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TRAFALGAR: EL PRIMERO DE LOS EPISODIOS NACIONALES
ОглавлениеQuizás influido por los relatos de juventud de aquel viejo marinero de origen gallego que –según él mismo afirma– conoció en Santander, o debido a una verdadera motivación artística y hasta cierto punto «política», Benito Pérez Galdós decide no utilizar a ninguna figura histórica o personaje relevante de la época para encarnar al protagonista de Trafalgar. Por el contrario, nos presenta esta batalla naval a través de los ojos de Gabriel Araceli, un humilde gaditano natural del barrio de la Viña que, con apenas catorce años, experimenta en carne propia la realidad de la guerra a bordo de uno de los navíos españoles que participan en el combate. La novela, al igual que el resto de la primera serie de los Episodios Nacionales, está narrada en primera persona por el propio Araceli, quien, desde su vejez, rememora aquellos años de juventud y los acontecimientos de los que fue partícipe en el complejo y convulso periodo histórico a comienzos del siglo XIX: «Como quien repasa hojas hace tiempo dobladas de un libro que se leyó, así miro con curiosidad y asombro los años que fueron; y mientras dura el embeleso de esta contemplación, parece que un genio amigo viene y me quita de encima la pesadumbre de los años, aligerando la carga de mi ancianidad, que tanto agobia el cuerpo como el alma».
La creación de este personaje literario dota a Galdós de una libertad total para construir la trama de la novela sin la necesidad de verse condicionado por unos aspectos biográficos o históricos que podrían haber sido problemáticos en caso de decantarse por un protagonista «real». De este modo, el escritor canario toma a Gabriel como elemento central de su obra y en torno a él dispone los diferentes sucesos históricos y ficcionales que van desarrollándose a lo largo de la novela. Araceli sirve, por tanto, como mecanismo de cohesión, no solo de Trafalgar, sino de toda la primera serie, un esquema narrativo que Galdós utilizará con otros personajes en el resto de sus Episodios Nacionales y que parecía estar esbozando unos años antes, como así podemos dilucidarlo a partir de sus comentarios sobre Las aventuras de Pickwick de Charles Dickens, publicadas para el folletín de La Nación:
Su plan es el mismo de Gil Blas de Santillana y de casi todas las novelas españolas del siglo XVII, es decir, un personaje estable, protagonista de todos los incidentes de la obra, un actor que toma parte en una larga serie de escenas, que no se relacionan unas con otras más que por el héroe que en todas toma parte. Esta clase de planes son admirables cuando se quiere pintar una sociedad, una nacionalidad entera, en una época indeterminada.
El protagonista recorre toda la escala social interviniendo, siempre el mismo, en una serie de acciones subordinadas: la escena cambia a cada momento, cambiando también todos los actores secundarios o accidentales; y van estos desapareciendo ante el principal, que continúa en todo lo largo de la narración siendo víctima o héroe, mero espectador unas veces, confidente otras; sirviendo de término de comparación, de elemento estable e idéntico, propio para dar unidad a la obra (Galdós, 1868: 3).
La literatura del Siglo de Oro, a la que se refiere Galdós en este fragmento, posee una notable importancia dentro del desarrollo narrativo, el lenguaje y la caracterización de algunos personajes en Trafalgar. En este sentido, el propio protagonista de la obra, Gabriel Araceli, guarda una estrecha relación con los personajes propios de la novela picaresca de los siglos XVI y XVII. Su origen humilde, la orfandad del padre y la posterior pérdida de la madre, y el itinerante recorrido que lleva a cabo al servicio de distintos amos son algunos de los aspectos que entroncan al personaje galdosiano con esta tradición clásica de la literatura española. Por si estos elementos no fueran suficientes, el propio don Benito hace expresa esta conexión al comienzo de la novela: «Doy principio, pues, a mi historia como Pablos, el buscón de Segovia: afortunadamente Dios ha querido que en esto solo nos parezcamos». Tal y como señala el propio Gabriel Araceli, las diferencias entre el personaje galdosiano y el de Francisco de Quevedo son significativas en cuanto a la personalidad y las acciones que uno y otro llevan a cabo a lo largo de ambas obras. Sin embargo, como indica Claudio Guillén, sí existen ciertas analogías entre el protagonista de esta primera serie de los Episodios Nacionales y los esquemas propios de la novela picaresca del Siglo de Oro: la alternancia de amos a los que el «pícaro» sirve, y el progresivo ascenso social que el protagonista de Trafalgar llevará a cabo a lo largo de los siguientes episodios (2007: 9).
