Читать книгу El medallón misterioso - Belén A.L. Yoldi - Страница 12

Оглавление
LA HUIDA

En cuestión de minutos, una corriente de aguas turbulentas que bajaba de las montañas arrastró a los dos perseguidos muy lejos de los duendes con piel de lagarto y de sus endiabladas monturas, a una velocidad de vértigo. Para Javier Goñi, aquel descenso a tumba abierta por las aguas bravas de un río perdido en la frontera de Aerne-Gorothia sería una travesía de infarto que jamás olvidaría.

Las aguas se precipitaban tumultuosas por una escala natural de piedra. La fuerza del oleaje les sumergía a Miles y a él dejándoles casi sin respiración. Les zarandeaba como si fueran muñecos y les arrastraba barranco abajo. Ellos braceaban desesperados entre olas rugientes de espuma. Pero todos sus esfuerzos por mantenerse a flote resultaban pequeños ante la fuerza elemental de aquel torrente.

Miles tropezó en su accidentada travesía con un tronco que navegaba a la deriva y se aferró a él. Lanzó un grito de aviso a su compañero, pero el fragor de la corriente ahogaba su voz. Así que, aprovechando un golpe de ola, el guerrero Ad-whar pataleó, estiró el brazo todo cuanto pudo y consiguió enganchar al muchacho por la ropa, luego lo atrajo de un tirón hacia él. «¡Agárrate!», chilló. Para Javier fue un alivio encontrarse con aquel inesperado salvavidas, porque estaba a punto de sucumbir.

El tronco les sirvió de ariete y de flotador a la vez durante el descenso, y salvó sus vidas. A cada choque con las rocas saltaba una lluvia de astillas y toda la madera temblaba, pero el tronco seguía adelante sorteando los escollos y cabalgaba sobre las olas salvajes con los dos fugitivos aferrados a su cintura.

Por fin las paredes de la montaña se abrieron. Parecía que su azaroso descenso iba a acabar. Sin embargo, al final del barranco les esperaba un último salto, el más peligroso, una caída hasta un remolino donde el torrente se reunía con su hermano mayor, un río caudaloso de montaña que bajaba crecido por la tormenta del día anterior.

Los dos se zambulleron a la vez en la poza. La fuerza del remolino tiraba de ellos violentamente hacia abajo en medio de un hervidero de burbujas que les impedía respirar. Por suerte, su milagroso salvavidas de madera logró salir a la superficie arrastrando a los dos náufragos consigo.

Sacaron la cabeza con ansia buscando el aire que les faltaba, patalearon y se aferraron con más fuerza al madero que, tras unas vacilaciones, continuó su camino corriente abajo por el cauce de un río ancho y profundo. Y ellos nadaron agarrados al tronco.

Un kilómetro y medio más abajo, aproximadamente, el terreno se allanaba y las aguas dejaron de rugir. La furia del río se fue aquietando. Ellos probaron a dirigir el tronco hacia remansos más tranquilos. Pataleando y remando con un brazo, llegaron hasta una zona donde las aguas se desbordaban mansamente inundando la ribera. Solo entonces, al hacer pie, los dos fugitivos se atrevieron a abandonar su salvavidas y caminaron juntos hasta la orilla más cercana.

Primero Javier y detrás suyo el hombre, los dos salieron del río con pasos tambaleantes, chorreando, tosiendo y vomitando un agua turbia con sabor a barro.

El chico se dejó caer aturdido sobre un trozo de terreno seco nada más pisar la orilla, con respiración jadeante. A sus catorce años, era la primera vez que vivía una situación así, tan al límite, y en ese momento no deseaba protagonizar otra aventura semejante nunca más.

Confuso y mareado, no quería pensar en sus dos compañeras perdidas, en Mónica y Finisterre. No quería pensar en nada. Las sensaciones vividas en el accidentado descenso por aquel torrente embrutecido ocupaban toda su mente. Le dolían las piernas, los brazos, todo el cuerpo. Temblaba.

