

Después de aquella última y perentoria recomendación, los dos guardaron silencio y esperaron tensos, con los cuerpos aplastados contra la tierra.

Fue Miles quien los vio llegar primero y tuvo que mostrárselos al muchacho, que no acertaba a distinguirlos a través del follaje. Con su piel de serpiente y su escaso tamaño, los darkos pasaban fácilmente desapercibidos entre los árboles de la ribera.

Una vez más, Javier se admiró de la exactitud de cálculo del Ad-whar. Había dicho que no tardarían en aparecer y, en efecto, así había sido. Y lo hacían divididos en dos grupos tal y como él había previsto. Eran dos reptilianos y les acompañaba tan solo una skrug. Un insecto tan grande como un caballo y estilizado como una jirafa, con patas largas como zancos, ojos saltones de celdillas múltiples y recubierto por una coraza queratinosa negra ribeteada con puntos rojos fosfóreos que emitían destellos bajo las sombras del bosque. Un depredador de mandíbulas temibles.

Habían sufrido bajas importantes durante su combate con el Ad-whar y supusieron que por ese motivo no habrían podido desplazar más efectivos en su persecución. O tal vez contaban con que el río se hubiera tragado a los dos fugitivos y no tenían miedo de sufrir una emboscada.

Cada pigmeo recorría una orilla con una lanza en la mano, examinando meticulosamente cada palmo del terreno con sus ojillos de pupila vertical, mientras la mantis gigante olfateaba el aire en todas las direcciones llevado de las riendas por uno de los darkos.

El muchacho se dio cuenta entonces de que tampoco el lugar de la emboscada había sido elegido al azar por Miles. El río en aquel punto formaba un oportuno meandro. El recorrido era más largo para uno de los rastreadores, el que estaba en el lado opuesto, por lo que pronto se quedó más rezagado. La propia curva y la densa vegetación de las orillas harían que los perseguidores se perdieran de vista entre sí durante unos minutos, si se descuidaban. Y eso era lo que el guerrero había buscado.

—Vamos a tener suerte, después de todo... —susurró Miles para sí mismo, de un modo casi imperceptible. Lo decía porque el primer pigmeo llegaba por su lado del río mucho más adelantado y venía solo. La skrug rastreaba la otra orilla acompañando al segundo de los reptilianos El errante hizo una seña a su compañero para que permaneciera quieto y luego se alejó con el sigilo de una pantera, empuñando tan solo su cuchillo.

A Javier se le hizo eterno el tiempo que tuvo que permanecer inmóvil. Intentó estudiar a sus enemigos, como Miles le había indicado, pero resultaba difícil hacerlo y permanecer aplastado a la vez entre la maleza. Sus figuras aparecían y desaparecían entre la densa vegetación de las orillas, por lo que a duras penas lograba verles más de unos segundos seguidos. Aun así pudo advertir que tenían un modo peculiar de moverse sobre sus piernas dobladas de alambre, con un andar nervioso y encorvado. Para dar un paso, levantaban primero la rodilla huesuda y después adelantaban el pie mientras descargaban el peso del cuerpo en la otra pierna igual que haría un mono. Y al inclinarse para examinar el suelo abrían las rodillas como los sapos y adelantaban la cara de pez abisal en actitud de alerta mirando alternativamente las huellas y el bosque. Pocas cosas lograrían escapar a la estrecha vigilancia de aquellos ojillos ávidos de lagarto. Cuando un par de ellos se clavó en los arbustos de su promontorio, Javi aplastó aún más su cuerpo contra la tierra y hundió la cabeza en las raíces del boj que le cubría, quedándose tan quieto como pudo.

Cuando menos lo esperaba, Miles se deslizó a su lado de improviso y al ver su cara de susto, se llevó el dedo a los labios para pedirle silencio. Su mano derecha todavía empuñaba el cuchillo, ahora manchado por un líquido oscuro, y con su mano izquierda arrastraba cuidadosamente un fardo de pieles que dejó caer junto al chico. También traía un arco rudimentario y un haz de flechas. Eran las pertenencias que había arrancado al primero de los darkos, después de degollarlo bajo los árboles sin dejarle proferir ni un suspiro.

