Читать книгу Familias fatales - Ben Aaronovitch - Страница 10

Capítulo 3 Una entidad subterránea

Оглавление

Justo antes de Navidad, yo había ayudado en la investigación de un asesinato que tuvo lugar en la estación de metro de Baker Street. Durante dicha investigación me hice amigo del sargento Jaget Kumar, un explorador urbano, espeleólogo experto y la respuesta de la Policía en el Transporte a Mulder y Scully.1 Juntos ayudamos a atrapar al asesino, descubrimos toda una civilización bajo tierra, aunque fuera pequeña, y, por desgracia, destruimos uno de los andenes de Oxford Circus. Durante aquel desbarajuste terminé enterrado bajo tierra medio día y tuve un sueño despierto que todavía me impide dormir. Pero eso, como se suele decir, es para otra sesión de terapia.

A pesar del hecho de que el servicio había vuelto a la normalidad para finales de enero, yo no era precisamente «Míster Popularidad» en el Servicio de Transportes de Londres, que hace funcionar el metro, ni en la Policía en el Transporte, que tiene que vigilarlo. Y esta puede ser la razón de que, cuando Jaget dijo que tenía cierta información para mí, no nos encontráramos en la sede central de la Policía en el Transporte que hay en Camden Town, sino en una cafetería justo bajando la calle.

Nos sentamos para tomarnos un café, Jaget desbloqueó su Samsung y buscó unos archivos.

—Tuvimos esta «entidad subterránea» en Paddington la semana pasada —dijo—. Y aparecía en los primeros puestos de tu lista. —La Locura mantiene una lista de personas potencialmente interesantes: el decreciente número de practicantes que quedaban de la Segunda Guerra Mundial, sospechosos de pertenecer a los Pequeños Cocodrilos y personas que se juntan con las hadas, lo que hace que se dispare un aviso si alguien los busca en la Plataforma Integrada de Información.

Jaget le dio la vuelta a la tableta para mostrarme la imagen de un hombre blanco de mediana edad con el pelo rubio y escaso y unos labios finos y exangües. A juzgar por su palidez y su mirada cristalina, la imagen era post mortem, de la clase que haces para mostrársela a los parientes y testigos potenciales y no matarlos del susto. Tenía sentido, puesto que una «entidad subterránea» es el argot que utilizan en el metro para referirse a los ciudadanos que se tiran a las vías. Doscientas cuarenta toneladas de locomotora pueden arruinarte el día entero.

—Richard Lewis —dijo Jaget—. Cuarenta y seis años.

Le busqué en mi libretita negra; tenía a todos los Pequeños Cocodrilos potenciales anotados por fecha de nacimiento. Jaget sonrió cuando la vio.

—Es estupendo ver cómo abrazas el potencial de las tecnologías modernas —dijo, pero yo le ignoré. Richard Lewis había asistido a Oxford entre 1985 y 1987, pero no estaba en la lista principal de Pequeños Cocodrilos confirmados, sino que aparecía en una secundaria hecha para aquellos cuyo tutor personal había sido Geoffrey Wheatcroft, antiguo mago oficial y el hombre que había sido tan idiota como para empezar a enseñar magia fuera de la ley. Nightingale no suele maldecir muy a menudo, pero cuando habla de Geoffrey Wheatcroft, notas que quiere hacerlo con todas sus jodidas ganas.

—¿Esto es solo porque aparece en la lista? —pregunté.

—Había algo que no encajaba con el suicidio —comentó.

—¿Le empujaron?

—Míralo tú mismo —dijo Jaget, y preparó los vídeos de las cámaras de vigilancia en la tableta. Como las estaciones de metro de Londres son el objetivo de todo, desde un pis espontáneo hasta asesinatos en masa, el despliegue de las cámaras de vigilancia va, literalmente, de pared a pared.

—Aquí llega —dijo Jaget.

No cabía duda de que Jaget había pasado tiempo editando y juntando las imágenes, porque contaban la historia con cierto estilo un poco innecesario. Podrías haberle puesto música, algo triste y alemán, quizás, y habérselo vendido a una galería de arte.