En este mismo estudio, Claudio Guillén analiza ciertas concomitancias entre la primera serie de los Episodios y la novela bizantina y advierte numerosos guiños cervantinos en Trafalgar, entre los que podemos destacar la descripción que realiza Gabriel Araceli del barrio gaditano de la Viña: «cuando se dice de éste que no es “academia de buenas costumbres”, parece insinuarse la posibilidad de que Galdós recurra a las ironías de las Novelas Ejemplares, evocando La ilustre fregona y sobre todo el Rinconete y Cortadillo, con su uso pseudoserio de términos respetables» (2007: 8-9). La influencia de Miguel de Cervantes en esta novela –y en toda la producción literaria de Galdós– es a todas luces incuestionable.10 Un ejemplo de ello lo encontramos también en la caracterización de dos personajes principales de la obra –Alonso Gutiérrez de Cisniega y su amigo Marcial, apodado Medio-hombre– y los elementos simbólicos que encontramos en ellos.
El propio nombre de Alonso nos remite directamente al «ingenioso hidalgo» de La Mancha; en esta ocasión, el personaje galdosiano –un viejo militar andaluz– es un idealista que sueña, desde su hogar en Vejer de la Frontera, con volver a embarcarse en nuevas aventuras y batallas y demostrar así que su honor y su valía aún siguen intactos. Junto a él se encuentra otro militar retirado que, por su peculiar forma de hablar11 y su actitud campechana recuerda al fiel escudero de don Quijote: Sancho Panza. Ambos ancianos, seducidos hasta el delirio por el inminente enfrentamiento bélico entre la Marina inglesa y la flota franco-española, deseaban por todos los medios formar parte de la expedición militar para presenciar in situ la experiencia del combate y percibir una vez más el olor a salitre, pólvora y fuego a bordo de uno de estos navíos. Por ello, ante la férrea oposición de doña Francisca, esposa de don Alonso, los dos militares retirados deciden escapar –como hiciera don Quijote– con el joven Gabriel, y trasladarse a Cádiz para embarcarse rumbo a la batalla.
Esta aventura quijotesca que emprenden los tres personajes supone el punto de inflexión que permite el desarrollo narrativo del resto de la novela. Junto a esta línea argumental principal, aparecen otros conflictos secundarios, referencias intertextuales y técnicas narrativas que vienen a enriquecer y dinamizar la propia trama central. De este modo, «no falta en la novela una historia de amor que ha hecho pensar en la huella moratiniana (una joven que elige a su enamorado frente al parecer de su familia) con su poco de folletín desvaído (unos amores platónicos y una dama curtida en años que se complace en la admiración gozosa de la juventud)» (Arencibia, 2006: 15). A su vez, en Trafalgar –y en el resto de los Episodios– encontramos características propias de la novela popular, como por ejemplo la presencia de historias paralelas y complementarias o la reaparición de varios personajes (Romero Tobar, 1976); además de destacados elementos costumbristas que adopta Galdós para estas novelas históricas (Palomo, 1989; Rubio Cremades, 1979).
