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ОглавлениеEscribir la vida de Juan Bautista de La Salle
Que un instituto religioso quiera tener una vida de su fundador que se vuelva referencia es algo habitual. Que la evolución cultural y religiosa conduzca a cada generación a producir una nueva vida más conforme al gusto del tiempo no tiene nada de sorprendente. Tampoco lo son las campañas de publicaciones, muy a menudo repetitivas, al filo de las largas etapas que jalonan una causa de canonización.
Lo que más bien atrae la atención en el caso de Juan Bautista de La Salle es, primero, la política muy voluntarista del Instituto de los Hermanos de las Escuelas Cristianas y, segundo, el control estrecho que supo guardar hasta hoy sobre esta producción. Acerca del conjunto de autores, la mayoría fueron miembros del instituto, mientras que los laicos, historiadores de profesión, son muy minoritarios. Y, en un caso como en otro, la escritura encontró su origen en una solicitud del instituto: desde entonces hasta el presente, la empresa ha tenido un objetivo hagiográfico. Georges Rigault (1938, L’oeuvre religieuse et pédagogique…), convertido en historiador oficial del instituto, recordaba que él había sido solicitado «por el muy honrado hermano superior general, en realización del voto formulado por uno de los capítulos de su congregación» (p. 1). La presente biografía resulta de una demanda idéntica y querría inscribirse en la continuidad de una política concertada desde hace más de sesenta años. En efecto, la tercera comisión del Capítulo General reunido en Roma a comienzos del verano de 1956 emitía una sugerencia que iba a revelarse decisiva:
la continuación de los trabajos sobre la vida y los escritos de san Juan Bautista de La Salle, con estudios críticos cuyo conjunto constituirá los Monumenta lasalliana, base inicial de una futura biografía crítica y de un estudio profundo de la espiritualidad del santo. (Instituto de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, 1956, p. 51)
Probablemente, los hermanos tenían como modelo la colección Monumenta Historiae Societatis Jesu. Ese fue el punto de partida, en particular de los Cahiers lasalliens (Cuadernos lasallistas), que, a lo largo de setenta entregas, han publicado fuentes y estudios que hacen hoy posible esta biografía crítica. Responder a esta solicitud es inscribirse en esa continuidad crítica y rendir homenaje a todos los hermanos que de manera paciente y minuciosa han puesto al día otras fuentes inéditas y han hecho posible su explotación.
Sin embargo, escribir la biografía de Juan Bautista de La Salle plantea un problema. La recolección de las memorias sobre la vida del fundador se decidió poco después de su muerte, en el mes de abril de 1719, por el hermano Bartolomé, su primer sucesor. Ella resulta de un procedimiento ordinario en una orden religiosa cuando desaparece una personalidad fuera de lo común, a fortiori cuando se trata del fundador, cuya memoria servirá para la edificación de las generaciones siguientes. Una biografía compuesta gracias a estas recolecciones, y según los cánones del género, se realiza con el fin de instruir y orientar los procesos de beatificación. El gobierno de la orden religiosa impone en ese momento una figura oficial que servirá de modelo para la formación de los miembros futuros. Ella contribuye a fijar —algunos podrían decir esclerosar— una tradición.
Ahora bien, ese modelo se construye, en realidad, con base en una documentación parcial. En efecto, esto ocurre cualquiera que sea el rigor del biógrafo a quien se le confía este material, incluso si él hace un reagrupamiento para conservar solo los testimonios convergentes (pero muy pocos autores revelan su metodología) o si estos testimonios pretenden guardarse de toda deformación hagiográfica. No obstante, las primeras biografías descuidan una parte esencial de la documentación que permitiría escribir una historia según las reglas de la disciplina. Ellas ignoran los archivos muy variados de la vida de cada día, que sufren el desgaste del tiempo. También descuidan muy a menudo los escritos y, si estos se mencionan, a veces en citas, no se ubican históricamente ni se estudian. Pero hay que reconocer que, sin ese trabajo de los primeros biógrafos, muchas causas, llamadas históricas en la jerga técnica de la Congregación para las Causas de los Santos, apenas estarían documentadas. No le conviene al historiador de hoy rechazar esta literatura bien particular; sin embargo, debe asumirla como lo que es: igual que todas las fuentes de su trabajo, no se produjo para servirle de material a su tarea. Entonces, hay que comprender cómo y por qué se produjo, a qué sesgos está sometida, y sería vano preguntarle a ella misma.
En el caso de Juan Bautista de La Salle no se produjo una, sino tres biografías. Ninguna logró la unanimidad. Una de ellas, escrita por el canónigo Blain (1733), permaneció como la referencia oficial en el instituto hasta la segunda mitad del siglo XX (hasta el capítulo de 1956 justamente). Sirviendo de punto de vista inevitable a toda nueva tentativa biográfica, ella suscitaba, sin embargo, reservas, incluso críticas. Hasta el punto de que hoy el título de la biografía crítica esperado por el instituto podría casi declinarse así: ¿Para terminar con Blain? Y no es seguro que la respuesta sería positiva…
El manuscrito del hermano Bernardo
La recolección de testimonios iniciada por el hermano Bartolomé se realizó con aquellos que habían conocido bien al fundador, principalmente hermanos (Hermans, 1965a, CL 4, p. 10). De esta recolección y de sus resultados casi no se sabe nada. ¿Quién se solicitó y quién respondió? ¿Cuántos testimonios efectivamente se recuperaron y centralizaron en la Casa General de San Yon? ¿Algunos se rechazaron o destruyeron? ¿Cuándo se terminó de hacer la recolección? Tantas preguntas que permanecen sin respuestas. El hermano Bartolomé no sobrevivió mucho tiempo después del fundador. Murió el 8 de junio de 1720. La ejecución del proyecto de biografía, de la cual no sabemos exactamente cuándo ni en qué circunstancias se decidió, ya era sin duda atribuida al hermano Juan. El hermano Timoteo, elegido por el Capítulo General reunido en el mes de agosto siguiente, parece haber confirmado esta misión. Juan Jacquot (1672-1759) fue uno de los compañeros más cercanos a Juan Bautista, como los hermanos Bartolomé y Timoteo. Él participó en el Capítulo General reunido en San Yon en mayo de 1717, durante el cual contribuyó a la elección del hermano Bartolomé y fue elegido primer asistente. A través de estos tres hombres se repetía una historia acaecida con frecuencia en la evolución de las órdenes religiosas: la primera generación se sitúa como ejecutora testamentaria y acapara el monopolio de la transmisión de la memoria.
En el mes de septiembre de 1720, Juan Jacquot le confió la organización de la documentación al hermano Bernardo. Este último sigue siendo desconocido. Nacido el 24 de junio de 1697 en Friburgo, Suiza, se llamaba Juan Dauge. Había entrado al noviciado de París en marzo de 1713, a la edad de dieciséis años, sin que se supiera qué lo había conducido a la capital. Parece que, con otros tres hermanos, formaba parte de la pequeña comunidad de Grenoble en enero de 1716. Volvió enseguida a París, donde se encontraba por lo menos desde octubre de 1720: quizás lo llamaron justamente para confiarle la escritura de esta biografía. Habría sido transferido a Reims en 1723. El hermano José, director de la casa, casi no apreciaba las libertades que él se atribuía:
él solo actúa por capricho. Yo no tengo ningún poder sobre su espíritu y cualquier cosa que se pueda decir no produce ninguna impresión. Él sale cuando le parece bien, hace todo lo que él quiere y actúa mucho más libremente que un hermano director […]. Yo nunca vi en nuestros hermanos lo que veo en este hermano. Nuestros hermanos siempre han guardado las reglas y la observaban (sic) bien de otra manera desde que el hermano Bernardo perturba todo con su antojo1. (Hermans, 1960b, CL 3, p. 55, n.º 13)
¿Por qué razón lo escogieron para escribir la biografía de Juan Bautista? El misterio permanece: era muy joven (veintitrés años en 1720), no había aún pronunciado sus votos perpetuos (lo hizo el 16 de junio de 1726) y parecía difícilmente controlable. Sin duda, él aparecía como una de las raras y buenas plumas del instituto que, en efecto, no tenía vocación de atraer a los escritores. Pero ¿por qué no se solicitó a un autor reconocido en el seno de una orden con la que se tenían buenas relaciones, por ejemplo, a un jesuita?
