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II

Las conversiones de Juan Bautista de La Salle

Antes de acoger en su casa a Adrián Nyel, Juan Bautista nunca había tenido la idea de consagrarse a la educación de los niños pobres. Él lo escribió de su puño y letra, y nada puede justificar que se ponga en duda su sinceridad:

antes, yo no había, en absoluto, pensado en ello; si bien, no es que nadie me hubiera propuesto el proyecto. Algunos amigos del señor Roland habían intentado sugerírmelo, pero la idea no arraigó en mi espíritu y jamás hubiera pensado en realizarla. (Blain, 1733, t. I, p. 169)

Él no ignoraba, entonces, la actualidad de esta cuestión en los medios devotos, preocupados por la expansión de la miseria y por sus consecuencias sociales y religiosas. Sensibilizado frente a la cuestión de la pobreza por el espectáculo de las calles de Reims durante su infancia, y también probablemente por los comentarios sobre el tema en su propia casa familiar, recogió, sin duda, otros ecos de esos debates con ocasión de su estadía en el Seminario de San Sulpicio a comienzos de los años 1670. Antes de morir, su director de conciencia, Nicolás Roland, le confió la misión de estabilizar la congregación que él había creado, las Hijas del Niño Jesús. En la revelación de su vocación, dos palabras tienen una importancia igual: educación, por una parte, y pobreza, por otra. Se puede plantear la hipótesis según la cual el descubrimiento de la pobreza le hizo tomar conciencia de la relevancia capital de la educación.

El encuentro con la cuestión escolar

Nicolás Roland: una herencia y una misión

Cuando Juan Bautista entra a París, se pone enseguida en búsqueda de un director espiritual. No se sabe si tenía uno antes de su partida. Se ha podido suponer que su tío, el canónigo Dozet, de quien recibió su prebenda canonical, ejerció esa labor con él, o al menos de mentor, lo que no es exactamente lo mismo; pero esto es una hipótesis que tiene solo a su favor el no ser imposible.

¿Por qué a comienzos de mayo de 1672 se dirige a Nicolás Roland? Primero, porque él lo conoce bien. No solo ambos pertenecen a la élite remense del comercio y del oficio, sino que también son familiares. El abuelo y el padre de Nicolás hacían el comercio fuerte de telas, y el primero incluso estuvo un tiempo asociado a Juan Maillefer, suegro de María de La Salle. Luego del fracaso de esta asociación, él adquirió un cargo de comisario de guerras. Nacido el 8 de diciembre de 1642, Nicolás es el primogénito de su segundo matrimonio con Nicola Beuvelet. Sobre un árbol genealógico, el parentesco es lejano: Carlota Roland (1601-1683), prima hermana de Juan Roland, abuelo de Nicolás, había estado casada con Antonio de La Salle, él primo hermano de Lancelot de La Salle, abuelo paterno de Juan Bautista (Aroz, 1972a, CL 38, p. 94). En este árbol se encuentran también algunos nombres asociados a los La Salle: Cocquebert, Maillefer, o más lejos Rogier, Dorigny, Favart o Colbert. Se puede suponer, pero solo suponer, que el pequeño Juan Bautista encontró a su hermano mayor de casi nueve años con ocasión de las reuniones familiares extendidas que Luis de La Salle parece haber organizado con gusto.

Ellos no se cruzaron en el colegio en razón de la diferencia de edad y, sobre todo, porque a Nicolás lo educaron los jesuitas. Mientras Juan Bautista realizaba los primeros años de su escolaridad en el Colegio de Bons-Enfants, Nicolás hacía sus estudios en París. Ellos comenzaron a frecuentarse fuera de las sociabilidades familiares, a partir del momento en que Juan Bautista se instaló en su silla en el capítulo de la catedral, el 1.º de julio de 1667, casi dos años después de la instalación de Nicolás en la suya como teologal, el 12 de agosto de 1665 (Pitaud, 2001, p. 79; Leflon, 1963). Con rapidez, Nicolás adquirió la reputación de ser un predicador de talento. No es, pues, imposible que él haya ejercido cierto ascendiente sobre Juan Bautista durante los tres años que separaron su entrada al capítulo de su partida a París, tanto más que Pedro Dozet murió en el mes de marzo de 1668. Cabe preguntarse si la partida de Juan Bautista no es también el fruto de la influencia de Nicolás Roland. Clérigo joven y ardiente, penetrado por su misión sacerdotal, él pudo recordar con Juan Bautista sus experiencias parisinas, aún frescas, en San Nicolás de Chardonnet, San Lázaro o San Sulpicio. No es totalmente sorprendente que su joven primo se ponga bajo su guía en la primavera de 1672; tampoco sorprende que, irrigado por la fuente de la espiritualidad sacerdotal, él invitara a su dirigido a comprometerse sin retardo sobre la vía que lo debía conducir allí; aún menos sorprendente, en fin, es que este último aceptara una recomendación que confirmara el plan familiar forjado para él desde hace unos diez años.

En ese momento, el proyecto escolar de Roland se comenzó a esbozar. Con el apoyo de la sucursal de Lyon de la Compañía del Santo Sacramento, muy viva a pesar de la disolución ordenada por el rey en 1666, Carlos Démia publicó en Lyon, en 1668, sus famosas Remontrances (Amonestaciones), redactadas dos años antes46. Ellas se difundieron de manera amplia gracias a la red de la compañía. Probablemente Féret, párroco de San Nicolás de Chardonner, fue quien se las transmitió a Roland, en quien provocaron un impulso:

sus amonestaciones —escribe él a Démia— han dado tal fruto en todas partes donde se las ha leído, que M. Roland, canónigo y teologal de Reims, tomó la resolución de establecer en esta ciudad escuelas para los pobres y que otra persona se dispone a emplear para este fin una suma considerable. (citado en Aroz, 1972a, CL 38, p. 63)

En 1670 Roland va a Ruan para predicar allí la Cuaresma. Encuentra la red que se constituyó alrededor de Nicolás Barré y de sus escuelas, que había conocido en 1668 durante una primera estadía de seis meses en la capital normanda: Antonio de La Haye, párroco de San Amand que lo había hospedado, la señora de Grainville y la señora Maillefer, su pariente. La obra emprendida por Nicolás Barré ya se había consolidado. Agrupadas en la comunidad de Maestros Caritativos del Santo Niño Jesús desde 1666, las mujeres que él formó (Francisca Duval, Margarita de Lestocq, Ana Lecoeur, María Hayer) dirigen de ahí en adelante varias escuelas en Ruan, Sotteville y Darnétal.

Al final de los años 1660 nace la vocación de Nicolás Roland por la educación popular, compartida de manera amplia por múltiples iniciativas contemporáneas, la mayoría concernientes a la educación de las niñas: las Hijas de la Cruz de la señora de Villeneuve (París, 1643), la Unión Cristiana de la calle de Charonne (París, 1661), las Hermanas de San José (Le Puy, hacia 1662), las Hijas de la Infancia (Tolosa, 1662), las Damas Regentes para la Educación de las Jóvenes y la Formación de Maestras de Escuela para los Campos (Châlons, 1664), las Hermanas Grises de María Houdemare (Ruan, 1668), las Hijas de la Santa Familia (París, 1670), las Hijas Seculares de la Providencia (Charleville, 1679), etcétera. Como bien lo resume Aroz (1972a), Nicolás Roland:

como un amante, acumuló el magnetismo apostólico de su tiempo. Su fisionomía espiritual lleva la huella de Bourdoise y Beuvelet; su piedad profunda y bíblica, la marca de M. Olier; su caridad, el sello humanitario del buen M. Vincent; su obra pedagógica, la influencia de Barré y de Carlos Démia. Si él no es creador en el sentido preciso de la palabra, él es, por el contrario, un ardiente promotor —desafortunadamente desconocido— de la renovación en la diócesis de Reims. (CL 38, p. 64)

De regreso a Reims, Roland negocia con la ciudad la responsabilidad de un orfanato, el Pequeño San Martín, construido en 1664 por María Brisset, llamada de manera común señora Varlet, del nombre de su marido. Instalada en la calle Barbâtre a pesar de las oposiciones, y puesta bajo el control de los administradores del hospicio y del Hospital General, la casa de los huérfanos se estanca. El 15 de octubre de 1670 Roland le propone a la ciudad «asumir el cuidado si a la compañía le parecía bien», pero los magistrados permanecen desconfiados47. Él consagra ya una parte de sus rentas para financiar la obra. A finales del mes de diciembre, Nicolás Barré le envía a dos de sus institutoras, Francisca Duval y Ana Lecoeur. La primera remplaza con rapidez a la señora Varlet en la dirección del orfanato, trasladado a una casa más grande comprada por Nicolás Roland a los agustinos de Landèves (cerca de Vouzier en las Ardenas). En esta fecha Juan Bautista ya se ha ido a París. Sin duda él está enterado de esta empresa caritativa, pero no está involucrado.

Durante su ausencia la obra se consolida bajo la dirección de Nicolás Roland. Él confía el economato a un eclesiástico que Y. Poutet propone identificar con un cierto Remí Favreau, que volveremos a encontrar muy pronto. En 1675 Roland obtuvo del director48 de las escuelas de la diócesis la autorización de abrir dos clases en el orfanato destinadas a los externos que serían acogidos para aprender la lectura y el catecismo. Por el éxito, él va varias veces a Ruan y a París para obtener de Nicolás Barré el envío de algunas maestras. Hasta 1681 diecisiete de ellas se instalan en Reims. Una verdadera comunidad, fortificada por veintiún hermanas hasta esa fecha, se desarrolla de facto, lo que suscita cierta inquietud en la municipalidad y en los administradores del hospital: las autoridades temen que los subsidios hechos al orfanato se desvíen en provecho de las clases para los externos. Los magistrados se niegan a asistir a la bendición de la capilla el 16 de julio de 1675. Dentro de la red familiar Roland encontrará el apoyo necesario, en particular junto a su tía, viuda del consejero Roland en el tribunal, junto a su tío el canónigo Juan Roland, vocero del capítulo de la catedral, y también junto a su colega Antonio Faure, vicario general desde 1671. Falta obtener el apoyo del arzobispo, monseñor Le Tellier.

Juan Bautista no aparece en las fuentes que datan de ese periodo, pero eso no significa que él no esté informado. En efecto, los canónigos reprochan a Roland que no cumple sus deberes. La querella es suficientemente grave para que monseñor Le Tellier se vea afectado por ella de 1676 a 1677, a fuerza de reportes de un lado y del otro. Para los denunciantes es evidente que Roland «no puede dividirse en tantas ocupaciones diferentes: huérfanos, hijas devotas, misiones, sin disminuir mucho el tiempo que en conciencia está obligado a dar a su empleo de teologal»49. Por lo demás, sabemos que en 1676 Juan Bautista está listo para renunciar a su canonjía por la casa parroquial de San Pedro el Viejo, siendo con seguridad Roland el instigador de esa gestión. Ella se conecta con el asunto de los huérfanos y de la joven comunidad, dado que Remí Favreau —quien, si todo hubiera sucedido según lo previsto, tenía que haber sucedido a Juan Bautista en el capítulo de la catedral— ya está asociado a Roland en su empresa: él le proporcionó en septiembre de 1674 los primeros bienes raíces y contratos de renta. En abril de 1676, autorizado por Roland, Favreau vende una parte de las tierras cedidas un poco menos de un año antes a las hermanas. Las 2000 libras producidas por esta venta se le dan a Francisca Duval, con el objetivo explícito de obtener las cartas patentes para el establecimiento de la comunidad de maestras, o si no, «de procurar la misma instrucción en otras ciudades» (Poutet, 170, t. I, p. 543). En esta fecha, la tentativa de permutación de beneficio fracasa. Así, incluso si el lazo no está fijado con claridad entre ella y los trámites legales realizados en la misma época por Favreau en provecho de la obra pilotada por Roland, la coincidencia cronológica basta para establecer no solo que Juan Bautista no puede ignorar esta última, sino también que él está dispuesto a apoyarla. Sin embargo, en esta fecha él no discernirá su vocación y parece que no se plantea ni siquiera la pregunta.

Nicolás Roland muere brutalmente el 27 de abril de 1678, llevado por la fiebre púrpura que contrajo estando en la cabecera de los miembros de la comunidad afectados por la epidemia. Su deceso interviene cuando las negociaciones por el reconocimiento de esta comunidad entraban en la fase decisiva, con la última estadía de Roland en París, entre noviembre 1677 y abril 1678. Bajo el impulso de un nuevo lugarteniente de los habitantes, Claudio Cocquebert, el consejo de la ciudad puso el asunto en deliberación a comienzos del mes de marzo. Confió la instrucción a una comisión de cuatro miembros, entre los cuales estaba Luis Roland, el primo de Nicolás. El arzobispo dio a conocer su apoyo. El 19 de abril el consejo hizo saber que esperaba las cartas patentes del rey antes de concluir y, el mismo día, Roland cayó enfermo. Licenciado en Teología desde febrero, Juan Bautista acababa de ser ordenado presbítero, el 9. Cabe suponer que Nicolás, habiendo regresado de París el 6, asistió a la ordenación de su dirigido. El 23 de abril lo designa su ejecutor testamentario, con Nicolás Rogier, aún un simple diácono y bachiller en Teología, en quien ve al sucesor de su prebenda canonical (Aroz, 1995, CL 53, pp. 47-57). Eso supone que Juan Bautista fue a la cabecera de su cama y que tuvieron intercambios profundos. Por lo demás, el día de su muerte el teologal entrega a Juan Bautista un memorando firmado de su mano que lleva el inventario de todos sus bienes, que él cede a la comunidad del Niño Jesús. Cuando él recibe los últimos sacramentos, Juan Bautista está presente con todo el capítulo y escucha la última exhortación del moribundo.