Mediante mímica, el guerrero ordenó a Javier que se pusiera aquellas ropas. Eran los andrajos más pestilentes y asquerosos que había visto en su vida. Sin embargo, por sus gestos comprendió lo que pretendía Miles con aquel disfraz, que él sustituyera al darko muerto al menos durante el tiempo suficiente para engañar al pigmeo que aún seguía vivo.

Tragó saliva con repugnancia, pero accedió. El Ad-whar le ayudó a esconder su rostro y su pelo castaño bajo el capuchón de pieles.

—No te acerques a la orilla. Camina entre matas... Actúa como ellos... —le siseó al oído en un susurro casi inaudible. Él asintió.

Cuando estuvo preparado, el guerrero le hizo una señal afirmativa y Javier salió a gatas de su escondite con un nudo en el estómago, se alejó en silencio unos cuantos metros y luego, irguiéndose, inició la pantomima. No quiso mirar atrás, aunque sentía que los ojos de Miles le observaban. Empezó a andar encorvado, como un pigmeo, inclinando el cuerpo a un lado y otro, y examinando el suelo. De vez en cuando se agachaba como un sapo y fingía estudiar alguna piedra. Entonces dirigía miradas furtivas hacia el río, espiando los movimientos del otro lado.

Continuó así su fingido rastreo por un tiempo que no sabría precisar pero que le pareció eterno, hasta que oyó la voz áspera del pigmeo en la otra orilla. Al tercer grito comprendió que le llamaba a él, confundiéndole con su compañero muerto. Javier se había metido entre unos matorrales y el enano lo buscaba. Levantó un poco el brazo con la lanza por encima de la cabeza, para dejarse ver, y soltó un gruñido gutural, parecido a los de ellos, mientras calculaba de reojo los metros de distancia que le separaban de la skrug. El insecto dirigía sus ojos globosos y fríos hacia el muchacho, desde la orilla misma del torrente. «Demasiado cerca», pensó angustiado. En cualquier momento, esa horrible bestia cruzaría el cauce en dos brincos, se abalanzaría sobre su cuello, le clavaría las pinzas y le devoraría... Con las rodillas flojas, rezó para que el bicho no pudiera escuchar los acelerados latidos de su corazón y para que el Ad-whar llegara pronto en su auxilio.

Entretanto, Miles había reptado ribera arriba llevando consigo, además de su espada, el arco y las flechas del pigmeo muerto. Una vez fuera del alcance de la vista, se había introducido silenciosamente en el río y lo había atravesado hasta el otro lado del cauce donde había emergido, sin un solo chapoteo, bajo las sombras protectoras de los árboles. Se había arrastrado fuera del agua, gateando sobre las piedras como una lagartija, hasta alcanzar la protección de los matorrales más cercanos. Y una vez en tierra seca, se había desplazado velozmente, de árbol en árbol y por entre las rocas hasta encontrarse con la espalda de sus enemigos. Apenas había tardado unos minutos. Las salvajes figuras de la skrug y de su jinete se dibujaban a contraluz contra el torrente, muy nítidas, tal como se había propuesto. Se apostó tras una peña y preparó el arco y las flechas, de acuerdo con el plan que se había trazado.

Los cazadores se habían convertido, sin saberlo, en la presa.

Tenía la bestia a tiro, pero no a su jinete, que se había apeado de la montura y desaparecía a intervalos irregulares entre la vegetación. Aguardó con paciencia a que se hiciera visible para asegurar el golpe. Quería abatirlos a los dos juntos. De repente el salvaje se irguió y lanzó una llamada desagradable en dirección a la figura cubierta de pieles que merodeaba al otro lado del río. El interpelado, sin levantar la cabeza, respondió con un gruñido que provocó una sonrisa divertida en el guerrero. El enano no se conformó, sin embargo. Algo extraño le había llamado la atención así que aprestó su arco y lanzó esta vez un grito airado, que erizó la cabeza de la skrug y le hizo entrechocar el pico con fuerza. Los dos, bestia y duende, se acercaban ahora a la orilla con sus armas, garras y colmillos preparados, examinando la sombra que se agazapaba al otro lado.

