Читать книгу Halma - Benito Pérez Galdós - Страница 12
II
Оглавление—¿Pero tú estás loco? ¡Que te dé mil pesetas! —le dijo la víctima poniéndole la mano en el pecho, y apartándole de sí como un peso que se le venía encima—. ¡Vaya una historia! ¿Negocios tú...? Y qué es, ¿se puede saber?
—Un negocio editorial, pero seguro, Paco; tan seguro, que ganaré con él en poco tiempo, unos cuantos miles de duros.
—Echa por esa boca. La historia de siempre. ¿Y con mil pesetas estableces una casa editorial?
—¿No me has oído? Tengo más; pero me falta ese pico.
—Lo que a ti te falta es vergüenza —respondió el Marqués, que ante aquella calamidad de la familia se veía privado hasta de su buena educación—. Déjame en paz, o te echo de mi casa.
—Bueno, no es motivo para que te enfades. Me niegas el auxilio que yo, pobre industrial, vengo a pedirte. Y luego me decís: «Trabaja, trabaja, sé hombre, sienta la cabeza.» Pues señor, siento la cabeza, me descrismo trabajando; pero ¡ay! la pícara ley económica se interpone... ¿El capital dónde está? Lo busco; encuentro parte; voy a mi opulento primo a que me lo complete, y mi opulento primo me echa de su casa, me condena a la miseria, me ata las manos... Bien, Paco, bien... Siempre te querré, y te respetaré siempre...
—¡A fe que están los tiempos para poner dinero en empresas editoriales..., precisamente cuando hemos convenido en dedicarlo a las espirituales!
—Tú puedes atender a todo. Estás en el deber de fomentar lo de Dios y lo del César.
—Sí, sí, con la saca que me espera estos días. ¿Sabes que tengo que dar a mi hermana...?
—Lo sé. Le das lo suyo.
—Pero...
—Convenido; tu hermana está loca.
—Habla con más respeto.
—Loca perdida. Locura sublime, si quieres. Yo que tú, no le daba un cuarto. Lo sublime deja de serlo en cuanto le pones dinero encima. Dame a mí lo que te pido, que estoy bien cuerdo y bien pedestre, con mi trabajito metódico, y mis hábitos de hombre previsor y ordenado.
En efecto, dígase porque es verdad, el pobre Urrea llevaba medio año de vida totalmente contraria a la que le diera fama tan triste. Había conseguido dar forma práctica a su habilidad para la fotografía, y asociándose con un industrial muy activo, hizo una excursión por las provincias andaluzas, y se trajo una colección de clichés de monumentos, que le valieron algunos cuartos. Esto le alentó. Fundó un periódico, estudiando la Zincografía y el Heliograbado; pero la endeblez de la parte literaria hizo fracasar la publicación. Con nuevos elementos intentaba la creación de otro semanario ilustrado, esperando obtener considerables ganancias, y juntaba dinero para el material indispensable y para los primeros gastos. El impresor le exigía, a más del papel, una cantidad en fianza para responder de la composición y tirada de los dos primeros números. Hablando de estas materias, metiéndose de lleno en la explicación técnica del negocio por ver si ablandaba a su primo, afiló más el arma, llegando a fijar en dos mil pesetas la suma que necesitaba.
—¡Dos mil!
—Sí, y tú me las vas a dar. Eres mejor de lo que tú mismo crees.
—No; si yo me tengo por inmejorable. Por serlo, no te doy las dos mil pesetas: sería lo mismo que tirarlas a la calle... Oye: una cosa se me ocurre. Pídeselas a mi hermana, que ahora tiene dinero, o lo tendrá pronto, y según dice don Manuel, lo dedica al socorro de la miseria humana. Claro que tú, con tu flamante industria editorial, estás comprendido en esa humanidad miserable, a la cual piensa Catalina redimir.
—Pues mira tú, no es mala idea... ¡Ah! tu hermana es una santa, una heroína cristiana. Yo la admiro, y siempre que la veo, me dan ganas de arrodillarme delante y rezar... Mi palabra de honor... Pues sí, ¡famosa idea!