El hermano Bernardo redactó las Remarques sur la vie de monsieur de La Salle (Observaciones sobre la vida del señor de La Salle)2, que nos aclaran, si no sobre la elección del superior general, al menos sobre las razones que pudieron incitarlo a mantener esta empresa en el seno del instituto. Él nos enseña un poco más sobre la documentación que le confiaron «aquellos que estaban por encima de mí»: «un gran número de memorias», de las cuales no precisa la fuente, y un «manuscrito bastante largo, escrito por la propia mano de M. de La Salle, el cual incluye el comienzo y el progreso del instituto». En el cuerpo del relato él vuelve sobre este texto, desafortunadamente perdido hasta hoy:
un manuscrito que se encontró, escribe con su propia mano, que él guardó escondido durante más de veinte años, y que afortunadamente se descubrió, durante su viaje a Provenza, hasta el decimocuarto año de su institución […]. Por eso será de ese manuscrito que nosotros sacaremos todo lo que vamos a decir hasta el año catorce de su institución3. (Bernardo, 1965, CL 4, p. 22)
Si a él le causó «mucho placer» leerlo, y hay que creerlo sin dificultad, tenía necesariamente que constatar las lagunas de otras memorias que le habían entregado: «yo vi muy bien que ellas no eran suficientes para hacer un libro tal como se deseaba». Esta observación resuena como la de un experto que conoce la tarea. El hermano Bernardo lamenta sobre todo la poca información acerca del periodo de la vida de Juan Bautista antes de la fundación del instituto, es decir, hasta el comienzo de los años 1680: la infancia, la juventud y los estudios, la vida familiar, el contexto en el cual nació esta vocación.
Se solicitaron nuevos testimonios —muy probablemente por el hermano Juan o por el mismo hermano Timoteo— al hermano de Juan Bautista, el canónigo Juan Luis de La Salle, y a su primo Juan Francisco4. Este último, cuya familia vivió con la de Juan Bautista en el Hotel de la Cloche durante varios años, responde enviando «una memoria que incluye algunas particularidades de la piedad que él [Juan Bautista] había mostrado desde su más tierna edad». Se perfila desde ese momento el topos hagiográfico que se les aplicará a los relatos de la vida de Juan Bautista, el de la vocación precoz, identificable a través de la piedad del niño. La fuente de ese dato sería esta memoria única redactada por un primo. Pero esto no le basta al hermano Bernardo. Como si las precisiones sobre la infancia no le aclararan suficientemente el nacimiento de la vocación, como si no estuviera satisfecho con un discurso que haría correr el riesgo de traer a Juan Bautista a lugares comunes sobre la santidad, él toma la iniciativa de contactar a las Hermanas de los Huérfanos, es decir, las Hermanas del Niño Jesús, fundadas por Nicolás Roland, de las cuales Juan Bautista se ocupó algún tiempo después de la muerte de este último: él quiere comprender la «conversión» de Juan Bautista hacia la niñez pobre. Nueva decepción: «yo, sin embargo, miraba eso como algo sin importancia». Entonces, se dirige al director de San Sulpicio, M. Leschassier. En efecto, Juan Bautista no solo fue su estudiante en el seminario, sino que lo fue igualmente en su parroquia, donde él implantó la primera escuela parisina de los hermanos. La memoria de Leschassier le permite documentar «lo que él había hecho durante todo el tiempo de su permanencia en San Sulpicio», pero no más: se puede constatar que no sacó gran cosa de aquí.
Comprendiendo que no obtendría más información, el hermano Bernardo decide emprender la redacción de lo que él llama un «proyecto», es decir, una versión inicial compuesta por la primera parte y por algunos capítulos de la segunda. Estas primeras páginas, copiadas por el hermano Román5, se le enviaron a Juan Luis de La Salle, a Reims, «para que él mirara si no había nada que pudiera molestar a su familia». No fue el hermano Bernardo quien las envió, sino muy probablemente Juan Jacquot. Pero Juan Luis no responde. El autor, mientras aguarda pacientemente, revisa su manuscrito, que le parece una paráfrasis de las memorias que había utilizado y de un estilo «muy incómodo». Entonces, toma una decisión: «recomenzar completamente de nuevo esta obra y […] hablar según mi estilo y no según el de los otros» (Hermans, 1965a, CL 4, p. 103). Al cabo de seis meses le hacen saber que Juan Luis de La Salle reclama el resto del libro antes de enviar cualquier cosa. Así, él termina su «segundo proyecto», lo que le tomará dieciocho meses en total, a un ritmo promedio de «dos horas por día, y entrecortadas en varios momentos». No se sabe con exactitud cuánto tiempo consagró a la escritura del «primer proyecto»; pero es seguro que no pudo acabar el segundo antes del comienzo de la primavera de 1722, probablemente en el verano.
Los superiores lo envían a Reims para que el canónigo de La Salle examine la totalidad de ese segundo manuscrito, «a fin de que, después de esto, se le pudiera dar la última mano, lo que todos los hermanos desean con apremio»6. Como él estaba ocupado en dictar clases, es posible que haya llegado para la entrada al colegio en el mes de octubre. Pero en una carta del 4 de mayo de 1723 el hermano Juan debe instar al canónigo de La Salle a:
tomarse la molestia de leer el manuscrito entero de la Vida del señor de La Salle… a fin de que usted tenga la bondad de ver si todo está en buen orden, si no hay nada falso o algo que se contradiga. (Bernardo, 1965, CL 4, pp. 102-104)
Debido a que Juan Luis de La Salle se tarda en reaccionar, se invita al hermano Bernardo a someter su manuscrito a otro lector, el canónigo Guyart, de la catedral de Laón, quien había conocido bien a Juan Bautista. Esto significa que hubo al menos tres manuscritos de ese «segundo proyecto»: uno conservado por el autor, a partir del cual él realiza o hace realizar dos copias sucesivas, una para Juan Luis de La Salle, otra para el canónigo Guyart. Es probable que haya existido otra, conservada en San Yon por el hermano Timoteo7.
Las Observaciones (Remarques) del hermano Bernardo y la carta del hermano Juan nos revelan algo que plantea un problema. Sus términos, un poco alambicados, son muy explícitos para quien conoce, aunque sea un poco, este difícil periodo de la Iglesia galicana. El segundo precisa:
varias personas desearían mucho que se dejase lo que está reportado en dicho manuscrito de sus verdaderos sentimientos sobre los asuntos del tiempo y de diversos sentimientos, agregando como razón que ahí está en juego el interés de nuestro instituto; los otros, que de lejos son muy pocos, dicen que no se debe hacer nada. Por lo demás, señor, si es posible que yo diga mi pensamiento al respecto, yo creo que parece bien e incluso necesario que se expongan las cosas tal como son, sin chocar a nadie, sin embargo, lo que nos resultará provechoso.
