Читать книгу El medallón misterioso - Belén A.L. Yoldi - Страница 11

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UN MALDESPERTAR

Mientras Javier y Miles todavía luchaban por salir del río, Nika había despertado con un fuerte dolor de cabeza. Se encontró tirada sobre unas piedras y rodeada por los rostros más feroces y horripilantes que había visto en su vida. Unos rostros escamosos y lampiños de pez abisal, con barbillas salientes, pómulos marcados y frentes en retroceso. Sus ojillos eran pequeños como botones de camisa, con pupilas verticales de serpiente, y sus bocas sin labios eran por el contrario enormes, abiertas de lado a lado de la cara. Unas bocas que dejaban al aire dos filas de dientes de aguja, largos y curvos, con colmillos sobresalientes que al juntarse producían un chasquido siniestro. En cambio, no tenían narices ni orejas, al menos visibles, solo se veían dos pequeños orificios sobre la boca para respirar y unas ranuras oblicuas a los lados de la cabeza protegidas por una especie de aleta de pez y por un pliegue móvil de la piel. Una cresta aserrada y cartilaginosa, que recordaba a la aleta dorsal de algunos reptiles, les recorría el cráneo desde mitad de la frente hasta la nuca. Estaban cubiertos de escamas y tenían dedos largos de lagarto, aunque caminaban erguidos y mostraban la inteligencia de un ser humano primitivo.

Parecían el producto de una mente calenturienta. Un cruce imposible entre hombre, pez abisal y reptil.

Al principio no se dieron cuenta de que la prisionera había despertado.

Espiando a través de las pestañas, Nika contó hasta cuatro de aquellos lagartos duendes. Se golpeaban furiosos las corazas que les cubrían, hechas con cuero y pieles de animales, y esgrimían unas armas toscas. Parloteaban agriamente entre sí, enseñando los dientes, y parecían enzarzados en una disputa. Hablaban con sonidos guturales primitivos, chasquidos de lengua y cloqueos, más que con palabras articuladas. Les faltaba poco para llegar a las manos. Por lo visto, no estaban contentos con los resultados de la caza.

De los seis que habían formado inicialmente la partida, dos pigmeos yacían en el barro, muertos, y los cadáveres de tres mantis gigantes vertían un líquido negruzco en las aguas del torrente.

Estaban acostumbrados a sembrar el terror sin esfuerzo y, cuando salían a cazar humanos, los capturaban sin demasiada resistencia como a conejos asustados. Pero aquel guerrero les había plantado cara con una eficacia y unos reflejos demoledores, sin demostrar miedo. Para colmo, conocía bien el terreno que pisaba y había sabido aprovecharlo huyendo por el único elemento en el que las skrugs se desenvolvían con dificultad y donde más fácil se podía perder el rastro.

Ahora, los pigmeos supervivientes estaban reunidos en corro y reñían entre ellos, dándose empujones y puñetazos violentos. O bien se echaban las culpas los unos a los otros por los errores cometidos o no se ponían de acuerdo sobre el plan de acción que debían seguir.

Apeados de sus monturas parecían más pequeños e insignificantes, pensó Nika. Se desplazaban a saltitos, flexionando las rodillas. Sus brazos flacos tenían una largura desproporcionada y sus manos eran nerviosas y huesudas con unos dedos de reptil y unas uñas negras en punta, tan afiladas como los dientes. Daban grima.

La chica desvió la vista con cuidado de no delatarse para explorar los alrededores. Observó que seguían al fondo del mismo barranco donde la habían capturado. No se habían movido del sitio.

Al mirar a su derecha, tropezó con unas patas aserradas descomunales de cangrejo que se clavaban en la tierra delante de sus narices. Cuando levantó la vista, con un escalofrío, descubrió a su lado a una de aquellas horribles mantis. Estaba alimentándose con los restos de uno de sus congéneres caídos, tan cerca que la chica podía contar cada pelo filoso que salía de su abdomen. Con las pinzas delanteras sujetaba la pieza y al mascar con el pico producía unos crujidos de cáscaras rotas que se mezclaban con el sonido repulsivo que hacía al sorber el contenido.

