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Capítulo 2 Los hijos de Weyland

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Si Robert Weil era nuestro monstruo perfectamente humano, entonces se lo tenía muy calladito. Hice un seguimiento de las transcripciones del interrogatorio a través de HOLMES y, en la primera declaración, encontré lo que era de esperar: niega que llevara un cuerpo en la parte trasera del vehículo, sostiene que salió a dar una vuelta en coche y después a pasear, no sabe cómo llegó allí la sangre y, por supuesto, no está familiarizado con mujeres muertas a las que les han volado la cara. Como empieza a resultar evidente que las pruebas forenses son abrumadoras, con lo de la sangre en su ropa y el barro bajo sus uñas, deja de contestar a las preguntas. Cuando lo acusaron formalmente y lo arrestaron, dejó de hablar con la gente, incluso con su abogado, que, a raíz de aquello, recomendó que le realizaran una evaluación psicológica. Solo con leer por encima la lista de tareas sentí la frustración de la Brigada de Grandes Crímenes mientras se embarcaban en un largo y duro esfuerzo, desmenuzando cada pista hasta convertirla en un fino polvo y después tamizándola en busca de pruebas. La víctima no se dejaba identificar y la autopsia no reveló nada más aparte de que era mujer, caucásica, de unos treinta y cinco y que no había comido nada durante al menos cuarenta y ocho horas antes de morir. La causa de la muerte era muy probablemente el disparo de una escopeta en el rostro, lo bastante cerca como para dejar quemaduras de pólvora. El doctor Walid, la respuesta gastroenterológica a Cat Stevens1 y, hasta donde sabíamos, el único criptopatólogo en activo en el mundo, se acercó un momento de camino a su casa con su propio informe de la autopsia.

Así que tomamos la merienda hablando de patología, sentados en los butacones mullidos de cuero que había en el patio interior de la planta baja. El mobiliario de La Locura se había renovado por última vez en los años treinta, cuando la clase dirigente británica creía firmemente que la calefacción central era obra, si no del mismísimo diablo, sin duda de los malvados extranjeros empeñados en debilitar el robusto espíritu británico. Extrañamente, a pesar de su tamaño y de la cúpula de cristal, en el patio interior se estaba a menudo más calentito que en el pequeño comedor o en cualquiera de las bibliotecas.

—Como podéis ver —dijo el doctor Walid mientras extendía las imágenes de unas rebanadas finas de cerebro sobre la mesa—, no hay indicios de degradación hipertaumatúrgica. —Las rebanadas estaban teñidas con una variedad de colores estridentes para mejorar el contraste, pero el doctor Walid se quejó de que seguían siendo obstinadamente normales, y yo le tomé la palabra—. Tampoco había indicios de modificaciones quiméricas en ninguna de las muestras de tejido —prosiguió, y le dio un sorbo a su café—. Pero he enviado un par de ellas para que hagan su secuenciación.

Nightingale asintió educadamente, pero yo sabía por experiencia que solo tenía una idea vaga de lo que era el ADN, ya que era tan viejo como para haber sido el padre de Crick y de Watson.2

—Creo que podemos dar el caso por cerrado —dijo—. Al menos, desde nuestro punto de vista.

—Me gustaría continuar —dije—, por lo menos hasta que identifiquemos a la víctima.

Nightingale se puso a tamborilear la mesa con los dedos.

—¿Estás seguro de que tienes tiempo para hacerlo? —preguntó.

—La Brigada de Grandes Crímenes de Sussex y Surrey elaborarán un resumen diario mientras el caso siga abierto —dije—. Solo me robará diez minutos.

—Creo que no me toma tan en serio como debería —le dijo Nightingale al doctor—. Todavía se escabulle para realizar experimentos ilegales cuando se cree que no le veo. —Me miró—. ¿Cuál es tu último interés?

—He estado estudiando cuánto tiempo aguantan varios materiales los vestigia —dije.