Todos estos componentes artístico-literarios de los que se vale Galdós para conformar el primero de sus Episodios Nacionales confluyen de manera irremediable en un único hecho histórico: la batalla de Trafalgar. Sin embargo, el escritor canario opta en un primer momento por eludir este enfrentamiento bélico y crear, en cambio, todo un artificio ficcional por medio del relato autobiográfico sobre los primeros años de vida de Gabriel Araceli: «Se me permitirá que antes de referir el gran suceso de que fui testigo, diga algunas palabras sobre mi infancia, explicando por qué extraña manera me llevaron los azares de la vida a presenciar la terrible catástrofe de nuestra Marina».
A través de esta suerte de digresión que constituyen los primeros ochos capítulos de la novela, el autor consigue, por un lado, mantener la tensión narrativa –a la espera de conocer qué sucesos vivió el protagonista en esos días de octubre de 1805– y, al mismo tiempo, trazar su biografía dentro de un universo literario complejo, con personajes reales y ficticios de diferente clase y condición, y pluralidad de opiniones sobre la realidad histórica en la que estos se encuentran inmersos: «Llama la atención en los Episodios las distintas reflexiones que hacen algunos de los personajes sobre la guerra y los enemigos. don Benito, como siempre, nos da diversos puntos de vista» (Adelantado Soriano, 2012: 66). Los siguientes tres capítulos –nueve, diez y once– centran su mirada en el conflicto épico entre las dos escuadras navales, relatando respectivamente los prolegómenos de la batalla, el desarrollo de la misma y su trágico desenlace. Finalmente, los últimos capítulos narran la triste y angustiosa situación del joven Gabriel Araceli y el resto de supervivientes tras la dolorosa derrota, y sus intentos por volver a pisar con vida tierra firme y regresar al hogar.
Dado el carácter subjetivo –y, por tanto, parcial– que otorga la narración en primera persona a la novela, Galdós utiliza un ingenioso ardid para conseguir elaborar un panorama representativo de la batalla de Trafalgar y sus consecuencias inmediatas. De este modo, Gabriel Araceli describe toda una odisea por distintas embarcaciones propias y enemigas en busca de esa ansiada orilla que les pusiera a salvo. A lo largo de este periplo, el lector conoce –como el propio protagonista– lo ocurrido en otras áreas del campo de batalla a través de los comentarios y anuncios que realizan otros personajes: el desarrollo de la contienda, los navíos hundidos o gravemente dañados y las principales bajas personales que han sufrido uno y otro bando durante el enfrentamiento en alta mar.
Una vez se mitiga el fragor de los cañones y el humo comienza a disiparse en el ambiente, Galdós nos descubre la cruda realidad que deja tras de sí el «juego» de la guerra. Las experiencias vividas por Araceli a bordo del Santísima Trinidad y tras la derrota en Trafalgar dejan en él una marca indeleble y alteran significativamente la percepción del mundo que le rodea. Si antes Gabriel se «figuraba que las escuadras se batían unas con otras pura y simplemente porque les daba la gana, o con objeto de probar su valor», ahora se pregunta si existe alguna razón que justifique de algún modo estos enfrentamientos bélicos y la destrucción que provocan:
Pues bien: en nuestras lanchas iban españoles e ingleses, aunque era mayor el número de los primeros, y era curioso observar cómo fraternizaban, amparándose unos a otros en el común peligro, sin recordar que el día anterior se mataban en horrenda lucha, más parecidos a fieras que a hombres. Yo miraba a los ingleses, remando con tanta decisión como los nuestros; yo observaba en sus semblantes las mismas señales de terror o de esperanza, y, sobre todo, la expresión propia del santo sentimiento de humanidad y caridad, que era el móvil de unos y otros. Con estos pensamientos, decía para mí: «¿Para qué son las guerras, Dios mío? ¿Por qué estos hombres no han de ser amigos en todas las ocasiones de la vida como lo son en las de peligro? Esto que veo, ¿no prueba que todos los hombres son hermanos?».
