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CHAPTER FIVE

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La residencia de los Sterling estaba a once millas de distancia de la mansión de los Kurtz. Mackenzie no pudo evitar admirar el lugar mientras Harrison aparcaba en la alargada entrada al garaje de hormigón. La casa se asentaba a unos cincuenta metros de la carretera principal, bordeada por unas macetas preciosas y unos árboles altos y esbeltos. La casa propiamente dicha era muy moderna, principalmente compuesta de ventanales y de unas vigas envejecidas de madera. Parecía una casa idílica pero cara para una pareja acomodada. Lo único que acababa con esa ilusión era la cinta amarilla que se emplea en escenas del crimen y que atravesaba la puerta principal.

Cuando comenzaron a caminar hacia la entrada, Mackenzie se dio cuenta de lo tranquilo que era el lugar. Estaba bloqueado de las otras mansiones vecinas por un bosquecillo, un exuberante vergel que parecía igual de bien mantenido y de caro que las casas que había en este sector de la ciudad. Aunque la propiedad no estaba en la playa, podía oír el murmullo del mar en algún punto en la distancia.

Mackenzie pasó por debajo de la cinta amarilla y escarbó la llave de repuesto que le había dado Dagney, proveniente de la investigación original del departamento de policía de Miami. Entraron a un amplio recibidor y Mackenzie se sorprendió una vez más del silencio absoluto que le rodeaba. Echó un vistazo a la distribución de la casa. Había un pasillo que se extendía a su izquierda y acababa en una cocina. El resto de la casa era bastante abierto; una sala de estar y una zona con varios sofás conectados entre ellos, que llevaban hacia un área que quedaba fuera de la vista a un porche trasero separado por un ventanal.

“¿Qué sabemos sobre lo que sucedió aquí?” preguntó Mackenzie a Harrison. Ella, claro está, ya lo sabía, pero quería dejarle exhibir su propia pericia y devoción, con la esperanza de que se sintiera cómodo enseguida, antes de que el caso cobrara vida.

“Deb y Gerald Sterling,” dijo Harrison. “Él tenía treinta y seis años y ella, treinta y ocho. Asesinados en su dormitorio del mismo modo que los Kurtz, aunque estos asesinatos tuvieron lugar al menos tres días antes que el de los Kurtz. Sus cadáveres fueron hallados por el ama de llaves, poco después de las ocho de la mañana. Los informes del forense indican que les habían asesinado la noche anterior. Las investigaciones iniciales no consiguieron ninguna prueba de ningún tipo, aunque, en este momento, los forenses están analizando unas fibras de cabello que se encontraron colgando del marco de la puerta.”

Mackenzie asintió mientras él recitaba los hechos. Estaba estudiando el piso de abajo, tratando de hacerse una idea sobre la clase de gente que eran los Sterling antes de subir a la habitación donde les habían asesinado. Pasó junto a una enorme librería empotrada entre la sala de estar y la zona de los sofás. La mayoría de los libros eran de ficción, mayormente de King, Grisham, Child, y Patterson. También había unos cuantos libros sobre arte. En otras palabras, libros básicos de relleno que no daban ninguna información sobre las vidas personales de los Sterling.

Había un secreter decorativo apoyado contra la pared en la zona de los sofás. Mackenzie levantó la tapa y miró dentro pero no encontró nada de interés—solamente unos bolígrafos, papel, unas cuantas fotografías, y otros desechos domésticos.

“Subamos arriba,” dijo Mackenzie.

Harrison asintió y tomó una profunda, temblorosa respiración.

“Está bien,” dijo Mackenzie. “La casa de los Kurtz también pudo conmigo, pero confía en mí… este tipo de situaciones se acaban por hacer más fáciles.”

Sabes que eso no es necesariamente algo bueno, ¿no es cierto? pensó para sí misma. ¿A cuántas visiones espeluznantes te has desensibilizado desde que te encontraras con esa primera mujer en un poste en los maizales de Nebraska?