—¿Cómo de aburrido estabas cuándo hiciste esto? —le pregunté.

—No todos tenemos una profesión llena de misterio y magia —replicó—. ¿Ves? Sube las escaleras mecánicas hasta arriba pero, antes de llegar a los tornos, se da la vuelta y vuelve a bajar.

Observé la pantalla mientras Richard Lewis arrastraba los pies pacientemente por el pasillo con el resto de la multitud, bajaba un tramo de escaleras y llegaba al andén. Se deslizó hacia delante hasta quedarse sobre la línea amarilla que marca el borde. Allí se quedó esperando, con la vista al frente, el siguiente metro. Cuando llegaba, Richard Lewis giró la cabeza para ver cómo se aproximaba y entonces, en lo que Jaget llamó el momento precisamente perfecto, saltó delante de él.

Imagino que habría más imágenes de la colisión pero, por suerte, Jaget no había sentido la necesidad de herirme con ellas.

—¿De dónde venía? —pregunté.

—De London Bridge —respondió Jaget—. Trabajaba para la junta municipal de Southwark.

—¿Por qué viajaría de una estación a otra antes de suicidarse?

—Oh, eso no es inusual —dijo Jaget—. Hubo una mujer que se detuvo para terminarse sus patatas fritas antes de saltar, y un tío en South Ken se negó a hacerlo mientras hubiera niños delante que pudieran verle. —Jaget describió cómo el hombre, vestido respetablemente con un traje de raya diplomática y con un paraguas en la mano, se había ido poniendo cada vez más nervioso con cada oportunidad perdida. Finalmente, cuando tuvo el andén para él solo, en las imágenes de las cámaras de vigilancia se le vio estirándose los puños y ajustándose la corbata.

—Como si quisiera dar una buena impresión cuando llegara allí —dijo.

Dondequiera que fuera «allí».

Entonces, cuando al siguiente metro le faltaba un minuto para entrar, todo un grupo escolar, recién salido de los museos, bajó al andén. Niños y profesores hostigados de uno al otro extremo.

—Tendrías que haber visto su cara —dijo Jaget—. Estaba tan frustrado.

—¿Y consiguió hacerlo al final?

—Qué va —señaló—. Para entonces, alguien de la sala de control de la estación le había visto y bajó corriendo para intervenir. —Y menos de seis horas después, el hombre del traje de raya diplomática estaba detenido, internado y lo habían enviado a toda velocidad a una unidad psiquiátrica para mantener una charla rápida con el psicólogo de guardia.

—Me pregunto si lo volvió a intentar.

—Mientras no lo hiciera en nuestro horario —dijo Jaget.

—Entonces ¿qué hay de sospechoso en nuestro señor Lewis?

—La zona desde la que saltó —respondió—. Las entidades subterráneas tienden a ser bastante predecibles al elegir el punto desde el que saltarán hacia el olvido.

»Si simplemente es un grito de desesperación —explicó—, entonces saltan desde el extremo más alejado del andén, de manera que al metro le dé tiempo a detenerse casi por completo cuando llegue allí. Si van en serio, entonces se dirigen al otro extremo, donde el conductor no tiene oportunidad de reaccionar y el metro va a toda velocidad. Joder, si lo haces desde ahí, ni siquiera tienes que saltar, te asomas y el metro te arranca la cabeza.

—¿Y si saltan desde el medio?

—Entonces no están seguros. Es algo gradual: si tienen dudas, van a un extremo y si están seguros, van al otro.

—El señor Lewis eligió el centro —dije—, así que estaba indeciso.

—El señor Lewis —dijo Jaget rebobinando las imágenes hasta justo antes del salto— se tiró justo delante de la entrada de los pasajeros. Si un tren hubiera llegado de inmediato, lo entendería, pero tuvo que esperar. Es como si su posición en el andén fuera irrelevante.

Me encogí de hombros.

—¿Y?

—Tu posición nunca es irrelevante —dijo Jaget—. Es la última acción que harás vivo… Mírale. Se limita a mirar una vez el metro para calcular el momento preciso y ¡pum! Se acabó. Mira la confianza que le imprime al salto, no duda en absoluto.