De ahora en adelante está estrechamente asociado a la obra escolar del difunto, que lo va a poner en relación directa con el arzobispo. En efecto, le corresponde, en primer lugar, organizar los funerales. Solicita la autorización de celebrarlos en la capilla del orfanato. Le Tellier, dando su acuerdo, aprovecha para pedirle «una copia de su testamento, a fin de que yo sepa lo que él ordenó con respecto a la comunidad que él quería fundar y establecer en Reims bajo mi autoridad» (citado en Poutet, 1970, t. I, p. 547). Los recursos de la fundación se reúnen desde diciembre de 1677 por medio de varios contratos notariales negociados a nombre de Roland por su tía y por Francisca Duval. El prelado da su apoyo: Nicolás Rogier obtiene la prebenda del teologal y Juan Bautista recibe la misión de negociar la finalización del establecimiento. Como joven presbítero que no ha recibido aún los poderes de confesar, y con solo veintisiete años, no se le confía la guía de la comunidad: Le Tellier nombra superior al canónigo Guillermo Rogier. La intervención del arzobispo en la corte es decisiva. El 9 de mayo, en San Germán, el rey firma una carta con sello para intimar al consejo de la ciudad a reconocer la nueva comunidad. Le Tellier se la transmite a Claudio Cocquebert, quien se la lee al consejo el 24 de mayo y recoge un asentimiento tanto unánime como espontáneo. Queda la sucesión, que le corresponde a Juan Bautista llevar a término: Roland demandó expresamente que

los serios ejecutores del presente testamento puedan tratar y negociar en su lugar el establecimiento de dicha casa y comunidad de las Hijas del Niño Jesús y de los medios para poder llegar al dicho establecimiento, y esto hasta que sea perfecto y consumado. (citado en Aroz, 1995, CL 53, pp. 44-45)

La comisión designada por Cocquebert quiere conocer primero las constituciones de la nueva comunidad, depositadas entre las manos de monseñor Le Tellier por Nicolás Roland. Ella exige la modificación de una cláusula que prevé que el capital destinado a la fundación sería otorgado al Seminario de las Misiones Extranjeras de París si las constituciones se cambiaban. Esta disposición da testimonio de la aspiración misionera del difunto y de su deseo de entrar al seminario parisino, que él nunca realizó. El consejo de la ciudad refunfuña frente a la eventualidad según la cual el capital constituido en Reims por una obra remense pueda aprovechar a los foráneos… El arzobispo deja conocer su impaciencia a Claudio Cocquebert el 19 de julio. El trabajo de Juan Bautista consiste en negociar con cada uno de los fundadores una modificación de los contratos, lo que él obtiene sin dificultad: en caso de ruptura del contrato de fundación, el capital volverá a las obras pías de la diócesis y a la casa de los huérfanos. La nueva redacción calma también otras inquietudes de los consejeros relativas a la edad de los huérfanos acogidos por las hermanas. La mayoría de ellos no considera que se puedan acoger niños mayores de nueve años: ellos juzgan conveniente la utilidad, antes de esta edad, de enseñarles los fundamentos de la religión porque sus padres son incapaces o los párrocos abandonan el catecismo; pero para ellos está fuera de discusión que más allá de esa edad no se les obligue a trabajar. Se estipula, entonces, que «su edad mínima [será] de tres años» y que «a la edad de siete años y medio, ocho a lo sumo, esos niños serán retirados por el consejo de la ciudad y puestos en el Hospital General u otro lugar apropiado». Esos artículos, firmados en particular por Juan Bautista, Guillermo Rogier (por su hermano Nicolás aún menor) y Claudio Cocquebert, los ratifica Le Tellier el 1.º de agosto de 1678. El 11, ante el lugarteniente general, todas las partes reconocen la utilidad de la fundación y aceptan «el establecimiento de la comunidad de las hijas seculares bajo el nombre del santo Niño Jesús». El 12 la encuesta de commodo et incommodo reúne ante el lugarteniente de los habitantes, además de los doce ejecutores testamentarios, a varios canónigos, los doce párrocos de la ciudad, los abades de San Remí, San Nicasio y San Denis, y los superiores de los agustinos, los capuchinos, los carmelitas, los cordígeros, los jesuitas y los dominicos. Ella concluye de manera unánime sobre la utilidad de la fundación. Quedan por obtener las cartas patentes del rey: Luis XIV las firma en San Germán a comienzos de febrero de 1679 y el Parlamento las registra el 17(50).

Juan Bautista llevó su misión a término. Para defender el proyecto tal como lo había concebido Roland, él debió conocer con cuidado las constituciones de las Hijas del Niño Jesús. Igualmente, se percató de las resistencias que esta fundación suscitó y pudo identificar quiénes eran los principales adversarios y por cuáles razones. Él adquirió una visibilidad en el espacio institucional remense, tanto civil como eclesiástico. Esta operación fortaleció también su posición entre sus parientes y aliados. En efecto, la fundación reunió los dones de varios miembros de la nebulosa familiar, comenzando por los de Elisabet Cocquebert, viuda de Juan Lespagnol, y de Nicole Marlot, viuda de Juan de La Salle. Pero esta experiencia no hizo mella en su idea de su vocación.

Su intención es obtener el birrete de doctor; sin embargo, no se puede consagrar a ello por completo. En efecto, Guillermo Rogier está acaparado por su parroquia de Mouzon y es necesario que alguien lo supla como superior de la comunidad, al menos temporalmente. Corresponde a Juan Bautista jugar ese papel y hasta agosto de 1680 él asiste a las hermanas en la gestión, en cierta forma como un «padre temporal» sin llevar el título. Por lo demás, es a él a quien Roland antes de morir entregó los contratos y facturas de crédito o débito de la comunidad. Entre el 26 de mayo y el 3 de junio, él obtiene de los donantes la confirmación de sus compromisos. En septiembre establece una cuenta de tutela para dos hermanas, María y Ágata Blondel. En octubre de 1679 levanta un informe sobre todos los bienes y rentas de la comunidad. Mientras tanto, coloca tres cuartos de la suma salida de la sucesión de Roland, adquiere un inmueble en provecho de las hermanas, renueva varios de sus contratos de arrendamiento. Pero es muy probable que sus lazos con la comunidad del Niño Jesús no se limiten a la gestión. Sin dar la fuente, Aroz reporta «una tradición interrumpida», según la cual Juan Bautista fue con regularidad durante varios años a decir la misa en la capilla revestido de los ornamentos sacerdotales de Roland. Tradición tan inverificable como verosímil: sería justamente durante una de esas visitas que él habría encontrado a Adrián Nyel.

Una última cuestión se plantea: la paternidad de varios escritos de Nicolás Roland, atribuida por algunos a Juan Bautista. Los Avisos dados por el finado señor Roland, teologal de Reims, para la guía de personas regulares, aprobados por Blanzy y Hardy, pueden datar de 1686 y los publicó el canónigo Leflon. El autor se complace en:

asegurar haberlos aprendido de él mismo, cuando tuve la dicha de practicarlos durante su vida, cuando su corazón y el mío se desahogaban sobre todo lo que Dios nos inspiraba en relación con su casa y la conducta que él deseaba hacerles guardar.

Sin embargo, es más seguro que se trate de Guillermo Rogier, condiscípulo y amigo íntimo de Roland, perfectamente en su posición de exsuperior de la comunidad del Niño Jesús (el renunció a su cargo a más tardar en enero de 1684), quien redactara los avisos de su fundador, tanto más que él dio la última mano a las constituciones de la congregación en 1683. Aroz (1972a) demostró también que no se podían atribuir a Juan Bautista otros tres textos: Las memorias sobre la vida del señor Roland, Máximas dadas de viva voz por el finado señor Roland, teologal de Reims, a la comunidad del santo Niño Jesús para la guía de personas regulares, y Avisos que él dio de viva voz (CL 38, p. 105).

La misión de Adrián Nyel en Reims

El hermano Bernardo, quien afirma extraer su información de la Memoria de los orígenes, y Blain, quien lo sigue con fidelidad, dieron un relato muy vivo del primer encuentro entre Juan Bautista y Adrián Nyel. A finales de febrero o a comienzos de marzo de 1679 seguramente51, cuando llega a la Puerta del Niño Jesús, calle del Barbâtre, Juan Bautista cruza allí a un hombre dos veces más viejo que él acompañado de un joven adolescente. Francisca Duval acoge al desconocido en el locutorio, mientras que Juan Bautista entra en la casa. Algunos instantes más tarde, lo llaman al locutorio. El desconocido se presenta: Adrián Nyel, enviado de Ruan por la señora Maillefer con la misión de instituir en Reims algunas escuelas para los niños pobres. Juan Bautista, quien acaba de terminar las negociaciones delicadas para el reconocimiento de las Hijas del Niño Jesús, le advierte sobre las dificultades del proyecto y le propone hospedarlo durante ocho días. A él le gusta acoger en la gran casa familiar a los eclesiásticos de paso. Nyel y su compañero de viaje son laicos, pero su obra es piadosa.

Adrián Nyel nace en 1621, quizás en Laón, donde uno de sus tíos es canónigo de la catedral (Poutet, 1970, t. I, p. 49, n.º 47; Poutet y Vermeulen, 1988, CL 48, pp. 20-32). En septiembre de 1657 la Oficina de los Pobres Válidos de Ruan le atribuye una pensión anual de cien libras para instruir a los «niños de la oficina» en lectura, escritura y catecismo, por una parte, y asumir la responsabilidad de la «economía general» del establecimiento, por otra. El contrato hace de Adrián, de alguna manera, el director de las escuelas del Hospital General, establecidas en 1654 para la instrucción de los «pobres, niños y niñas, a partir de la edad de ocho años […] en la piedad y la religión católica, en la lectura y la escritura, e incluso empleados en las obras y oficios en los cuales ellos serían instruidos» (citado en Poutet, 1970, t. I, p. 494). Mientras en Reims los poderes públicos manifiestan reticencia, los de Ruan apoyan el desarrollo de las escuelas gratuitas. Con el respaldo de la Oficina de Finanzas de la Circunscripción de Ruan, la Oficina de los Pobres Válidos está en capacidad de abrir varias escuelas para los niños pobres entre los años 1650 y 1660. A su alrededor, Nyel reagrupa maestros que terminan por formar una pequeña comunidad: un acta de 1666 los califica de «hermanos», comenzando por Nyel, a quien hasta ese momento llamaban señor o maestro. Al final de la década cada uno de los cuatro barrios de Ruan posee una escuela gratuita para los niños.

La misión de Adrián Nyel en Reims casi no se explicaría sin los contactos establecidos en Ruan por Nicolás Roland con ocasión de su viaje a comienzos del año 1670, no solo con Nicolás Barré o con el párroco de San Amand, Antonio de La Haye, estrechamente asociado a las empresas del mínimo, sino también con los devotos y devotas comprometidos en el gran proyecto de evangelización del pueblo. La función de Nyel ante a la Oficina de los Pobres Válidos lo instala en el corazón de los proyectos populares que eclosionan en los medios devotos de la capital normanda entre los años 1640 y 1670. Es así como él entra en relación con la señora Maillefer, nacida Dubois, quien es una benefactora diligente de esas iniciativas: ella funda con él, en particular, la Escuela de Niñas de Darnétal en octubre de 1670. Su nombre sugiere un parentesco entre ella y Juan Bautista, tanto que el encuentro en las Hijas del Niño Jesús no habría sido tan fortuito como la tradición lo quiere. En efecto, a Juana Dubois la bautizan el 27 de octubre de 1622 en la iglesia de San Pedro el Viejo en Reims. Su padre es Gerardo Dubois, su madre es Adriana Dorigny, su padrino es Juan Augier —procurador en el Tribunal de Reims—, su madrina es Ana Colbert: se vuelve a encontrar a la élite remense. En 1648 ella se casa con Ponce Maillefer, comerciante de telas en Ruan, primer cónsul (1650) y prior (1657) en el tribunal de comercio, y también administrador del hospital en el periodo 1661-1663. Muere en marzo de 1681. Juan Maillefer, suegro de María de La Salle, anota en su diario el deceso de su primo Ponce. Su viuda muere una docena de años más tarde, en 1693. El parentesco no es muy lejano y es muy seguro que Juan Bautista ya había oído hablar de los Maillefer de Ruan. O viceversa: quizás la señora Maillefer oyó hablar de Juan Bautista en el momento del matrimonio de María de La Salle o por Nicolás Roland, cuando él fue a Ruan. Pero esta segunda hipótesis es poco probable: el fundador de las Hijas del Niño Jesús de Reims no sabía aún que él haría de su dirigido su ejecutor testamentario y no podía adivinar la conversión futura de Juan Bautista hacia la educación popular. No cabe pensar que Adrián Nyel está encargado de llevar una carta para Juan Bautista cuando llega a Reims en 1679(52).

La cuestión está en comprender los motivos de la señora Maillefer. Su gesto no tiene nada de sorprendente. En primer lugar, porque ella ha mantenido el lazo con la familia de la Champaña: es en casa de su hermano Cristóbal Dubois donde ella piensa primero hospedar a Nyel, y Cristóbal Dubois es el tío por alianza de Carlota Roland, la tía de Nicolás; luego, porque es muy normal que una rica devota, dama de obras en su ciudad de adopción, quiera también hacer aprovechar de sus buenas obras a su ciudad de origen: esa opción responde a la vez a una preocupación caritativa y piadosa, y a una social, el deber de las élites con respecto a la ciudad. En diciembre de 1670 Nicolás Barré envió a Reims a Francisca Duval y a Ana Le Coeur. Adrián Nyel y la señora Maillefer las conocen, es natural que se dirijan a ellas. Según Blain, que ha podido informarse sobre el lugar junto a los testigos sobrevivientes, incluso desde 1673 ella habría acordado con Roland establecer las escuelas para los niños en Reims. Las dificultades que este último encontró para hacer aceptar su propio proyecto por las autoridades remenses lo invitaron quizás a tomarse algo de tiempo. La concesión de las cartas patentes en 1679 abre, por el contrario, la esperanza de proseguir, pero Roland muere. El envío de Nyel junto a Francisca Duval muestra que Ruan está bien informada del desarrollo de la situación en Reims (se puede suponer que Francisca Duval tiene algo de parte en esto) y que la señora Maillefer no sabe aún sobre quien apoyarse en su ciudad natal.

Los primeros biógrafos son unánimes: Juan Bautista habría insistido para que Adrián Nyel, en lugar de ir a pedir hospitalidad donde el hermano de la señora Maillefer con la carta de recomendación con la cual ella lo había provisto, se alojara en su casa, en la calle Santa Margarita. Eso para guardar el secreto necesario al proyecto.

Alojándose en esta casa, era imposible que no se supiera en poco tiempo en la ciudad el tema de su venida; y que, como los señores de la ciudad habían puesto muchos obstáculos al establecimiento de las hijas, y que ellas no se hubieran podido establecer sin la autoridad de monseñor el arzobispo, a partir del momento en que ellos vieran una vez más comenzar las escuelas de niños por gente desconocida, ellos se informarían de todas sus intenciones y bien podrían devolverlos, por temor a que no se hagan, a pesar de ellos, nuevos establecimientos. (Bernardo, 1965, CL 4, pp. 24-25)

Es, pues, un hombre del establishment remense —Juan Bautista se puede calificar de esta manera— quien recomienda actuar al abrigo de las miradas, de tal manera que las autoridades se pongan ante el hecho cumplido. Rodear de secreto una buena obra naciente es la manera de actuar de la Compañía del Santo Sacramento, que reclutaba entre los notables y las personas de poder. Aunque su historia se desconoce, la sucursal —seguramente fundada en Reims a comienzos de los años 1640— sin duda no existe a finales de los años 1670 y la cuestión de la pertenencia de Juan Bautista ya no se plantea; sin embargo, solo se puede ser sensible a la similitud de las estrategias. Pero ¿por qué la discreción obligaría a Nyel a renunciar a la hospitalidad de Cristóbal Dubois? Según los primeros biógrafos, Juan Bautista habría alegado su apariencia, la del tipo devoto: «él usaba un rabat, cabellos cortos y un hábito negro». Él no pasaría desapercibido en una ciudad de talla pequeña, a fortiori en un barrio donde residen los notables y se cruzan a diario. Él no se confundirá entre los burgueses: su presencia donde Cristóbal Dubois le parecerá insólita al vecindario. Curiosamente, Juan Bautista habría afirmado que estaría más cómodo confundido con uno de los «eclesiásticos o curas del campo» que iban a menudo donde él. Eso deja pensar que el uso de la sotana está aún lejos de ser generalizado en los campos remenses en esa época. Es también una información interesante sobre la sociabilidad de Juan Bautista en el momento: la casa familiar ve pasar suficientes eclesiásticos extraños a la ciudad para que Nyel no atraiga la atención con sus idas y venidas. Bernardo reporta también que Nyel preveía ir a Nuestra Señora de Liesse. Él pasaría mucho más desapercibido, puesto que Juan Bautista alojaba a eclesiásticos en peregrinaje hacia uno de los principales santuarios marianos del reino.