Se deshizo de esa idea al instante mientras Harrison y ella llegaban al final de las escaleras. El piso de arriba consistía en un largo pasillo que contenía solamente las puertas de tres habitaciones. Había una oficina grande a la izquierda. Estaba ordenada hasta el punto de estar casi vacía, con vistas al bosquecillo que bordeaba la parte de atrás de la casa. El gigantesco cuarto de aseo constaba de lavabos para él y para ella, una ducha enorme, una bañera, y un armario para las sábanas que era tan grande como la cocina de Mackenzie.

Igual que en el piso de abajo, no había nada que le ayudara a definir el carácter de los Sterling o por qué alguien querría matarles. Sin perder más tiempo, Mackenzie caminó hacia el final del pasillo donde la puerta del dormitorio estaba abierta. La iluminación del sol entraba a través de un enorme ventanal a la izquierda de la habitación. La luz cubría el extremo de la cama, transformando el anaranjado que había allí en un tono alarmante de rojo.

De alguna manera, era perturbador entrar al dormitorio de una casa impecable para ver toda esa sangre en la cama. El suelo era de madera firme, pero Mackenzie podía ver salpicaduras de sangre por aquí y por allá. No había tanta sangre en las paredes como la que habían visto en la residencia de los Kurtz, pero había algunas gotas sueltas que daban la impresión de una morbosa pintura abstracta.

Había un leve olor a cobre en el aire, el aroma de la sangre derramada que se había resecado. Era leve, pero parecía llenar la habitación. Mackenzie caminó alrededor del borde de la cama, observando las sábanas de color gris claro, profundamente manchadas de rojo. Vio una sola marca en la sábana superior que podía ser un corte que se había realizado con un cuchillo. Lo miró más de cerca y descubrió que eso era exactamente lo que estaba mirando.

Con una sola vuelta alrededor de la cama, Mackenzie supo con certeza que no había nada aquí que sirviera para avanzar el caso. Miró por todos lados alrededor de la habitación—las mesitas de noche, los cajones del vestidor, y el pequeño centro de entretenimiento—buscando hasta los detalles más pequeños.

Vio una ligera hendidura en la pared, que no sería más grande que una moneda de veinticinco centavos, pero que tenía salpicaduras de sangre a su alrededor. Había más sangre debajo de ella, un leve garabato que se había resecado en la pared y la más mínima mota de ella en la moqueta que había debajo de la hendidura.

Se acercó a la hendidura en la pared y la miró de cerca. Era de una forma peculiar, y el hecho de que hubiera sangre centrada alrededor de ella le hizo pensar que una era el resultado de la otra. Se puso de pie y examinó la alineación del pequeño agujero con su cuerpo. Elevó ligeramente su brazo y lo flexionó. Al hacerlo, su codo se alineó con el agujero casi a la perfección.

“¿Qué has encontrado?” preguntó Harrison.

“Signos de pelea, creo” respondió ella.

Se unió a ella y tomó nota de la hendidura. “No es gran cosa con la que seguir adelante, ¿no es cierto?”

“No, la verdad es que no, pero la presencia de sangre hace que sea notable. Eso y el hecho de que la casa esté en una condición impecable me hacen pensar que el asesino hizo todo lo que pudo para ocultar cualquier signo de lucha. Casi preparó la escena en la casa, en cierto modo, pero no fue capaz de ocultar este signo de pelea.”

Examinó la pequeña mancha de sangre en la moqueta. Estaba descolorida y hasta había unos restos muy leves de rojo a su alrededor.

“Ves,” dijo ella, señalando. “Justamente aquí, parece como si alguien hubiera intentando limpiarlo, pero o andaba con prisa o esta pequeña mancha no salía de ninguna manera.”

“Entonces quizá debiéramos comprobar de nuevo la casa de los Kurtz.”

“Quizá,” asintió Mackenzie, aunque tenía la seguridad de que había examinado por completo el lugar.

Se alejó de la pared y se dirigió a la enorme habitación que hacía las veces de armario. Miró a su interior y vio más orden.

Vio la única cosa de toda la casa que hubiera podido considerarse como desorden. Había una camisa y unos pantalones arrugados, casi estrujados contra la pared de atrás del armario. Separó la camisa de los pantalones y se dio cuenta de que se trataba de ropa de hombre—quizá el último atuendo que había utilizado Gerald Sterling.