—Me inclino ante tus elevados conocimientos de los suicidios en las vías —dije—. ¿Qué crees que pudo pasar exactamente?

Jaget observó su café durante un instante y después preguntó:

—¿Es posible obligar a la gente a hacer cosas contra su voluntad?

—¿Te refieres a como en el hipnotismo?

—Más que hipnotizarlas —dijo—. Como si te lavaran el cerebro durante un segundo.

Pensé en la primera vez que me encontré con el Hombre Sin-rostro y en la forma tan casual con la que me había ordenado que saltara de una azotea. Yo también lo habría hecho si no hubiera desarrollado una resistencia para esa clase de cosas.

—Se llama glamour —dije.

Jaget se me quedó mirando durante un rato, creo que no esperaba que yo fuera a responder que sí.

—¿Y puedes hacerlo? —preguntó.

—¡Haz el favor! —exclamé. Ya le había preguntado a Nightingale por el glamour y me había contestado que incluso la variedad más sencilla se realizaba con un hechizo de séptima orden y los resultados no eran demasiado fiables. «Sobre todo cuando piensas que es una tarea de la que es fácil defenderse», había dicho.

—¿Qué hay de tu jefe?

—Dice que sabe la teoría pero que nunca ha llegado a hacerlo —contesté—. El doctor Walid cree que altera la química del cerebro, haciéndote extraordinariamente sugestionable, pero solo es una teoría.

En particular porque el protocolo presuntamente experimental que teníamos el doctor Walid y yo de cargarnos a algunos voluntarios y comprobar la composición química de su sangre antes y después estaba en el extremo de una larga lista de otras cosas que queríamos evaluar. Y eso asumiendo que consiguiéramos la aprobación de Nightingale y del Consejo de Investigación Médica.

—¿Crees que a nuestro señor Lewis le obligaron a suicidarse? —pregunté—. ¿En qué te basas? ¿En el sitio desde el que saltó?

—No solo eso —dijo Jaget, y preparó otro MPEG en su tableta—. Mira esto.

Este vídeo estaba compuesto de los primeros planos de la cabeza y hombros de Richard Lewis, de cuando subía las escaleras mecánicas hasta el vestíbulo. La resolución de las cámaras de vigilancia se había ido optimizando rápidamente y el Metro de Londres, objetivo terrorista desde antes de que se inventara el término, tiene los mejores modelos disponibles. Pero la imagen seguía estando granulada y sufría repentinos cambios de luz que daban a entender que su mejora había sido buena, bonita y barata.

—¿Qué tengo que buscar? —pregunté.

—Mira su cara —dijo Jaget. Y eso hice.

Tenía el rostro normal y corriente de un trabajador que vive en las afueras, cansado, resignado, parpadeando de forma ocasional cuando localizaba algo o a alguien que llamaba su atención. Miró el reloj al menos dos veces mientras subía las escaleras, nervioso por coger el primer tren a Swindon.

—Vive en las afueras —dijo Jaget, y compartimos un momento de incomprensión mutua ante la inexplicable elección de vida de esa clase de ciudadanos.

La imagen era lo suficientemente buena como para capturar el momento anterior a su salida por lo alto de la escalera y grabar el torno menos concurrido. Lewis volvió a mirar su reloj y se dirigió a su salida predilecta adrede. Entonces se detuvo y dudó durante un instante antes de darse la vuelta, encaminándose hacia las escaleras descendentes y su cita con el extremo de un tren modelo Mark II de 1972.

Era como si se hubiera acordado de que se le había olvidado algo.

—Es demasiado rápido —dijo Jaget—. Si se te olvida algo, te detienes, piensas: «Oh, Dios, tengo que volver a bajar todas las escaleras, ¿de verdad necesito tan desesperadamente lo que sea?», y entonces te das la vuelta.

Tenía razón. Richard Lewis se detuvo y se volvió tan deprisa como si estuviera en una plaza de armas y le hubieran dado una orden. Mientras bajaba las escaleras tenía una expresión abstraída e intensa, como si estuviera pensando en algo importante.