—¿Cómo mides la intensidad de los vestigia? —preguntó el doctor.

—Utiliza al perro —respondió Nightingale.

—Pongo a Toby en una caja junto con el material y después mido la frecuencia y el volumen de sus ladridos —expliqué—. Es como usar un perro rastreador.

—¿Cómo te aseguras de la consistencia de los resultados? —preguntó el doctor Walid.

—Realicé una serie de experimentos de control para eliminar las variables —respondí. Dejé solo a Toby en una caja a las nueve de la mañana y después a intervalos de una hora para medir los puntos de referencia del volumen. A continuación puse a Toby en una caja con varios materiales que eran cien por cien inertes, para obtener también esas referencias. El tercer día, Toby se escondió debajo de la mesa de la cocina de Molly y tuve que tentarle con salchichas para que saliera.

El doctor Walid se inclinó hacia delante mientras se lo contaba; al menos, él apreciaba un poco de empirismo. Le expliqué que había expuesto cada muestra de los materiales a la misma cantidad de magia al conjurar una bola de luz —el hechizo más simple y más fácil de controlar que sabía— y después la había introducido en la caja con Toby para ver qué pasaba.

—¿Hubo algún hallazgo significativo? —preguntó.

—Toby no es un gran entendido, así que hablamos de un amplio margen de error —dije—. Pero fue un poco lo que me esperaba y acorde con mis interpretaciones. La piedra es el material que mejor retiene los vestigia, seguido del hormigón. Los metales se parecían todos demasiado como para diferenciarlos. La madera era el siguiente y el peor era la carne. —En forma de una pierna de cerdo que Toby se comió posteriormente antes de que pudiera detenerlo—. La única sorpresa —concluí— fueron algunos plásticos, que llegaron casi tan alto en el ladrómetro como la piedra.

—¿El plástico? —preguntó Nightingale—. Eso sí que es inesperado. Siempre había asumido que las cosas naturales eran las únicas que conservaban lo insólito.

—¿Puedes enviarme por correo electrónico los resultados? —preguntó el doctor.

—Claro.

—¿Has pensado en probar con otros perros? —preguntó—. A lo mejor si son de razas distintas tienen sensibilidades diferentes.

—Abdul, por favor —dijo Nightingale—. No le des ideas.

—Está haciendo progresos en este campo —indicó el doctor Walid.

—Escasos —dijo Nightingale—. Y creo que está repitiendo trabajos que ya se han hecho.

—¿Quién los ha hecho? —quise saber.

Nightingale bebió un sorbo de su té y sonrió.

—Haré un trato contigo, Peter —dijo—. Si mejoras en los progresos de tus estudios de verdad, te diré dónde puedes encontrar las notas del último cerebrito que llenó el laboratorio con… En realidad, la mayoría eran ratas, pero creo recordar un par de perros en su casa de fieras.

—¿Mejorar cuánto en mis progresos? —pregunté.

—Más que ahora —respondió.

—A mí no me importaría ver esos datos —dijo el doctor Walid.

—Entonces deberías animar a Peter para que estudie más —comentó Nightingale.

—Es un hombre malvado —dije.

—Y astuto —concedió el doctor.

Nightingale nos miró plácidamente por encima del borde de su taza de té.

—Malvado y astuto —repitió.

* * *

A la mañana siguiente conduje hasta Hendon para la primera parte del curso obligatorio de Seguridad para Agentes. Se supone que debes hacer uno de estos seminarios cada seis meses hasta llegar al rango de inspector jefe, pero dudo que alguna vez veamos a Nightingale asistir a uno. Tuvimos una clase entretenida sobre el Delirio Agitado, o qué hacer con las personas que están colocadísimas. Y después hicimos juegos de cambio de rol en el gimnasio, donde practicamos cómo sujetar a los sospechosos para evitar que se caigan por las escaleras. Había un par de agentes que estudiaron con Lesley y conmigo en Hendon y nos sentamos juntos en la comida. Me preguntaron por Lesley y yo les conté la versión oficial de que la habían agredido físicamente durante los disturbios de Covent Garden y que su atacante se había suicidado posteriormente antes de que pudiera arrestarle.

