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SEGUNDA PARTE

Índice

I

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Véanse ahora los artificios que en la conducta del Marqués de Feramor determinaba su segunda naturaleza, el ser urbano y correcto, pues el impulso adquirido le llevó a distancias considerables de su verdadera índole interna, petrificada en el egoísmo. Aquella noche y las siguientes, platicando en su tertulia con las personas graves de ambos sexos que a ella concurrían, indicó con discreta jactancia su propósito de coadyuvar a las empresas religiosas de su hermana la Condesa. Verdad que todo esto era de dientes afuera. Hay que manifestar que le incitaba a la expresión de tales ideas y otras semejantes la atmósfera que reinaba en su tertulia, y que no era más que una prolongación del ambiente total. Porque en aquellos días, que no están muy lejanos, había venido sobre la sociedad una de esas rachas que temporalmente la agitan y conmueven, racha que entonces era religiosa, como otras veces ha sido impía. El fenómeno se repite con segura periodicidad. Vienen vientos diferentes sobre la conciencia pública: a veces como una moda de exaltaciones democráticas; a veces la moda del ideal contrario. En literatura también vienen y van estas ventoleras furibundas, que harían grandes estragos si no pasaran pronto. Sopla a veces un realismo huracanado que todo lo moja; a veces un terral clásico que todo lo seca.

La religión no se libra de esta elasticidad atmosférica, que en cierto modo es saludable, dígase lo que se quiera. Vienen altas presiones de indiferentismo; siguen otras de piedad. En los días a que me refiero, la racha religiosa venía con fuerza, y en los salones de Feramor se arremolinaba furibunda. Hablábase con preferencia de Roma y del Santo Padre; a cualquiera se le ocurrían frases felices para ridiculizar a los incrédulos, o para encomiar las hermosuras del simbolismo cristiano y de las artes auxiliares del culto; otros señalaban decadencia, síntomas de ruina moral en los países protestantes. Sostenían estos la frecuencia de las conversiones al catolicismo, y aquellos recordaban con encarecimiento las vidas de santos y fundadores, encontrándolas más bellas que las de los héroes de Plutarco. Se proyectaban viajes en cuadrilla para admirar catedrales y huronear monasterios derruidos, y los aficionados a la estética reconocían más talento en los escritores ortodoxos que en los impíos o indiferentes. Algunos que nunca fueron beatos, enseñaban bajo la mundología una punta de oreja pietista, y los que lo eran se crecían y amenazaban comerse el mundo. De fuera, por el vehículo de la prensa, que siempre ha sido extraordinariamente sensible a estas mudanzas atmosféricas, venía la racha, empujando más cada día, porque los periódicos tachados de librepensadores y que lo eran realmente, al llegar Semana Santa, salían con todas sus columnas abarrotadas de una santurronería que habría hecho palidecer de ira a los progresistas de hace treinta años. Las señoras, naturalmente, aventaban más y más la racha con el aire de sus abanicos y con el aliento de su apasionada fraseología, hasta conseguir que se hinchara como tromba. Ignoraban que cuando se apaciguaran aquellos vientos, vendrían otros con nuevas ideas y pasiones nuevas.

Pues bien, en una atmósfera densa de revindicaciones religiosas, vertía el Marqués de Feramor sus ideas artificiales, que se llaman así para diferenciarlas de las ideas verdaderas, encerraditas muy adentro, lejos del histrionismo seco de la buena educación. Se esforzaba en mostrarse contento por auxiliar a su hermana doña Catalina en las formidables empresas cristianas que acometería muy pronto. ¡Oh, como representante de las clases directoras, él estaba obligado a contribuir a cuanto favoreciera los grandes intereses espirituales de la sociedad! No todo había de ser fomentar obras públicas, y defender como artículo de fe la asociación mercantil. Había que mirar al más allá, enseñar a las clases proletarias el olvidado camino del Cielo, y preparar la vuelta de los grandes ideales. De este modo daba alimento a su vanidad, preconizando en público lo que en su fuero interno detestaba, y hacía propósito de sacar partido de lo que tan contra su voluntad se fraguaba, en el piso segundo de su casa, entre la testaruda Condesa de Halma y el complaciente don Manuel Flórez.