La ropa chirriada le pesaba tanto que enseguida se sacó a tirones el jersey y la camiseta y los arrojó sobre las piedras. Luego se tumbó boca arriba completamente agotado, sin fuerzas, vacío de todo.

Al contrario que él, Miles se quedó de pie con las piernas medio flexionadas, la cabeza hundida entre los hombros y las manos apoyadas sobre las rodillas. Inspiraba y expiraba el aire con repetida fruición, tan honda y profundamente como se lo permitían sus pulmones. Intentaba recuperar las fuerzas sin rendirse a la tentación fácil de tumbarse en la hierba.

Pronto se dejaron de escuchar sus toses y jadeos. En cuanto pudo respirar con normalidad, el guerrero Ad-whar se irguió en toda su estatura y procedió a examinar los alrededores con su vista aguda. Luego repasó las pertenencias que le quedaban. Había perdido parte de sus posesiones durante la lucha y en la huida posterior; le faltaban el escudo y la ballesta, también la capa. Pero aún tenía el hacha y el cuchillo de monte, y la daga a salvo dentro de su bota. Por supuesto conservaba la espada, jamás se separaba de ella. La desenvainó y examinó la rectitud de la hoja. Pasó el dedo con suavidad por el filo y comprobó, satisfecho, que ningún golpe la había mellado; luego batió el aire con su hoja para pulsar su equilibrio antes de devolverla a la funda y depositarla cuidadosamente sobre la hierba.

Sus movimientos hicieron que Javier despertara de su letargo y abriera los ojos.

—¿Qué… qué eran esas ‘cosas’? —preguntó con un escalofrío aterrorizado. No hacía falta que describiera a las mantis gigantes para que el guerrero supiese de qué hablaba.

—Skrugs. ¡Los caballos del diablo! Son bestias de la Región de Penumbra. Unas depredadoras implacables.

—¿De la Región de Penumbra? —repitió el chico a lo tonto. Ignoraba qué lugar sería aquel—. ¿Y esos enanos horribles?

—¡Ellos son el diablo! —declaró el guerrero sin vacilar—. Reptilianos. Seres oscuros. ¡Darkos!, así los llaman. Una raza subhumana de caníbales y cazadores de cabezas.

El niño tragó saliva mientras el guerrero dirigía sus ojos pensativos hacia la montaña, aguas arriba.

—Es raro verlos por aquí. Muy raro… —Hablaba para sí mismo.

Conforme volvía a recuperar las fuerzas y también a recobrar la memoria de todo lo que había pasado, Javier sintió que una garra helada le apretaba el corazón. Cinco días atrás, él estaba tranquilamente de vacaciones en un campamento de verano en la Montaña Alavesa con pantalón corto, zapatillas deportivas y camiseta. Habían ido de excursión por la tarde al despoblado de Ochate incitados por uno de sus monitores, Mikel, que era un friki de Cuarto Milenio y un cazador de misterios, como a él le gustaba decir. Habían ido hasta el pueblo maldito de Ochate, que en la lengua vasca significaba «puerta del frío», por la fama que tenía de avistamientos de ovnis. Y he aquí que de pronto se había formado aquella niebla extraña, cuando regresaban al autobús, y una columna de energía había caído sobre él cuando caminaba por el descampado con Mónica Ramos, esa bocazas, y con Finisterre, la mejor de las monitoras.

Por más vueltas que daba al asunto, no podía entenderlo. Cómo ellos tres habían podido ser abducidos por aquel flujo de energía, y habían aparecido de pronto en una plataforma del espacio delante de una máquina en forma de rueda giratoria que, en realidad, era una puerta interdimensional que conducía a otros universos paralelos, planetas y mundos.

Y ahora estaban allí, en esa tierra desconocida y salvaje, en un reino feudal donde la gente se vestía y actuaba como si hubieran regresado a la Edad Media, rodeado de bárbaros y de bestias peligrosas que les acechaban. Un puñado de esas bestias les había perseguido a través de la montaña, para cazarlos como si fueran animales; habían capturado con redes a sus amigas Nika y Finisterre y él había tenido que escapar a nado por el río de aguas bravas en compañía de aquel sujeto moreno de ojos penetrantes, un guerrero Ad-whar con cara de malas pulgas y peor genio. Algo muy excitante para vivirlo a través de un videojuego, pero nada divertido, más bien angustioso, cuando uno se veía obligado a sufrirlo de verdad en sus carnes con todas las consecuencias.