Por la tarde nos turnamos para esconder armas ilegales en nuestro cuerpo mientras nuestros compañeros nos cacheaban, concurso que yo gané de calle porque sé ocultar esconder una cuchilla de afeitar en la cinturilla de mis vaqueros y no me da miedo llegar hasta la entrepierna de un sospechoso. Todas las pruebas físicas me infundieron una extraña energía, así que cuando uno de los agentes sugirió ir a una discoteca, me pegué a él como una lapa. Terminamos en un granero con luz ultravioleta y lleno de gente de Romford donde, quizás sí o quizás no, terminé dándome el lote con la diosa del río Rom. Pero, a ver, no fue nada serio, solo un poco de sobeteo y algo de lengua, que es lo que ocurre cuando te pasas con el vodka. Me desperté a la mañana siguiente sobre una de las sillas del patio interior, sorprendentemente con poca resaca y con Molly cerniéndose sobre mí. Me miraba con desaprobación. Hubiera preferido tener resaca.

Mi fiel Ford Asbo estaba aparcado sano y salvo en el garaje, así que, después del desayuno y de bañarme en un cubo, salí otra vez para Hendon. Mientras me subía al asiento del conductor, un fuerte vestigium se abalanzó sobre mí. Sabía a vodka, olía a aceite industrial y sentí la resbaladiza textura de un bálsamo labial. Había gritos y chillidos de entusiasmo y un acelerón ilegal, de los que te empujan hacia atrás en el asiento mientras el motor gruñe como si fuera algo grande y en vías de extinción.

Había un pintalabios abierto en el salpicadero, rosa fosforito.

No sabía mucho de la diosa del río Rom, pero sin duda me había rozado con algo sobrenatural. A lo mejor, no había sido el vodka, al fin y al cabo.

«Se acabó», pensé. «No vuelvo a salir por ahí sin tener una carabina».

Pisé el acelerador del Asbo pero, a pesar de la pequeña presión que le había ocasionado al motor, no rugió como una pantera.

Sí que me llevó de vuelta a Hendon a tiempo de empezar con el segundo día, que iba sobre la seguridad del equipo del agente. La clase de por la mañana trataba sobre parar y cachear en relación con la localización de comportamientos sospechosos. El ponente, que se vanagloriaba de llamarse Douglas Douglas, ilustró la rara posición rígida de las extremidades que mostraban los ladrones de tiendas, conocida como «el robot», o el exagerado comportamiento, parecido al de los mimos, que adoptaban los culpables de verdad cuando se encontraban inesperadamente con la policía.

—Nunca os equivocaréis —dijo— al cachear a alguien que quiera mantener una conversación con vosotros.

Partíamos de la base de que nadie quiere hablar por voluntad propia con la policía a no ser que esté intentando desviar tu atención de otra cosa, pero nos advirtió que hiciéramos excepciones con los turistas porque Londres necesitaba el capital extranjero.

Después de eso, volvimos al gimnasio para que nos recordaran cómo usar las esposas correctamente. Utilizamos las que tienen el centro firme, que puedes sujetar y retorcer para ejercer presión en los brazos del sospechoso y asegurarte de lo que nuestro instructor llamaba sumisión y cooperación. Por la tarde, uno de nuestros instructores se puso un traje acolchado, adoptó un aspecto de loco y nos retó a que lo redujéramos con nuestras porras extensibles. A esta parte se la solía llamar entrenamiento «de locos», pero ahora se conoce oficialmente como «la persona con diferencias». Son conocimientos útiles. Nunca sabes cuándo tendrás que asegurar la docilidad y cooperación de las personas con diferencias, en un estado de Delirio Agitado o no.