El Ad-whar comprendió que no podía demorarse más. Apuntó, tensó al máximo la cuerda, la soltó y la flecha salió disparada, silbando, para clavarse profunda y certeramente en el ojo del insecto que se desplomó con un chillido estridente de dolor. Su amo, al verlo malherido, buscó alarmado al misterioso autor de aquel ataque mientras se desplazaba con rapidez hasta el cobijo de una roca. Gruñía mostrando sus dientes afilados como un animal. Quienquiera que fuera su atacante, no le daría facilidades para que practicara el tiro al blanco con él.

El salvaje soltó de pronto un alarido de rabia porque desde su nuevo emplazamiento podía ver perfectamente el rostro de Javier, disfrazado con las pieles de uno de los suyos. El muchacho se había puesto de pie para ver mejor y estaba inmóvil, paralizado por los acontecimientos. Había visto caer a la skrug pero no sabía de dónde provenía la flecha y la rapidez de reflejos del darko le había pillado desprevenido hasta el punto de que había olvidado seguir los consejos de Miles. El reptiliano levantó con ferocidad su arco en dirección al chico, dispuesto a acabar con él. Pero antes de que pudiera disparar, otra flecha distinta cruzó el aire, voló hasta su pecho y le atravesó de parte a parte sin que el duende con boca de pez pudiera determinar su origen. Cayó de espaldas y ya no volvió a levantarse. El Ad-whar se había movido deprisa hasta una nueva atalaya y, en cuanto el darko se le había puesto a tiro, había disparado su propio arco sin la menor vacilación. En el instante justo.

Con un tercer dardo remató definitivamente al insecto, que se despatarró boca arriba como un saltamontes pinchado con alfileres, ante los ojos atónitos de Javier.

El guerrero se alzó de su escondite y bajó a saltos, corriendo, hasta la orilla. El segundo pigmeo aún boqueaba y miró a su enemigo rabioso. Este se inclinó sobre él y, apuntándole con su espada sin la menor piedad, le espetó:

—¿Por qué nos perseguís? ¿Quién te paga?

El pigmeo contestó con voz ronca:

—¡Date por muerto, errante!… Tú y la bruja de cabellos rojos… estáis muertos…

—¿Quién nos busca? —insistió Miles, con urgencia furiosa.

—El nigromante… —El reptiliano se atragantó con su propia saliva y chasqueó la lengua dentro de su enorme boca dentuda.

—¿¡El nigromante de Megisto!? ¿Te refieres a Tenebris? —dijo el hombre. Y añadió—: ¿Para qué nos busca?

—El nigromante… Es muy poderoso… Juo, juo, juo…

—¿Qué quiere Tenebris de la mujer?

—Estás muerto, errante, juo juo juo… —repitió el darko con un gorgoteo agonizante. Levantó velozmente el brazo y agarró a Miles por la pantorrilla, clavándole con odio sus uñas negras y afiladas de cuchillo con las últimas fuerzas que le quedaban. Él reaccionó levantando la espada y de un tajo le cortó el cuello. Se cercioró de que estaba bien muerto. Luego se apartó sin examinarse siquiera la pierna, tenía otras cosas más urgentes que hacer.

El darko se había apropiado del escudo del errante, que había encontrado durante su rastreo abandonado en una de las orillas y desde entonces lo llevaba encima. Miles lo recuperó ahora con satisfacción. Recuperó también una por una las valiosas flechas que había lanzado, arrancándolas de un tirón de las bestias. Las limpió en las propias ropas del enano caído y las guardó en el carcaj. También se apropió de las flechas del darko, por si le servían más adelante. Pronto terminó la inspección. El resto de los pertrechos carecían de interés, así que dejó abandonados los cadáveres donde habían caído y volvió a vadear las aguas para reunirse en la orilla opuesta con Javier sin mirar más los cuerpos de sus enemigos.

El muchacho le aguardaba al otro lado, con horrorizada estupefacción. Aún no se había quitado las pieles de darko, ni el casco con las plumas de la cabeza, y todavía llevaba su espada pegada a la mano. Parecía una estatua.

—Ha resultado más fácil de lo que esperaba... —empezó a decir el guerrero al trepar por la orilla. Se interrumpió al ver la expresión del niño—. ¿Qué ocurre?