—No sé si es glamour —dije—, pero definitivamente es algo. Creo que necesito una segunda opinión.

Pero yo ya estaba pensando en que era el Sin-rostro.

* * *

—Es complicado —dijo Nightingale después de que lo atrajera a la tecnocueva y le mostrara las imágenes—. Es una técnica muy restringida y una estación de metro en plena hora punta es difícilmente el ambiente ideal para practicarla. ¿Tienes algún celuloide que muestre una vista amplia del vestíbulo?

Me llevó un par de minutos buscar entre los archivos que Jaget me había enviado, sobre todo por el estrafalario sistema que empleaba para catalogarlos. Nightingale soltó un murmullo de asombro por la facilidad y velocidad con la que se podía manipular el «celuloide».

—¿O eso se llama cinta? —preguntó.

No le dije que eso se almacenaba como información binaria en discos brillantes que giraban muy deprisa, en parte porque tendría que haber buscado los detalles yo mismo, pero sobre todo porque, para cuando entendiera dicha tecnología, ya la habrían sustituido por otra cosa.

Se tiró una hora pasando las imágenes del vestíbulo adelante y atrás para ver si localizaba al practicante entre la multitud de pasajeros. El nivel de concentración de Nightingale puede ser aterrador, pero ni siquiera él fue capaz de identificar a algún sospechoso.

—Podría haber ido caminando dos pasos por detrás de él —dijo Nightingale—. Tampoco es que sepamos qué aspecto tiene.

Lesley quería saber, después de que la pusiéramos al día, por qué dábamos por hecho que era el Sin-rostro.

—Podría haber sido una de las novias acuáticas de Peter —dijo—. U otra cosa igual de extraña con la que no nos hayamos topado todavía.

Señalé que Richard Lewis aparecía en la lista de Pequeños Cocodrilos potenciales, y estuvo de acuerdo en que podría ser una pista y en que debíamos comprobarla.

—Tienes que ir a su casa y olisquearla —dijo—. Si encuentras algo, entonces sabremos que merece la pena investigar el suicidio.

—¿Quieres acompañarme? —le pregunté, pero Lesley respondió que, aunque que la perspectiva de una escapada a Swindon resultaba atrayente, era una dicha que tendría que dejar pasar.

—Tengo que terminar un informe sobre Nolfi el Magnífico —señaló. Habría dos informes: uno para los archivos de La Locura y otra versión depurada para todo Scotland Yard. A Lesley se le daba particularmente bien elaborar el segundo—. Diré que fue un intento de hacer el truco del combustible para mecheros pero con brandi —dijo—. De esa forma, su declaración oficial de que estaba haciendo un truco de magia que salió mal coincidirá con las pruebas.

Ni que decir tiene que no íbamos a acusarle de nada. En su lugar, conseguiría lo que nos gusta llamar «la charla sobre seguridad» del doctor Walid. Media hora con el buen doctor y sus cerebros rebanados era suficiente para alejar a cualquiera de la magia para siempre.

De este modo, me subí solo al Asbo y conduje por la M4 hacia el desolado valle del Támesis.

Llovió durante la mayor parte del trayecto y en la radio amenazaban con inundaciones.

Richard Lewis había vivido en una casa de campo con un nivel 1 de protección, con el tejado de paja, su propia vía de acceso y lo que parecía, a través de la lluvia, su propio huerto. Era la clase de sitio intensamente pintoresco que compra la gente con fantasías rurales y un cobertizo lleno de dinero. Al contemplarlo, deseé con todas mis fuerzas haberle echado un vistazo a las finanzas del señor Lewis, porque no había forma de que pudiera permitirse un sitio así con lo que ganaba en la junta municipal de Southwark. Me pregunté si habría hecho algo ilegal. A lo mejor se volvió codicioso y le pidió un extra a la persona equivocada.

O quizá su marido, un tal señor Phillip Orante, había sido rico.