Esta proclama pacifista que resuena en la conciencia de Gabriel Araceli tras la batalla entronca con los postulados que el personaje de doña Francisca había expuesto en los capítulos iniciales de la novela: «doña Francisca pedía al cielo en sus diarias oraciones el aniquilamiento de todas las escuadras europeas». En este sentido, podemos advertir una evolución en el pensamiento del joven protagonista de Trafalgar, quien –ante el horror, la agonía y el sufrimiento que observa en torno a él– parece comprender lo inútil y absurda que supone la guerra. Del mismo modo, Gabriel observa que, a pesar de las diferencias políticas, históricas y culturales que existen entre los distintos contrincantes, hay más elementos que los unen que aquellos que los separan; un proceso de «humanización» del adversario que le ayuda a comprender y empatizar con sus circunstancias y pone de manifiesto una vez más la crueldad de la lucha armada:
Siempre se me habían representado los ingleses como verdaderos piratas o salteadores de los mares, gentezuela aventurera que no constituía nación y que vivía del merodeo. Cuando vi el orgullo con que enarbolaron su pabellón, saludándole con vivas aclamaciones; cuando advertí el gozo y la satisfacción que les causaba haber apresado el más grande y glorioso barco que hasta entonces surcó los mares, pensé que también ellos tendrían su patria querida, que ésta les habría confiado la defensa de su honor; me pareció que en aquella tierra, para mí misteriosa, que se llamaba Inglaterra, habían de existir, como en España, muchas gentes honradas, un rey paternal, y las madres, las hijas, las esposas, las hermanas de tan valientes marinos, los cuales, esperando con ansiedad su vuelta, rogarían a Dios que les concediera la victoria.
Esta íntima equiparación entre los marineros de las dos flotas enfrentadas, y las razones y esperanzas análogas que los mueven, permite a Galdós reflexionar en torno al concepto de «nación» y plantear una serie de perspectivas próximas a su pensamiento político y la sociedad española decimonónica.12 «La novela histórica jugó así un notable papel en la construcción de la memoria de la nación» (Rubio Jiménez, 2008: 4) a lo largo de todo el Ochocientos y los Episodios Nacionales de don Benito no iban a quedarse al margen de tamaña empresa. De este modo, Trafalgar representa uno de los principales pilares sobre el que el escritor canario sustentará su relato histórico-literario del siglo XIX y la profunda transformación política que se desarrolló a lo largo de este período.
Como bien indica Salvador García Castañeda, «uno de los objetivos de los Episodios Nacionales es narrar la ascensión de la burguesía al poder político» (2009: 8), un camino intrincado y complejo que también conllevó, entre otros aspectos, la conformación de un nuevo concepto de patria y de nación. Así lo expresa perfectamente Gabriel Araceli al rememorar aquellos instantes a bordo del Santísima Trinidad justo antes del comienzo inminente de la batalla:
Por primera vez entonces percibí con completa claridad la idea de la patria, y mi corazón respondió a ella con espontáneos sentimientos, nuevos hasta aquel momento en mi alma. Hasta entonces la patria se me representaba en las personas que gobernaban la nación, tales como el Rey y su célebre Ministro, a quienes no consideraba con igual respeto. Como yo no sabía más historia que la que aprendí en la Caleta, para mí era de ley que debía uno entusiasmarse al oír que los españoles habían matado muchos moros primero, y gran pacotilla de ingleses y franceses después. Me representaba, pues, a mi país como muy valiente; pero el valor que yo concebía era tan parecido a la barbarie como un huevo a otro huevo. Con tales pensamientos, el patriotismo no era para mí más que el orgullo de pertenecer a aquella casta de matadores de moros.
Pero en el momento que precedió al combate, comprendí todo lo que aquella divina palabra significaba, y la idea de nacionalidad se abrió paso en mi espíritu, iluminándolo y descubriendo infinitas maravillas, como el sol que disipa la noche, y saca de la obscuridad un hermoso paisaje.