Cuando terminamos, volvieron a invitarme a salir, pero dije que no y, en su lugar, conduje despacio y con cuidado hasta casa.

* * *

Lesley salió del hospital y apareció inesperadamente cuando yo intentaba perfeccionar una forma llamada aqua que, para los que no hayáis tenido una educación clásica, es una forma básica para manipular el agua. Solía formar la empedocliana junto con lux, aer y terra, dos de las cuales pasaron de moda cuando la teoría de los cuatro elementos de la materia no sobrevivió a la época de la Ilustración.

Se parece mucho a luz porque moldeas la forma en tu cabeza, abres la palma de la mano y, con suerte, te encuentras con una bola de agua del tamaño de una pelota de ping-pong. Nightingale aseguraba no saber de dónde salía el agua, pero yo supuse que provenía del aire del entorno. Era eso o que la absorbiéramos de una dimensión paralela, del hiperespacio o de algo incluso más extraño. Yo esperaba que no fuera el hiperespacio porque no estaba preparado para lo que eso implicaba.

En mi caso, de momento, había conseguido hacer una nube pequeñita, una gota de lluvia congelada y un charco. Y eso después de que tardara cuatro semanas en conseguir algo. Nightingale me estaba supervisando en el laboratorio de aprendizaje del primer piso cuando la neblina sobre mi mano se encogió y se convirtió en una bola flácida. El problema que surge en esta fase en la que estás aprendiendo a dominar una forma es que resulta casi imposible saber por qué lo que estás haciendo en ese momento funciona mejor que lo que estabas haciendo dos segundos antes. Por eso terminas practicando mucho las formae nuevas y no es fácil mantenerlas, sobre todo cuando alguien decide empezar a cantar el estribillo de Rehab al otro lado de la puerta, en voz alta y desafinando un cuarto de tono.

La bola explotó como un globo de agua, empapándome a mí, al banco y al suelo que teníamos alrededor. Nightingale, que ya estaba acostumbrado a mi peculiar aptitud de explotar las formae, se había mantenido bien atrás y llevaba puesto un chubasquero.

Fulminé a Lesley con la mirada y ella adoptó una pose en la puerta.

—He recuperado mi voz —dijo—, más o menos. —Había dejado de llevar puesta la máscara dentro de La Locura y, aunque su rostro seguía destrozado, al menos conseguía distinguir cuándo sonreía.

—No —dije—, siempre has desafinado.

Nightingale le hizo señas a Lesley para que entrara.

—Perfecto —dijo—, me alegro de que estés aquí. Tengo algo que enseñaros y estaba esperando a que estuvierais los dos para haceros la demostración a la vez.

—¿Puedo dejar mis cosas primero? —preguntó Lesley.

—Pues claro —respondió Nightingale—. Mientras lo haces, aquí el amigo puede ponerse a limpiar el laboratorio.

—Menos mal que era agua —comentó Lesley—. Ni siquiera Peter puede hacer que explote.

—No tentemos a la suerte —dijo Nightingale.

Nos reunimos de nuevo media hora después y Nightingale nos condujo a uno de los laboratorios sin usar del final del pasillo. Quitó unos guardapolvos y descubrió unos bancos de trabajo arañados, tornos y tornillos de banco. Lo identifiqué como un taller de diseño y tecnología, como el que utilizaba en el colegio, solo que atrapado en el túnel del tiempo de los días de la energía a vapor y el trabajo infantil. Levantó el último guardapolvo, bajo el que había un yunque negro de hierro de la clase que solo he visto cayendo sobre la cabeza de los dibujos animados.

—¿Estás pensando lo mismo que yo, Lesley? —pregunté.

—Eso creo, Peter —respondió—. Pero ¿cómo vamos a subir hasta aquí el poni?

—Herrar un caballo es una destreza muy útil —comentó Nightingale—. Y cuando yo era niño solía haber una herrería abajo, en el patio. Aquí, sin embargo, es donde convertimos a los chicos en hombres. —Se quedó callado y miró a Lesley—. Y supongo que a las jovencitas en mujeres.