La piedra de choque es la bula Unigenitus Dei Filius del 8 de septiembre de 1713, con la cual el papa Clemente XI centelleaba una última, global y solemne condenación del jansenismo a través de 101 proposiciones extraídas de la obra de Pasquier Quesnel Réflexions morales sur le Nouveau Testament (Reflexiones morales sobre el Nuevo Testamento). Esta bula, reclamada por Luis XIV, suscitó profundas divisiones en Francia, entre la clerecía y la magistratura particularmente; la línea de fractura atravesaba a la familia de La Salle, como lo veremos luego. Esos eran los «asuntos del tiempo y los diversos sentimientos» evocados con pudor por el hermano Juan. No era del interés del instituto que la sumisión de Juan Bautista se silenciara: él aún no era oficialmente reconocido por la Corona ni por Roma. El examen de sus constituciones estaba en curso. No obstante, ¿qué significaba sumisión: de corazón o de convicción, o solo de labios para afuera con restricción mental?
Era necesario darle al fundador una imagen irreprochable. Pero ¿por qué someter el manuscrito al hermano de Juan Bautista, notable anticonstitucionario, como se les llamaba entonces a quienes se oponían a la bula? Probablemente, los hermanos Timoteo y Juan no pertenecían al campo de los constitucionarios más celosos y no les molestaba consultar a un oponente, tanto más que ellos tenían en él a uno de los testigos más cercanos y aún vivos de la juventud de Juan Bautista. Entre los «muy pocos» de aquellos evocados por el hermano Juan, que deseaban la discreción sobre esos asuntos y sobre la posición adoptada por Juan Bautista, figura justamente el canónigo Guyart, quien había cometido:
un crimen [al hermano Bernardo] hablándole de los asuntos del tiempo […] y dice que él creía que, para hacer el libro admisible por todas partes, era necesario decir solamente que el señor de La Salle había sido muy sumiso a las decisiones de la Iglesia y lleno de respeto hacia los soberanos pontífices.
El hermano Bernardo, alegando que él estimaba preferible ser explícito, aceptó, «sin embargo, que debía cortar y endulzar varias cosas, lo que [él hizo] exactamente». ¿Cuál era, entonces, la posición de los superiores del momento para que hubieran temido aparecer como constitucionarios celosos y sospechosos de simpatías anticonstitucionarias?
Don Francisco Elías Maillefer
La impaciencia del hermano Juan podía tener su origen en un lugar diferente al fervor de los hermanos. Ellos pudieron estar informados de que otra biografía de Juan Bautista se preparaba bajo la pluma de un autor muy hostil a la bula, la cual podría resultar muy comprometedora para los proyectos del instituto.
Se trataba de otro sobrino de Juan Bautista, hermano menor de Juan Francisco, don Francisco Elías Maillefer, benedictino de la abadía de San Remí de Reims. Como su hermano mayor, Francisco Elías probablemente no conoció a su tío materno. Nacido el 6 de agosto de 1684, no tenía cuatro años cuando Juan Bautista dejó Reims el 21 de febrero de 1688 para después solo hacer allí cortas estadías. Entró a los benedictinos de San Mauro en junio de 1702; volvió a Reims en 1722, tras haber habitado en diversos monasterios, excepción hecha de una estadía de San Nicasio en 1716. En la abadía de San Remí ejerció varias veces las funciones de secretario del capítulo y fue maestro del coro durante unos cuantos años. A partir de 1723 tuvo la responsabilidad de la biblioteca hasta su muerte en 1761.
La vida del señor Juan Bautista de La Salle no fue su única obra, pero todas las otras parecen haber desaparecido en el incendio de la biblioteca a comienzos del año 1774. ¿Por qué la acometió? No hay razón para dudar de su afirmación: no hacía sino responder a la solicitud de «personas piadosas», que él calificaba también como «personas inteligentes». Se ha planteado la hipótesis plausible de que se trataba de miembros de su familia de La Salle y, en particular, del canónigo Juan Luis de La Salle. Este no estaría satisfecho con el manuscrito compuesto por el hermano Bernardo y se habría acercado a su sobrino, con quien compartía las posiciones hostiles contra la bula Unigenitus (Sauvage y Campos, 1980)8.
En efecto, Maillefer firmó el segundo llamado contra esta última el 15 de mayo de 1721, cuando era prior en Nogent-sous-Coucy (Aroz, 1966b, CL 27, p. 96; Nivelle, 1757, p. 434). Es probable que Juan Luis le remitiera entonces una documentación que incluía, entre otros, ese manuscrito y también las memorias. Y es poco factible que se tratara de aquellos de los que disponía el hermano Bernardo, más bien debía tratarse de testimonios recogidos por su iniciativa. Sin duda, Juan Luis de La Salle desconfiaba del trabajo de memoria del instituto y quería promover un rostro más auténtico —por lo menos ante sus ojos— de Juan Bautista. Según Maillefer (1980), sus patrocinadores «querían que yo me limitara a dar una vida breve del señor de La Salle, pero suficiente para dar una idea su santidad» (p. 37). Él acabó la redacción, por tarde, en 1723, fecha en la cual remitió su manuscrito; sin embargo, la publicación se suspendió, dado que «la muerte se llevó a quien quería pagar los gastos»9.
Maillefer no había escrito para los hermanos. Familia e instituto entraban en una competencia por el control de la memoria de Juan Bautista (Suire, 2001, p. 50). Esta implicación de la familia no era excepcional en sí, pero, por causa de las simpatías jansenistas de sus parientes, la rivalidad por la memoria escondía otras apuestas. Guardémonos, sin embargo, de una visión muy simplista y maniquea de las relaciones entre los promotores de sensibilidades teológicas o espirituales divergentes, incluso opuestas. En 1724 Maillefer acepta ceder una copia de su manuscrito al hermano Tomás, ecónomo del instituto, que le envió el hermano Timoteo, elegido superior el 7 de agosto de 1720. Este último decidió hacer redactar de nuevo otra biografía y quiso recuperar el manuscrito benedictino. ¿Cómo lo conocieron los hermanos? Maillefer afirma que ellos «descubrieron que [él] era el autor de la vida de su institutor»: si él dice la verdad, no se preocupó de informarlos sobre su trabajo.
Las negociaciones entre los hermanos y Maillefer (1980) parecen haber sido difíciles: «el hermano insistió tanto con sus solicitudes y sus impertinencias que le dejé mi manuscrito» (p. 38)10. Este manuscrito nunca se lo hubieran dado, si se interpreta en el sentido fuerte la expresión de Maillefer en el prefacio de la segunda versión que él realizó en 1740: «yo me contento de entregarlo inmediatamente para desagraviarme de ese que asaltó mi buena fe». Si se toma esta carta en su sentido literal, ella prueba que él había dejado al hermano Tomás solo una copia de su manuscrito inicial. Pero se puede también comprender que Maillefer considera que lo engañaron: en contra de los compromisos adquiridos, su texto se utilizó haciéndole transformaciones.
El benedictino habría «entregado [su] manuscrito con la condición de que, si se le daba al público, no se cambiaría en nada sin [su] consentimiento». ¿Esperaba verdaderamente que se publicara? Esa no podía ser la estrategia de los hermanos. En un contexto envenenado por la querella de la Unigenitus11, era esencial para ellos que los contestatarios no acapararan la memoria de Juan Bautista. Ahora bien, Maillefer y Juan Luis de La Salle eran bien conocidos como sus partidarios. No sorprende que los hermanos hubieran desconfiado a priori del manuscrito del benedictino de San Remí: era el autor más que el contenido lo que podía perjudicar las negociaciones en curso con la Corona de cara al reconocimiento del instituto. Y este reconocimiento se otorgó por medio de las cartas patentes firmadas el 28 de septiembre de 1724. Un manuscrito titulado Vie de M. Jean-Baptiste de La Salle, instituteur des Frères des Écoles chrétiennes (Vida del señor Juan Bautista de La Salle, institutor de los Hermanos de las Escuelas Cristianas) se depositó en marzo de 1725 para la concesión de un privilegio general. No se sabe quién lo depositó. Quizás el instituto, quizás Blain, si él ya había sido contactado: esos son los mismos términos del libro que él publicó ocho años más tarde. Tal vez se trataba de adelantarse a toda tentativa de publicación por parte de Maillefer. Sea lo que sea, esta demanda no se concretó inmediatamente (Bernardo, 1965, CL 4, p. 24, n.º 4)12.