Las reflexiones del joven protagonista sirven de excurso para comparar estas dos imágenes contrapuestas de la nación: un primer planteamiento estamental, grandilocuente e histórico propio del absolutismo y los postulados del Antiguo Régimen; y una segunda perspectiva dinámica y colectiva que sitúa al pueblo como representante y soberano de la patria y poseedor en última instancia de su propia identidad nacional, en comunión con los planteamientos liberales del siglo XIX. Se produce, por tanto, un cambio de paradigma en la noción de la patria, pues esta ya no se identifica con el poder y la corona sino con aquella población que comparte una misma cultura, un territorio y una historia que sienten como suyas:
Me representé a mi país como una inmensa tierra poblada de gentes, todos fraternalmente unidos; me representé la sociedad dividida en familias, en las cuales había esposas que mantener, hijos que educar, hacienda que conservar, honra que defender; me hice cargo de un pacto establecido entre tantos seres para ayudarse y sostenerse contra un ataque de fuera, y comprendí que por todos habían sido hechos aquellos barcos para defender la patria, es decir, el terreno en que ponían sus plantas, el surco regado con su sudor, la casa donde vivían sus ancianos padres, el huerto donde jugaban sus hijos, la colonia descubierta y conquistada por sus ascendientes, el puerto donde amarraban su embarcación fatigada del largo viaje; el almacén donde depositaban sus riquezas; la iglesia, sarcófago de sus mayores, habitáculo de sus santos y arca de sus creencias; la plaza, recinto de sus alegres pasatiempos; el hogar doméstico, cuyos antiguos muebles, transmitidos de generación en generación, parecen el símbolo de la perpetuidad de las naciones; la cocina, en cuyas paredes ahumadas parece que no se extingue nunca el eco de los cuentos con que las abuelas amansan la travesura e inquietud de los nietos; la calle, donde se ven desfilar caras amigas; el campo, el mar, el cielo; todo cuanto desde el nacer se asocia a nuestra existencia, desde el pesebre de un animal querido hasta el trono de reyes patriarcales; todos los objetos en que vive prolongándose nuestra alma, como si el propio cuerpo no le bastara.
Este alarde exaltado de patriotismo con el que Gabriel Araceli recubre sus palabras, henchidas de un lirismo solemne y profundo, contrasta con el carácter anti-heroico que impera en la novela, tal y como señala Gilberto Triviños (1987). En esta misma línea interpretativa, Cantos Casenave indica que «justo en los momentos en que la narración parece caer en la tentación épica, el autor introduce algunos elementos de relajación o incluso de contrapunto humorístico con los que se diluye el tono grandioso del relato» (2003: 354). Para obtener este efecto narrativo, el escritor canario acude en varias ocasiones a la figura «graciosa» de Marcial o a los personajes femeninos –Rosita, doña Francisca y doña Flora–, un mecanismo literario recurrente que respalda la «lectura antiheroica y desde luego antibelicista y antiépica de la escritura galdosiana» (Cantos Casenave, 2003: 354).
Desde esta perspectiva, podemos interpretar la novela Trafalgar como la narración de un acontecimiento bélico desde una postura pacifista, una paradoja histórico-literaria que, a su vez, le permite a Galdós dar voz al individuo anónimo como testigo, artífice y protagonista de la historia de España: «La narrativa de Galdós es la aventura de la sociedad española del siglo XIX en busca de una identidad resquebrajada, donde el autor progresista apostó por la idea del pueblo en el narrar histórico, de lo general a lo particular, de la sociedad al individuo» (Estévez, 2013: 115). Los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós pretenden surcar las aguas de la Historia entremezclando los grandes hitos del pasado con la intrahistoria (Artiles, 1977) de ese «Fulano colectivo» español (Cardona, 2004: 22-23), un pueblo que se convierte en el principal actor de los acontecimientos y los cambios sociopolíticos producidos en España a lo largo del siglo XIX, una época contemporánea cuyo inicio sitúa Galdós en el estruendo del «primer cañonazo» de la batalla de Trafalgar.