Читать книгу El medallón misterioso - Belén A.L. Yoldi - Страница 8

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EL NIGROMANTEDE LA TORRE

En lo alto de la Torre de los Espejos que se levantaba sobre un islote en mitad del Mar de la Locura, un encapuchado escudriñaba en el interior de una esfera casi tan alta como él. De las cuencas vacías de sus ojos salía una luz eléctrica que se reflejaba en la superficie curva de la esfera como los faros encendidos de un coche deportivo en un espejo retrovisor.

Afuera era noche cerrada. A través de los cristales de la cúpula se podía ver el vuelo ominoso de un dragón, su sombra más negra aún que la noche se recortaba contra el cielo estrellado. Por lo demás, estaba solo.

Dentro de la gran bola vítrea se reproducían en aquel momento imágenes muy vivas, con destellos y sombras de un bosque tenebroso, primero, de un arco de mármol blanco y de montañas agrestes después. Los colores escapaban de la esfera y se reflejaban en las paredes y teñían la atmósfera del salón circular, creando un caleidoscopio en movimiento de tonalidades cambiantes.

El encapuchado alzó la mano enguantada y, al colocarla sobre la superficie de la esfera, un rostro moreno y barbudo pasó al primer plano. El espía de la torre examinó con atención a aquel hombre de mirada magnética y dura que se proyectaba dentro de la bola y que, evidentemente, no podía verlo a él. Se fijó en la espada que sobresalía sobre su hombro, con aquel rubí tan valioso adornando la empuñadura. Luego estudió a las personas inofensivas que lo acompañaban, caminando por la montaña, una mujer de cabellos cobrizos y dos muchachos, chico y chica. Se fijó sobre todo en la mujer, que llevaba colgando del cuello un amuleto de plata con el árbol de la vida.

Tras un agudo examen, dejó que la escena siguiera su curso. Parecía ver una película de cine, solo que esta era una película en tres dimensiones y con personajes palpitantes, muy real.

El encapuchado estaba espiando con la esfera a Miles, el guerrero Ad-whar errante, y a Finisterre, la monitora del campamento de Ochate, en su viaje con Nika y Javier a través del Bosque Umbrío, los Desfiladeros del Buitre y las Montañas Nubladas.

Pronto, muy pronto, esos extranjeros caerían en sus manos. Y el errante también.

Pasó su dedo índice de nuevo sobre la esfera y la imagen cambió para dar paso a otras en las que se aparecían hombres armados con espadas y hachas, también vio a duendes con piel de lagarto y a bestias que rastreaban las huellas de los forasteros en la montaña.

El encapuchado volvió a enfocar la vista en los cuatro viajeros y murmuró:

—¡La red está tendida! Todos los puntos de desembarco, controlados. —Y añadió con determinación implacable—: Vayan donde vayan, ¡mis sicarios estarán allí, para cazarlos! Están rodeados. No podrán escapar.

Hablaba quién sabe si para él mismo o para alguien que podía escucharlo en la distancia a través de algún altavoz. El caso es que su voz salía amenazadora y sibilina desde dentro de la capucha, aunque por el sonido podría haber salido perfectamente desde las mismísimas profundidades del averno.

—¡Solo falta añadir un detalle para que la trampa se cierre definitivamente! Así la caza tendrá mayor emoción todavía…

El extraño personaje se dio la vuelta con decisión, en medio de un revoloteo airoso de la capa morada que le cubría. Al separarse, la luz de la esfera se apagó y su superficie se tornó opaca, gris platino. Él abandonó la sala sin mirar atrás, bajó con paso altivo por unas largas escaleras de caracol y salió al aire libre.

El islote estaba en medio de un océano negro azotado por un viento inclemente. Las olas alborotadas se rompían con bulla contra el anillo de arrecifes que rodeaba el peñón, pero allí se apaciguaban y después llegaban mansas a la orilla pedregosa. La espuma blanca era el único signo de vida marina en la quietud.

Alumbrado por dos lunas soberbias, una blanca y enorme, otra cobriza, el encapuchado bajó la escalinata exterior con poderío, pasando al lado de una esfinge, y continuó adelante sin estremecerse. Unas figuras de humo gris vinieron a su encuentro, le rodearon e hicieron pasillo en torno suyo. Era un ejército de sombras evanescentes, de fumaradas que se desdibujaban y dibujaban con formas cambiantes de fantasmas, que montaban guardia a derecha e izquierda, y alrededor de la torre.

Escoltado por esa guardia incorpórea, el encapuchado llegó hasta el borde mismo de la orilla, donde sus pies casi podían tocar el mar, y se detuvo. Se abrió la capa y una luz proyectada desde su interior iluminó el contorno. Levantó en alto un bastón metálico y pronunció unas frases retumbantes e ininteligibles dirigidas a la noche que sonaron como un mantra. El cabezal esférico del bastón emitió entonces unos haces muy potentes de azul eléctrico y automáticamente la superficie del mar cambió. Se espesó como papilla de metal derretido teñido de tinta negra.

A una orden del encapuchado, se formaron unas ondas circulares que tremolaban serpenteantes y giraban con reflejos de mercurio líquido, lentamente. Las ondas se fueron haciendo más profundas y separadas, conforme la voz se tornaba más imperiosa. Dentro de ese remolino líquido metálico se abrió al fin un pozo y por él salieron unas volutas densas de gris ceniciento muy semejantes a las de los centinelas fantasmas. Las volutas emergían de las profundidades de aquel pozo negro modelando figuras de humo que, poco a poco, fueron ganando cuerpo, hasta adoptar unas formas semihumanas delante del personaje que las había convocado. El agua negra iba resbalando de sus cabezas agachadas al elevarse, luego de sus hombros escurridos, de sus extremidades esqueléticas, de los garfios de sus uñas, hasta dejar unos cuerpos femeninos macabros al descubierto.

A una orden del encapuchado, esos seres tenebrosos despertaron. Levantaron los rostros cadavéricos hacia aquel que les había convocado y desplegaron unas alas polvorientas de polilla nocturna. El mago, adelantando el cabezal metálico del bastón hacia ellos, ordenó con voz cruel:

—¡Traedme a la presa que estoy buscando! ¡Necesito su cuerpo y también su alma!

Las horribles criaturas alzaron el vuelo obedientes y se perdieron en la noche agitando sus alas grises, camino de la tierra de los mortales.

El medallón misterioso

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