Se tocó torpemente con los dedos un chichón que le había salido en la cabeza.

—¿Qué va a pasar con ellas, con Finis y Nika? ¿Qué crees que les harán esas cosas y... los darkos? —se atrevió a preguntar al fin, temiendo escuchar la respuesta.

—No las matarán, tranquilo. Tienen que entregarlas vivas a quienquiera que les haya pagado por cazarlas o no cobrarán la recompensa... Aun así, no las tratarán muy bien…

—Pero… pero… ¿por qué nos persiguen a nosotros?

El ceño de Miles se acentuó aún más. Por su frente cruzó una sombra.

—Eso me gustaría saber a mí también —murmuró pensativo. Después bajó la cabeza, miró de frente al muchacho y aclaró—: Ya os dije que soy un proscrito. Mi cabeza tiene un precio en Arn-Goroth que el rey pagará con gusto a cualquiera que se presente con esa cabeza en un saco. Os lo advertí. Pero además… ¡hay un hombre que me busca para matarme!... Alguien que con el tiempo se ha vuelto muy poderoso… con mercenarios a su servicio… ¡Yo también le persigo a él!, por eso he vuelto… Para cobrarle una deuda de sangre que tenemos pendiente, él y yo…

Hablaba entre jadeos, mientras se recuperaba del esfuerzo casi sobrehumano de aquella accidentada huida. Se paró unos segundos más para tomar aire, apoyado sobre las rodillas, y esperó a que su corazón dejara de latir a mil.

Luego reflexionó y dijo para sí:

—Pero es raro… —Él ya esperaba un ataque, sabía que sus enemigos intentarían interceptarlo a toda costa, tenderle una trampa. Lo esperaba, pero no tan pronto ni con esa clase de mercenarios—. Estamos en la frontera… No pueden haber enviado tan rápido, tan lejos a sus sicarios contra mí… Y esos darkos venían de las Tierras Ásperas…

De nuevo clavó sus pupilas aceradas en el chico extranjero con el que había compartido la ruta y al que había tenido que proteger durante los dos últimos días, desde que se habían tropezado con el broncotauro que él pretendía cazar en el Middle Umbra o Bosque Umbrío.

—Venían a por nosotros, por los cuatro… No solo me buscaban a mí… —razonó.

Alrededor de las botas del Ad-whar se había formado un gran charco y seguía chorreando agua, aunque a él eso parecía no importarle. Un poco más calmado y habiendo recuperado el resuello, por fin se puso en acción. Se despojó del peto de cuero y de la camisa, empapada, y examinó un tajo que le sangraba en el antebrazo izquierdo. Tenía un aspecto feo.

—¿¡Estás herido!? —exclamó entonces el chico, alarmado, sentándose de golpe.

—No es nada —le informó el hombre con indiferencia. Se enjugó la sangre, cogió un pellizco de barro fresco y unas hojas verdes cercanas, y se los aplicó sobre la herida. Luego se ató una pequeña venda alrededor del corte con un pedazo de tela arrancado de su propia camisa, para impedir que siguiera sangrando—. ¿Y tú? ¿Estás herido?

El muchacho se repasó bien; tenía moratones por todo el cuerpo e incluso los pantalones desgarrados, pero todos los huesos seguían en su sitio. Lo único digno de resaltar era el corte abultado en la frente que goteaba sangre sobre la ceja izquierda. Había tenido mucha suerte, sí. Su compañero le recomendó que se pusiera barro como había hecho él. En cuanto lo hizo, Miles apretó sin miramientos con el pulgar sobre la herida para cortar la hemorragia.

—Ay —se quejó el chico—, ¡ten más cuidado!