—Hazle comprender que la protección a las industrias nacientes y a los hombres emprendedores y formales como tú, debe contarse entre las obras de misericordia, y que la caridad empieza por la familia... ¿entiendes? ¡Quién sabe, hombre, quién sabe si...!
—No lo tomes a broma, que bien podría... Se intentará, hombre, se intentará. Catalina es realmente un ángel, y sus desgracias le dan una extraordinaria penetración para comprender las ajenas. Bien mirado el asunto, debe comenzar su campaña caritativa por mí, que la venero, que la idolatro; por mí, el más desgraciado de la familia, más que ella seguramente, más, más. Y creo que, en conciencia, bien puedo pedirle tres mil pesetas.
—Sí... sube, hijo, sube.
—Pero, ¡ay! —exclamó Urrea desalentado súbitamente, llevándose la mano al cráneo—, no me acordaba de... ¡Ay, no puede ser, Paco de mi alma, no puede ser! ¡Qué tontos tú y yo! Claro que dejándose llevar mi prima de su magnánimo corazón, no habría caso. Pero como el que gobierna en su voluntad es ese congrio de don Manuel... Figúrate.
—No te permito hablar así de nuestro dignísimo amigo.
—Perdóname... No le ofendo. ¡Triste de mí! ¡Cuando digo que la mayoría de los males que afligen a la humanidad son de un origen eclesiástico!... ¡Ah! pues si yo cogiera libre a mi prima, quiero decir, en el libre ejercicio de su misericordia, créete que mis cuatro mil pesetillas no habría quien me las quitara. Mi palabra...
—Veo que si no te las dan pronto, acabarás por pedir un millón.
—Se me ocurre una idea... Quizás podríamos... Hay que verlo. ¿Puedo contar contigo?
—¿Conmigo? ¿para qué?
—Para apoyarme, en caso de que ese reverendísimo percebe informe, como parece natural, en contra de mi pretensión.
—Yo... ¿Cómo?
—Diciéndole a la señora Condesa de Halma que ya no soy lo que era, que me he corregido, que trabajo, que con mi pequeña industria doy de comer a multitud de familias indigentes, en fin, que defiendo a rajatabla los grandes ideales cristianos, y que sería obra de caridad muy meritoria auxiliarme con cinco mil...
—¡Calla, hombre, calla! Yo no puedo apoyarte. Creerán que me he vuelto loco. En todo caso, demuéstrame que tus propósitos de enmienda son verdaderos, y tus planes de trabajo cosa seria y decisiva.
Dijo esto el Marqués, pasando al salón próximo, como si por la fuga quisiera librarse de mosca tan importuna; pero el pariente pobre le seguía, cosido a sus faldones, desplegando la pertinaz voluntad de esos caracteres que no desmayan hasta no conseguir lo que se proponen. Minutos después, Feramor se sentó en un diván para hablar de política con Manolo Infante. El parásito hubo de agregarse con oficiosidad pegajosa; la conversación rodó insensiblemente hacia el terreno periodístico, y al instante Urrea se dejó caer con esta indirecta:
—Como yo consiga echar a la calle mis Sabatinas, verán ustedes. Cosa nueva, la actualidad presentada con arte y chic, precio fenomenal, digo, baratísimo; la parte literaria de primera, la heliografía ídem de lienzo, en fin, un negocio que solo espera un poquitín de apoyo para enriquecer a alguien. El primer número, que ya está preparado, lo dedico al célebre apóstol de nuestros tiempos, el gran Nazarín, de quien presento noticias estupendas, la biografía completa, retratos de él y sus discípulas...
—Pero ese Nazarín, ¿qué es? —preguntó el Marqués a Manolo Infante—. Ya nos trae locos la prensa con la dichosa cuadrilla nazarista, y el proceso, y las interviews... ¿Le has visto tú?
—No necesito verle —replicó Infante—, para pensar, como tu primo, que es el pillo más ingenioso que ha echado Dios al mundo.
—Poco a poco —dijo Urrea con el desparpajo que gastar solía para desmentirse—. Yo no pienso tal cosa.