—¿Vamos a forjar el Anillo Único? —pregunté.

Nightingale levantó un bastón.

—¿Lo reconoces? —preguntó.

Sí, lo reconocía. Era el bastón de un caballero, con un mango de plata de aspecto un tanto deslustrado.

—Es tu bastón para caminar —dije.

—¿Y qué más?

—Tu bastón de mago —dijo Lesley.

—Muy bien —dijo Nightingale.

—El golpea-canallas —dije, y cuando Lesley levantó lo que quedaba de su ceja izquierda, añadí—: Un bastón para darle una paliza a los granujas.

—Y la fuente de poder de un mago —dijo Nightingale.

Hacer magia tiene una limitación muy específica. Si te pasas, tu cerebro se convierte en queso suizo. El doctor Walid lo llama degradación hipertaumatúrgica y tiene algunos cerebros en un cajón que saca a la menor excusa para mostrárselos a los jóvenes aprendices. La regla de oro del daño cerebral es que, para cuando sientes cualquier cosa, el daño ya está hecho. Así que los practicantes de esta destreza suelen pecar de precavidos. Esto puede causar tensión cuando, solo como hipótesis, dos tanques Tigre aparecen de repente por entre los árboles una noche lluviosa de 1945. Para convertirse en el héroe de Boy’s Own Weekly y conservar el cerebro intacto, un mago sensato lleva consigo un equipo al que haya imbuido personalmente de muchísimo poder.

No me preguntes qué clase de poder es porque lo único que tengo que puede detectarlo es Toby, el perro. Me encantaría meter algún material con potentes vestigia en un espectrómetro de masas. Primero tendría que conseguir uno y después tendría que aprender suficiente física como para interpretar los puñeteros resultados.

Nightingale puso su bastón sobre uno de los bancos de trabajo, desatornilló la parte de arriba y sujetó la parte del palo a un tornillo de banco. Después, con un martillo y un cincel, lo partió a lo largo y descubrió un núcleo color plomo azulado mate del grosor de un lápiz.

—Este es el corazón del báculo —dijo, y buscó una lupa en un cajón cercano—. Miradlo más de cerca.

Cogimos la lupa por turnos. La superficie del núcleo se había difuminado salvo por unas distinguibles ondas sombreadas que parecían enrollarse hacia arriba a lo largo de su longitud.

—¿De qué está hecho? —preguntó Lesley mientras lo observaba.

—De acero —respondió Nightingale.

—De acero doblado —dije—, como las espadas de los samuráis.

—Se llama acero wootz —dijo Nightingale—. Son diferentes aleaciones de acero, forjadas con un diseño intencionado. Si se hace correctamente, crea una matriz que retiene la magia de manera que su dueño pueda recurrir a ella después.

Con lo que uno se ahorra bastante desgaste del cerebro, pensé.

—¿Cómo se introduce la magia? —preguntó Lesley.

—Mientras lo forjas —dijo Nightingale, y fingió que usaba un martillo—. Se utiliza un hechizo de tercera orden para elevar la temperatura de la forja y otro para mantenerla caliente mientras golpeas tu obra con el martillo.

—¿Y qué hay de la magia? —pregunté.

—Deriva, o eso me enseñaron, de los hechizos que uses durante su forja —dijo.

Lesley se frotó el rostro.

—¿Cuánto tiempo se tarda? —preguntó.

—Este bastón llevará más de tres meses. —Vio la expresión de nuestro rostro y añadió—: Si trabajas, digamos, una o dos horas al día. No puedes excederte con la cantidad de magia, de lo contrario, el propósito del bastón sería irrelevante.

—¿Y cada uno vamos a hacer un bastón? —quiso saber Lesley.

—Con el tiempo, sí —respondió Nightingale—. Pero primero tenéis que observar y aprender.