Probando su suerte, metió la mano en los dos bolsillos delanteros. En uno de ellos, se encontró con diecisiete centavos en monedas. En el otro, halló un recibo arrugado. Lo abrió para leerlo y vio que era de un supermercado hacia cinco días… el último día de su vida. Miró al recibo y empezó a pensar.

¿De qué otro modo podemos averiguar lo que hicieron en sus últimos días de vida? ¿O la semana pasada, o el mes pasado?

“Harrison, en esos informes, no declaraba la policía de Miami haber revisado los teléfonos de los fallecidos en busca de señales de alarma?”

“Eso es correcto,” dijo Harrison al tiempo que circunvalaba cuidadosamente la cama ensangrentada. “Contactos, llamadas recibidas y realizadas, emails, descargas, todo.”

“¿Y no había nada sobre el historial de búsqueda en Internet o algo así?

“No, que yo recuerde, no.”

Colocando el recibo de nuevo dentro de los pantalones vaqueros, Mackenzie salió del armario y después del dormitorio. Se dirigió de vuelta al piso de abajo, consciente de que Harrison le seguía por detrás.

“¿Qué pasa?” preguntó Harrison.

“Una corazonada,” dijo ella. “A lo mejor, una esperanza.”

Regresó al lugar donde descansaba el secreter en la sala de estar y lo abrió de nuevo. En la parte de atrás, había una cestita. Sobresalían unos cuantos bolígrafos, así como un bloc de notas personal. Si mantienen su casa tan ordenada, supongo que su cuenta corriente estará en las mismas condiciones.

Sacó la libreta del banco y comprobó que tenía razón. Se habían realizado las anotaciones con cautela meticulosa. Cada transacción estaba anotada de manera legible y con todo el detalle posible. Hasta anotaban las veces que sacaban dinero del cajero automático. Tardó unos veinte segundos en darse cuenta de que esta libreta era la de una cuenta secundaria que no formaba parte de las finanzas primordiales de los Sterling. En el momento de su muerte, la cuenta guardaba algo más de siete mil dólares.

Repasó el historial de transacciones en busca de cualquier cosa que le pudiera dar una pista, pero no halló nada que le llamara la atención. Sin embargo, vio unas cuantas abreviaturas que no reconoció. La mayoría de las transacciones para estas entradas eran por cantidades de entre sesenta y doscientos dólares. Una de las entradas que no reconoció era una anotación por dos mil dólares.

Aunque nada en el historial resultaba peculiar a primera vista, se quedó pensando en las abreviaturas y las iniciales que no le sonaban de nada. Capturó unas cuantas fotografías de esas entradas con el teléfono y después regresó a la libreta de la cuenta.

“¿Tienes una idea o algo así?” preguntó Harrison.

“Quizá,” dijo ella. “¿Podrías llamar por teléfono a Dagney y pedirle que encargue a alguien la tarea de investigar los historiales financieros de los Sterling del año pasado? Cuentas corrientes, tarjetas de crédito, hasta PayPal, si lo utilizaban.”

“Por supuesto,” dijo Harrison. Al momento, sacó su teléfono para completar la tarea.

Puede que no me importe tanto trabajar con él después de todo, pensó Mackenzie.

Escuchó cómo Harrison hablaba con Dagney mientras ella cerraba el secreter y volvía la vista hacia las escaleras.

Alguien subió esas escaleras hace cuatro noches y asesinó a un matrimonio, pensó, intentando visualizarlo. ¿Pero por qué? Y de nuevo, ¿por qué no había señales de entrada forzada?” La respuesta era sencilla: igual que en el caso de los Kurtz, habían invitado a entrar al asesino. Y eso quería decir que o conocían al asesino y le invitaron a pasar o que el asesino estaba representando algún rol… actuando como alguien que ellos conocían o alguien en apuros.

Aunque la teoría parecía endeble, sabía que había algo que sacar de ella. Por lo menos, creaba un vínculo frágil entre las dos parejas.

Y por el momento, era una conexión lo bastante importante como para investigarla a continuación.

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