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VII

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Bajó despacito las escaleras, fija la vista en los peldaños, mientras volteaba en su mente la grande, la excelsa idea, y en el portal se encontró a los señores Marqueses que regresaban de su paseo en coche.

—¿Todavía por aquí, don Manuel?

—¿Quiere quedarse a comer?

—Gracias mil. Ya saben que no como a estas horas. Mi chocolatito, y a la cama como un ángel. Consuelo, buenas tardes.

—¿Y cuándo tendremos el gusto de volver a verle por aquí? —le preguntó el Marqués.

—Ese gusto lo tendrán ustedes mañana.

—El disgusto será de usted.

—Quizás... Pero en fin, mañana hablaremos. Abur, abur.

Requirió el manteo, y se fue, dejando a su buen amigo un tanto caviloso con aquel anuncio de conferencia, que debía de ser, se lo decía el corazón, alguna extravagancia de su señora hermana la Condesa. Preparose, pues, prejuzgando todos los órdenes, de razonamientos con que podría embestirle don Manuel, y le aguardó tranquilo. Las diez no eran todavía cuando el sacerdote entró en la casa, y ambos en el despacho, sentaditos a uno y otro lado de la mesa, hablaron largo tiempo. El Marqués, si le dejaban, era un águila para las amplificaciones; pero Flórez sabía ser lacónico y contundente cuando el caso lo exigía. La confianza autoritaria, de superior a inferior, con que le trataba, por haber sido su maestro antes de la partida de Feramor para Inglaterra, facilitaba mucho a don Manuel las fórmulas de concisión.

—Ya, ya me lo figuraba —dijo el Marqués, oída la breve exposición que hizo don Manuel de su visita—. Desde que usted me indicó anoche... Bajaba usted de su cuarto, donde estuvo en cónclave con ella toda la tarde... En seguida comprendí. Mi señora hermana desea que le entregue su legítima.

—Exactamente.

—¿Y para eso tanto misterio, y conferencias tan largas entre usted y ella? ¿Por qué no me lo dice? ¿Acaso me niego a entregarle lo suyo? ¿Por ventura no tengo mis cuentas bien claras, y mi conciencia muy tranquila, y todos los asuntos tan en regla, que fácilmente podría contestar a cuantas objeciones se me hicieran? Vea usted, vea usted...

Y diciendo esto sacó un legajo cuyo rótulo decía: «Cuenta de las cantidades suplidas a mi señora hermana Catalina...»

—Ya, ya —dijo el clérigo continuando de memoria la lectura del rótulo—. «Suplidos en Madrid cuando se casó... y después en Sophia, Constantinopla, Corfú...» Dame acá.

Y tomó los papeles, y sin dignarse pasar por ellos la vista, con resolución firme y calmosa empezó a romperlos, no pudiendo hacerlo con todo el legajo de una vez, por ser demasiado grueso.

—¡Qué hace usted, don Manuel! —exclamó el Marqués abalanzando su cuerpo por encima de la mesa, pero sin atreverse a quitarle al otro de las manos los papeles que rompía pausadamente, echando los pedazos en una cestita próxima.

—Ya lo ves... Hago lo que tú harías si fueras como Dios y yo queremos que seas, lo que harás seguramente si reflexionas en ello... Déjame, déjame que deshaga toda esta podredumbre...

—Pero...

—No hay pero que valga. ¡Si has de concluir por aprobarlo, y ayudarme a romper los que quedan! Hijo mío, tengo de ti mejor idea de lo que parece, y aunque te empeñes en disimular tu buen corazón con esas apariencias de egoísmo que te impone la sociedad, no has de conseguirlo. Ya, ya estás comprendiendo que debes entregarle a tu hermana su legítima íntegra, y que esa resta infame que tenías preparada no es propia de un caballero cristiano... como debes ser... como eres, lo digo y lo repito, como eres.

—¡Don Manuel!

—Don Manuel te quiere mucho, y cuando te ve desfigurado por el egoísmo, que todo lo contamina, te rehace a su gusto... Yo quiero que seas conforme al tipo de caballero cristiano que quise formar en ti cuando te llevaron a tierras de ingleses metalizados. No pongas esa cara compungida, ni abras esos ojazos, Paco, amigo mío y discípulo amado. Los anticipos que hiciste a tu hermana son miserias... miserias para ti, que eres rico; y si retienes esas cantidades al entregarle su legítima, rebajas tu dignidad, y te pones al nivel de la gente mal nacida. Prueba que eres noble, no solo de nombre, sino de hechos, y perdónale a tu pobre hermana las limosnas que le hiciste, que si el no dar limosna es cosa fea, el reclamar la que se dio es cosa feísima, plebeya, vil.

—Permítame usted, mi querido Flórez —dijo el Marqués palideciendo, sin ningunas ganas de ceder, pero también sin ánimo para oponerse al rasgo de su amigo y maestro—; permítame usted que le diga que no es esa la manera de tratar las cuestiones de intereses. Discutamos...

