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VIII

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—Mire usted, mi querido don Manolo —dijo el Marqués sentándose, después de dar dos o tres vueltas por la estancia—. Sin esfuerzo alguno, y con solo una ligera indicación de usted o de ella misma, habría usted visto en mí eso que llama rasgo, si supiera yo que al entregar a mi hermana su legítima, daba un empleo útil a ese pequeño capital... Déjeme usted seguir, que ahora me toca hablar a mí. ¡Pues no faltaba más sino que usted se lo dijera todo! Continúo en el uso de la palabra. Cúreme usted a mi hermana de sus manías de fundadora...

—Pero ven acá, majadero, ¿acaso la fe es una enfermedad?

—Que hablo yo ahora: no se interrumpe al orador. Quítele usted de la cabeza a mi señora hermana esas ideas y esos planes para cuya realización no le ha dado Dios el cacumen que se necesita, y no solo le entregaré gustoso lo que le pertenece, sin merma alguna, sino que añadiré algo, siempre que ella se humanice, dejándose de aspirar a la canonización, y vuelva al mundo, mirando por su propio interés y por el de la familia. De buen grado daré todo el esplendor posible a la posición que ella podría crearse, bien casándose con el viudo Muñoz Moreno-Isla, bien con...

—¡Paco, por Dios, no desbarres!... Sí, te interrumpo, no te dejo hablar, no consiento que barbarices de ese modo. ¡Pero tonto, si su grande espíritu la llama hacia cosas bien distintas de eso que llamas posición!... ¡Vaya una posición! ¡Si ella quiere la más alta de todas, la que será siempre inaccesible para todos esos Casa-Muñoz y demás traficantes ennoblecidos que se revuelcan en la vulgaridad, entre barreduras de plata y oro! ¡Buena está Catalina para vender la alegría de su alma, que consiste en estar siempre en Dios y con Dios, por el dinero de esos publicanos! ¡Divertida estaría tu hermana con esa gente, pues a trueque de poseer unas cuantas acciones del Banco, tendría que soportar a su lado noche y día al de Casa-Muñoz y oírle decir áccido, carnecería, y otros barbarismos! ¡Y de añadidura, tener por cuñada a la Josefita Muñoz, la reina de las tintas, como la llama no sé quién, y oírla y aguantarla y estar cerca de ella, cosa tremenda, porque es público y notorio que le huele mal el aliento!... Yo no me he acercado... tate... Me lo han dicho. Pues otra: la madre de esos tenía su tienda en la calle de la Sal. ¡Dios misericordioso, las varas de sarga que me ha medido a mí la buena señora para sotanas! ¡Y hoy sus hijos son Marqueses, y en señal de finura se llevan la mano a la boca cuando les viene un eructo, y van a París como maletas para introducir en España la moda... de los huevos al plato! ¡Y esa es la posición que quieres para tu hermana!

—No se puede con usted, mi buen don Manolo, cuando toma las cosas en solfa —replicó el Marqués festivamente—. Búrlese usted todo lo que quiera; pero yo repito y sostengo que no hay otro medio, para crear clases directoras en esta desquiciada sociedad, que cruzar la aristocracia de pergaminos con la de papel marquilla, dueña del dinero que fue de la Iglesia y de las casas vinculadas. Yo le aseguro a usted...

—No me asegures nada... Tu hermana no quiere ser clase directora en el sentido social. Puede serlo en otro mucho más elevado. Sus desgracias le han hecho aborrecer toda esa miseria dorada del mundo. Ningún amor terrestre puede sustituir en su alma al cariño que tuvo a su esposo. Ahí donde la ves, con todo ese aire de poquita cosa, es una heroína cristiana. Fue buena esposa, mártir de sus deberes; la memoria del pobre muerto es su consuelo, y la llama vivísima de fe que arde en su alma se traduce en la ambición de consagrar su vida al bien de sus semejantes, a aliviar en lo posible los males inmensos que nos rodean, y que vosotros los ricos, los prácticos, los parlamentarios, veis con indiferencia, cuando no los escarnecéis, queriendo aplicar a su remedio las famosas leyes económicas, que vienen a ser como la receta del italiano contra las pulgas.

—Pero si yo no me opongo a que mi hermana sea piadosa... Accedo a que no se case, a que se dedique a la oración en la soledad de un claustro. Soy creyente, bien lo sabe usted.

—Hm... ¡Creyente! Todos los señores prácticos, políticos y parlamentarios lo son por conveniencia, por decoro y exterioridad. Van con vela a las procesiones, y cuando se arrodillan ante el Santísimo y ven elevar la hostia, están pensando en que los cambios suben también, o bajan.

Dijo esto don Manuel nervioso, impaciente, levantándose y dando tumbos por el cuarto. De pronto entra Sandy a pedir a su padre los sellos que había recibido aquellos días, y el buen sacerdote, después de acariciarle, le dice:

—Corre al segundo, alma mía, y a tu tiíta Catalina que baje al momento, que tu papá y yo tenemos que hablarle.

Subió el chiquillo como una exhalación, y en el tiempo transcurrido hasta que se presentó la Condesa, el Marqués hubo de parafrasear sus últimas afirmaciones para evitar que Flórez las interpretara torcidamente. Era hombre práctico, y humillándose ante los hechos consumados, quería quedar bien con todo el mundo.