Aparqué fuera —cerca de un Range Rover Sloane verde, de menos de un año de antigüedad y que, a juzgar por los guardabarros, nunca había circulado fuera del asfalto— y subí ruidosamente por el camino de gravilla mojada hasta la puerta principal. Aunque era primera hora de la tarde, las nubes bajas y la llovizna provocaban que estuviera lo suficientemente oscuro como para que los residentes necesitaran encender las luces del piso de abajo. Ver que había alguien en la casa supuso un alivio, porque había decidido no llamar antes de venir.

Si puedes evitarlo, no lo haces, porque siempre es mejor plantarse en la puerta de alguien para darle una terrible sorpresa. Por lo general, las cosas fluyen mejor si las personas con las que hablas no han tenido la oportunidad de ensayar sus coartadas, pensar en lo que van a decir, esconder pruebas, enterrar partes de un cuerpo… Esa clase de cosas.

La puerta principal de roble tenía una cuerda atada a algo que sonó, en el otro extremo, como un cencerro. El techo de paja que sobresalía del porche intentaba tirar gotas de agua por mi espalda, así que me aparté mientras esperaba. Los terrenos alrededor de la casa —pensé que eran demasiado amplios como para considerarlos un jardín— estaban húmedos y silenciosos bajo la suave lluvia. En alguna parte, por allí cerca, olí un rosal mojado.

Una mujer de mediana edad, con un rostro redondo y moreno, ojos negros y pelo corto y oscuro —diría que filipina— abrió la puerta. Llevaba puesto un delantal blanco de plástico sobre una túnica azul de poliéster y un par de guantes amarillos de fregar. No parecía muy entusiasmada de verme.

—¿Puedo ayudarle? —Tenía un acento que no reconocí

Me identifiqué y pedí hablar con el señor Orante.

—¿Viene por lo del pobre Richard? —preguntó.

Le respondí que sí y me dijo que a Phillip se le había roto el corazón.

—Qué lástima —dijo, y me invitó a pasar y me pidió que esperara en el salón mientras iba a buscar a Orante.

Era decepcionante ver que el interior de la casa de campo estaba amueblado con la habitual insipidez de un diseñador: sillones en color crema, algunos muebles con patas de acero y las paredes pintadas en tonos blancos del gusto de los agentes inmobiliarios. Solo las imágenes de las paredes, copias de fotografías en blanco y negro en su mayoría, tenían algo de personalidad. Estaba examinando un retrato realista de un par de hombres del jazz de Nueva Orleans cuando la mujer con el delantal volvió con Phillip Orante.

Era un hombre bajito y flaco de treinta y muchos. A pesar de su rostro delgado, sus rasgos se parecían lo suficiente a los de la mujer mayor como para establecer un parentesco. Su madre, pensé, o por lo menos una hermana mayor o una tía. Parecía un poco joven para ser su madre.

Lo bonito de ser policía, no obstante, es que puedes satisfacer tu curiosidad sin preocuparte por parecer socialmente torpe.

—¿Son ustedes parientes? —pregunté.

—Phillip es mi hijo —respondió ella—. Mi hijo mayor.

—Vino para…, eh…, ayudar, ya sabe —dijo Phillip—. Después.

Hizo un gesto para que me sentara y yo, automáticamente, esperé hasta que él hubiera elegido el sofá para colocarme en una silla auxiliar y así mantener la ventaja de la altura. Nos pusimos a tratar los temas habituales para iniciar una conversación: yo sentía mucho su pérdida, él sentía que yo lo sintiera y ¿querría tomarme un café?

Siempre tienes que tomarte el café de los parientes del difunto, al igual que siempre empiezas con las expresiones repetitivas de condolencia. La banalidad del intercambio es lo que ayuda a calmar a los testigos. Las personas que han visto alteradas sus vidas buscan orden y predictibilidad, aunque solo sea en los detalles. Es entonces cuando ser el agente Pasito A Pasito resulta más útil: pon una expresión imperturbable, habla despacio y el noventa por ciento de las veces te contarán lo que quieres saber.