Mientras ella la espiaba, la cabeza triangular de la skrug giró 180 grados sobre la base del cuello hasta volverse completamente. Nika no pudo evitarlo. Se le escapó un grito de miedo cuando los ojos saltones, globosos y fríos del insecto se clavaron en ella.

Al instante siguiente, uno de los pigmeos se inclinó sobre la muchacha con los dientes puntiagudos de aguja tan pegados a su cara que pudo sentir la humedad de su saliva en la mejilla. Sus ojos amarillos la recorrían con malignidad.

Aturdida y horrorizada por esa visión, Nika hizo un brusco movimiento de retroceso hasta tropezar con otro cuerpo que se interpuso en su camino y la detuvo. Intentó apretar la pulsera para huir, pero entonces se dio cuenta de que tenía los brazos maniatados a un palo e inmovilizados de tal modo que no podía juntar las manos ni llegar con los dedos a la muñeca. No pudo ver qué obstáculo había detrás porque se encontró bajo las fauces de otro pigmeo. Ella cerró los ojos con verdadero terror y se quedó quieta, rogando mentalmente para que alguien la librase de aquella pesadilla.

Solo oyó un grito agrio, mezcla de cacareo y chasquido. Después de eso, los salvajes se apartaron y la dejaron en paz. Volvían a hablar entre sí con aquel lenguaje altisonante, áspero y grosero.

Al cabo de un rato, la muchacha se atrevió a abrir de nuevo los ojos con disimulo. Los pigmeos formaban un corro en cuclillas, a unos metros escasos. Se volvió con precaución para buscar a sus amigos. Las patas de la skrug seguían estando muy cerca, pero se esforzó por ignorarlas. Giró el cuello sin hacer ruido y descubrió que justo detrás se encontraba Finisterre, muy pálida y despierta, empapada también. Era el cuerpo con el que había ido a chocar de espaldas.

La pelirroja le parpadeó un mensaje de ánimo en silencio. Tenía las manos atadas, igual que la niña, y un chichón sangrante en la esquina de la frente. Aparte de eso, no parecía estar herida.

De Javier y Miles no había rastro. Ignoraban que sus amigos habían escapado, porque se habían desmayado antes, y la incertidumbre sobre su suerte las corroía.

Por fin, el que parecía su jefe lanzó un grito, que sonó como un cloqueo, y todos callaron. A una nueva orden, los salvajes se levantaron bruscamente y se pusieron en movimiento a la vez.

Uno de los duendes bajó a la orilla del río y regresó arrastrando consigo la capa y la ballesta del errante, que arrojó delante del hocico de una de las skrugs vivas y dejó que los olfateara. Después las apartó y se montó de un brinco sobre la bestia.

Un temor más grande se apoderó de las prisioneras al ver las posesiones de Miles en manos de aquel duende. ¿Estarían muertos sus compañeros de aventura?

«Que no les haya ocurrido nada malo, por favor...», rogaron, angustiadas.

Dos de los pigmeos las obligaron a levantarse a puntapiés. Agarraron el extremo de la soga con que las tenían maniatadas, tiraron de ellas y les hicieron caminar penosamente montaña arriba tras las patas zancudas de una de las mantis. Uno de los pigmeos iba montado delante en su cabalgadura y el otro detrás, vigilándolas estrechamente.

En cambio, los otros dos pigmeos y la tercera skrug tomaron una ruta distinta, barranco abajo, siguiendo el curso del río. Buscaban algo. ¡O a alguien! A Miles y a Javier, no podían ser otros, se dijeron. Y eso despertó una leve esperanza en el corazón de Nika y Finis.

Ya no pudieron ver más. Habían emprendido un camino distinto junto a sus carceleros, remontando penosamente la cuesta que antes habían descendido a trompicones.

Mientras se alejaban por el bosque, las dos se preguntaban aterradas qué pretendían hacer esas bestias con ellas y adónde las llevarían. ¿Por qué las habían hecho prisioneras? ¿Encontrarían de nuevo a sus amigos, vivos? Pero, sobre todo, ¿volverían algún día a casa?

El medallón misterioso

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