Maillefer no pudo entonces aprovechar los largos años de preparación del libro de Blain para editar su manuscrito, gracias a las redes jansenistas de la Champaña, particularmente activas en este periodo (Taveneaux, 1960, pp. 161-166, 442, 538, 563). Cuando en 1733 al fin apareció la biografía escrita por Blain, la que se puede llamar la «biografía oficial», no le quedaba sino rumiar su decepción. Eso lo condujo a retomar su primer texto para ponerlo al día haciéndolo preceder de un prefacio donde él podía denunciar al mismo tiempo la mala pasada que le había jugado el hermano Tomás, el plagio al que se habría entregado el canónigo Blain, su «mal gusto y [su] escaso discernimiento» (Maillefer, 1980, p. 39). Pero esta segunda versión, realizada en 1740, también permaneció como un manuscrito y terminó en las colecciones de la biblioteca municipal de Reims13.
Finalmente vino el canónigo Blain
Era necesario que el instituto dispusiera de una biografía oficial y definitiva capaz de neutralizar toda tentativa de recuperación. ¿Por qué el hermano Bernardo no perseveró? ¿Su texto no satisfacía al hermano Timoteo? En 1733 aparecen en Ruan (ed. Machuel) dos grandes volúmenes bajo el título La vida del señor Juan Bautista de La Salle, institutor de los Hermanos de las Escuelas Cristianas14.
No sabemos con certeza en qué fecha el hermano Timoteo se dirigió al canónigo Blain. Sin duda, la decisión se tomó con mucha rapidez, hacia finales del año 1724: bastaba con constatar que el texto preparado por el hermano Bernardo era insuficiente para contrarrestar el de Maillefer, si este último lograba hacerse editar. ¿Por qué escogió a Blain? La biografía de este último puede a posteriori aclarárnoslo (Lamy, 2014; Fouré, 1959, pp. 35-51). Aunque él era una generación más joven —nació en 1675—, es posible identificar en su itinerario numerosos puntos comunes con Juan Bautista. Como él, pasó por el Seminario de San Sulpicio, del cual conservó un recuerdo emotivo. Conoció a varias personalidades con las cuales Juan Bautista se relacionó en la misma época: los curas de la parroquia de Bottu de la Barmondière y La Chétardie, y Francisco Leschassier, quien sería elegido superior de la compañía en 1700 y la dirigió hasta 1725. Doctor de la Sorbona, lo que Juan Bautista habría probablemente sido sin la desaparición prematura de su padre, él permaneció como canónigo hasta el final de su vida, primero en Noyon, luego en Ruan, donde siguió a su obispo, monseñor D’Aubigné, cuando Juan Bautista, después de haber experimentado la vida de canónigo, de 1666 a 1683, renunció a ella.
No solo su sumisión a la bula Unigenitus fue sin falla, al ejemplo de Juan Bautista, sino que se comprometió en el combate contra los jansenistas, en particular cuando, entre 1714 y 1716, tuvo la misión de sustraer a los seminaristas de San Nicaise de su influencia. La cuestión de las escuelas populares fue una de sus preocupaciones mayores: el Discurso preliminar a su biografía de Juan Bautista es quizás, en más de un centenar de páginas, una de las primeras tentativas para escribir la historia «de los maestros y maestras de las escuelas cristianas y gratuitas».
En Ruan las escuelas y la organización de congregaciones dedicadas a la enseñanza ocuparon una parte de su tiempo. De 1711 a 1735 fue superior de la Comunidad de las Hermanas de Ernemont, congregación diocesana educadora y hospitalaria establecida en 1690 bajo la protección de monseñor Colbert. Él contribuyó a la redacción de sus reglas, inspirándose en Nicolás Barré y Juan Bautista de La Salle. Con el modelo lasallista, la comunidad establecida en el barrio Cauchoise en 1712, que obtuvo en 1729 sus letras patentes, sirvió como seminario para la formación de maestras de escuela de la congregación. En la diócesis, Blain fue el promotor de la educación popular y en 1714 D’Aubigné lo nombró superior y protector de los Hermanos de las Escuelas Cristianas de la ciudad, función que él asumió hasta su muerte en 1751. En síntesis, se estaría casi tentado de ver en Blain lo que Juan Bautista habría podido ser si él no hubiera tomado la sorprendente decisión de renunciar a su prebenda de canónigo. Se adivina también en el canónigo de Ruan una fascinación por su hijo mayor, que supo hacer lo que él mismo no se atrevió.
El antijansenismo de Blain ha podido igualmente intervenir en su opción por el instituto, en un momento en que los hermanos querían distinguirse del «partido» y cuando la monarquía, después del registro de la bula Unigenitus como ley del reino el 29 de marzo de 1730, comenzaba el proceso de sofocación del movimiento. En fin, last but not least, Blain conoció muy bien a Juan Bautista. En su obra extrae de su propia memoria y reporta episodios en los cuales habla de él en tercera persona: evoca a un «canónigo», que presenta siempre como el «amigo del señor de La Salle», o a un «abogado de la inocencia del siervo de Dios» (Blain, 1733, t. II, p. 169).
Blain, con toda evidencia, conocía bien el género literario al cual iba a hacer su contribución: las «biografías espirituales», género estudiado de manera especial por Jacques Le Brun (2013) en relación con las religiosas del siglo XVII. Lo atestigua su observación sobre las fuentes que tenía a su disposición y acerca de su posición con respecto al tema15. Con frecuencia, si no son directamente la obra del confesor o del director, esas biografías se redactan a partir de su testimonio, consignado en memorias escritas. También con mucha frecuencia ellas utilizan textos producidos por la persona biografiada: «informes de sus estados de conciencia, retratos candorosos de sus disposiciones más secretas conservadas por las manos de sus directores o […] papeles encontrados después de su muerte, de su puño y letra y depositarios de sus gracias» (Blain, 1733, t. I, p. 112). Ahora bien, Blain confiesa que ningún documento de esa clase se puso a su disposición para desvelar «el interior» de Juan Bautista:
los directores que mejor lo conocieron y con quienes tenía una perfecta confianza, habiendo muerto antes que él, sepultaron con ellos en la tumba todo lo que ellos hubieran podido revelar del interior de este hombre de gracia, si le hubieran sobrevivido.
No llegó a Blain ningún texto perteneciente a lo que los historiadores, bajo el nombre de «escritos del fuero interno», erigieron en un género de fuente que responde a sus propias normas:
ningún escrito de su mano nos ha hecho más sabios sobre este asunto. No se encontró nada después de su muerte que pudiera ofrecer una pequeña luz sobre su manera de oración, ni sobre sus comunicaciones con Dios, ni sobre los dones de gracia que recibía. Si él tenía en cuenta esto y lo escribía sobre el papel, tuvo cuidado de que ninguna de sus memorias llegara hasta nosotros. Nadie, por consiguiente, puede decir nada sobre lo que pasaba en su interior, puesto que, con excepción de sus directores, él fue un jardín clausurado y cerrado para los hombres.