—Eso es lo que tú quieres, discutir, porque en ello siempre llevas ventaja. Pues yo aborrezco las discusiones; soy muy poco parlamentario. ¿Y para qué habíamos de discutir? Ya han desaparecido en pedacitos mil tus famosas cuentas. Mía es la responsabilidad de este crimen de lesa majestad... económica. Pero mi conciencia está tranquila, y aquí donde me ves, al romper tus papelotes he sentido en mi interior un goce vivísimo. ¡Si tú eres bueno, si tú mismo no sabes lo bueno que eres! Ea, voy a echármelas de parlamentario. Discusión: planteo el debate. Seré breve, muy breve. Escúchame. Tú eras rico, tu hermana pobre. Tú habías hecho un buen casamiento, bajo todos puntos de vista; tu hermana lo había hecho detestable. Tú eras feliz, ella desgraciada. ¿Qué menos podías hacer que socorrerla en su miseria, cuando aún no podías entregarle su legítima, por no estar ultimada la testamentaría? La socorriste, fuiste buen hermano, buen caballero, y ahora, cuando ella te pide la herencia de vuestro padre, te adelantas gallardamente y le dices: «Querida hermana, toma lo que te pertenece, y olvida los sinsabores que te causé, como yo olvido los socorros que te di.» Esto hace un prócer, esto hace un caballero, esto hace el primogénito de una casa ilustre que hoy se encuentra en posesión de grandes riquezas.

—No me deja usted hablar... ¡Pero don Manuel de mi alma...!

—Si estoy yo en el uso de la palabra, como decís allá. Después hablará su señoría, que aún tengo mucho que decir... Sigo. Pues me figuro que tengo delante de mí a tu padre, o mejor aún, que el hombre que tienes frente a ti, no soy yo, sino aquel bonísimo aunque desordenado Pepe Artal, mi noble amigo. ¿Por qué me decidí a romperte todo este papelorio? Porque tenía la seguridad de que él lo hubiera roto. No era yo, era él, quien lo rompía. Hago revivir ante ti la imagen, más que la memoria, de tu padre, para que le imites en este caso, aunque en otros me guardaría muy bien de presentártelo como modelo. ¡Ah!... Paco mío, tu padre era un perdido... digo, tanto como un perdido no, era una mala cabeza, el desbarajuste, la imprevisión. Cabeza de trapo, corazón de oro. ¡Qué corazón el de Pepe Artal! Era el caballero español, dispuesto a todas las barbaridades imaginables; pero también generoso, verdaderamente noble y magnánimo. El pobrecito no conoció a los economistas ingleses, ni siquiera por el forro. Había oído hablar con grandes encarecimientos de los políticos de allá: Lord Palmerston, Pitt, qué sé yo; pero él no les conocía más que yo a los sacerdotes de Confucio. Creía que todo lo bueno ha de traer una marca que diga Londón, y se empeñó en que tú habías de entrar en el mundo social y político con esa etiqueta. Fuiste allá, volviste hecho un inglesote. Vales mucho, yo no lo niego. Serás capaz de arreglar la Hacienda española... trabajo te mando... como has arreglado la tuya. Tienes grandes cualidades, algunas muy raras aquí, y que nos hacen mucha falta; pero careces de otras, quizás las más elementales... Pero yo, que te quiero tanto, tanto, te cojo, como se coge un muñeco o cualquier figurilla de materia blanda, y te retuerzo, y te doy una gran vuelta, hasta enderezar en ti lo que me parece torcido, y hacerte a mi gusto... Conque se acabó el discurso. Quedamos en eso: en que le entregarás a tu hermana su legítima sin escatimarle las sumas con que acudiste a sus necesidades en los tiempos de su extrema pobreza... ¿Estamos? Pues bien, ahora, yo que soy un gran embustero cuando el caso llega, subiré a ver a Catalina, y le soltaré una mentira muy gorda, pero muy gorda...

—¡Qué!

—Que tú, por tu propia iniciativa, como saliendo de ti, ¿me entiendes? has tenido ese rasgo. Que yo no te he dicho nada, que los papeles los rompiste tú, mejor, que ya los habías roto; en fin, yo me entiendo.

—¿Y eso dirá usted a mi hermana?

—Eso mismo, tal como lo oyes.

—Pues no lo creerá —dijo Feramor, sonriendo por primera vez después del sofoco que acababa de pasar.

—Tanto peor para ella y para ti... Pero sí lo creerá. Basta que se lo diga yo.

—Con muchos actos de veracidad como este...

—¡Pero si en rigor no es mentira lo que pienso contarle! ¡Si tú, al fin, sientes ya no haber tenido aquella espontaneidad, porque tu corazón se ha vuelto del lado de la esplendidez galana y noble! Y el aceptar ahora gozoso lo que antes no hiciste, es lo mismo que si lo hubieras hecho, y llegas a creer que tú mismo rompiste las cuentas, y... Vaya, confiésame que te has penetrado de tu papel de caballero y de buen hermano, y que estás contento de haberlo mostrado con una gallardísima acción. Confiésalo, di que sí, y con esa declaración me quedo yo más tranquilo, y no me remorderá la conciencia por el embuste que voy a encajarle a la Condesa...

—Hm...

Halma

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