De lejos oímos débilmente que sonaba el teléfono y todos nos volvimos hacia la puerta esperando a que Molly apareciera. Cuando lo hizo, inclinó la cabeza hacia Nightingale para indicar que la llamada era para él.

Nosotros le seguimos a una distancia prudente con la esperanza de escuchar la conversación.

—Sabía que tendría que haber prestado más atención en las clases de tecnología —dijo Lesley.

Ya estábamos en el descansillo cuando Nightingale nos llamó para que bajáramos. Le encontramos con el teléfono en la mano y una expresión de completo asombro reflejada en el rostro.

—Ha llegado una denuncia sobre un mago solitario —dijo.

* * *

El mago solitario y yo nos quedamos mirándonos el uno al otro con una incomprensión compartida. Él se preguntaba por qué demonios había un agente de policía sentado junto a su cama y yo me preguntaba de dónde narices había salido este tipo.

Se llamaba George Nolfi y era un hombre blanco, con un aspecto normal y corriente, de unos sesenta y pico años (sesenta y siete según mis notas). El pelo le clareaba, pero seguía siendo castaño en su mayoría, tenía los ojos azules y un rostro que evidentemente se había decantado por una vejez cadavérica y no por unos buenos carrillos. Llevaba las manos vendadas desde las muñecas hasta abajo, de manera que solo mostraba las puntas de los dedos —en ocasiones las ponía hacia arriba y se las examinaba con una expresión de auténtica sorpresa en el rostro. Mis notas decían que había sufrido quemaduras de segundo grado en las manos durante el «incidente», pero que nadie más había resultado herido, aunque se había atendido a varios niños por el shock.

—¿Por qué no me cuenta lo que ha ocurrido? —pregunté.

—No me creería —dijo.

—Hizo que una bola de fuego apareciera de la nada —dije—. ¿Ve? Sí le creo, esta clase de cosas ocurren todo el rato.

Se me quedó mirando con cara de tonto. Nos ocurre mucho, incluso con gente que tiene cierta experiencia con lo sobrenatural… No, ni de coña, nos pasa con gente que es sobrenatural.

Venía de Wimbledon y era perito. No estaba en nuestra lista de los Pequeños Cocodrilos. De hecho, había ido a la Universidad de Leeds y el apellido Nolfi no aparecía en las listas de la antigua escuela de Nightingale ni de La Locura. Y aun así había conjurado una bola de fuego en el salón de la casa de su hija —lo habían grabado todo con una cámara de vídeo.

—¿Lo había hecho ya antes? —pregunté.

—Sí —respondió—. Aunque la última vez era pequeño.

Lo apunté. Nightingale y Lesley seguían registrando su casa en busca de libros sobre magia, focos de vestigium, lacuna, ídolos y espíritus malignos. Nightingale me había dejado claro mi trabajo: determinar, primero, lo que había hecho el señor Nolfi; segundo, por qué lo había hecho; y, por último, por qué sabía cómo hacerlo.

—Era la fiesta de cumpleaños de Gabriella, mi nieta —dijo—. Es una niña encantadora pero, como tiene seis años, es un poco traviesa. ¿Tiene usted hijos?

—Todavía no.

—Una habitación llena de niñas de seis años en masa puede ser un panorama abrumador, así que puede que cogiera fuerzas con más jerez del que era mi intención —dijo—. Hubo un problema con la tarta.

Incluso peor, las luces ya se habían apagado, anticipando su entrada, y las velas estaban encendidas; todo acompañado por un coro de «Cumpleaños Feliz (chúpate la nariz)».

Así que al señor Nolfi, el abuelo, le ordenaron que mantuviera entretenidas a las niñas mientras se solucionaba el problema.

—Y me acordé del truco que solía hacer cuando era pequeño —dijo—. En ese momento me pareció una buena idea. Conseguí su atención, algo que no es fácil de hacer, ¿sabe? Me subí las mangas y dije la palabra mágica.