Segundo tipo de fuente: «los reportes hechos por amigos después de su muerte y que tuvieron la confidencia de sus comunicaciones con Dios». Ahora bien, nos dice Blain, «nunca se le escapó tampoco una palabra que permitiera hacer conjeturas sobre lo que pasaba entre Dios y él […], no hablaba nunca de sí mismo o solo decía cosas malas». Así, las memorias recogidas desde su muerte solo pueden dar testimonio de su «exterior» y de sus «acciones». Blain las tuvo a su disposición y las cita: se trata de palabras reportadas de Juan Bautista y de cartas conservadas piadosamente. No debemos extrañarnos del crédito que él concede a priori a esos textos considerados por él «exactos»:
esos testimonios fieles reportaron lo que ellos vieron y lo que ellos vieron con sus propios ojos. Si su testimonio puede ser sospechoso, entonces nadie merece credibilidad. Si esta historia de la vida del señor de La Salle, compuesta sobre las memorias, recogidas cuidadosamente por el hermano Bartolomé […] encuentra lectores incrédulos o desconfiados ante los hechos que allí se reportan, ¿cuál es el historiador que amerita autoridad del cual no se pueda sospechar la buena fe o la exactitud?
Dicho de otro modo, Blain no descarta por principio la posibilidad de que sus testimonios no sean siempre confiables, pero se deben creer porque él no dispone de ninguna fuente cuya fiabilidad sea más factible. No obstante, recordemos que los testimonios recogidos por el hermano Bartolomé fueron probablemente objeto de una selección, hacia arriba (en la escogencia de los testigos solicitados) y hacia abajo (en la elección de los textos trasmitidos al hermano Bernardo y luego a Blain), y que nosotros no conservamos huella de esas memorias sino solo según las citaciones parciales de los primeros biógrafos. Tampoco olvidemos que esas memorias trasmitieron primero la mirada de su autor sobre Juan Bautista.
Quizás Blain pudo disponer del manuscrito del hermano Bernardo (¿con las anotaciones de Juan Luis de La Salle?) de la carta del 4 de mayo de 1723, escrita por el hermano Juan. Como Bernardo, él utilizó la Mémoire sur les commencements (Memoria sobre los orígenes): cuando él evoca la recepción de cuatro órdenes menores por Juan Bautista, precisa que «las memorias de su vida no nos dicen nada» sobre lo que «Jesucristo realizó en su corazón durante una acción tan importante» (Blain, 1733, t. I, p. 129). Algunas páginas más lejos, él se refiere a las «memorias de su vida» para afirmar que Juan Bautista no estaba nunca distraído cuando celebraba la misa. En el momento en que él se justifica ante el hermano Timoteo por haber empleado términos «horribles» sobre los primeros «maestros», remite a la «memoria que se encontró después de su muerte» y afirma: «usted tiene esa memoria» (Blain, 1733, t. II, p. 4). Él tenía también en su oficina el manuscrito de Maillefer, del cual toma prestado mucho sin decirlo, y el autor se quejó de ello en su segunda versión en 1740: «aunque en ciertos pasajes me haya copiado a la letra y sin escrúpulos, él no consideró un deber informar sobre ello» (Maillefer, 1966, CL 6, p. 17).
Se puede suponer que, durante los años consagrados a la redacción de su obra, él completó su información con los hermanos, como lo hizo con otros testigos, por ejemplo, en Ruan, con la señorita de Mondeville y la hermana María Ana de Darnétal, interrogadas sobre la señora Maillefer y Adrián Nyel. Pero también recurrió a otras fuentes, auténticos vestigios de la acción de Juan Bautista, aunque no los mencione en Dessein de cet ouvrage (Intención de esta obra), en particular a los archivos autógrafos de su actividad de fundador: «el biógrafo se apoya sobre textos más autorizados aún: contratos o cartas de fundaciones, copias de actos diversos, memorias justificativas del señor de La Salle» (Hermans, 1965b, CL 4, p. 9). En fin, él dispuso de las obras impresas de Juan Bautista: las Reglas, la Guía de las Escuelas, los Deberes de un cristiano, el Tratado de la urbanidad, los Catecismos, el Libro de oraciones, las Meditaciones, la Colección de varios trataditos, la Explicación del método de oración.
La historia de la escritura de ese libro no es tan clara, como lo dejan ver los dos volúmenes de 1733. Ellos se componen de cuatro partes, las tres primeras consagradas a la historia de su vida, la cuarta a «su espíritu, sus sentimientos y sus virtudes». Está precedida por un «aviso al lector», en el cual el autor «confiesa francamente que [él] no hizo esta última parte de buena gana». Por «temor de repeticiones», él hubiera preferido detenerse en la muerte de Juan Bautista. Y fue bajo la presión de los hermanos que él habría emprendido redactarla. Se puede suponer que él escribió primero los tres capítulos iniciales y que, luego de haberlos sometido a sus patrocinadores, ellos exigieron esta síntesis final sobre las virtudes de su fundador. El primer trabajo de escritura se habría terminado a finales de 1730 (Lett, 1956, p. 313), después de cuatro o cinco años. La obra se habría finalizado entre finales de 1730 y el otoño de 1732 a más tardar. La larga duración de esta redacción pudo haber hecho creer que Blain tenía poco tiempo para consagrarse a ella, como el hermano Bernardo en su tiempo.
Parece que él pensó en publicar y vender por separado las tres primeras partes. Si se le cree a Blain, los hermanos se acomodaron a esta opinión en un primer momento. Sin embargo, el conjunto se le presentó en dos tomos al censor, el señor M. de Marcilly, para su relectura: el primero, con las dos primeras partes de la Vida, recibió su aprobación el 18 de noviembre de 1732; el segundo, con la tercera parte de la Vida y una cuarta parte sobre las virtudes, se aprobó el 11 de diciembre de 1732. ¿Impusieron finalmente los hermanos esta solución? Es posible pensar que el editor la prefirió por razones comerciales, por miedo a quedarse con muchos ejemplares sin vender. El resultado, en el fondo, no podía sino colmar a los hermanos que deseaban una obra en forma hagiográfica oficial: «¿por qué, me dijeron ellos, escribe usted la vida de nuestro padre? Es por sus niños, por nosotros, o por gente parecida a nosotros, simples y que solo buscan edificarse».
En efecto, la legislación canónica sobre los procesos de beatificación y canonización, que imponía una primera encuesta sobre la heroicidad de las virtudes, tuvo por efecto orientar hacia el género hagiográfico. La vida solicitada a Blain debía, a la vez, constituir la biografía oficial y definitiva y un dosier con miras a los procesos diocesanos y romanos. Después del relato de la vida propiamente dicho, muchas de esas hagiografías concluían con un capítulo o una parte sobre los milagros y virtudes. Los hermanos tenían en mente la perspectiva de una beatificación de su fundador y esperaban que Blain les entregara la obra que facilitaría la introducción de su causa. Blain se ajustó a ello realizando esa cuarta parte que concluía, o casi, con un capítulo sobre «algunos hechos que parecen milagrosos, ocurridos antes y después de la muerte del señor de La Salle». Pero su sumisión hacia sus patrocinadores y hacia el doctor de la Sorbona, encomendado de la relectura de su libro, fue aún más lejos, como él mismo lo recuerda en la «carta de 1734». Allí se justifica ante las críticas hechas a su libro en el instituto. Recuerda que comunicó su manuscrito a varios lectores: el hermano Timoteo y «algunos de los hermanos principales […] que lo leyeron con la libertad de cortar lo que ellos quisieran, y ustedes saben en efecto que cortaron algunos artículos y todo lo que quisieron». No se sabe sobre qué partes se hicieron esas supresiones, pero se puede suponer que ellas apuntaban a alusiones ad hominem que hubieran podido herir a tal o cual y suscitar debates entre los hermanos. Blain recuerda también que el aprobador del libro, «doctor de la Sorbona, tan exacto y delicado en lo relacionado con la reputación del prójimo, también recortó, especialmente todo lo que pareció un poco fuerte en los términos».