El impulso que lo condujo a ofrecer hospitalidad a Nyel es el de un notable caritativo y protector de buenas obras. Es también algo más. Juan Bautista ofrece su apoyo a la misión de Nyel, se compromete a ayudarlo y se implica. De modo espontáneo, él se sitúa en un lugar comparable al que Nicolás Roland le confió antes con respecto a su instituto naciente. Como canónigo piadoso y miembro de la élite remense, y también como dirigido por Roland, él comprende que la obra de las escuelas, la cual moviliza a los devotos en varias ciudades del reino, constituye un nuevo terreno de combate para «construir el cielo sobre la tierra» (Gutton, 2004). Como él mismo lo escribió, es solo «una atención de pura caridad» (Blain, 1733, t. I, p. 169): no se ve aún como actor directo de la educación y la evangelización popular. No es ineluctable que él devenga eso algún día. Salvo en una lectura providencialista, no se puede afirmar que, acogiendo a Nyel, Juan Bautista puso el dedo en el engranaje que lo conduce a la fundación de un nuevo instituto enseñante. Él hubiera podido perfectamente contentarse con hacerlo aprovechar de su posición social y de su generosidad pecuniaria.

Convencido por su huésped, tanto por su notabilidad en la ciudad como por su piedad manifiesta y su seriedad, Nyel se apega a él y acepta su protección. Con él discute sobre la buena estrategia para introducir la red de las escuelas de los niños, conversaciones de las cuales no nos llegó ningún testimonio. Juan Bautista decide consultar a don Claudio Bretagne, prior de la abadía de San Remí. La costumbre lo guía hasta allí de modo espontáneo: a este benedictino Roland conducía a sus dirigidos cuando estaba ausente. En esta fecha, el monje maurista seguramente ha acabado de redactar la Vida del señor Bachelier de Gentes, que se publicará el año siguiente, en 1680: ella narra la vida edificante de Pedro Bachelier, miembro de una de las principales familias de la ciudad, a la cual los La Salle están aliados de forma indirecta por vía de los Frémyn. Es muy seguro que Juan Bautista no solo haya escuchado hablar de él en su juventud, sino que también lo haya encontrado: Pedro Bachelier murió en 1672, el mismo año que Luis de La Salle. Y uno de los profesores de Juan Bautista, Daniel Egan, asistió al moribundo y le dio su aprobación al libro. Blain cuenta que Juan Bautista «no se contenta sin embargo con el aviso» de Claudio Bretagne, sino que él «quería tener los consejos de los eclesiásticos más piadosos de la ciudad y los más capaces de prever los inconvenientes que había que evitar […] él los reunió con el padre Bretagne y tuvo con ellos dos reuniones» (Blain, 1733, t. I, p. 163). Ninguna otra fuente confirma la realización de varias reuniones. Bernardo no es muy claro. Primero, afirma que Juan Bautista consultó a «varias personas piadosas» (se puede tratar de laicos), como a don Bretagne. Unas líneas más adelante, él evoca una sola «asamblea», que reunió a don Bretagne y a algunos «piadosos eclesiásticos», sin precisar si Nyel participó en esa reunión, en el curso de la cual las decisiones se habrían tomado (Bernardo, 1965, CL 4, pp. 26-27). Esta asamblea solo posee un estatuto privado y no tiene nada de comparable con aquella de agosto de 1678 que se había hecho en presencia del lugarteniente de los habitantes para el reconocimiento de las Hijas del Niño Jesús; pero se puede suponer que igualmente se consultaron los miembros de la red que protege a estos últimos, en particular los hermanos Rogier y Francisca Duval. Leyendo a Maillefer entre líneas, es un eufemismo escribir que el benedictino aportó solo un concurso limitado al proyecto de Nyel:

él hizo notar todos los inconvenientes; ya se les había previsto, pero se le consultaba únicamente para encontrar los medios de solucionarlos. Él no quería decidir nada por sí mismo, solo opinó que no se precipitara nada y que se consultara a otras personas más avezadas que él en estos asuntos. (Maillefer, 1966, ms. 1740, CL 6, p. 35)

En cuanto a la estrategia decidida por esta asamblea, Juan Bautista sería el autor:

poner a los maestros que deben comenzar bajo la protección de un párroco dispuesto a encargarse de ellos, y decir que es él quien los emplea en la instrucción de sus parroquianos, y no hay persona que pueda poner obstáculo a eso. (Bernardo, 1965, CL 4, pp. 26-27)

El contexto remense casi no deja opción. La fundación de Roland no se habría terminado sin la intervención del arzobispo. Se comprende que este modelo no haya parecido el más oportuno para las escuelas de los niños, tanto más que Nyel había ido solo en misión temporal y que había que poner en marcha esas escuelas en un plazo relativamente corto. Ahora bien, ¿qué experiencia traía él consigo? En la Oficina de los Pobres de Ruan él estaba a cargo de las escuelas pertenecientes al Hospital General. El modelo parecía difícilmente transportable a Reims, donde había sido necesario vencer las reticencias de la ciudad para sustraer las escuelas de las niñas del control directo del hospital y ponerlas bajo la guía de la nueva congregación. De Ruan, sin embargo, Nyel aporta también otra experiencia, la de Nicolás Barré. Llegado a la capital normanda en 1659, el religioso mínimo se había asociado a Antonio La Haye, párroco de San Amand, quien tenía una escuela gratuita para algunos niños (Flourez, 1998, p. 87). Igualmente, en el marco parroquial comenzaron a actuar las maestras. Tiene la ventaja de ofrecer una cierta autonomía, bajo la autoridad del párroco, al quien incumbe procurar la instrucción cristiana a los niños. El maestro de escuela, si lo recluta la comunidad de los habitantes, se pone bajo su control. El mismo Guillermo Rogier confió la escuela de los niños de su parroquia a un sacerdote, el abad Bartolomé, párroco de Mouzon, discípulo de Nicolás Roland. Es bastante lógico que Nyel y Juan Bautista hayan pensado en esta solución para establecer en Reims escuelas gratuitas para los niños sin recurrir a un procedimiento que corría el riesgo de chocarse con las fuertes reticencias del consejo de la ciudad.

Las primeras escuelas parroquiales

Queda por encontrar al párroco que acepte acoger bajo su jurisdicción la primera escuela que se establecerá. La misma asamblea53, que optó por la solución parroquial, delibera luego sobre la opción de la parroquia. El prior de San Remí insiste para que se escoja el párroco de San Timoteo, Nicolás Boutton, quien es también el sobrino del oficial; pero Juan Bautista objeta que este parentesco lo hace muy dependiente del arzobispo e incapaz de resistir a un eventual rechazo viniendo de ese lado. Bernardo solo reporta los consejos emitidos por Juan Bautista, de modo que él parece haber tenido el rol principal en esta asamblea y haber conseguido la decisión. No obstante, hay allí, quizás, un puro efecto de fuente: las memorias solicitadas por Bernardo para la biografía solo tenían el objetivo de recolectar el máximo de información sobre el fundador de los hermanos y sacarlo a la luz. No existe ningún proceso verbal ni reporte de esta reunión. Otros tres párrocos se consideraron: el primero, Henri Gonel, párroco de San Symphorien54, a quien se juzga por «no ser querido por los superiores»55, el segundo, «no tiene bastante celo» (Bernardo, 1965, CL 4, p. 27)56; la elección, entonces, recae sobre el tercero, Nicolás Dorigny, párroco de San Mauricio, «quien, además, tenía bastante piedad, celo y firmeza para mantener lo que él hubiera emprendido» (Bernardo, 1965, CL 4, p. 27). Esas no son sus únicas cualidades: entre sus parientes se encuentran nombres tales como Maillefer, Cocquebert y Rogier.

Bernardo y sus sucesores subrayan la feliz coincidencia entre la decisión de la asamblea y los deseos de Nicolás Dorigny: solicitado, este último acepta con entusiasmo, porque la proposición le viene como anillo al dedo para realizar su proyecto de una escuela gratuita de niños dirigida a los pobres y de reclutar a un eclesiástico para hacer la clase. ¿Ese proyecto era tan secreto que ciertos participantes de la asamblea no estaban informados antes y que la elección de este no se orientó por ello? Por lo menos se puede plantear la pregunta. La propuesta aceptada por el párroco de San Mauricio no corresponde con exactitud a su intención primera. ¿La aprobó de buena gana? ¿No lo forzaron un poco? En efecto, su idea consistía en confiar su escuela de niños a un eclesiástico que quisiera «comprometerse a permanecer con él». Ahora bien, se le demanda confiar esta escuela a Adrián Nyel y al garzón que lo acompaña desde Ruan, de catorce años; dicho de otro modo, a dos laicos. Se agrega a esto un argumento de peso: la renta de cien escudos, o sea, trescientas libras reales, prometida por la señora Maillefer para subvenir a las necesidades de los dos maestros. Dorigny instala en su casa a los dos enviados. ¿Tiene el conocimiento de los pormenores de su misión?

La primera escuela gratuita para niños comienza a funcionar en Reims, en la parroquia de San Mauricio, en 1679. La tradición lasallista precisa: el 15 de abril, segundo sábado de Pascua. Ninguna fuente confirma esta fecha que supone gestiones muy rápidas: cinco o seis semanas a lo sumo. Desde el exterior, la apertura de la escuela aparece como una iniciativa del párroco. No se trata de la primera escuela «lasallista», propiamente hablando. Juan Bautista cumplió solo una misión de «pura caridad» en la cual se había involucrado. Como lo escribe Blain (1733), «no había más que hacer, según pensaba, sino agradecer a Dios, y a encerrarse en el ejercicio de los deberes de un buen presbítero y de un buen canónigo» (t. I, p. 165).

Bajo la pluma de los tres primeros biógrafos, Nyel aparece como un personaje poco fiable. Ciertamente, «era un gran hombre de bien que tenía un gran celo por la gloria de Dios y que buscaba todos los medios para lograrla» (Bernardo, 1965, CL 4, p. 28). Blain afirma que era «amigo del bien, veía con gozo su práctica y la favorecía con sus ejemplos»; pero Bernardo lo califica igualmente de «insinuante» y Maillefer subraya sus lagunas:

este hombre, aunque lleno de piedad, no era bastante lúcido ni bastante asiduo. Todo su celo se reducía a buscar hacer establecimientos sin esforzarse en perfeccionarlos. Los movimientos continuos a los que estaba obligado para lograr sus fines le quitaban la atención necesaria para proveer a las dificultades que se encuentran en esos comienzos. (Maillefer, 1966, CL 6, ms. 1740, p. 39)

En síntesis, Nyel aparece a modo de un activista un poco oscuro, retrato corregido con razón por Poutet. Recordemos que él llega a Reims con el modelo de Ruan como horizonte. La fundación realizada en la parroquia de San Mauricio le hizo comprender que dicho modelo no se podría transportar de manera idéntica y, en particular, que era preferible no abrigar a las futuras escuelas a la sombra de la institución hospitalaria. Por el contrario, la composición de la asamblea que eligió la parroquia de San Mauricio le hizo comprender que en Reims, como en Ruan, la iniciativa sería grandemente facilitada si ella obtenía el apoyo de la red devota.

Bernardo, retomado luego por Blain y Maillefer, le atribuye la iniciativa de la fundación de la segunda escuela gratuita de niños. «Él tomó la libertad de ir a ver […] una señora, viuda, sobre la parroquia de Santiago, que era muy rica y sin niños, y tenía la intención de fundar una nueva escuela en su parroquia». Esa señora no es totalmente desconocida para Juan Bautista. Se trata, en efecto, de Catalina Leleu57, quien, habiendo enviudado en 1673, donó mil libras para la fundación de Roland. En este sentido, ella se encontró muy seguramente con Juan Bautista en agosto de 1678, cuando él le solicitó la confirmación de esta donación. Ninguno de los biógrafos explica por medio de quién supo Nyel de su deseo de establecer una escuela sobre su parroquia; pero razonablemente se puede suponer que fueron Juan Bautista o Francisca Duval quienes le informaron, puesto que es por su intermediación que se hace el lazo entre Nyel y la comunidad del Niño Jesús, en cuya órbita gira Catalina Leleu.

Los biógrafos insisten también en las dudas del joven canónigo para lanzarse a una nueva fundación: sin embargo, si, según Bernardo, él está «solamente un poco asombrado por esta solicitud», según Maillefer, «[la gestión] le pareció precipitada y, como temía siempre que lo comprometieran demasiado, él sintió renacer sus repugnancias naturales». La misma divergencia continúa en la evolución del relato: según Bernardo, La Salle «fue inmediatamente a encontrar la dicha señora»; en Maillefer (1966) él se hace rogar:

la señora Levêque [apellido del marido de C. Leleu] le rogó que viniera a verla. Después de varias peticiones de su parte, él fue donde ella, escuchó todo lo que tenía que decirle de su proyecto. Ella lo felicitó incluso por la ventaja que él acababa de procurar a los pobres de la parroquia de San Mauricio […] El señor de La Salle no pudo rechazar servirle, ayudándole a ejecutar esta buena obra. (ms. 1740, CL 6, p. 68)

Blain (1733) permanece entre los dos:

el joven canónigo, tan circunspecto como celoso y atento a asumir en todo la orden de Dios, no quiso rechazar ni librarse a los deseos del señor Nyel. Tímido en esos encuentros, él temía comprometerse, y un fondo de repugnancia se unió a ese temor […] Él fue, por solicitud de la enferma que esperaba con una santa impaciencia su visita, y que lo recibió con gran alegría. (t. I, p. 166)

La devota tiene prisa porque ella siente que su fin se aproxima. El asunto es así redondamente conducido: ella promete, por una parte, quinientas libras para la Pascua, para el salario anual de los dos maestros y, por otra, la creación, en su testamento, de una renta de quinientas libras. Pero esta «virtuosa dama» muere seis semanas después de la Pascua (o sea, a mitad de mayo de 1679) y solo las quinientas libras de salario se depositan en las manos de Juan Bautista. Los herederos comienzan pagando la renta cada año y luego crean otra en la Alcaldía de París, que se pagará en billetes de banco en 1720. La escuela de la parroquia de San Santiago comienza a funcionar, quizás, al menos en septiembre de 1679 bajo la guía de Nyel y el párroco Nicolás Lefricque. En esta fecha, Juan Bautista no participa:

en las escuelas establecidas sino solo haciendo la parte que la caridad le inspira hacia todo lo que lleva el nombre de buenas obras. Así, contento con el éxito de esta, él no llevaba su mirada más lejos: él descargaba incluso el cuidado de los maestros sobre el señor Nyel. (Blain, 1733, t. I., 167)

El agrupamiento progresivo de los maestros (Navidad de 1679-24 de junio de 1681)

En septiembre de 1679, el mismo Nyel asegura la clase en la parroquia de San Santiago con su joven compañero58. Para la escuela de la parroquia de San Mauricio, que funciona ya desde hace algunos meses, él contrató a dos maestros. El número de estudiantes aumentaba con rapidez y él recluta de manera veloz a un quinto maestro. Hay que asegurarles el techo y la comida, y en un primer momento es Nicolás Dorigny quien los hospeda en su casa; sin embargo, la hospitalidad tiene un precio: a la pensión de trescientas libras otorgada por la señora Maillefer se suman las quinientas libras de Catalina Leleu. Pero esto no es suficiente y Juan Bautista completa con doscientas libras (Bernardo, 1965, CL 4, p. 35). Esta ayuda financiera no revela aún un compromiso. Ella pertenece más bien a la caridad de un canónigo bien inserto en las instituciones y en la red devota de la ciudad.