Phillip tenía un acento que pensé que era canadiense pero que resultó ser, cuando le pregunté, californiano. De San Francisco, para ser más precisos. Su madre era filipina, pero se había mudado a California a los veintitantos y había conocido al padre de Phillip, cuyos padres eran filipinos, pero que había nacido en Seattle, mientras los dos visitaban a unos parientes en Caloocan. Así que intimamos con una conversación sobre los placeres de crecer en una familia que se extendía en diáspora y unas madres que sentían, erradamente, que las prioridades de un joven debían ser el colegio, las tareas de la casa y los compromisos familiares. Ya habrá tiempo suficiente para la vida social cuando termines la universidad, te cases y me des nietos. La contradicción obvia nunca parece perturbarlas.

—Estábamos trabajando en lo de los nietos —dijo Phillip.

«¿Adopción o madre subrogada?», me pregunté. No parecía el momento de decirlo.

Su madre me trajo el café en una bandeja esmaltada con gatitos pintados. Esperé a que ella volviera a salir afanosamente para preguntarle por qué se había mudado a Reino Unido y cómo había conocido a Richard Lewis.

—Yo me hice millonario con las páginas web —dijo simplemente—. Era el cofundador de una compañía de la que usted nunca ha oído hablar, que compró otra empresa más grande con la que había firmado un acuerdo de confidencialidad. Me ofrecieron una opción de compra de acciones inmensa que cobré justo antes de que el mercado se fuera a pique.

Me dedicó una pequeña sonrisa. Obviamente este era su discurso habitual, con las pausas pertinentes para las sonrisas de arrepentimiento y las risitas de autocrítica, solo que esta vez era la primera que lo soltaba con su pareja habiendo fallecido.

—Siempre me preocupo cuando lo bueno abunda demasiado —dijo.

Una vez conseguidos sus millones, se marchó a Londres, por la cultura, la vida nocturna y, sobre todo, porque, hasta donde él sabía, ninguno de sus parientes más cercanos vivía allí.

—Quiero a mi familia —dijo mirando hacia donde su madre se había marchado—. Pero usted ya sabe cómo es eso.

Había conocido a Richard Lewis en el Teatro Real de la Ópera, durante la representación de Un Ballo in Maschera, de Verdi. Había ido por impulso y había estado en la zona de las localidades de pie cuando un desconocido bien vestido se había vuelto hacia él y le había dicho: «Dios mío, qué representación tan terrible».

—Dijo que se le ocurrían al menos otras cinco cosas que preferiría estar haciendo —recordó Phillip—. Le pregunté qué era lo primero de la lista y me dijo: «Bueno, una bebida bien cargada sería un buen principio, ¿no te parece?». Así que nos marchamos a tomar algo y eso fue todo, un flechazo de Cupido justo entre los ojos.

Pero no había sido amor a primera vista exactamente. Phillip no se había cruzado el charco con una amplia fortuna para enamorarse de la primera proposición medio decente.

—Se lo trabajó —dijo Phillip—. Era metódico, paciente y… —Phillip apartó la vista y se quedó mirando fijamente una parte vacía de la pared durante un instante antes de respirar hondo—. Tan jodidamente divertido.

Tres meses después estaban casados, o, para ser más precisos, se habían unido civilmente, con la debida ceremonia, celebración y un acuerdo prenupcial adecuado.

—Eso fue idea de Richard —señaló Phillip.

Juzgué que esta era una oportunidad tan buena como cualquier otra para sacar a relucir el cuestionario. Lo habían redactado el doctor Walid y Nightingale para descubrir las pruebas de un uso real de la magia, a diferencia de un simple interés por lo oculto, las historias de fantasmas, las novelas de fantasía y la religión antigua. El doctor Walid había incluido algunas preguntas de estudios verificados de psicometría y sociología para que parecieran legales. Yo lo llamaba test Voigt-Kampff, aunque solo el doctor Walid había pillado el chiste…, y después de buscarlo en la Wikipedia.2

—Es para darle contexto a estos… trágicos incidentes —dije—. Para ver qué puede hacerse en el futuro para prevenirlos.