Desde el origen, entonces, todo concurre para dar a la obra del canónigo de Ruan el carácter de una biografía oficial. No sorprende que ella lo haya sido hasta una fecha reciente en el instituto. Sin embargo, al mismo tiempo, el proyecto de Blain sobrepasaba sus expectativas. Para comprenderlo, hay que leer con atención el largo Discurso sobre la institución (…) de las Escuelas Cristianas y Gratuitas, situado al comienzo del primer tomo, formando, por así decirlo, un libro autónomo dentro del conjunto. Blain hizo entrar su vida de Juan Bautista en una verdadera estrategia apologética que se despliega en varias direcciones y se debe resituar en la perspectiva del desarrollo de este género en el siglo XVIII (Albertan-Coppola, 1988, pp. 151-180). A comienzos de los años 1730, el combate no está en su furor y la Iglesia oficial está aún enfrascada en la controversia en torno a la Unigenitus: para el episcopado, el enemigo es el jansenismo. Es solo en la década siguiente cuando, bajo la denominación de «impiedad del siglo», las asambleas clericales comienzan a denunciar el aumento potente del racionalismo ilustrado. Cuando este pretende demostrar la superioridad de la religión cristiana, Blain (1733) la compara, de modo bastante formal, con el judaísmo y el islam, pero él quiere sobre todo convencer de que al:
no creer en esta doctrina uno se expondría a vivir como ateo, impío, libertino, a vivir sin Dios, sin fe y sin religión, sin conciencia, sin temor y sin esperanza de vida eterna, o como una bestia o como un demonio. (t. I, p. 26)
Esta apología introduce otra: la de las Escuelas Cristianas, cuya verdadera razón de ser, a sus ojos, no es tanto aportar instrucción a los pobres, sino catequizarlos para su salvación. Las materias profanas se instrumentalizan en provecho del catecismo, a la manera de un aviso publicitario en la parte superior de una góndola. Los papás, que ya se oponían bastante a esto, no enviarían nunca a sus hijos a la escuela si tuvieran que aprender solo las bases de la doctrina cristiana. Se necesita utilizar las materias profanas, a las cuales los padres ven una utilidad, para atraer a los niños y aprovechar para catequizarlos: «no se mira esta instrucción sino como el valor llamativo que atrae hacia otros más importantes y necesarios» (Blain, 1733, t. I, p. 34). Esa insistencia en la importancia primordial de las Escuelas Cristianas para el pueblo constituye, además de un estilo voluntariamente hablador, el toque particular de la obra de Blain. Cuando Bernardo y Maillefer destacan en primer lugar la santidad personal de Juan Bautista, de la cual la obra aparece sobre todo como el fruto y la manifestación, Blain inscribe primero al fundador del nuevo instituto en la línea de los que se consagraron a ese:
ministerio celestial, divino, que tiene su modelo en Jesucristo y sus ejemplos en los santos: un ministerio excelente e infinitamente provechoso, que produce frutos para la eternidad, y que tiene solo al cielo y a la salvación de las almas por finalidad.
Por esto, él se ocupa de levantar un resumen de la historia de las Escuelas Cristianas antes de la intervención de Juan Bautista de La Salle, confundiéndola con la historia del catecismo, la «doctrina, y consagrando un largo desarrollo a César de Bus». La última parte de esta larga introducción apologética a su libro se consagra a una defensa de los presbíteros regulares. La apuesta reside en demostrar la necesidad de un instituto dedicado a esta tarea, puesto que la finalidad de las Escuelas Cristianas es primero la enseñanza de la doctrina y la verdadera conversión de los niños. Según su punto de vista, esta misión excede, por un lado, la disponibilidad de los presbíteros, ya bien acaparados; por otro lado, sus capacidades, dado que el catecismo semanal no es suficientemente eficaz. Solo el establecimiento de congregaciones que acojan a diario a niños y niñas, para que cada día reciban una o dos horas de instrucción religiosa y de iniciación a la oración, crea las condiciones de una formación en profundidad. Blain hace de esta demostración el pretexto para una vigorosa y sorprendente apología del clero regular. Prácticamente él apunta a Claudio Fleury, quien en su Discours sur l’histoire ecclésiastique (Discurso sobre la historia eclesiástica) de 1716 cuestionaba la legitimidad de los presbíteros regulares, exceptuando al monaquismo benedictino, y atacaba sobre todo a las órdenes mendicantes y a los nuevos institutos, usurpadores, según él, de las prerrogativas del clero regular. Así, imputando a Fleury una posición defendida también por los jansenistas16, él aleja a Juan Bautista y a su instituto de toda sospecha al respecto. Helos ahí instrumentalizados en un debate que casi no les concierne y que se desarrolla en el momento en que escribe: la polémica sobre la historia eclesiástica, que terminará incluida en el índice (Hours, 2014).
En fin, en esta larga introducción reveladora de las precauciones que el autor cree que debe tomar y de la fuerza de los debates en el clero en ese comienzo de los años 1730, Blain justifica sus preferencias de escritura, las cuales le valdrán en especial las críticas de Maillefer17. Él toma posición en un debate estudiado particularmente por Suire (2001, pp. 192-208)18. Contra la hostilidad ante lo maravilloso y la desconfianza hacia los relatos de milagros, contra la reticencia a desvelar las mortificaciones y las austeridades, contra la repugnancia a demorarse en pequeñas acciones de virtud en lo cotidiano, tendencias que lograban prevalecer en esa época, él defiende de manera resuelta una hagiografía barroca que no oculta ni limpia nada: ¿de qué hay que componer las historias de los santos, si los milagros, las visiones, los éxtasis y todo lo propio de lo maravilloso en el orden de la gracia no debe absolutamente entrar?, ¿si se deben excluir como increíbles las penitencias y las austeridades extraordinarias, las oraciones continuas durante el día y la noche, y todo lo que se parece a la más heroica virtud, en fin, si se debe rechazar el detalle de las prácticas menudas de virtud y los ejemplos de fidelidad a las más pequeñas cosas? (Blain, 1733, t. I, p. 114).
La tradición historiográfica
El instituto fundó sobre Blain una vulgata que prevaleció hasta la Segunda Guerra Mundial, al menos, incansablemente retomada y más o menos acomodada. Las otras dos biografías publicadas en el siglo XVIII, la del jesuita Juan Claudio Garreau en 1760 y la del abad de Montis en 1785, aparecen como abreviaciones de la de Blain —que permanece como su fuente principal o única—, pero tienen la ventaja de ser mucho más… ¡digeribles!
El siglo XIX se termina con la canonización de san Juan Bautista en 1900, después de la declaración del heroísmo de sus virtudes en 1840, que marcó la introducción de la causa, y de su beatificación en 1888. Las dos últimas estuvieron marcadas por una ofensiva editorial. Blain no fue reeditado antes de 1887; no obstante, en 1874 aparecieron, uno tras otro, los libros del hermano Lucard19 y de Armando Ravelet20; ambos constituyeron un aporte importante al conocimiento de la vida de Juan Bautista en razón de las investigaciones documentales nuevas. Ravelet examinó atentamente los archivos del Tribunal de Châtelet de París, a fin de aclarar las complicaciones de Juan Bautista de La Salle con los maestros parisinos. El hermano Lucard «reunió un tesoro de documentos inéditos, extraído sea de los archivos del Instituto Lasallista, sea de los archivos públicos», pero «él no cita siempre sus fuentes; él corta y, muy frecuentemente, acomoda sus textos» (Rigault, 1938, L’oeuvre religieuse et pédagogique…, p. 8).
Esas dos biografías, las más importantes de este periodo, permanecen, sin embargo, muy ampliamente inspiradas en Blain, lo mismo que los numerosos folletos o vidas de formato con frecuencia más reducido que los que aparecían por aquel entonces (Scaglione, 2001)21. El año 1888 y los siguientes, hasta la canonización en 1900, vieron eclosionar numerosas publicaciones, sobre todo folletos, consagrados a diversos panegíricos pronunciados para la beatificación. El libro de Ravelet se reeditó y tradujo; el de Lucard no. En vísperas de la gran fiesta, el instituto solicitó al sulpiciano Juan Guibert la biografía cuya publicación acompañaría la canonización. Ella apareció en 1900, seguida de una corta versión edificante, despojada de sus notas y referencias22. Si él aporta correcciones a Lucard, su libro, sin embargo, no está exento de errores. Hasta entonces, ninguno de esos tres autores, los más importantes que hayan escrito sobre Juan Bautista en el siglo XIX, era historiador de formación.