El germen del compromiso personal se comienza a formar en el otoño de 1679, cuando Juan Bautista se da cuenta de que el pequeño grupo de maestros reunidos por Nyel, según él lo hacía en Ruan, vive sin regla ni disciplina. Es exactamente eso lo que lo interpela y no su eventual pobreza material. Por lo demás, él ya ha remediado este último punto sin que su generosidad implique más que a su bolsillo. Por el contrario, el mal funcionamiento de los maestros, atribuido por los autores a las ausencias demasiado numerosas de Nyel, le plantea un caso de conciencia y él se siente interpelado por el deber de remediar el asunto. Maillefer (1966) es quien lo expresa mejor:

los maestros se relajaban en su asiduidad, este pequeño desorden comenzó a repercutir sobre los estudiantes que ya no eran instruidos con tanto cuidado. Los padres comenzaban a darse cuenta y murmuraban […] Por lo demás, [las escuelas] no podían producir todo el fruto que se había prometido primero, porque los ejercicios no estaban ordenados y porque no había allí una conducta uniforme. Cada maestro seguía su genio particular sin molestarse por aquello que podía contribuir a dar más fruto. (ms. 1740, CL 6, p. 39)

Se sabe que Nyel visita a Juan Bautista: ¿le rinde cuentas de las dificultades que tienen las dos escuelas o este último ya está informado de otra manera, por Nicolás Dorigny, por ejemplo? ¿Va al lugar para hacerse un juicio por él mismo? Seguramente, porque el cambio crucial que él decide está destinado en particular a permitirle ver a los maestros con mayor frecuencia (Bernardo, 1965, CL 4, p. 35).

A finales del año, él firma un contrato de arrendamiento —que comienza a regir el 24 de diciembre— de una casa situada en su parroquia de San Symphorien, «cercana a la muralla», y no lejos de la casa de La Salle que él ocupa con sus hermanos. Esta proximidad le facilitará también «hacer preparar su alimentación en su casa». Las preocupaciones financieras no son extrañas en esta decisión, que permitirá algunos ahorros. Pero hay que meditar un poco sobre esta etapa decisiva. Al alquilar esta casa para hospedar a los maestros, Juan Bautista eclipsa a Nyel y a la señora Maillefer, y se encarga del futuro de ese pequeño grupo aún informal. Sustrayéndolo de la hospitalidad del párroco de San Mauricio, él le da autonomía a ese grupo con respecto a la institución parroquial. Los maestros continúan enseñando en San Mauricio y en San Santiago, pero ellos podían muy bien terminar sus actividades y hallar un acuerdo con otro párroco, y continuar viviendo juntos bajo el mismo techo. Las condiciones están reunidas para el nacimiento de una entidad autónoma, pero Juan Bautista, preparándose para organizar la vida de ese pequeño grupo, no tiene conciencia de que él juega ya el rol de un fundador. A posteriori, comprendemos que es realmente en ese momento cuando se abre el porvenir de una futura congregación. Este futuro no es aún seguro, pero en ese otoño de 1679 se ponen las premisas. Es el comienzo de ese proceso de engranaje que el mismo Juan Bautista analizó:

Dios, que gobierna todas las cosas con sabiduría y suavidad, y que no acostumbra a forzar la inclinación de los hombres, queriendo comprometerme a que tomara por entero el cuidado de las escuelas, lo hizo de manera totalmente imperceptible y en mucho tiempo; de modo que un compromiso me llevaba a otro, sin haberlo previsto en los comienzos. (Blain, 1733, t. I, p. 169)

La vocación de Juan Bautista nació, pero ella solo se le revelará de manera progresiva. En lo inmediato, Nyel se alegra porque le parece que su misión se realiza con facilidad. Como los maestros viven de ahora en adelante en la parroquia de San Symphorien, ¿por qué no proponer a su párroco que abra allí una nueva escuela? Juan Bautista asiente y la tercera escuela abre, seguramente, en los primeros meses del año 1680. Según Maillefer, «ella se volvió más numerosa que las otras dos en muy poco tiempo». Es muy seguro que haya que reclutar en ese momento a un nuevo maestro, lo que aumenta el grupo a seis, según Bernardo. Sus jornadas se comienzan a regular en horas fijas para la dormida y la levantada, la oración, la misa y las comidas. Desafortunadamente, se ignora todo de esos primeros maestros: su identidad, su origen, su calificación, su reacción frente a este primer reglamento de vida que se parece al de un seminario. La única indicación —bien rápida y bien vaga— que nos da Bernardo es su juventud.

A partir del comienzo de 1680, se hace evidente que Juan Bautista y Nyel no comparten las mismas prioridades. El segundo busca la misión que se le ha confiado: la fundación de escuelas gratuitas para los niños salidos de familias pobres. A inicios de abril de 1681, durante la Semana Santa, él va a Guisa. La ciudad, gracias a una fundación de María de Lorena, última duquesa de Guisa, quiere establecer un hospital y escuelas. Para las niñas, ella solicita a las Maestras Caritativas. A pesar de las reticencias de Juan Bautista, quien, según Maillefer, «no aprobó su intención porque le parecía muy poco reflexionada», Nyel parte para plantear poner en marcha las escuelas de los niños. Esta primera tentativa termina en un fracaso, pero a su regreso a Reims la situación de los maestros ha de nuevo evolucionado bajo la impulsión de Juan Bautista.

En efecto, con mucha rapidez, el joven canónigo juzga que la vida de los maestros no está aún bastante regulada. Los tres primeros biógrafos atribuyen esta situación una vez más a Nyel. Bernardo (1965) es el más concreto:

como el señor Nyel frecuentaba mucho, estaba casi todos los días en su escuela de San Santiago, e iba los domingos y fiestas para hacer asistir a sus escolares a la gran misa, y no permanecía casi nunca en la casa, no podía haber entre los maestros una verdadera conducta de comunidad tal como debía ser. No había ni orden, ni silencio, cuando él no estaba allí. Ellos comulgaban cuando querían y empleaban toda la mañana de las fiestas y los domingos corriendo y paseando a donde querían. (CL 4, pp. 35-36)

Aquí vemos cómo se forja a posteriori la «leyenda hagiográfica» (De Certeau, 1982). Volvamos, en efecto, al comienzo de ese año 1680. Los maestros que viven bajo el mismo techo ¿tienen el deseo de formar una comunidad? Ellos son laicos, célibes y católicos, probablemente. Aceptan su misión en su doble dimensión religiosa y profana: dar una instrucción a los niños para hacer de ellos buenos cristianos. ¿Por qué aceptan estar reunidos en el mismo techo? Muy seguramente porque esos jóvenes célibes ven allí ante todo el modo de vida más económico para ellos, tanto más que esperan ganar un salario, a fin de tener un ahorro. Se les impone regular su jornada: no es seguro que todos hayan adherido de la misma manera. No se sabe nada sobre la forma en que se apropian del modelo al cual se les quiere conformar. No es seguro que ellos tengan algún reproche contra Adrián Nyel por no ser bastante directivo. Quizás ellos están muy satisfechos del reglamento sumario puesto en marcha para la semana y muy felices de disfrutar de cierta libertad el domingo: es sorprendente que no se mencione su eventual deseo de visitar de vez en cuando a sus familias. Ahora bien, nuestros tres hagiógrafos ya describen ese grupo como se haría de una comunidad que «se relaja», aplicándole a posteriori un modelo que no es operatorio en esta época de su historia, porque esos maestros no se conciben como una comunidad.

El mismo Juan Bautista no tiene aún en su mente el modelo de la comunidad religiosa, pero resulta evidente que para él toda forma de vida se debe regular. No se sabe cómo estaba organizada la vida familiar en su infancia. Hay inclinación a creer que los La Salle, aparentemente piadosos, si no devotos, habían puesto orden a las jornadas de sus hijos. Por el contrario, es seguro que en San Sulpicio, donde él vivió durante casi dieciocho meses, Juan Bautista hizo la experiencia de una vida regulada y que esta satisfizo su expectativa espiritual, tanto que para él no podría haber vida cristiana sin orden. Solo se puede suscribir lo que escribe Blain al respecto:

por muy joven que haya estado el señor La Salle, él fue un hombre de regla; la regularidad fue siempre el alma de su conducta, su virtud querida y la que él usaba para dar movimiento a todas sus acciones. Él había visto grandes ejemplos en el Seminario de San Sulpicio, y él mismo, primero, había obtenido los frutos.

Esta es la razón por la cual, cuando regresa a Reims después de la muerte de su padre para asumir sus nuevas responsabilidades frente a sus hermanos y hermanas, comienza regulando su vida cotidiana:

en su casa todo estaba señalado según horas, la levantada, la plegaria, la oración, las comidas, las lecturas espirituales, los ejercicios de piedad y las otras acciones de la jornada. En la mesa se hacían lecturas santas; y lo admirable es que el joven canónigo había sabido, con su ejemplo y sus maneras insinuantes, comprometer a sus tres hermanos que permanecían en su casa, a seguir un tren de vida que parecía más el de un seminario que el de una casa de particulares. (Blain, 1733, t. I, pp. 142-143)

Para los maestros, la puesta en orden se hizo en tres etapas. Según Bernardo, quien sigue seguramente la Memoria sobre los orígenes, desde finales del año 1680:

él duda si continuará arrendando una casa para ellos o si los hospedará en su casa, para tener manera de velar más de cerca sobre su conducta, y para hacerlos llevar una vida más regulada; porque, como él mismo lo dice, él no podía soportar sino con mucha pena que los maestros continuaran viviendo así y que se condujeran tan mal como lo hacían. (Bernardo, 1965, CL 4, pp. 36-37)

Pero si se sigue a Maillefer, Juan Bautista habría pensado en eso mucho antes en el curso del año. Sus dudas dependen de las reacciones de su familia: «él no veía cómo hacer que sus tres hermanos que vivían con él aceptaran esta proposición: temía las contradicciones de su familia que no siempre aprobaba sus proyectos» (1966, ms. 1723, CL 6, p. 40). Bernardo revela también otra razón, más íntima, sobre la cual volveremos:

él tenía una gran repugnancia para llevar a los maestros a su casa y una extrema dificultad para resolverse a eso […], él, que hasta el presente no había conversado sino con personas distinguidas, tanto por su cortesía como por el rango de honor que ellas tenían en la Iglesia o en el mundo. (Bernardo, 1965, CL 4, p. 38)

Sea lo que fuere, a partir del año 1680, sin que sea posible precisar el momento, Juan Bautista admite a:

los maestros en su mesa, en las horas de comida. Allí se hacía la lectura, el señor de La Salle aprovechaba la ocasión para hacerles saludables reflexiones sobre los deberes de su estado. Después de lo cual ellos se retiraban para ocuparse en sus trabajos. (Maillefer, 1966, CL 6, ms. 1723, p. 40)

Entre el final del año 1680 y el comienzo de 1681[59], él va a París por varios asuntos (Bernardo, 1965, CL 4, p. 37)60 y aprovecha para visitar a Nicolás Barré en el convento de los mínimos, cerca de la Plaza Real (actual Plaza de los Vosgos). Este último le recomienda «hacer habitar en su casa a los maestros» (Bernardo, 1965, CL 4, p. 37). La partida de Nyel para Guisa, a inicios del mes de abril, lo lleva a tomar la determinación: durante la Semana Santa él ordena a los maestros que vayan a vivir la jornada en la calle Santa Margarita, exceptuando el tiempo consagrado a la escuela y la noche, durante la cual ellos regresan a la casa cerca de las murallas:

ellos permanecían en su casa desde las seis horas y media de la mañana61, fuera del tiempo de su escuela, hasta la oración de la noche, cuando regresaban a su casa ordinaria. Y como ya había algunas reglas en la casa de ese piadoso canónigo, que había horas reguladas para la oración, y que se hacía lectura durante las comidas, no hubo necesidad de hacer grandes cambios. Primero los hizo comer en el refectorio, hizo que le dieran a cada uno su porción, y algunas reglas para todas las horas de la jornada. (Bernardo, 1965, CL 4, p. 40)

Su idea es no solo probar si «él podía hacer que ellos permanecieran enteramente en su casa y acostumbrarse así, en su casa, con él», sino también probar las reacciones familiares (Bernardo, 1965, CL 4, p. 40). Al regreso de Nyel, él está decidido a mantener esta nueva organización. Tres meses más tarde el proceso se completa. El contrato de arriendo de la casa de los maestros se termina el 24 de junio de 1681, como es costumbre en Reims62: ese día Juan Bautista instala por completo en su casa a los maestros de las tres escuelas establecidas en la ciudad. Adrián Nyel los acompaña y va también a vivir donde Juan Bautista durante seis meses. Se puede considerar que, de manera aún informal, sin existencia jurídica ni canónica, se establece una primera comunidad: igual techo, igual mesa, igual reglamento de la vida cotidiana. Pero no se lleva aún el nombre de «hermano»; él hábito no es uniforme, nada regula la obediencia a un superior; tampoco hay capilla en la casa. Juan Bautista continúa ocupándose de sus obligaciones canonicales, aunque no solo de ellas.