Hasta este momento les había soltado esa charla a los posibles Pequeños Cocodrilos a los que fingía interrogar de una forma completamente aleatoria. Viendo el rostro de Phillip, decidí que tendríamos que trazar toda una nueva estrategia para tratar con los familiares de los fallecidos. Eso o que el doctor Walid viniera y aplicara él mismo sus puñeteros test.

Phillip asintió como si todo eso fuera perfectamente razonable; a lo mejor solo estaba contento de que nos interesáramos.

El test empezaba con un par de preguntas psicológicas para calentar y casi me salto la número cinco: «¿Mostraba el sujeto insatisfacción con algún aspecto de su vida?». Pero el doctor Walid había insistido en que fuera consistente al ponerlo en práctica.

—No me lo pareció —dijo Phillip—. No hasta que vi el vídeo del accidente.

—¿Le dejaron verlo? —pregunté.

—Oh, yo insistí en ello —contestó Phillip—. Pensaba que era imposible que Richard se hubiera suicidado. ¿Qué razones habría tenido? Pero es difícil discutir con el testimonio de tus ojos.

Pasé a las preguntas «espirituales», que revelaron que Richard había sido casi un anglicano de la misma forma que Phillip había sido casi un católico. Phillip me contó, orgulloso, que su madre había dejado de practicar el catolicismo al día siguiente de que él saliera del armario.

—Dice que volverá a la iglesia el día que pidan disculpas —indicó.

Lewis no había mostrado ni el más mínimo interés por lo oculto más allá de su necesidad de apreciar a Wagner o La flauta mágica, y no tenía ningún libro sobre magia; más bien, no tenía muchos libros en general.

—Donó la mayoría de sus viejos libros cuando se mudó aquí —señaló Phillip—. Y decía que su Kindle era mucho más manejable para ir a trabajar a Londres. Ahora me siento resentido por todas las horas que pasó en ese tren. Pero le encantaba vivir aquí y no iba a dejar su empleo.

Claro que Phillip no lograba entender el porqué.

—Sé que no sacaba ni la más mínima satisfacción de ese trabajo —dijo. Phillip podría haberle empleado fácilmente en su propia compañía, que lograba financiación para las nuevas empresas de tecnología punta—. Odiaba trabajar en Londres, decía que odiaba la ciudad, y yo estuve rogándole que lo dejara durante al menos cinco años, pero no lo hizo.

—¿No decía por qué? —pregunté.

—No —respondió—. Siempre cambiaba de tema.

Hasta entonces había estado haciendo garabatos, pero ahora me puse a tomar notas. Guardar un secreto levanta sospechas en la policía. Y, aunque estamos dispuestos a creer en la posibilidad de una explicación completamente inocente, nunca apostaríamos por ella.

Le pregunté si había alguna faceta del trabajo de Richard como urbanista de la que hubiera hablado más que de otras, pero Phillip no había notado nada. Y Richard tampoco se había quejado de ningún incidente por corrupción o de si fue objeto de presiones para que influyera, de alguna forma u otra, en alguna decisión de planificación.

—Y fuera lo que fuera lo que le retenía allí —dijo Phillip—, era obvio que se había cansado de ello, porque me dijo que iba a dejarlo. —Dejó de mirarme y buscó a tientas su taza de té para cubrir sus lágrimas.

La madre volvió a entrar enérgicamente, vio las lágrimas y me lanzó una mirada asesina. Avancé rápidamente por la parte final del cuestionario, ofrecí mis condolencias una vez más y me marché.

A Richard Lewis le había ocurrido algo sospechoso y posiblemente sobrenatural, pero, puesto que era evidente que no era un practicante, no conseguía pensar en cuál sería su conexión con el emocionante y mortal mundo moderno de la magia. Cuando volví a La Locura, dejé registro de ello y elaboré los dos informes requeridos. El pensamiento del policía en estas situaciones en las que faltan pistas es que o bien una línea de investigación completamente distinta resultará estar conectada a ella de una forma inesperada o nunca descubrirás qué coño estaba pasando.

Mi instinto me decía que nunca averiguaríamos por qué Richard Lewis se tiró delante de un metro…, razón de más por la que nunca deberías confiar en tu instinto.

Familias fatales

Подняться наверх