El primero es G. Rigault (1885-1956), doctor en Letras y discípulo de G. Goyau, quien comienza a investigar sobre los Hermanos de las Escuelas Cristianas a inicios de los años 1920, y no terminará sino hasta el fin de su vida. En 1937 aparece el primer volumen de su monumental Historia general del Instituto de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, consagrada a una nueva biografía del fundador. Se trata, una vez más, de una solicitud del superior general. No pretende aportar nuevos elementos al conocimiento de la vida de Juan Bautista, pero, afirmando su estatuto de historiador cristiano, plantea como posible la asociación de una perspectiva apologética y del método histórico aplicado a la biografía, tal como él la describe:
los hagiógrafos ya dijeron todo. Nuestro proyecto no es el de ellos. Si él no rechaza de ninguna manera ser apologético (y es legítimo y necesario que el esfuerzo de un cristiano tienda siempre, en últimas, a la gloria de Dios), él quiere primeramente realizarse en la esfera más alta de la verdad documental, de la discusión de los hechos, de la explicación psicológica, de la investigación de las causas. (Rigault, 1938, L’oeuvre religieuse et pédagogique…, p. 2)
En Juan Bautista de La Salle y en todas sus acciones, lo que él espera describir es un «instrumento de la Providencia». Pero su trabajo resulta, ante todo, «una síntesis» que usa «los elementos acumulados, desde hace dos siglos, por los historiadores del fundador y por los hermanos, por los historiadores de la Iglesia, por los de la pedagogía». Aunque Rigault haya concienzudamente «confrontado las transcripciones con los originales, y en su defecto con las copias más antiguas» y consultado «los preciosos autógrafos del santo fundador, las primeras ediciones de sus obras, los registros de la casa de San Yon, los dosieres de las escuelas que él estableció», él no puede satisfacer las expectativas de una «biografía crítica», expresadas por el Capítulo General de 1956, no solo porque le da mucha importancia a la hagiografía, sino porque había aún investigaciones por hacer en los archivos, en especial en aquellos publicados. Sin duda, hay que pensar que el mismo Capítulo General de 1956 ya no le reconocía el estatuto de «biografía crítica» a las publicaciones contemporáneas, como las de los hermanos William Battersby (1949, 1950, 1957) e Isidoro di María (1951).
Después de esta fecha, la historiografía lasallista se enmarca en una nueva exigencia de rigor. La obra de Yves Poutet significa un momento mayor en ella. Se inscribe de modo directo en la continuidad del Capítulo General. El autor le atribuye la inspiración «a las conferencias de los hermanos Clodoaldo y Mauricio Augusto» en Roma, en 1956-1957. El método era abrir las perspectivas desde un auténtico accionar histórico, a fin de resituar la historia de Juan Bautista y de los primeros años del instituto en el contexto de su tiempo, el de la «crisis de la conciencia europea»: no se podían «interpretar correctamente las directivas y las creaciones de san Juan Bautista de La Salle sin conocer las influencias que las engendraron» (Poutet, 1970, t. I, p. 9, n.º 2 ).
Para Y. Poutet, la contextualización y la comprensión de las influencias debían servir a los dos objetivos fundamentales de su investigación. Por una parte, identificar el aporte de la experiencia lasallista a la historia de la pedagogía: él resitúa el método pedagógico en el corazón del trayecto de Juan Bautista cuando la mayoría de los autores, desde los primeros biógrafos, tenían la tendencia a considerarlo primero una herramienta de la conversión de las clases populares. Por otra parte, según una preocupación común a muchas órdenes y congregaciones religiosas en el periodo preconciliar, formalizada luego como una incitación en el Decreto «Perfectae caritatis» de 1965, redescubrir la inspiración primera y el carisma fundador del instituto. La citación de Yves de Montcheuil, situada en un epígrafe de la obra, dice mucho de los debates que animaban entonces al instituto y de la mirada que tenían los hermanos sobre su pasado y su evolución: «no son los obsesionados por el pasado, sino los seres profundos quienes prolongan la tradición». La escritura de Y. Poutet estaba muy animada por el espíritu del Concilio y el Decreto de 1965. Por esto, de cierta manera, se puede considerar su trabajo una apología crítica. Él no detuvo su trabajo con la publicación de su tesis sobre los Orígenes lasallistas en 1970: incansablemente, durante unos treinta años, no cesó de profundizar en los dosieres que había abierto23.
En paralelo, el instituto lanza la colección de los CL. En particular, ellos acogen los trabajos de una erudición minuciosa, realizados durante unos treinta años por Luis María Aroz, quien se dedicó a reunir todas las fuentes disponibles en los archivos de la Champaña respecto de la familia de Juan Bautista y de la tutela que tuvo que ejercer sobre sus hermanos después de la muerte de sus padres. En las entregas de los CL consagrados a ese monumento de erudición, Aroz precisa sus conocimientos y los mejora, establece una cronología cada vez más detallada, corrige los errores que pudo notar en tal o tal autor. Él prosiguió ese trabajo hasta comienzos de los años 1990; las biografías escritas antes no pudieron integrar todos sus aportes. Además de la obra de Alfredo Calcutt (1993), hay que mencionar la de Saturnino Gallego (1986), quien realizó la síntesis más segura escrita hasta hoy.
La colección de los CL, bajo los cuidados del hermano Mauricio Hermans, su primer director, publicó las tres primeras biografías, en edición crítica las de Bernardo y Maillefer, en facsímile la de Blain. Se realizaron también las ediciones de varios de los tratados escritos por Juan Bautista y diversos estudios sobre las fuentes de sus escritos, los votos de los hermanos antes de la bula de 1725 (M. Hermans), la Guía de las Escuelas (Léon Lauraire), las Reglas de cortesía y urbanidad cristiana (Jean Pungier) y los trabajos de Leo Burkhard y Michel Sauvage sobre Parmenia, y los de Joseph Cornet y Émile Rousset acerca de la iconografía lasallista. De 1950 al 2014, los CL reunieron un material considerable. Esta empresa colectiva se enriqueció con el trabajo discreto de varios miembros del instituto. A su muerte, el hermano Cornet dejó una impresionante colección de clasificadores con los cuales él organizó, según una doble clasificación cronológica y temática, los extractos de las principales biografías y de las diversas publicaciones lasallistas. Hay que mencionar el monumental Vocabulaire lasallien (Vocabulario lasallista), elaborado entre 1960 y 1978 por unos 150 colaboradores bajo la batuta de M. Hermans (1984), el cual facilita considerablemente las investigaciones en los escritos del fundador.
En los últimos años, los hermanos Alain Houry y Juan Luis Schneider (s. f.) realizaron para el sitio web de los Archivos Lasallistas una edición crítica de Blain que los condujo a multiplicar las investigaciones paralelas: adquirieron así no solo un conocimiento excepcional de su fundador, sino también una valiosa mirada crítica sobre las biografías de las cuales él ha sido objeto hasta hoy. Por esto, como nunca antes, la escritura de esta vida fue un trabajo en colectivo, no solitario. Quien la emprendió tuvo la fuerte conciencia de que entró en una cantera colectiva, orientado por la memoria y nutrido por la ciencia de generaciones sucesivas de hermanos. Que aquí sean, entonces, calurosamente reconocidos los hermanos Alain Houry y Juan Luis Schneider, y también la señora Magali Devif, directora de los Archivos Lasallistas en Lyon, quienes me acompañaron en este trabajo de largo aliento y me evitaron perder tiempo, quienes me releyeron con atención y paciencia. Su disponibilidad simple y calurosa, sus conversaciones, su liberalidad y su hospitalidad fueron de lo más preciosas, y más preciosa aún fue la total libertad de la cual me beneficié en la realización de la «biografía crítica», deseada desde hace más de sesenta años. Por esta razón, me corresponde asumir los límites inevitables de esta obra.