Después de haber sido ordenado sacerdote en el mes de abril de 1678, Juan Bautista desarrolla una actividad pastoral que no parece ser insignificante, aunque casi no se disponga de ninguna información sobre ese aspecto. El 29 de junio siguiente él obtiene los poderes para predicar y confesar en la diócesis, pero no se sabe nada de su actividad de predicador o de confesor, solo que no se extiende a las religiosas (Aroz, 1979, CL 41.2, pp. 461-467). Su reputación, sin embargo, se debe haber establecido bastante rápido, dado que a finales de diciembre de 1678 recibe la abjuración de una protestante, Susana Périeux, originaria de Heiltz-le-Maurupt, cerca de San Dizier63. Él dirige a algunas religiosas, sin duda de la comunidad del Niño Jesús, y participa en las misiones rurales, en particular en un pueblo cerca de Reims, en abril de 1684. No olvidemos que recibió el birrete de doctor en abril de 1684, poco antes de acoger a los maestros en su mesa. Él debe aún proseguir la liquidación de la sucesión de su padre, acompañar los primeros pasos de la Congregación del Santo Niño Jesús y seguir el asunto de Thuret, a quien denunció ante el capítulo (Aroz, 1979, CL 41.2, pp. 447-460).

De manera habitual, este asunto retiene poco la atención de los historiadores, porque el rol de denunciante casi no conviene a la santidad. El 16 de agosto de 1679 Juan Bautista denuncia en el capítulo metropolitano a su colega César Thuret acusándolo de contravención al decreto De concubinariis:

por haber tenido y guardado en su casa a una sirviente impúdica (Juana Jorent) y por haberla aún frecuentado desde que ella salió de su alojamiento, a pesar de los avisos que le fueron dados de expulsarla y de no tener más relaciones con ella.

El proceso ante el oficial del capítulo dura casi un año y el 10 de junio siguiente a Thuret lo destituyen de su beneficio, lo suspenden a divinis, lo condenan a hacer un retiro durante un año en un seminario sin poder salir. Deberá recitar a diario los siete salmos penitenciales, lo que hará de rodillas sobre las escaleras de la casa cada viernes de ayuno. Quizás se trate del caso reportado por Blain, quien no revela ningún nombre:

una ocasión en la cual el joven ministro del señor hace estallar su celo contra un eclesiástico de mal ejemplo […] provee amplia materia para hablar a esta especie de gente ociosa que hacen el oficio de murmurar y que nunca están con el temperamento dispuesto a decidirse en favor de la devoción. El señor de La Salle, después de haber intentado todas las vías imaginables de dulzura, para hacer entrar en sí a un hombre que estaba siempre fuera por una disipación continua […] creyó que había que hacerla pública, a fin de quitar a los otros el motivo de escándalo, si él no podía convertir al escandaloso. Si no venció en ese segundo designio, él triunfó en el primero, puesto que corrigió al incorregible públicamente y con tanta fuerza, que lo obligó a cambiar de cuidad, ya que no quería cambiar de vida. (Blain, 1733, t. I, pp. 133-134)

L. M. Aroz explica el procedimiento de Juan Bautista por su deseo de defender la reputación del capítulo diocesano, cuya honorabilidad no podía soportar ningún ataque. Pero quizás es el honor del sacerdocio lo que motiva a Juan Bautista, quien acababa de ser ordenado y había tomado el tiempo de prepararse para ello con la más grande seriedad:

la idea de la sublimidad de sus funciones y de la santidad que él exige a aquellos que son honrados así, le tocaba tan fuertemente que no podía ver, sin tener el corazón desgarrado, a los sacerdotes profanar su eminente dignidad por una vida secular; él les hacía reproches que le atraían algunas veces insultos.

Esta manera de sentirse obligado por el deber de moralización de la vida social nos parece insoportable hoy y, sin duda, ya es el caso en la época: hace quince años Tartufo se había creado para la fiesta de Los placeres de la isla encantada. Una vez más notamos en Juan Bautista la marca de la Compañía del Santo Sacramento y de sus maneras de proceder.

La conversión a la pobreza

La reconstitución a posteriori del proceso muestra que realmente desde finales del año 1679 Juan Bautista comienza a caminar sobre una vía nueva que se le revela de modo progresivo y que va a conducirlo hacia rupturas decisivas. Son ellas las que vamos a intentar comprender ahora. En el capítulo siguiente volveremos a la historia de las escuelas.

La ruptura con la familia y la casa familiar

La instalación de los maestros en la casa familiar lo pone en una posición delicada con sus familiares. Es el mensaje sobre el cual insisten sus primeros biógrafos. Tomemos a Maillefer, el mejor ubicado para evocar las reacciones de sus parientes cercanos. El 24 de junio de 1681 marca un giro:

él sintió, sin embargo, que era el golpe decisivo, que el mundo no dejaría de censurar su conducta, que, hasta ese momento, lo había tenido como en suspenso. Él se preparó para las contradicciones; él recibió algunas muy fuertes por parte de sus parientes y de sus amigos que no se cansaban de reprocharle su rareza; es así como se juzgaba.

Juan Bautista transgrede las normas sociales porque, al acoger a los maestros en su casa, él abole las jerarquías del rango. En los actos notariados que él pasa en este periodo los calificativos que lo designan varían de «maestro» a «venerable y discreta persona» pasando por «señor». Y he aquí que él admite en su mesa, en pie de igualdad, a hombres que no entran en esta jerarquía, cuyo vestido, tal como nos lo describe Bernardo, denota la baja condición: «seis o siete maestros de escuela que no tenían nada de brillante según el mundo, muy simplemente vestidos, que no tienen otra cosa sino un pequeño hábito negro con un rabat, sin manto ni capota». Actuando así, Juan Bautista ataca el honor de la familia. Maillefer da testimonio: «algunos más cortantes […] le reprocharon que él deshonraba a la familia encargándose de gobernar a esas gentes de bajo nacimiento y sin educación».

El joven canónigo no se habría expuesto a ningún reproche si él se hubiera contentado con financiar las escuelas, delegando la dirección de los maestros a Adrián Nyel. Él habría permanecido en los límites de la caridad honorable, la que contribuye a legitimar la posición social de quien la practica. También habría respetado la separación entre privado y público; en cambio, al hacer de su casa la de los maestros, extraños a la familia, él realiza una confusión que rebaja la casa de La Salle a un hogar popular y común. Tanto más se le reprocha esto puesto que él no vive solo, sino con sus hermanos, de quienes tiene la responsabilidad de la educación y cuya tutela retomó en 1680. Juan Bautista tiene conciencia clara de esta transgresión. Él ha interiorizado tanto las representaciones sociales y el habitus de su medio que el hacinamiento de los maestros le repugna:

naturalmente, valoraba en menos que a mi criado a aquellos a quienes me veía obligado a emplear en las escuelas, sobre todo, en el comienzo, la simple idea de tener que vivir con ellos me hubiera resultado insoportable. En efecto, cuando hice que vinieran a mi casa, yo sentí al principio mucha dificultad; y eso duró dos años64.

Para completar el tablero, Bernardo reporta el testimonio indirecto de una tía de Juan Bautista sobre su actitud durante las comidas de familia que él, al parecer, mantiene: «cuando uno comenzaba a hablarle sobre ese asunto, él cruzaba modestamente sus brazos, escuchaba pacientemente las razones que se le esgrimían, de una parte y de otra, para llevarlo a quitar su empresa, y no respondía una sola palabra» (Bernardo, 1965, CL 4, p. 43). La situación en que se encuentra es tanto más incómoda que ella puede aparecer como la conclusión paradójica del compromiso devoto de su medio; porque su decisión no tiene otra motivación sino la de implicarse personalmente y con sinceridad en el deber de educación del pueblo en el cual se involucran las élites católicas. Él hubiera podido también actuar como Catalina Leleu o Roland, como fundador y protector, pero evidentemente piensa que se debe comprometer aún más.

La dispersión de sus hermanos muestra que su opción está hecha desde el segundo semestre del año 1681: su lugar se encuentra al lado de los maestros. Juan Luis, en sus diecisiete años, elige permanecer junto a Juan Bautista hasta su partida al Seminario de San Sulpicio a comienzos de noviembre de 1682. El segundo, Pedro, en sus quince años, se une al hogar de su hermana María, esposa de Juan Maillefer. Bernardo evoca «el desprecio que tenía del señor de La Salle» y Blain acentúa el rasgo: «él escuchó lo que la pasión de un cuñado le decía; entró en sus prevenciones y concibió insensiblemente aversión hacia su tutor y benefactor». Entre finales del año 1681 y el primer semestre de 1682, él deja la casa de la calle Santa Margarita. Pedro abrazará la carrera de la magistratura como su padre. En fin, a Juan Remí, el menor, en sus once años, lo llevan a una pensión de los genovevos de Senlis para que haga allí su colegio. Nunca se ha puesto en relación esta decisión con el hecho de que Santiago, el segundo hijo de los hermanos, acaba de pronunciar sus votos en la Congregación de Santa Genoveva65. Juan Remí escogerá también la magistratura.

Sin duda, los reproches contribuyeron a precipitar el momento de la opción; pero quizás no haya que conceder más crédito del que conviene a la insistencia de los biógrafos sobre las reacciones familiares. Estas últimas sirven demasiado bien al proyecto hagiográfico: marginalizando a Juan Bautista de los suyos, ellos lo sitúan de modo implícito en la posición del profeta incomprendido de su país. Sin embargo, el examen de la reorganización decidida en la segunda mitad del año no impone la idea de un grave conflicto familiar. Con su cuñado Juan Maillefer las relaciones sí parecen haberse enfriado definitivamente: es significativo que Juan Bautista no se mencione nunca en su Periódico. No obstante, sin ver allí una ayuda aportada por su familia a Juan Bautista para que pueda realizar su proyecto, hay realmente que constatar que la partida de los menores aligera su carga. Se puede también pensar que la cuestión del hospedaje de los tres hermanos menores se habría necesariamente planteado con el reglamento definitivo de la sucesión de su padre y la venta de la casa de La Salle. Por lo demás, en esos años decisivos nadie le cuestiona la tutela de sus hermanos, que él asume por segunda vez hasta 1684[66]. Es igual de significativo que Blain, el autor más tardío, sea quien insista más en las presiones familiares para quitarle a Juan Bautista sus tres hermanos menores. Allí donde Maillefer precisa las divergencias en el seno de la familia, el canónigo de Ruan ve unanimidad:

lo miraron como a un hombre terco y apegado a su opinión, de quien no se podía esperar nada más sino proyectos nuevos de un celo exagerado, más ruidosos que los primeros. No se pensó sino en quitarle a sus hermanos; y si se hubiera podido, lo habrían puesto a él mismo bajo tutela, en lugar de dejarle aquella de la cual estaba encargado. (Blain, 1733, t. I, p. 174)

El sobrino de Juan Bautista escribe de manera más reposada en la segunda versión de su texto:

[él] respondió con una moderación tan cristiana que muchos se retiraron muy edificados y resueltos a no presionarlo más por temor a oponerse a las vías de Dios. Los otros […] lo miraron desde entonces como un hombre apegado a su opinión, que nada podía doblegar, y resolvieron retirar sus tres hermanos de su casa.

Incluso si Maillefer no da más detalles, parece al menos que una parte de los familiares estuvo impresionada favorablemente por el proyecto de Juan Bautista.

La formación de la primera comunidad

Maillefer es el único en evocar la pena de Juan Bautista ante la partida de sus hermanos y escribe con pudor que «esta separación afectó sensiblemente, pero no lo abatió». Por el contrario, Blain planta a su héroe «inmóvil como una roca en medio del oleaje de la tormenta». En el fondo poco importa: no hemos guardado ninguna confesión de Juan Bautista al respecto, no más, por lo demás, que de la muerte de sus padres unos diez años antes o del deceso de su hermana María Rosa el 21 de marzo del mismo año en la abadía de San Esteban de las monjas. No sabemos, pues, nada de lo que él experimentó y toda conjetura es vana. Lo que nos importa más es que ese desprendimiento objetivo con respecto a los suyos, aunque relativo, dado que él asume la tutela de sus hermanos sin ser cuestionado, corresponde a un compromiso suplementario con los maestros. La dimensión comunitaria del grupo se refuerza. Se trata ahora de su vida espiritual.

Desde su instalación en la calle Santa Margarita, Juan Bautista los invita a escoger un confesor. Ellos se dirigen al párroco de San Symphorien, Henri Gonel, luego a otro presbítero cuyo nombre no se revela. El primero no habría tenido «el espíritu de comunidad»; en cuanto al segundo, su confesionario es muy frecuentado: hay que «esperar y prepararse entre personas de diferente sexo y volver a menudo más tarde» (Bernardo, 1965, CL 4, p. 43). Una parte de los maestros pide a Juan Bautista ser su confesor y él acepta. Pasan algunos meses o semanas antes de que confiese y dirija al conjunto del grupo. ¿Este giro decisivo se completó a finales de 1681? Se puede suponer, pero nada lo testifica. Maillefer (1966) prefiere insistir en la organización de la vida espiritual de la comunidad:

él se aplicó seriamente a organizar su pequeña comunidad. Comenzó por inspirar a sus discípulos el espíritu de modestia, de humildad, de pobreza, de piedad y de una caridad sin límites; cualidades todas que debían ser el fundamento de la simplicidad de su estado; pero como él no quería introducir nada por autoridad, y como él quería hacer un establecimiento sólido, él se contentó con orientarlos a la perfección a donde quería conducirlos gradualmente. (CL 6, ms. 1723, p. 44)

En la versión modificada de su manuscrito agrega: «él se aplicó así todo ese año a acostumbrar a los maestros a una sucesión de ejercicios con los cuales los familiarizaba de forma insensible». Esta evolución comienza en junio de 1681 y, cuando llega el verano de 1682, la estructuración de la comunidad ha progresado, sin reconocimiento canónico, bajo la guía de un eclesiástico bien inserto en la institución, pero que actúa ahí como un director espiritual en un marco privado. Es el carisma de Juan Bautista que está en acción y no se sabe casi nada de la reacción de los maestros. Se puede al menos suponer que ella no es unánime, porque solo algunos (sobre seis o siete, solo dos o tres) tomaron la iniciativa de pedirle que fuera su confesor.

El segundo cambio determinante de este periodo se produce al final de la primavera de 1682, en parte, bajo coacción. El 24 de junio, con los maestros, Juan Bautista deja la casa paterna de la calle Santa Margarita y se instala en la entrada de la calle Nueva en dos casas alquiladas frente al convento de los cordeliers (Aroz, 1975, CL 40.1, n.° 92, pp. 80-81; 1982, CL 42, p. 73). Adrián Nyel ya no forma parte del grupo: había dejado Reims desde hacía seis meses para fundar nuevas escuelas. Esa mudanza se inscribe en un doble contexto. Por una parte, la sucesión de Luis de La Salle opuso jurídicamente a Juan Bautista contra su cuñado Juan Maillefer y su hermana María. Estos últimos se casaron el 20 de marzo de 1679, un lunes de Cuaresma, periodo prohibido para los matrimonios, y Juan Bautista firmó como testigo de su hermana. Esto confirma las buenas relaciones que se adivinan al leer el informe de tutela: a pesar de la emancipación de María, Juan Bautista gastaba con gusto para «sus necesidades». Para comprender las tensiones que van a estallar a la vista de todos, menos de dos años después del matrimonio, hay que recordar el estatuto de la casa de la calle Santa Margarita. Ella se legó de forma indivisa a los hijos de La Salle y Juan Bautista, como ejecutor testamentario, la puso primero en alquiler a partir del 24 de junio de 1672. Por falta de cliente, él mismo se hizo arrendatario, por cuenta de la indivisión, por 250 libras al año. Por tanto, María es copropietaria de la casa. Aroz (1993, CL 52, p. 52) supone que la pareja habría reclamado con bastante rapidez la división de la sucesión para obtener su parte. Juan Maillefer inicia el procedimiento a finales del año 1680 y, a comienzos del mes de enero siguiente, Juan Bautista es notificado legalmente para proceder a la división de la herencia.