Los concurrentes a su tertulia se veían obligados a mayores alabanzas que las que constantemente le tributaban por su sentido inglés, y su desprecio de las exageraciones. A excepción del Conde de Monte-Cármenes, equilibrista incorregible, que se ponía siempre en un justo medio muy cómodo, equidistante del misticismo y de la impiedad, los amigos de Feramor le veían con gusto en aquel camino. Naturalmente, los hombres de capacidad intelectual y pecuniaria como él, estaban obligados a dar vigor al poder público, vigorizando el resorte religioso. El Marqués de Cícero no podía contener su entusiasmo; Jacinto Villalonga, que al conseguir la senaduría vitalicia se había constituido en adalid de los grandes principios, deploraba no ser rico para ayudar a la Condesa de Halma en sus empresas espirituales, que eran lo mismo que una gran batalla dada a las revoluciones; los Trujillos, los Albert y Arnáiz, de la nobleza frescachona, opinaban que los títulos debían ponerse al frente del movimiento de regeneración; el Conde de Casa-Bohío, Tellería de nacimiento, casado con una cubana rica, declaraba su conformidad y aprobación entusiasta... en nombre de Europa y América. El general Morla no hacía más que repetir y confirmar sus ideas de toda la vida. Severiano Rodríguez cerdeaba un poco; pero sin lanzarse resueltamente a la oposición, porque su urbanidad se lo vedaba.

Pero el que con mayor vehemencia y aspavientos más enfáticos hizo la apología de los intereses espirituales, fue un tal José Antonio de Urrea, primo del Marqués, parásito en la casa por temporadas, hombre inconstante, ligero y de dudosa reputación. Más joven que Feramor, algo se le parecía en lo físico, en lo moral poco, porque era la cabeza más destornillada de la familia, y la mayor calamidad que pesaba sobre ella. El Marqués le profesaba una antipatía que a veces era mortal odio, y había hecho los imposibles por mandarle a Cuba, a Filipinas, al fin del mundo, y librarse de sus furiosas acometidas en demanda de socorros pecuniarios. Las adulaciones del dichoso pariente le sacaban de quicio, porque tras ellas venía siempre el golpe inexorable.

Verdaderamente, José Antonio de Urrea era más desgraciado que perverso. Huérfano en edad temprana y sin patrimonio, no tuvo quien le mandase a estudiar a Inglaterra ni a parte alguna. Los parientes ricos quisieron darle carrera; empezó sucesivamente tres o cuatro, Infantería, Montes, Administración Militar, Telégrafos, y no llegó ni a la mitad de ninguna. A los veintidós años, fue preciso conseguirle un destino. Feramor contaba por centenares los viajes al Ministerio para pedir la reposición o el traslado. Ello es que le echaban de todas las oficinas, porque, o no iba, o iba tarde, y no hacía más que fumar, dibujar caricaturas y enredar con los compañeros. Abandonado de sus parientes, dedicábase a desconocidos negocios. Veíasele algún tiempo bien vestido, gastando en coche y teatros, sin que nadie supiese de dónde salían aquellas misas. Tras un largo periodo de eclipse, aparecía mi José Antonio hecho una lástima, enfermo, roto, muerto de hambre; pero con ideas de un gran negocio, que estudiaba y que seguramente sería su salvación. Feramor y su mujer, la Duquesa de Monterones y su marido le compadecían, y haciéndole prometer la enmienda, se dejaban expoliar. El pícaro se valía de mil graciosas artimañas para conquistar los corazones, principalmente los de las señoras; con el socorro que recogía restauraba su ropa o la hacía nueva, y allá le teníais otra vez de punta en blanco, día y noche, de servilleta prendida, y amenizando las tertulias con su fácil ingenio.

Su inconstancia no era inferior a su desvergüenza: a veces desaparecía de las casas de Feramor y Monterones, y parasiteaba en otras, donde sin duda le pagaban con el plato sus amenidades, que no siempre eran de buen gusto. Ello es que en la mesa y tertulia de la parentela pagaba el trato con una adulación asfixiante, y en las casas ajenas se vengaba de la humillación recibida hablando mal de su familia, ridiculizando el anglicanismo de su primo, las vanidades de la Marquesa y de Ignacia Monterones. Tras esto solía venir otro largo chapuzón en obscuridades desconocidas, para resurgir luego arrepentido, implorando misericordia. En cuanto su primo le veía con el incensario en la mano, se echaba a temblar, porque las lisonjas eran siempre precursoras de un golpe despampanante con el mandoble, que manejaba como nadie. Y así, cuando le vio tan entusiasta de los ideales religiosos, el Marqués se dijo: «Este viene armado esta noche. Preparémonos.»

En efecto, aprovechando una ocasión propicia, José Antonio le asaltó en un ángulo del billar, y allí, con alevosía, premeditación y ensañamiento, descargó sobre su cabeza el filo cortante, quedándose el Marqués tan aturdido del tremendo golpe, que no supo contestarle. El terrible sablista mostrose muy animado con la esperanza de un seguro negocio, para el cual reunía el capitalito necesario, y solo le faltaba una cantidad, una miseria, que su primo, su querido primo, su opulento primo y Mecenas le facilitaría al día siguiente... si podía ser por la mañana, mejor.

Halma

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