1 El registro de los votos indica que él «salió», lo que significa que abandonó el instituto, pero no da la fecha ni la razón. Véase Hermans (1965a, CL 4, p. 13, n.º 1-2).
2 El texto está publicado en Bernardo (1965, CL 4, pp. 102-103).
3 Es decir, cerca del año 1694.
4 Juan Francisco es el hijo de Simón de La Salle (1618-1680) y de su mujer Rosa Maillefer (623-1683). Nacido en 1649, tenía dos años más que Juan Bautista. Murió en 1726, es decir, siete años después, y vivía aún en el momento de la encuesta del hermano Bernardo. Agradezco al hermano Alain Houry el haber llamado mi atención sobre la confusión hecha con el sobrino de Juan Bautista, Juan Francisco Maillefer, hijo de María de La Salle y Juan Maillefer.
5 Carlos Plansson, nacido el 28 de octubre de 1671 en Charly, en la diócesis de Soissons, entró tardíamente al instituto, el 9 de octubre de 1719. No había conocido entonces a Juan Bautista. Además de La conduite admirable… (La conducta admirable…), se le confió hacer varias copias (Hermans, 1965a, CL 4, p. 14, n.º 2).
6 El presente de indicativo prueba que esas Observaciones son anteriores a la publicación del libro de Blain y muy probablemente contemporáneas de la época en que Maillefer acabó la redacción del suyo, es decir, 1723 o 1724.
7 Solo subsiste la copia del «primer proyecto» de 1721, enviada a Juan Luis de La Salle, anotada por él y conservada en los ACG, bajo la forma de un cuaderno in-4.° de 86 páginas.
8 Las notas las realizó M. Hermans.
9 ¿Quién debía pagar la impresión? Ese año murieron Santiago José de La Salle, hermano de Juan Bautista, canónigo regular agustino de la Congregación Santa Genoveva y párroco de Chauny (20 de marzo), y Juan Francisco Maillefer, hermano de Francisco Elías, canónigo de Saint-Symphorien de Reims (21 de octubre). El año siguiente murió Juan Luis (26 de septiembre).
10 Esta copia desapareció (Maillefer, 1966, CL 6, p. 6). Existen dos copias de este manuscrito en los ACG. Una se terminó el 1.º de agosto de 1766 en Reims. El hermano Mauricio Augusto se la atribuyó al hermano Fulberto, quien en el mundo se llamaba Santiago Francisco Gouchón y entró al instituto en noviembre de 1746 (Maillefer, 1966, CL 6, p. 7). Comprada en los muelles del río Sena en febrero de 1870, pasó a integrar los archivos del instituto. La otra la realizó entre 1750 y 1776 un canónigo de Santa Genoveva de San Dionisio, Santiago Carbon (1706-1792), quien era pariente de La Salle por su madre Juana Ana Lespagnol. Durante el proceso de beatificación, esta copia estuvo en manos del marqués Ruinart de Brimont, quien se desprendió de ella, de tal manera que pasó a ser posesión del instituto en 1862 (Lett, 1956, p. 255).
11 El primer llamado contra la bula se lanzó en 1717; uno nuevo se hizo en 1720. El registro de la bula se dio al final de 1720.
12 Según BnF, ms. fr. 21995, f.º 55v, n.° 693. Otra hipótesis: temiendo no recuperar nunca su texto y que lo utilizaran los hermanos, Maillefer habría depositado esta solicitud para impedirles que persistieran.
13 Véase en Maillefer (1966, CL 6, p. 5) la presentación de los dos manuscritos de Maillefer por el hermano Mauricio Augusto.
14 El nombre del autor no se indicó, pero parece que se trató de un secreto a voces, dado que, desde el año 1740, un Elogio histórico del señor Juan Bautista de La Salle se presentaba como el resumen del libro del padre Blin. En 1742 un comprador de los dos volúmenes de 1733 completó la página del título agregando con su mano el nombre Blain y la indicación «por M***». El padre Juan Claudio Garreau presentó la biografía que él publicó en 1760 como una reducción de la «obra del señor Bellin, canónigo de Ruan». Fevret de Fontette, en su reedición de la Biblioteca histórica de Lelong en 1768, indicó igualmente, el nombre de Blain, para quitar el anónimo del autor, y dio una corta noticia biográfica. Agreguemos a eso que toda la tradición lasallista le atribuye el libro al mismo autor (Hermans, 1965b, CL 4, pp. 4-5).
15 En su carta al superior de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, llamada «carta de 1734», él justifica sus opciones de escritura refiriéndose a:
lo que los autores de vidas acostumbran a hacer. Que se lean las vidas nuevas de san Francisco, de san Juan de la Cruz, la historia de los Carmelitas y las Carmelitas Descalzos, la vida de santa Teresa, de san Pedro de Alcántara, de san Vicente, de César de Bus, de san Ignacio, de san Javier, y de muchos otros parecidos, se encontrará la misma cosa.
Un poco más lejos, él menciona con mayor precisión «la nueva vida de María Alacoque escrita por monseñor, el arzobispo de Sens» (Blain, 1733, t. II, p. 2).
16 El deseo de no ver en la Iglesia sino dos géneros de personas consagradas a Dios, clérigos destinados a la instrucción y a la guía de los fieles, y monjes separados del mundo, es un deseo del que se ha hecho al Abad de Saint-Cyran el primer autor. (Blain, 1733, t. I, p. 88)
17 La mayoría de los hechos que él reporta en esta obra están sofocados, por así decir, en un montón confuso de reflexiones mal distribuidas. El estilo es descuidado […]. Su libro ha sido despreciado por las personas con gusto […]. En fin, se puede decir, en general, que su libro es un montaje confuso de espiritualidad mal aplicada que hace la lectura sosa y aburridora. (Bernardo, 1965, p. 17)
18 No seguimos al autor que ve en Blain un partidario de la discreción de principio de la hagiografía con respecto a los milagros (p. 200). Nos parece que el pasaje que él invoca para apoyar su tesis denota solo la prudencia de Blain, a fin de no dañar un eventual proceso de canonización.
19 J. B. Larronde, en la comunidad llamado hermano Lucard (1821-1895), entre otros, director de la Escuela Normal de Ruan.
20 Abogado y periodista, A. Ravelet (1835-1875) toma partido a favor del conde de Chambord y del restablecimiento de la monarquía en un opúsculo publicado en 1871: Le futur gouvernement de la France. Su biografía de Juan Bautista es su último libro. En 1869 había publicado en París un Traité des congrégations religieuses. Commentaire des lois et de la jurisprudence…
21 Esta bibliografía intenta ser exhaustiva, pero tiene errores, sobre todo en las direcciones editoriales. Según Scaglione, diecinueve biografías nuevas, de amplitud variable, tres en alemán y dos en inglés, se publicaron desde el comienzo del siglo hasta 1887, sin contar las reediciones ni las traducciones, en especial en italiano y en flamenco. Además de los libros de Ravelet y Lucard, hay que mencionar durante este periodo, por su densidad, los de Salvan, aparecido en 1852, y el de Ayma en su edición de 1858.
22 Véase Guibert (1900, 1901). Guibert era superior general del seminario del Instituto Católico de París desde 1897.
23 La mayoría de sus artículos están reunidos en los CL 43, 44 y 48 (Poutet, 1988, 1999a, 1999b).