Ahora bien, en el periodo de la Navidad de 1679 Juan Bautista se empezó a preguntar si no debía irse a su casa con los maestros. Esta coincidencia lleva a interrogarse sobre otras motivaciones de Juan Bautista: ¿piensa él poder así guardar la casa de La Salle? O más bien, ¿no es justamente lo que temen Juan y María, quienes viven muy cerca y ven a esos maestros de lamentable figura, a los cuales se les lleva la comida en la calle Santa Margarita? La sucesión incluye otra casa en la calle de los Dos Ángeles, una granja en Beine —a unas leguas al este de Reims— y viñas situadas en Chigny y Daméry sobre los costados norte y sur de la montaña de Reims, respectivamente. Las casas se visitan varias veces, mientras que Juan Bautista inicia los procedimientos para recuperar los alquileres no pagados. Así, pues, cuando él instala a los maestros en la calle Santa Margarita, el 24 de junio de 1681, no se ha hecho aún la sucesión y no parece que Juan Bautista haya solicitado la opinión de la pareja. Esta instalación parece un hecho ilegal; pero cuando los expertos establecen que los bienes no pueden ser «fácil y útilmente divididos», el alguacil del arzobispado dicta sentencia a finales del mes de agosto: ordena poner en pública subasta las propiedades de Luis de La Salle. La venta tiene lugar en julio de 1682 y solo al final del mes, una vez aceptadas las adjudicaciones, el monto se reparte entre los cinco hermanos y la hermana.

Juan Bautista llegó hasta 9700 libras para comprar la casa de La Salle, ofrecida por 6000. Luego él cedió y fue un burgués de Reims, Francisco Favart, extraño a la familia, quien la obtuvo por 10.025 libras. Maillefer insistió: él llegó hasta las 10.000 libras, pero después se calló (Aroz, CL 52, p. 41). Se convino que Juan Bautista podía permanecer en la calle Santa Margarita hasta el fin del año, pero para esta fecha él ya la había dejado con los maestros. Los trabajos de L. M. Aroz, quien ha exhumado de manera meticulosa todas las actas de la sucesión de Luis de La Salle, arrojan otra luz sobre las tensiones suscitadas entre Juan Bautista y su cuñado por la instalación de los maestros en la calle Santa Margarita. ¿El honor de la familia y la educación de los hermanos menores son verdaderamente los únicos asuntos en juego? ¿No temió Juan Maillefer que la ocupación de la casa la sustrajera a la sucesión y a su división? La venta de los inmuebles y fondos produjo la suma de 16.043 libras para dividir entre cinco. Juan Bautista retira entonces personalmente 3208 libras y doce soles.

Por otra parte, se da la renovación completa del grupo de maestros. Los que siguen a Juan Bautista en la calle Nueva, a finales de junio de 1682, no son los que se instalaron en la casa de La Salle a comienzos del verano de 1681:

la mayor parte de los maestros que habían permanecido con el señor Nyel en la casa que había sido alquilada para ellos, y que eran los menos regulados, y habiendo llevado una vida libre y que no sentían en absoluto necesidad de la comunidad, no pudieron acomodarse por mucho tiempo a una vida tan moderada y retirada, tal como aquella a la que los comprometía nuestro ferviente canónigo en su casa. Esa fue la causa por la que se retiraron poco tiempo después, deseando llevar una vida más libre y más independiente. Él mismo se vio obligado a despedir a algunos que no tenían bastante talento ni vocación para las escuelas, aunque tuvieran mucha piedad y que habían sido recibidos solo por necesidad. De suerte que en poco tiempo, es decir, en menos de dos meses, él se hizo a una casa nueva, no teniendo allí, salvo uno o dos, sino nuevos sujetos. (Bernardo, 1965, CL 4, pp. 46-47)

Dicho de otro modo, desde el comienzo de la primavera de 1682, el grupo de maestros se renovó casi en su totalidad. Esta transformación es significativa. Los primeros seguramente se sintieron atraídos ante todo por la perspectiva de un empleo y por las facilidades de vida que representaba el servicio de la comida y la dormida. Ellos no fueron a formar una comunidad regulada con una finalidad religiosa y se marcharon cuando comprendieron la dirección hacia la cual quería llevarlos Juan Bautista. Una comunidad no se forma sobre la base de la coacción, sino del voluntariado o, en otros términos, de la vocación. Por el contrario, una vez el grupo se instala en la casa de La Salle y sigue una vida regulada, se sabe a qué se compromete uniéndose a él. Se entra porque se quiere y porque se aceptan las condiciones, lo que no significa que el proyecto esté coronado por el éxito. Según Bernardo, los «nuevos sujetos» se comienzan a presentar entre el mes de diciembre de 1681 y «comienzos del año 1682». Quizá es en ese momento cuando entran Henri L’Heureux y Nicolás Vuyard, de quienes hablaremos de nuevo más adelante. La mutación es esencial no solo para los maestros, sino también, y quizás primero, para Juan Bautista. Muy lejos de venir «únicamente» a apoyar a Adrián Nyel y a las buenas obras de la señora Maillefer, él está a punto de poner en marcha, sobre la base del voluntariado, una comunidad religiosa con fines educativos, una comunidad que fundará su vocación educativa sobre la calidad de su vida comunitaria.

Los primeros días de la primavera de 1682 son decisivos. Representan a la vez el momento en que Juan Bautista comprende que él quizás no conservará la casa de La Salle, puesta en venta, y el momento en que toma conciencia de la verdadera dimensión de su acción: nuevas fundaciones de escuelas comienzan fuera de Reims. Él siente la necesidad de distanciarse. Blain es el único que reporta ese hecho. Juan Bautista alquila un jardín cercano al convento de los agustinos y a las murallas de la ciudad. El jardín tiene una construcción en la cual el canónigo alberga sus meditaciones y, según la memoria citada por Blain, sus penitencias:

¡ah!, si las murallas del pequeño despacho que le servía de célula pudieran hablar, qué no dirían ellas de sus sangrientas disciplinas, y de otros piadosos ejercicios en los cuales lo arrojaba la embriaguez espiritual del vino nuevo que él comenzaba a gustar.

Se puede asumir con prudencia un lugar común hagiográfico, pero conviene resaltar el puesto dado a este retiro en la maduración del proyecto de Juan Bautista. Blain es formal en su retórica muy propia: «fue allí donde, comenzando una vida completamente nueva, él formó el primer plan de la más sublime perfección». La conjunción en este periodo de diversos elementos que hemos subrayado inclina a aceptar su afirmación.

La renuncia a la canonjía

La apertura de cuatro escuelas fuera de Reims en el transcurso de 1962 enfrenta a Nyel y a La Salle al asunto fundamental del financiamiento del proyecto. Los «fundadores» no son los únicos en inquietarse por eso, sino también los maestros, y nadie como Maillefer supo traducir mejor sus temores. Transcribimos íntegramente este largo pasaje, porque es en ese momento, entre septiembre y octubre de 1682, cuando Juan Bautista se encuentra contra la pared ante el desafío de la ruptura más radical:

como ellos estaban reducidos por su estado a lo necesario y muy módico, y como ellos no gozaban de ningún fondo, les venían de vez en cuando pensamientos de desconfianza que los agitaban. Ellos se imaginaron lo peor a que podrían quedar reducidos si el señor de La Salle llegara a faltarles. Sobre eso ellos se formaban en el espíritu pensamientos quiméricos que los hacían pusilánimes y los desalentaban. El señor de La Salle se dio cuenta y cuando él quiso saber la causa, ellos le dijeron con franqueza que no veían nada fijo ni estable en su establecimiento; que el menor acontecimiento molesto podía tumbar todos sus proyectos, que era triste para ellos sacrificar su juventud por el servicio público, sin estar seguros de encontrar al final un asilo a la sombra del cual pudiesen reposarse de sus trabajos.

El señor de La Salle que no estaba lleno sino de ideas de Providencia, y que quería conducir a los hermanos por esta vía, trabajó sin descanso para levantar su ánimo abatido. “Hombres de poca fe, les dijo, ¿es así como ustedes ponen límites a la providencia de Dios? ¿No saben ustedes que él no los pone a su bondad? Si él cuida, como él mismo lo dice, de las hierbas y de los lirios del campo, si él alimenta con tanto cuidado a las aves y a los otros animales que están sobre la tierra, aunque ellos no tengan fondos ni rentas, ni cavas, ni graneros, ¿con cuánta mayor razón deben ustedes esperar que cuidará de ustedes, que se consagran a su servicio? No se inquieten, pues, por el futuro. Dios conoce sus necesidades y no dejará de proveer a ellas abundantemente si ustedes le son fieles”.

[…] “Es fácil para usted, le respondieron ellos, hacernos semejantes discursos, usted a quien no le falta nada, usted que está establecido honorablemente, usted tiene bienes, además una canonjía, todo eso lo cubre de la miseria en la cual nosotros caeremos infaliblemente si las escuelas se destruyen”. El señor de La Salle sintió vivamente la fuerza de esta respuesta. Él reconoció que los hermanos tenían algunas razones para sostenerle semejantes reproches: y él pensó, desde entonces, que el mejor medio de convencerlos de su desinterés era despojarse de todo para hacerse enteramente semejante a ellos. (Maillefer, 1966, CL 6, ms. 1723, pp. 54, 56)

Esta última frase es esencial y atrae la atención sobre una confusión, sistemáticamente operada, entre la cuestión del desprendimiento personal contemplado por Juan Bautista y la del financiamiento de las escuelas. Las dos están, a la vez, ligadas, pero son distintas: la fundación de las escuelas no necesita que él renuncie a sus bienes y también se podría proseguir si él lo hiciera. En efecto, los capitales de fundación los aportan con mucha frecuencia donantes. Esos capitales permiten, gracias a la renta que producen, mantener sobre los lugares a los maestros. Por el contrario, si las rentas ya no se pagan, se compromete la subsistencia de los maestros. Desde que él los acogió en su casa, ¿cómo financió su mantenimiento? Es muy seguro que la renta de la señora Maillefer haya contribuido a ello, ¿pero en qué medida? ¿Y qué garantía se puede tener de que una renta creada en Ruan será perenne?

Ahora bien, los maestros no le piden que garantice su futuro con sus bienes. Ellos le lanzan otro desafío muy diferente: asegurar su futuro mostrando que él también se confía a la Providencia sin hipocresía. Juan Bautista consulta de nuevo a Nicolás Barré y este último es quien establece la confusión entre los aspectos del asunto: él le recomienda no cimentar las escuelas sobre las creaciones de renta y, por consiguiente, renunciar a todos sus bienes. Igualmente consultado, su nuevo director espiritual después de la muerte de Roland, Santiago Callou, superior del seminario diocesano, le aconseja, por el contrario, conservar su canonjía, su regularidad en el cumplimiento de sus obligaciones de canónigo, probando la autenticidad de su vocación, y continuar al mismo tiempo ocupándose de las escuelas y los maestros. ¿No es ese, por lo demás, el modelo dejado por el mismo Nicolás Roland? Esa opción también habría satisfecho plenamente a la familia. Entre las dos vías, Juan Bautista escoge la que Nicole Barré le había indicado. Esta decisión, tomada con toda libertad, es la marca de su vocación. La prebenda canonical se inscribía dentro de una «estrategia» familiar, renunciar a ella es realizar una ruptura sin retorno. Esta decisión hace de Juan Bautista un individuo libre y autónomo: él sigue la recomendación del religioso mínimo de la Plaza Real en lugar de optar por la de su director, la cual, en teoría, tenía que haber prevalecido. Él va, a la sazón, a intentar convencerlo. Lo logra finalmente en julio de 1683, al cabo de «nueve a diez meses».

Queda por realizar el procedimiento. La renuncia la debe recibir el arzobispo. Juan Bautista hace el viaje a París. Cuando llega, se entera que monseñor Le Tellier ya regresó a Reims. Este último le manda a decir que tome tiempo para reflexionar; luego le hace saber que no tiene tiempo de recibirlo. Juan Bautista intenta hacer intervenir a algunas personalidades influyentes. Consulta, en particular, a Nicolás Philibert, profesor de Teología en el seminario, futuro gran maestro cantor en la catedral, quien aprueba sus resoluciones y le aconseja, a la vez, renunciar en favor de su hermano Juan Luis, y retirarse a París para ponerse al abrigo de los reproches familiares. In extremis, en vísperas de una nueva partida del arzobispo a París, Juan Bautista obtiene la audiencia tan esperada. La intervención de Philibert convenció al prelado, quien da su acuerdo y autoriza a Juan Bautista a renunciar en favor de «quien él quiera». En los días siguientes, bajo las instancias del capítulo, el arzobispo le envía a Juan Callou con la misión de hacerlo volver de su decisión. Juan Bautista no desiste: «su opción estaba hecha ante Dios y él no podía cambiar». El 16 de agosto de 1683 la renuncia de Juan Bautista queda escrita en el acta y su sucesor toma posesión de su prebenda. Después de una larga espera, las cosas se precipitaron. Hay que comprender bien lo que significa esta renuncia: es a la vez la consumación de la ruptura con la familia y la opción por la pobreza. Juan Bautista le da la espalda a su pasado y a la trayectoria social que había sido preparada para él: en el sentido propio del término, su conversión se termina.

En lugar de desistir en favor de su hermano menor, Juan Bautista inscribe sobre su carta de renuncia el nombre de Juan Faubert, uno de los eclesiásticos que vive con él en la calle Nueva, originario de Château-Porcien, donde se había fundado una escuela en 1682. La evolución ulterior de las cosas reveló que Juan Bautista, sin duda, no dio pruebas de discernimiento: el celo de Faubert se desvaneció con rapidez en las dulzuras de su prebenda y Bernardo precisa que Juan Bautista habría expresado algunos pesares al respecto. Las reacciones de la familia desposeída de una bella prebenda no se hacen esperar porque, desde un estricto punto de vista social, la dimisión de Juan Bautista se puede asimilar a una traición a los suyos: «se le dijo que no servía de nada no trabajar únicamente para sí mismo» (Maillefer, 1966, CL 6, ms. 1723, p. 62). «Hubo una más fuerte serie de críticas de parte de sus familiares y de sus amigos que le reprocharon varias veces su dureza de corazón» (Bernardo, 1965, CL 4, p. 56). Incluso si hay que tener en cuenta aquí la perspectiva retórica hagiográfica que exalta así su resolución, prueba de la gracia divina que la anima, sin embargo, designar a Faubert es un poco como si Juan Bautista hubiera roto las amarras que lo ataban a la nave familiar. Queda aún una última atadura que él suelta un año más tarde: la tutela de sus hermanos menores. Él renuncia de modo definitivo a ella el 16 de agosto de 1684 para dársela a Nicolás Lespagnol.