—He querido decir, señor don Manuel, que no ha demostrado mi hermana, hasta ahora, aptitudes para cosa tan grande, para una empresa que no solo requiere piedad, sino inteligencia, saber del mundo y de los negocios. Eso sostuve y sostengo. ¿Pero acaso el que no haya demostrado aptitudes, significa que no pueda adquirirlas cuando menos se piense? La fe hace milagros, ¿quién lo duda? La fe puede mucho.

—Según tú, los milagros los hace la santa economía.

—También. Y la inteligencia, y el método, y...

La entrada de su hermana le cortó la palabra. Antes de saludarla, don Manuel le alargó desde lejos los brazos, diciéndole con tanta seriedad como alegría:

—Venga usted acá, señora Condesa de Halma, y dé las gracias a su hermano, este noble hijo de su padre, esta gloria de los Artales y Javierres... El señor Marqués, no bien le indiqué los proyectos de usted, abrió, como quien dice, su corazón y su alma toda, inundada de fe cristiana y de entusiasmo católico. Y nada... que disponga usted de su legítima, sin merma alguna, que no hay cuentas, ni las hubo, ni puede haberlas entre dos hermanos que tanto se aman... que si no basta, él está dispuesto...

—Poco a poco, don Manuel... Yo...

—Sí, sí, quiere decir que no nos abandonará en caso de... En fin, se ha portado como quien es, como un prócer castellano, caballero de la fe de Cristo. Ya lo esperaba yo, que conozco la raza, y he llorado de satisfacción viendo cómo sus ideas a las mías respondieron, cómo su noble corazón se inundó de regocijo ante los sublimes proyectos de su bendita hermana. ¡Vivan los Artales y Javierres, cuyo blasón no tiene igual en nobleza, cuya historia está llena de actos magnánimos, de virtudes heroicas! ¡Viva la familia que cuenta más santos que príncipes en su árbol genealógico, y príncipes a centenares, y felicitémonos todos, y yo el primero, por la honra de ser amigo de tan ilustres personas!

—Bien, muy bien —dijo doña Catalina entre dos sonrisas, demostrando en la frialdad con que pronunció aquellas palabras, que no aceptaba como artículo de fe las del clérigo.

—No me opongo jamás —dijo Feramor tragando saliva, para ahogar con ella la tumultuosa procesión que le andaba por dentro—, no me opongo a nada que sea razonable. Cuando lo espiritual se presenta en condiciones prácticas, soy el primero... ya se sabe... Mis ideas generales, mis ideas políticas, concuerdan con todo lo que sea el fomento y protección de los intereses religiosos. La fe es una fuerza, la mayor de las fuerzas, y con su ayuda, las demás fuerzas, ora sociales, ora económicas, podrán realizar maravillas. Toda empresa de mejora moral me tiene a su lado, porque no veo más camino para el perfeccionamiento humano que las creencias firmes, la misericordia, el perdón de las ofensas, la protección del fuerte al débil, la limosna, la paz de las conciencias.

—¡Qué hermosas ideas! —dijo don Manuel con fingido entusiasmo—. ¡Benditas sean las riquezas que atesoras, porque con ellas harás el bien de tus semejantes desvalidos! Si todos los ricos fueran como tú no habría miseria, ¿verdad?, ni el problema social sería tan pavoroso.

Al llegar a este punto, el Marqués necesitaba violentarse mucho para no coger una silla y dejarla caer sobre la cabeza del ladino y maleante sacerdote. Pero su corrección social, como una conciencia más fuerte que la conciencia verdadera, se sobrepuso a su enojo, y ni un momento desapareció de sus labios la sonrisa, que parecía esculpida, de la buena educación... ¡Ah, la buena educación! Era la segunda naturaleza, la visible, la que daba la cara al mundo, mientras la otra, la constitutiva, rara vez salía de la clausura en que las bien estudiadas formas urbanas la tenían recluida. Prescindir de aquella segunda naturaleza para todos los actos públicos y aun domésticos, era tan imposible como salir a la calle en cueros, en pleno día. Los refinamientos de la educación, si en algunos casos corrigen las asperezas nativas del ser, en otros suelen producir hombres artificiales, que por la consecuencia de sus actos se confunden con los verdaderos.

Apurando los inagotables recursos de su buena educación, de aquella fuerza en cierto modo creadora y plasmante que hace hombres o por lo menos estatuas vivas, el Marqués sostuvo el papel que le había impuesto el eclesiástico amigo de la casa, y terminó la conferencia diciendo graciosamente a su hermana:

—Dispón de... eso cuando quieras. Estoy a tus órdenes. Y, como te ha dicho muy bien don Manuel, entre nosotros, entre hermano y hermana, no se hable de cuentas, ni de anticipos... No, no me des las gracias. Es mi deber perdonarte una deuda insignificante. La fortuna me ha favorecido más que a ti; ¿qué digo la fortuna? Dios, que es quien da y quita las riquezas. Si a mí me las ha dado, es para que puedas consagrarte... consagrarte...

No acabó el concepto, porque la buena educación, empleada a tan altas dosis, hubo de agotarse... Para disimular la repentina extinción de aquella fuerza, el Marqués no tuvo más remedio que fingir una tosecilla.

Y don Manuel, sacando una cajita de cartón, le dijo con buena sombra:

—Tome usted, señor parlamentario, una pastillita de las que yo gasto.

Halma

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