—Hace un rato nos contabas a Severiano y a mí que le habías visto, y charlado con él y sus compañeras, y que le tenías... son tus palabras... por un impostor vulgarísimo.
—¿Eso dije?... Vamos, os revelaré todo el intríngulis de mi diplomacia. Por desorientaros a ti y a Severiano os dije la opinión corriente y vulgar, reservando para mi público la novedad, la sorpresa. Yo presento a Nazarín como resulta del sondeo que he hecho de su carácter, visitándole en el hospital uno y otro día.
—Y opinas que es un santo. Pues eso no es nuevo, porque no ha faltado quien lo haya sostenido ya.
—Pero no presentan los elementos de prueba que presentaré yo. Es un hombre extraordinario, un innovador, que predica con actos, no con palabras, que apostoliza con la voluntad, no con la inteligencia, y que dejará, no se rían ustedes de lo que afirmo, un profundo surco en nuestro siglo.
—¡Pero si nos has dicho hace media hora que ni siquiera es loco, sino un aventurero que se hace el demente para vivir sobre el país!
—No me convenía hace media hora decirte mi verdadera opinión. En diplomacia y en industria es permitido el engaño. Antes no me convenía propagar la verdad; ahora me conviene.
—A este le entiendo yo mejor que nadie —dijo Feramor riendo—. Tiene sus planes, persigue su negocio, y repentinamente, un cambio atmosférico le hace cambiar de rumbo para llegar más pronto a donde se propone. Es muy astuto mi primo, y ahora quiere ponerse a bien con los que dedican su dinero a los eternos ideales, a las campañas de la caridad evangélica. ¿Es esto, sí o no? Y a propósito, Manolo, ¿sabes tú de alguien que quiera tomar parte en una empresa editorial, con tendencias religiosas, nota bene, con tendencias religiosas, haciendo un pequeño sacrificio de seis mil pesetas?
—Poco a poco... —dijo con viveza José Antonio—. La participación en los beneficios no puede darse sino aportando al negocio siete mil pesetas.
Feramor e Infante rompieron a reír, y el otro, sin cortarse ni abandonar el campo de su formidable sport, prosiguió de este modo:
—A reír, a reír... Ya veremos quién se ríe el ultimo. Y volviendo a mi héroe, les enseñaré algunas pruebas de las diferentes fotografías que he podido sacarle en el Hospital... También tengo las de sus compañeras. Verán.
Echando mano al bolsillo, mostró distintas pruebas fotográficas, obra suya, las cuales fueron examinadas con intensa curiosidad por las distintas personas que al instante formaron grupo.
—¿Conque este es el famoso Nazarín?... A ver, a ver...
—Digan ustedes si cabe en lo humano un rostro más inteligente.
—Parece moro.
—Lo que parece es una figura bíblica.
—¿Y esta mujer...?
—Vean, vean esa cabeza, y díganme si la impostura puede llegar jamás a esa ideal belleza.
—Bonito perfil. Pero aquí hay retoque.
—Más que la Beatrice del Dante, parece un Dante joven.
—Digan que es una pitonisa, con la inspiración pintada en sus ojos.
—O una Santa Clara.
—Eso no; no es figura medieval, es bíblica.
—Del Antiguo Testamento. No confundir...
—¿Y este? ¿Qué mico es este?
—Esa es Ándara... la monstruosa, porque en su rostro hay un guiño del Infierno y otro del Cielo.
—¡Ándara!... ¡Jesús, qué endiablada fisonomía!
—Todo es extraño, sublimemente enigmático y misterioso en esa familia, o dígase tribu... Pero fíjense, fíjense bien en la cara de Nazarín. ¿Es Job, es Mahoma, es San Francisco, es Abelardo, es Pedro el Ermitaño, es Isaías, es el propio Sem, hijo de Noé? ¡Enigma inmenso!
Desembuchaba estos calurosos encarecimientos el bueno de Urrea, como un viajante que enseña las muestras de los artículos que ofrece al comercio, y en tanto las fotografías corrían de mano en mano. Las señoras principalmente las arrebataban, y ponían en ellas su atención con una curiosidad intensísima, insaciable, febril.