—¿Cuál era la palabra mágica? —pregunté.

—¡Lux! —dijo—. En latín significa luz.

Pero claro, yo eso ya lo sabía. También es la primera forma que aprende un aprendiz de mago con formación clásica. Le pregunté al señor Nolfi qué esperaba que hubiera ocurrido.

—Solía ser capaz de hacer una bola de luz de colores —dijo—. A mi hermana le divertía.

Con un poco de insistencia me reveló que solo conocía ese hechizo y que había dejado de hacerlo cuando lo mandaron al colegio.

—Mi escuela era católica, así que veían con malos ojos las incursiones en lo oculto… Las incursiones en general, para ser sinceros —dijo—. El director creía que si ibas a hacer algo, debías hacerlo hasta el final.

Me dio algunos detalles del colegio, pero me advirtió que había cerrado a finales de los sesenta por un escándalo.

—El director metió la mano en la caja —dijo.

—Entonces, ¿de quién aprendió usted este truco de magia? —pregunté.

—De mi madre, por supuesto —respondió el señor Nolfi.

* * *

—De su madre —dijo Nightingale.

—Eso es lo que dice él —indiqué.

Estábamos todos en lo que llamábamos el Comedor Privado, comiendo… Para ser sincero, no sabíamos el qué porque Molly estaba experimentando otra vez. Pata de cordero, según Lesley, guisada con algo que parecía pescado, posiblemente anchoas, posiblemente sardinas, y dos cucharadas de puré de… Yo dije colinabo, pero Nightingale insistió en que al menos una de ellas era chirivía.

—Creo que no deberíamos comer cosas que no sepamos qué son —dijo Lesley.

—No fui yo el que le compró el libro de Jamie Oliver por Navidad —señalé.

—No —dijo Lesley—, tú eres el que quería comprarle el de Heston Blumenthal.3

Nightingale —entrenado desde muy pequeño en comer lo que le pusieran delante, como indicó—, lo devoró con entusiasmo. Dado que Molly merodeaba por el umbral de la puerta, Lesley y yo teníamos pocas opciones que no fueran seguir su ejemplo.

Sabía extraordinariamente a cordero en salsa de sardinas, pensé.

Tras una espera lo suficientemente larga para asegurarnos de que no nos había envenenado, seguimos hablando del señor Nolfi.

—Me parece poco probable —dijo Nightingale—. O al menos algo que no había visto nunca antes.

—No encontramos nada en su casa —comentó Lesley.

—Incluso en tus tiempos habría mujeres practicantes —dije.

—Había algunas Brujas del Cerco —dijo Nightingale—. Sobre todo en el campo, siempre las hay. Pero no había nadie con un entrenamiento académico, que yo supiera.

—Hogwarts era territorio masculino —dije.

—Peter —empezó a decir Nightingale—, si quieres pasarte los próximos tres días limpiando el laboratorio, entonces, por favor, sigue refiriéndote a mi viejo colegio como Hogwarts.

—Casterbrook —dije.

—Eso está mejor —dijo Nightingale, y dio cuenta de lo que le quedaba del colinabo, si es que realmente era eso.

—Pero solo era para chicos —insistí.

—Indudablemente. De lo contrario, estoy seguro de que me habría dado cuenta.

—¿Y estos chicos provenían de viejas familias de magos?

—Tienes una idea maravillosamente pintoresca de cómo funcionaban las cosas —dijo Nightingale—. Había una serie de familias que normalmente enviaba a uno o más de sus hijos a la escuela. Eso es todo.

Tradicionalmente, los terratenientes mantenían a sus primogénitos en casa para heredar la hacienda, enviaban al segundo a ser soldado y el tercero se dedicaba a la iglesia o a las leyes. Le pregunté a Nightingale en qué posición de la lista se encontraba la magia.