—¿Por qué has hecho eso? —le preguntó a su vez con brusquedad el muchacho, sin poderlo remediar. Algunas de sus costumbres le parecían bárbaras e inconcebibles.

El guerrero se extrañó por la pregunta, hasta que comprendió el motivo de su enfado. Ceñudo, explicó:

—Antes de dar la espalda a un enemigo como ese, hay que cerciorarse de que está bien muerto. Y tampoco conviene dejar atrás cosas que a él no le van a hacer falta y tú puedes necesitar. Ya lo sabes.

A Javier no le convencían sus razones. Le repugnaba el ensañamiento de esas muertes. Le repugnaba robar a los muertos y, más aún, tener que usar sus ropas manchadas de sangre fresca. Estuvo a punto de expresar una nueva crítica, pero se contuvo, quien sabe si por educación o por prudencia. En lugar de hablar, comenzó a desprenderse de las odiosas vestimentas que se había visto obligado a llevar encima y las fue arrojando con asco a sus pies.

El guerrero intentó impedírselo:

—¡Consérvalo! El peto, al menos. Está hecho con piel dura de serpiente de los pantanos y va forrado con anillas de hierro. ¡Te protegerá! —Como el muchacho no le hacía caso, levantó más el tono y le soltó feroz—: No es una sugerencia. ¡Es una orden!

El chico tuvo que obedecer y volver a colocarse el peto, muy a su pesar. Miles recogió el capacete de hierro que el muchacho había arrojado al suelo y se lo puso también sobre la cabeza, con fuerza, después de quitarle las plumas. Con ese casco y la tela anudada alrededor de la frente mostraba un aspecto curioso, también más combativo; sus amigas se habrían echado a reír al verlo, pero ahora no estaban con ellos y Javier no tenía humor para reír.

—Tendrás que acostumbrarte, «niñato». —El Ad-whar usaba intencionadamente el odioso apelativo que Nika le dedicaba a veces—. A esto y a mucho más, mientras sigas a mi lado... ¡Ya no te encuentras en las faldas de tu dulce madre! Y si esto no es el infierno, no le falta mucho, te lo aseguro.

Se sacudió el barro de las botas y exclamó con cara de tormenta:

—¡Sigamos! Aún no hemos terminado el trabajo.

Un violento escalofrío recorrió la columna vertebral del chico. La tenacidad del guerrero le parecía admirable y terrible a la vez. Daba auténtico miedo.

Estaba empapado, fatigado y herido en el brazo, pero continuaba adelante con tal determinación que Javier sintió lástima por sus enemigos. Le invadió además un profundo desaliento que no se paró a analizar. En el fondo era cansancio, pero también el temor o más bien la certeza de no estar a la altura de lo que se esperaba de él.

No tuvo demasiado tiempo para compadecerse de sí mismo, porque su compañero echó a andar de nuevo y le obligó a seguirlo a trote largo.

Mientras retomaban el sendero, río arriba, Miles lo examinó de reojo sin que se diera cuenta. Había que reconocer que el muchacho empezaba a sacar por fin algo de rasmia, pensó satisfecho para sus adentros. Tenía un aspecto bastante bronco, no solo debido al barro que le cubría, ni por las ropas de cuero y hierro que le tapaban casi hasta las cejas, sino más bien por su actitud. Caminaba con expresión reconcentrada y con los puños firmemente apretados. Estaba dejando de ser el chico inseguro de su primer encuentro y empezaba a mostrar su verdadero carácter. Tenía espíritu, madera de luchador.

Una sana dosis de mal genio era algo que Miles podía comprender y manejar. Lo prefería mil veces a la apatía o la pereza. Porque en su opinión, si algo le faltaba a aquel chaval era un poco más de mordiente. La rabia que ahora veía asomar en él le vendría bien más adelante, le daría fuerzas adicionales para llevar a cabo la tarea que les aguardaba. Por su parte, solo tenía que mantener encendida aquella rabia para que pudiera servir al muchacho de acicate cuando llegara el momento.

Ninguno de los dos sabía que, varios kilómetros torrente arriba, los otros darkos huían por el monte arrastrando consigo a sus compañeras de viaje.

El medallón misterioso

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