El guerrero no le hizo el menor caso. Rasgó otra tira de la tela de su camisa y se la tendió diciendo:

—¡Tápalo con esto! Las skrugs tienen un olfato del demonio. Pueden oler la sangre a distancia. Y si olfatearan la nuestra, estaríamos perdidos.

Miles volvió a ponerse el peto de cuero directamente sobre la piel, sin las mangas. Rasgó una parte de la camisa rota y se la guardó en el saco, luego hizo una bola con los restos manchados de sangre y la lanzó al río. Contempló cómo flotaba la tela sobre la corriente y, al alejarse, se hundía.

No solo el olfato, las skrugs también tenían el oído fino y sus ojos compuestos eran capaces de distinguir los objetos incluso en la oscuridad de la noche. Así que el guerrero siguió tomando sus precauciones. Esa orilla del río debía ser un abrevadero de animales porque se veían rastros de excrementos por doquier y Miles se restregó a conciencia los pantalones con un puñado de boñigas frescas que encontró.

—¿Nunca has visto a un animal revolcarse en los excrementos de otro para camuflarse y disfrazar su olor? ¿A un perro, a un zorro? —preguntó ante la cara de extrañeza del chico.

—Yo no tengo perro.

El Ad-whar movió la cabeza de un lado a otro con incredulidad, una vez más. Después amasó fango y algas de la orilla, y se cubrió con esa masa los brazos, la piel del rostro y los cabellos. Era un camuflaje perfecto para fundirse con el entorno. Hecho esto levantó de nuevo la cara manchada de barro hacia la montaña y estudió el terreno por el que habían venido. Durante unos segundos permaneció inmóvil escuchando, olfateando el aire como un animal.

Luego se volvió hacia el muchacho y clavó los ojos en él. Más que una mirada, era una orden muda. Por su actitud, Javier comprendió al fin que el guerrero se había preparado para volver a la lucha. Y que esperaba que el chico hiciera lo mismo.

Eso le hizo acordarse de sus compañeras de aventura. Tenían que rescatarlas. Debían encontrar a esos pigmeos, si querían salvar a las chicas. Según dijo Miles, no podían demorarse mucho o perderían sus oportunidades; cada segundo resultaba crucial.

No es que quisiera convertirse en un héroe por culpa de la Bocazas, precisamente. Habría preferido salir corriendo en dirección contraria. Pero aún le atraía menos la idea de quedarse solo en ese mundo extraño.

Así que se incorporó y, sin decir palabra, se cubrió él también el rostro y el cuerpo con barro. Con la banda de tela en la frente y el barro, ahora parecía un indio del salvaje oeste antes de una escaramuza. Torció el gesto y vaciló ante el montón de boñigas frescas; la idea de rebozarse en ellas no le seducía en absoluto; pero ante la orden categórica del errante —«¡hazlo!»— no tuvo elección. ¿Qué sería peor, revolcarse en mierda o terminar devorado por una de aquellas mantis gigantes? La mierda al menos se la podría quitar después con una buena ducha, se dijo para consolarse. Pinchó resignadamente un par de pegotes, lo más pequeños posibles, con la punta de un palo y se los aplicó con muchos escrúpulos en los bajos de la capa y en el pantalón. Tan lejos de su nariz como pudo.

Por fin procedió a revisar lo que llevaba encima, igual que había hecho Miles. Había logrado a duras penas conservar la espada con su funda y ahora se alegró por ello, pero decidió no ponerse el jersey mojado ni tampoco la camiseta, le estorbaban más que otra cosa. Enroscó juntas las dos prendas y se las colgó de la cintura anudándolas por las mangas del jersey. Solo tardó un minuto.

El guerrero aprobó el camuflaje de Javier con un asentimiento de cabeza y, clavando la vista río arriba, exclamó en tono duro y resuelto:

—¡Es hora de salir de caza! Y desde ahora te digo que ¡no habrá tregua! ¡No, hasta que las encontremos a ellas! ¡No, hasta que la última de esas bestias caiga!

Las dos cosas parecían ir unidas en sus pensamientos.

El medallón misterioso

Подняться наверх