—La Locura nunca fue muy popular entre los aristócratas —explicó—. Éramos más burgueses orgullosos que aristócratas. Sería más conveniente pensar en nosotros como unos profesionales, como los médicos o los abogados. Lo común era que un hijo siguiera los pasos de su padre.

—Pero no una hija, ¿verdad?

Nightingale se encogió de hombros.

—Eran otros tiempos —dijo.

—¿Tú padre era mago? —pregunté.

—Dios mío, no. Fue mi tío Stanley el que siguió la tradición en esa generación y el que sugirió que yo fuera a Casterbrook.

—¿No tenía hijos propios?

—Nunca se casó —explicó Nightingale—. Yo tenía cuatro hermanos y dos hermanas, así que creo que mi padre pensó que podía prescindir de mí. Mi madre siempre decía que yo fui un niño curioso, haciendo demasiadas preguntas en los momentos más inoportunos. Estoy seguro de que se sintieron aliviados de tener a otra persona que adquiriera la responsabilidad de contestarlas.

Nos pilló a Lesley y a mí intercambiando una mirada.

—Me sorprende que esto os parezca interesante en lo más mínimo —dijo.

—Nunca antes nos habías hablado de tu familia —dije.

—Estoy seguro de que sí —comentó.

—Para nada —replicó Lesley.

—Oh —dijo Nightingale, y cambió de tema de inmediato—. Mañana quiero que los dos practiquéis en el campo de tiro por la mañana. Después, por la tarde, toca latín.

—Mátame ya —dije.

—¿No deberíamos estar haciendo algo de trabajo policial? —preguntó Lesley.

Llegó el pudin, un pudin de mermelada, rojo y humeante. Molly nos lo colocó delante con mucha más confianza que con la que nos había ofrecido las piernas de cordero.

—¿Y todos se hacían su propio bastón? —preguntó Lesley.

—¿Todos quiénes? —preguntó Nightingale.

—En los viejos tiempos —dijo, y señaló alrededor del comedor—. ¿Todos los que formaban parte de este sitio?

—No —respondió Nightingale—. Para empezar, muy pocos necesitábamos uno para el día a día, por así decirlo. Y, para terminar, hacerlos se convirtió en algo parecido a una especialidad. Un grupo de magos de Manchester, venidos de todas partes, que se llamaban a sí mismos los Hijos de Weyland, los hacían por encargo. Por suerte para vosotros, me considero a mí mismo un hombre moderno del Renacimiento, listo para darle la mano a cualquier arte o ciencia.

Nightingale se había ido a Manchester, donde había aprendido los misterios de los Hijos de Weyland, o al menos las partes de esos misterios que eran apropiados para un caballero. Cuando le pregunté qué había ocurrido con las personas que le habían enseñado, el rostro de Nightingale se ensombreció y supe cuál era la respuesta. Todos, la flor y nata de la hechicería británica, se habían marchado a Ettersberg. Y solo unos pocos habían regresado.

—¿Aprendió Geoffrey Wheatcroft los misterios de los Weyland? —preguntó Lesley.

Nightingale la miró, meditabundo.

—¿En qué estás pensando? —preguntó.

—Estoy pensando, señor —dijo—, que si Geoffrey Wheatcroft no aprendió a hacer un bastón, entonces no podría haber pasado esos conocimientos a los Pequeños Cocodrilos ni al Hombre Sin-rostro.

—Sabemos que sus protegidos podían hacer trampas para demonios —dije—. Y cosas peores.

—Lesley tiene razón —dijo Nightingale—, cualquiera puede hacer una trampa para demonios, siempre y cuando sea un vil espécimen de la peor calaña. Pero había algunos secretos relacionados con la fabricación de los bastones, secretos que seriamente dudo que el viejo Geoffrey llegara a aprender nunca. No estoy seguro de cómo puede ayudarnos eso.

Yo sí lo estaba.

—Significa que tenemos algo que el Sin-rostro querrá para sí mismo como un loco —dije.

—En otras palabras, señor —dijo Lesley—: tenemos un cebo.

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