Esa opción también es la de la pobreza, porque él sabe que su familia estimará que ya no le debe nada más. Salvo Juan Luis, quien permanece a su lado hasta la crisis de la Unigenitus, no se encuentra durante su vida ninguna prueba de un apoyo de los La Salle a las escuelas o al instituto antes de que Pedro, después de la muerte de Juan Bautista, termine interesándose en ello. Pero tras la prebenda él se debe desprender del resto de sus bienes: los hagiógrafos afirman que ese despojo fue total y que él no conservó nada como propio. Sin embargo, nosotros vemos que Juan Bautista continúa velando sobre las entradas de dinero incluso después de renunciar a su tutela. Ahora bien, el instituto no tiene reconocimiento legal, por consiguiente, tampoco personalidad moral antes de 1725. Es realmente en nombre propio que él se compromete procediendo así.

En una visión simplificadora, la hagiografía evoca de manera habitual las limosnas de Juan Bautista que le habrían permitido completar su desprendimiento, en particular con ocasión del hambre del otoño de 1684 y del invierno de 1685, multiplicando las distribuciones de comida en las tres escuelas de niños de Reims y en las cuatro escuelas de niñas de las Hijas del Niño Jesús. Blain llega incluso hasta a hacerle distribuir 40.000 libras de limosna, dato puramente novelesco, porque Juan Bautista no dispone de tales recursos en esta fecha y, por lo demás, nunca dispuso de ellos. Poutet estima que gastó durante esos meses cerca de 15.000 libras y que no le queda nada cuando llegan las cosechas de 1685. En 1676 su fortuna era de 16.260 libras, de las cuales la mayor parte estaba constituida por capitales colocados. De la venta de la casa de la calle Santa Margarita, él sacó más de 3000 libras. A comienzos de 1684, con Aroz (1982), se puede estimar su fortuna en unas 26.081 libras, lo que representaba un aumento significativo y revelaría sus talentos reales de administrador67 (CL 42, p. 225). Nada indica que Juan Bautista haya demandado el rembolso de los fondos de inversión colocados, que constituyen aún la mayor parte de sus bienes. Son las rentas de esas inversiones que dan el efectivo necesario para sus limosnas. Hay, pues, que revisar a la baja la estimación de las sumas distribuidas bajo cualquier forma que sea: parece que de 3000 a 4000 libras podría ser un orden de magnitud máximo verosímil. Esta suma importante se emplea en las distribuciones de pan, tanto para los estudiantes como para los pobres que se presentan en la casa de la calle Nueva y los «pobres vergonzantes» socorridos en sus domicilios.

Bernardo precisa también que bajo la orden de su director, Santiago Callou, Juan Bautista se reservó doscientas libras de rentas68 (Poutet, 1970, t. I, n.º 45, p. 722; Bernardo, 1965, CL 4, p. 61). Pero es claro que estas no forman todo su haber a partir de esta fecha: los capitales de inversión y no rembolsados continúan dando sumas más importantes. Y son estas últimas las que van a permitirle, como lo dice Bernardo, «hacer largos y penosos viajes que él emprende, llenar su biblioteca de libros para su uso y su comunidad; [financiar] otras obras de piedad, como ornamentos de iglesia, vasos sagrados y hábitos sacerdotales, cosas que proveía con gran cuidado», que le permiten también y, en primer lugar, financiar el alquiler de la calle Nueva.

En esas condiciones, ¿la cuestión de la pobreza permanece vigente? La prebenda a la que renunció no forma ni un décimo de sus rentas. ¿En qué se unió a la precariedad de los hermanos? ¿En qué se hizo «pobre con los pobres a fin de hacerles amar su estado de pobreza»? ¿La tradición hagiográfica no está sumergida en la plena hipocresía? Blain (1733) no da muestras aquí de ninguna moderación:

esta distribución diaria de pan en su casa se hacía todas las mañanas; y era después de la celebración de la santa misa cuando él venía a socorrer […] él se ponía a sus pies, y se le veía arrodillado para darles la limosna con los signos de respeto y de alegría como si él hubiera dado, visto y alimentado a Jesucristo en persona. Él hacía más: hecho pobre él mismo, asistiendo a los pobres, él tomaba en calidad de pobre una porción de pan que les distribuía y se la comía de rodillas ante sus ojos, con un gusto y una alegría que hacía sentir el placer que él encontraba en el seno de la pobreza y la caridad reunidas.

Él llevó más lejos las cosas: celoso del mérito de la pobreza más humillante, él quería tragarse la vergüenza de la mendicidad y comer una limosna de confusión pedida de puerta en puerta. La humildad y la necesidad se le impusieron finalmente; porque, despojado de todo y vuelto más pobre que aquellos a quienes había alimentado, él fue, a su vez, a expensas del amor propio, a pedir limosna, de casa en casa, de algunos pedazos de pan. Después de muchos rechazos, el recibió de una buena mujer un pedazo de pan muy viejo, que él comió de rodillas, por respeto y con una gran alegría que no se puede expresar. (t. I, p. 221)

Sin embargo, Blain señala su sorpresa: que las memorias puestas a su disposición no evoquen nunca la reacción de la familia ante la venta de sus bienes por Juan Bautista, mientras que insisten en el escándalo provocado por su renuncia a la canonjía:

¿cómo es posible que su misma familia se viera tranquilamente despojada de un bien que ella esperaba heredar, sin oponerse a ello, y sin atar las manos de aquel que daba, perjudicándola, todo su patrimonio a los pobres? Es lo que me sorprende y hay, me parece, de qué asombrarse. (t. I, 216)

La respuesta es simple: ¡no hubo escándalo porque para esa fecha Juan Bautista se desprendió solo de una parte de su patrimonio y no lo hizo en favor de los pobres, sino de sus propios hermanos! En efecto, en 1684, antes de renunciar definitivamente a su tutela, él les cedió una parte de la casa que compró en 1675 en la calle Santa Margarita por 1200 libras, estimada desde ahora en adelante en 1229 libras (o sea, una plusvalía de 2,5 % en menos de dos años), cuyo alquiler producía 66 libras; por otra parte, también les cedió ocho contratos de anualidad principales de 9177 libras. Le quedarían cerca de 11.000 libras de capital, que le producen una renta de cerca de 550 libras, o sea, aproximadamente el costo del mantenimiento anual de dos maestros, sin exceso. Juan Bautista está teóricamente al abrigo de la miseria, pero no está en la abundancia, sobre todo porque el pago de una renta es algo muy inseguro.

Hay, pues, razones para preguntarse de dónde provienen las limosnas que en el invierno de 1684-1685 impresionaron tanto a la gente. Juan Bautista parece haber tenido la costumbre de conservar sumas importantes en especies, de inmediato disponibles en caso de urgencia. Así, es asombroso constatar que en 1677, con ocasión de la rendición de cuentas de su tutela, él guardaba en la casa de La Salle 9687 libras en efectivo. En 1684, como él acaba de liquidar una parte de sus bienes mobiliarios e inmobiliarios, seguramente tiene aún escudos contantes y sonantes en un cofre. Además, como no se desprendió del todo de sus bienes, en contra de lo que proclama el coro unánime de sus hagiógrafos, él continúa efectuando trámites jurídicos e iniciando procesos. Esas gestiones le permiten percibir sumas no despreciables: solo en el transcurso de enero de 1685 él recibe cerca de 3500 libras como reembolso de diversos créditos69. Eso le permite, sin duda, aumentar sus limosnas en este periodo de gran hambruna.

Así, entre el verano de 1683 y el de 1684, se puede estimar que Juan Bautista redujo a seis o siete sus rentas anuales para llevarlas a las de un simple presbítero a cargo de una parroquia ordinaria. Él es independiente porque esas rentas son capitales que él posee y que están colocados en organismos de rentas, pero los niveles y la naturaleza de esas fuentes lo obligan a ser vigilante, puesto que los retrasos en los pagos pueden hundirlo en la precariedad. Realmente él no comparte la condición de la mayoría de los hombres que se le van a unir en el naciente instituto y que no tienen nada; no obstante, en lo cotidiano él comparte su vida simple y rudimentaria. Él tiene también los medios para contribuir al financiamiento, pero solo de una pequeña parte, del desarrollo de las escuelas.

El sentido de la pobreza

Él dio los pasos para acercarse a los pobres, esos maestros que él consideraba al comienzo «por debajo de su sirviente». Ahí reposa la última etapa de su conversión; pero estamos desprovistos para comprender lo que ella significa para él en ese momento de su vida: no hay confidencias, ninguna bella meditación sobre la pobreza que pudiera datarse de esta época. ¿Qué solución nos queda? Proponemos, primero, inscribir su renuncia a la riqueza en el contexto del tiempo y ponerla en la perspectiva de la concepción que los contemporáneos se hacían de la pobreza.

Luego analizaremos los pasajes de sus escritos, poco numerosos en el caso, totalmente posteriores a este periodo, en los cuales él evoca la pobreza y el desprendimiento. Después, bajo el riesgo del anacronismo, intentaremos ponerlos en perspectiva con los discursos más recientes, porque nos parece que este enfoque puede ayudar a situar sobre la realidad vivida por Juan Bautista las palabras que él no nos entregó. Somos conscientes que se trata aquí de un método más espiritual que historiográfico. Por lo menos, esperamos evitar el escollo del psicologismo gratuito. Hay que precisar, en fin, que esta reflexión trata solo del sentido espiritual de la pobreza para Juan Bautista. El análisis social del público tocado por las escuelas lasallistas pertenece a otra problemática.

Los devotos del siglo XVII, a cuyo universo mental pertenece Juan Bautista, tienen de la pobreza una visión que participa a la vez del pasado medieval y de la eficacia mercantilista moderna. De la Edad Media heredan una conciencia viva de que la pobreza se debe amar, porque ella es la figura de Cristo sufriente, por el cual se asegura la redención de los hombres. Hay que saber reconocer a Cristo bajo los trazos del pobre; hay, entonces, que ayudar y socorrerlo, como lo recuerdan las máximas evangélicas. Y algunos pasajes como este, de datación poco fácil, testimonian la adhesión de Juan Bautista a esta visión: «reconozcan a Jesús bajo los pobres harapos de los niños que tienen que instruir; adórenlo en ellos; amen la pobreza y honren a los pobres, a ejemplo de los Magos» (MF 96, 3, 2). Pero los devotos están igualmente convencidos de que los pobres representan un ataque intolerable al orden tanto social como religioso, y de que el uno y el otro reposan sobre la voluntad divina. La puesta en marcha de hospitales generales, comenzando por el de París en 1656, bajo el impulso de la Compañía del Santo Sacramento, quiere aportar una respuesta a esta inquietud. Veremos que el compromiso de Juan Bautista en las escuelas gratuitas corresponde también, pero no solo, a esta preocupación. La ambigüedad de esta visión no es contradictoria ni molesta. Ella fortalece el conservatismo social que portan los devotos: la sociedad tiene necesidad de pobres que deben estar en su lugar. Los testamentos del tiempo, a través de sus disposiciones funerarias, lo revelan bien. Con frecuencia, los pobres de la parroquia son destinatarios de legados caritativos, en contraposición a su participación en el cortejo fúnebre y de su oración. En efecto, si ellos son el rostro de Cristo, ninguna oración más que la de ellos puede prometer también una intercesión eficaz ante la misericordia divina. Hay que socorrer a los pobres, dado que ellos son indispensables para una buena economía de la salvación. Pero esta economía no necesita que el rico se desprenda y comparta la vida de los pobres, al contrario, él debe permanecer rico y usar bien sus riquezas… ¡dando limosna a los pobres! Cada quien está, pues, en su sitio. Justamente, Juan Bautista no permaneció en su lugar, él que, sin embargo, venía de ese medio devoto.

Sus textos ulteriores nos revelan otra visión de la pobreza y nada impide pensar que él la hacía ya suya desde el comienzo de los años 1680. Esta visión se desarrolla en actitudes espirituales: por una parte, la contemplación de Jesús en el pesebre, por otra, la imitación de Jesucristo. El Niño Jesús que Juan Bautista contempla en la Navidad no tiene nada de enternecedor, no tiene nada de ese bebé que los carmelitas miman y que suscita la zalamería. Este Niño Jesús es mucho más cercano a la mirada berulliana sobre la humillación y la «abyección» de la infancia, incluso si ese término no aparece sino excepcionalmente en el vocabulario lasallista. Jesús en el pesebre está sumergido en la pobreza, en la humillación y en el sufrimiento. Y este estado de abajamiento resulta del pecado de los hombres, del pecado de cada uno de los hombres, por consiguiente, del pecado mío, Juan Bautista de La Salle, que me impregno de esta verdad contemplando el misterio de Navidad:

sí, oh, Dios mío, creo que te hiciste niño por amor mío. Naciste en un establo a media noche y en lo más crudo del invierno. Fuiste reclinado en el heno y la paja. Tu amor para conmigo te ha reducido a una pobreza e indigencia inauditas, y tan extremadas, que nunca hasta entonces se había oído decir nada semejante. Creo, señor mío, todas estas verdades que la fe me enseña sobre tu amor para conmigo. Hubieras podido nacer en la abundancia de las riquezas, en el esplendor de los honores y en el palacio más suntuoso que jamás hubiera existido. Hubieras podido, al nacer, tomar posesión de todos los reinos del mundo, pues te pertenecían. La tierra y todo cuanto encierra es del señor, dice el profeta rey. Pero no quisiste gozar de ninguno de estos derechos, oh, divino salvador mío […] Son mis pecados, señor, que te han reducido a este estado de infancia, de pobreza y humillación. Son mis pecados que te han hecho derramar tantas lágrimas desde tu nacimiento. Es mi orgullo y mi amor por el lujo y las vanidades que te han humillado hasta nacer en un establo acostado en un pesebre sobre la paja, entre dos viles animales. (EMO 8, 192, 1-2)

En la contemplación del pesebre, Juan Bautista comprende el sentido del despojo absoluto, del cual Dios dio prueba renunciando a su omnipotencia para asumir la condición humana. Y como ese despojo no tiene otra fuente sino el amor que Dios tiene por los hombres para salvarlos, el amor que me tiene para salvarme, yo, Juan Bautista de La Salle, no tengo otra vía que seguir sino la del despojo, para participar en la obra de mi salvación que Jesús vino a emprender por mí en su vida terrestre. Porque no se puede amar a Jesús sino imitándolo. Sometiendo este texto a la meditación de los hermanos, Juan Bautista les revela una parte de su intimidad espiritual y demuestra, de paso, cuán lejos está de las concepciones jansenistas de la salvación:

haz, señor, te ruego, que en ti yo participe plenamente de tu santo aprecio a la pobreza, a la mortificación y a los sufrimientos; que los ame y los practique por miras de fe, en unión con tu espíritu y con tus disposiciones; y por la moción y efecto de tu santa gracia, activa y operante en mí, con la cual te prometo cooperar cuanto me sea posible. (EMO 10, 232, 4)

Fundamentalmente, la pobreza es el camino por el cual hay que pasar para ir a Jesucristo. No se puede imitarlo sin escoger la pobreza, sin despojarse hasta reducirse, si es necesario, a la necesidad de mendigar:

amen la pobreza como la amó Jesucristo, y como el mejor medio que puedan tomar para adelantar en la perfección. Estén siempre dispuestos a mendigar, si la Providencia lo quiere, y a morir en la última miseria. Nada posean, de nada dispongan, ni siquiera de ustedes mismos; en fin, tiendan siempre a la desnudez y al desprendimiento de todas las cosas, para hacerse semejantes a Jesucristo que, por amor nuestro, careció de todo durante su vida. (CT 15, 10, 1-2)

Imposible no acercar esos pasajes en que Juan Bautista entrega un poco de su interioridad a un texto mucho más reciente escrito por Carlos de Foucauld, quien vivió esta experiencia del despojo de manera aún más radical. Por analogía y sin demasiado anacronismo, se comprende el temor que pudo experimentar Juan Bautista en la renuncia a su rango y a su holgura: que el orgullo le tienda una trampa y que el desafío lanzado por los maestros sea un medio de alzarse ante los ojos de los hombres y, a pesar de una vocación sacerdotal sincera, lo desvíe de Cristo:

el buen Dios me ha hecho encontrar aquí (en Nazaret) tan perfectamente como posible, lo que yo buscaba: pobreza, soledad, abyección, trabajo bien humilde, oscuridad completa, la imitación tan perfecta como posible de lo que fue la vida de nuestro señor Jesús en este mismo Nazaret. El amor imita, el amor quiere la conformidad con el ser amado; tiende a unir todo, las almas en los mismos sentimientos, todos los momentos de la existencia por un género de vida idéntico: por eso estoy aquí. El monasterio trapense me hacía subir, me daba una vida honorable. Por eso la dejé y abracé aquí la existencia humilde y oscura del Dios obrero de Nazaret70.

No es solo la práctica de la pobreza lo que Juan Bautista debe amar, son los mismos pobres. Y se mide la distancia recorrida entre el momento en que el joven canónigo de la burguesía remense confesaba su repugnancia ante las maneras de los primeros maestros y ese en que Juan Bautista puede recomendar a los hermanos:

la pobreza ha de serles amable, a ustedes, que están encargados de la instrucción de los pobres. Muévales la fe a hacerlo con amor y celo, puesto que son los miembros de Jesucristo. Ese será el medio para que el divino salvador se encuentre a gusto entre ustedes, y mediante el cual lo encontrarán, pues él siempre amó a los pobres y la pobreza. (MF 96, 3, 2)

Los pobres son los miembros de Jesucristo. Algunos trecientos años más tarde, es la misma conciencia aguda del valor eminente de los pobres ante los ojos de Cristo y del valor espiritual y salvífico de la pobreza la que se encuentra en José Wrezinski, pobre de nacimiento, quien decidió consagrar su vida al cuarto mundo:

¿cuál es el designio [de Dios]? Es salvar a todos los hombres, sin excepción. Y cuando digo: sin excepción, eso no quiere decir: incluso los pobres, sino incluso los ricos. Para salvar a todos los hombres, Jesucristo quiso unirse a ellos en su humanidad. En su humanidad más auténtica que no sea estorbada por las riquezas, el dinero y el honor. Él debía tomar cuerpo en la humanidad más despojada de lo que no es ella; de todo poder económico, político o religioso. Esta humanidad son los más pobres y no los más ricos quienes la poseen. En ellos, lo esencial no está afectado. Por eso Cristo podía encarnarse allí sin pena. (Wrezinski, 2011, pp. 38-39)

Wresinski traduce, además, de manera admirable la repugnancia que debía sentir el joven canónigo al contacto con los primeros maestros:

la miseria se presenta como el reverso de la gracia. Para aquellos que no conocen al hombre que la vive, este aparece no como un hombre de dolor, sino como hombre de desprecio, de rechazo. Hombre riesgoso, ignorante y desesperado, viviendo en una familia aplastada, y por eso mismo él se volvió molesto para nuestras conciencias bien lavadas pero afables y a veces cobardes. ¿Cómo verlo enseguida como nuestro igual?

Juan Bautista abre así una perspectiva interesante, más allá de la virtud penitencial y salvífica de la pobreza, estableciendo una analogía entre pobreza y oración. Pero ese pasaje en el que se vislumbra una sensibilidad profunda aparece casi como un hápax dentro de un discurso dominado por la preocupación, la mortificación y el sufrimiento como vía de salvación:

¿qué es orar a Dios con el silencio? Es mantenerse solamente en la presencia de Dios en sentimiento de respeto y adoración, y descubrirle las propias miserias, sin pedirle que nos libre de ellas. Así hacen a menudo los mendigos, que se contentan con mostrar sus llagas y su pobreza a los ojos de los que pasan, sin pedirles nada, pensando tan solo en moverlos a compasión por medio de ellas. (DC2 4, 4, 3)

En fin, a través del modelo de varios santos, Juan Bautista propone a los hermanos una meditación sobre la pobreza que se vuelve el objeto de su propia oración: Ambrosio, Buenaventura, Alexis, Cayetano, Francisco de Asís, Francisco de Borja, Pedro de Alcántara, Severo. La meditación sobre Francisco de Borja resuena de una manera particular por las analogías que no se pueden dejar de establecer con el retrato hagiográfico de Juan Bautista, como si el modelo que él había querido presentar a los Hermanos le hubiera sido aplicado luego a él:

este santo, que en el mundo era sumamente rico, cuando dejó el mundo se hizo pobre, incluso pobrísimo, por amor de Dios. Al abandonarlo, no se reservó ninguno de sus bienes, y desde que se hizo religioso, no manejó ni oro ni plata, por lo que había olvidado totalmente su valor. Su cama, sus vestidos, su comida y su aposento, todo respiraba extrema pobreza. Este santo puso su dicha en la práctica de esta virtud, y parecía que cuanto más experimentaba los rigores de la pobreza, más contento se sentía; pues sabía que al habernos dado Jesucristo ejemplo de esta virtud y haberla practicado en sumo grado desde su nacimiento, era muy justo que quienes más se acercaban a él y tenían el honor de ser de su compañía, participasen de manera perfecta en el amor y en la práctica que él mostró de esta virtud, que quiso fuera compañera inseparable de sus discípulos. (MF 176, 2, 1)

Las conversiones de Juan Bautista lo llevan sobre una vía completamente desconocida. Ellas lo alejan de su familia y de su medio, cuyas expectativas él decepciona. Él vuelve la espalda a la bella carrera eclesiástica sobre la que se esperaba verlo subir con todo el provecho para los suyos en términos de honorabilidad y de puestos. En eso sus conversiones son rupturas. Pero él no las vivió así: según su propia confesión, progresiva e insensiblemente fue conducido a comprometerse más y más en el proyecto de las escuelas caritativas. Si él no había previsto esta vía, ella no le parece contradictoria con su vocación sacerdotal y por esta razón no se resiste al proceso. Muy al contrario, él descubre, gracias a este, el verdadero sentido de su sacerdocio: dejar todo para seguir a Cristo y anunciar su Evangelio. Y Cristo tomó el rostro del pobre, es decir, de esas gentes que él consideraba entonces «por debajo de sus sirvientes» y con las cuales no hubiera imaginado un instante compartir el techo y la comida. Quizás él viva con dolor la incomprensión de la cual es objeto. Porque, a sus ojos, él no vuelve la espalda al ideal de los devotos: al contrario, él lo realiza por completo.


46 Editadas especialmente por Poutet (1994, CL 56, pp. 103-113).

47 Desconfianza expresada en el Periódico de Coquault:

la gente murmura siempre a pesar de nuestro Hospital General. Ellos piden siempre clandestinamente varios hombres encargados para impedirles […] La señora Brisset, esposa de Jorge Varlet, toma los niños de esos canallas mendigos que comen todo, para aliviarlos y ponerlos como carga pública. (BM Reims, ms. 1706, p. 223, citado en Aroz, 1972a, CL 38, p. 65, n.º 4)

48 El autor usa la palabra francesa écolâtre y precisa en el pie de página: «es el canónigo que tiene la tarea de controlar y vigilar las escuelas de la diócesis» (N. del T.).

49 Respuesta del capítulo de Reims a la memoria presentada a Mons. arzobispo por el señor Roland, teologal de la iglesia de Reims (citado en Poutet, 1970, t. I, p. 541).

50 El Tribunal de Reims las registra el 24 de enero de 1684. Este párrafo y el siguiente se deben enteramente a Aroz (1970, CL 35).

51 La fecha precisa no se conoce, pero el lugar sugiere una hipótesis. Si Juan Bautista fue a visitar a las Hijas del Niño Jesús, sin duda, su misión no estaba totalmente acabada, a menos que se tratara de una simple visita de cortesía o que él fuera para decir la misa; sin embargo, parece más seguro que se haya tratado del periodo en que ellas al fin obtuvieron sus letras patentes, o sea, finales del invierno de 1679 (Aroz, 1972a, CL 38, p. 103).

52 Véase Poutet (1970, pp. 628-632), en quien se inspira este párrafo.

53 Poutet (1970, t. I, n.º 52, p. 633) considera que se trata de otra asamblea, reunida en la calle Santa Margarita y constituida por «amigos de Roland» y por algunos contactos de la señora Maillefer: Luis Roland, Cristóbal Dubois, Simón Maillefer y su mujer, Carlota Roland, la consejera Roland, tía de Nicolás, y Nicolás Rogier, o sea, una mayoría aplastante de laicos; mientras que Bernardo, retomado por Blain, evoca principalmente a don Claudio Bretagne y «algunos piadosos eclesiásticos». Otros autores más antiguos, Lucard (1883, t. I, p. 87) y Guibert (p. 65), seguidos por Rigault, mencionan también a Santiago Callou, director del seminario y confesor de Juan Bautista, entre las personas consultadas. Son hipótesis seguidas por Gallego (1986, p. 137, n.º 23).

54 Esta precisión solo la da Blain (1733, t. I, p. 164).

55 Lo que Poutet traduce como una hostilidad del director de las escuelas parroquiales contra él (1970, t. I, p. 633).

56 Poutet supone que podría tratarse de Andrés Cloquet, párroco de San Pedro, con el cual Juan Bautista había iniciado tres años antes un procedimiento de permutación de beneficio (1970, t. I, p. 634).

57 Aroz (1972a, CL 38, p. 111, n.º 1, p. 135, n.º 4, p. 136, n.º 1, p. 187).

58 Según Poutet (1970, t. I., n.º 35, p. 630), se podría tratar de ese Cristóbal, «maestro de escuela de los Hermanos de La Salle», inhumado el 15 de mayo de 1682 en la parroquia de San Symphorien de Reims (Aroz, 1966a, CL 26, p. 189), quizás uno de los niños abandonados de quienes se ocupaba Nyel en Ruan y que él habría puesto bajo su propia protección personal.

59 Más precisamente, en el transcurso de las dos primeras semanas de enero de 1681. En efecto, Juan Bautista habría dudado aún «cerca de tres meses» para tomar su decisión después de su visita a Barré (Bernardo, 1965, CL 4, p. 39). Sin embargo, es durante la primera semana de abril cuando él instala a los maestros en su casa.

60 Gallego (1986, p. 147, n.º 74) supone que la razón del viaje habría sido la profesión solemne de su hermano Santiago José en la Congregación de Francia (con sede en la abadía de Santa Genoveva de París) a finales del año 1680. Aroz (1966b, CL 27, p. 53): Santiago José está presente en 1678 en la abadía de Santa Genoveva como novicio y hace profesión hacia 1680. Bertin, BnF, Dossiers bleus, lo da por «muerto antes de 1680», lo que, según Aroz, se debe comprender como muerte civil, acarreada por la profesión religiosa.

61 Siete horas, según Maillefer (1966, CL 6, ms. 1723, p. 40).

62 La fiesta de su santo patrono, celebrada el 24 de junio, no tiene nada que ver con la decisión del traslado de los maestros, en contrario a lo que se ha repetido incansablemente desde Bernardo (1965, CL 4, p. 41).

63 Aroz (1977, CL 41.1, p. 31): la abjuración dataría del 27 de diciembre, los poderes del 22 (Aroz, 1976, CL 40.2, p. 69).

64 Memoria sobre los orígenes (MSO 4-5, citado en Blain, 1733, t. I, p. 169).

65 Esto según Gallego (1986, p. 147); pero según Brian (2001, p. 176) Santiago José hace profesión en 1688 (¿es una errata?). Aroz (1993, CL 52, p. 48, n.º 152) data la entrada de Santiago José a los canónigos regulares de Santa Genoveva en 1676; también afirma que él era estudiante en Senlis cuando Juan Remí lo siguió (CL 52, p. 51).

66 Juan Bautista retoma la tutela de sus hermanos el 26 de julio de 1680 y se descarga de esta responsabilidad, una segunda vez, sobre Nicolás Lespagnol el 16 de agosto de 1684, como lo indica el informe de tutela producido por este último el 14 de enero de 1687 (Aroz, 1967, CL 32, pp. 5-8).

67 Sin embargo, el cálculo de Aroz parece discutible. Él suma las rentas de las 15.415 libras de la sucesión paterna de manera un poco rápida: por una parte, en esta suma él no distingue las especies del capital; por otra, él adiciona la renta de esta suma calculada sobre 5 % durante ocho años, de 1676 a 1684, como si nada se hubiera gastado. Además, no menciona el valor de la casa comprada por Juan Bautista en la calle Santa Margarita (compra que afecta su parte de la herencia, pero que le procura algunas rentas) ni las 250 libras que él saca de la venta de la casa de la calle Des Élus, que no se incluye en las subastas de 1682. La estimación global parece ser un máximo. Incluso bajándola de algunos miles de libras, ella hace de Juan Bautista un hombre con holgura, sin exceso, con una renta de mil a 3000 libras por año. Antes de dejar su prebenda, él disfrutaba del doble.

68 Contrariamente a lo que afirma Poutet, no se puede tratar de su título clerical, del cual Juan Bautista no tenía ninguna necesidad, dado que disponía, con su prebenda, de rentas aseguradas en el momento de su ordenación.

69 Véanse los trabajos de Aroz de los años 1967 (CL 32, pp. 21, 39-41), 1972b (CL 39, pp. 36, 113-114), 1975 (CL 40.1, p. 86), 1977 (CL 41.1, pp. 396-397), 1982 (CL 42, pp. 74, 36, 245).

70 Carta del 12 de abril de 1897 (citado en Bazin, 1924, pp. 146-147).

Juan Bautista de La Salle

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