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CAPÍTULO SIETE

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Dejar a Harrison en el motel le resultó algo agridulce. Le hubiera gustado poder hacer algo más por él, o, cuando menos, ofrecerle algunas palabras de consuelo. No obstante, al final, solo le saludó con pocas ganas mientras él se iba hacia su habitación a hacer la maleta y a llamar a un taxi para que le llevara al aeropuerto.

Cuando él cerró su puerta al entrar, Mackenzie pegó la dirección que le había enviado Dagney en su GPS. El taller para Coches Lipton estaba exactamente a diecisiete minutos del motel, una distancia que se puso a recorrer de inmediato.

Le resultaba extraño estar sola en el coche, pero consiguió distraerse de nuevo con el paisaje de Miami. Era distinto de otras ciudades orientadas a la vida playera en las que había estado. Mientras que las poblaciones de playa más pequeñas resultaban un tanto arenosas y casi desgastadas, todo lo que había en Miami parecía resplandecer y brillar a pesar de la cercana arena y de la brisa salada que llegaba del océano. Por aquí y por allá, veía algún edificio que parecía estar fuera de lugar, abandonado y desolado, como recordatorio de que todo tenía sus taras.

Llegó al taller antes de lo que se esperaba, después de dejarse distraer por las vistas de la ciudad. Aparcó en un aparcamiento que estaba abarrotado de coches averiados y de camiones que estaban siendo obviamente saqueados en busca de piezas de repuesto. Parecía la clase de operación que permanecía constantemente en una situación cercana a la bancarrota.

Antes de entrar, echó un vistazo rápido al lugar. Había una oficina frontal destartalada que, en este momento, no estaba atendida. El taller adosado tenía tres dársenas, de las cuales solamente una contenía un coche; estaba encaramado a una tarima, pero no parecía que le estuvieran haciendo nada en particular. En el taller, había un hombre revolviendo en una caja de herramientas en forma de concha marina. Había otro en el extremo trasero del taller, de pie sobre una pequeña escalera y revolviendo entre unas cajas viejas de cartón.

Mackenzie se acercó al hombre que estaba más cerca de ella, el que estaba buscando algo en la caja de herramientas. Parecía que tenía cerca de unos cuarenta años, con cabello largo y grasiento que le caía sobre los hombros. La perilla que tenía en la cara no podía llamarse barba. Cuando elevó la vista al ver que ella se aproximaba, le sonrió abiertamente.

“Hola, preciosa,” dijo él con un acento un tanto sureño. “¿En qué te puedo ayudar hoy?”

Mackenzie le mostró su placa. “Puedes empezar por dejar de llamarme preciosa. Y después me puedes decir si eres Mike Nell.”

“Sí, ese soy yo,” dijo él. Estaba mirando a su identificación con algo parecido al miedo. Entonces volvió a mirarle a la cara, como si estuviera decidiendo si todo esto se trataba de alguna broma pesada.

“Señor Nell, me gustaría que—”

Él se revolvió rápidamente y la empujó. Con fuerza. Se tambaleó hacia atrás y sus pies dieron con un neumático que estaba por el suelo. Cuando perdió el equilibrio y se fue al suelo de espaldas, pudo ver cómo Nell salía corriendo. Estaba saliendo del taller, corriendo y mirando por encima del hombro.

Eso escaló bastante rápido, pensó. No me cabe duda de que es culpable de algo.

Su instinto le decía que agarrara su arma, pero eso montaría todo un número, así que se puso de pie y empezó a perseguirle. No obstante, cuando se dio impulso para ponerse de pie, su mano cayó sobre otra cosa que habían dejado en el suelo. Era una llave de cruz—posiblemente la que habían sacado del neumático sobre el que había caído.

Lo recogió y se puso rápidamente de pie. Se lanzó a la parte delantera del taller y vio a Nell en la acera, a punto de cruzar la calle. Mackenzie miró rápidamente en ambas direcciones, vio que no había coches en unos cuantos metros, y echó su brazo hacia atrás.

Lanzó la llave de cruz a través del aire con tanta fuerza como pudo. Navegó por los cinco metros más o menos que le separaban de Nell, y le dio directamente en la espalda. Él soltó un grito de sorpresa y de dolor antes de tambalearse hacia delante y caer de rodillas, casi dando con su rostro en el borde de la acera.

Mackenzie echó a correr tras él, clavándole una rodilla en su espalda antes de que siquiera pudiera pensar en intentar volver a ponerse de pie.

Le sujetó los brazos a la espalda y le empujó hacia abajo. Él trataba de librarse, pero pronto se dio cuenta de que escaparse solo iba a causarle más dolor debido a que sus hombros estaban estirados hacia atrás. Con una velocidad que llevaba meses practicando, sacó su par de esposas de su cinturón y se las colocó en las muñecas.

“Eso fue una tontería,” dijo Mackenzie. “Solo quería hacerte unas preguntas… y me diste la respuesta que andaba buscando.”

Nell no dijo nada, pero aceptó por fin que no iba a poder escaparse de ella. Mientras pasaban varios coches, el otro hombre del taller llegó apresuradamente.

“¿Qué demonios es esto?” preguntó.

“El señor Nell acaba de atacar a una agente del FBI,” dijo Mackenzie. “Me temo que no podrá terminar su jornada en el taller.”

***

Mackenzie observaba a Mike Nell desde el otro lado del espejo falso de la sala de observación. Parecía estar molesto y avergonzado—con un gesto de fastidio que había permanecido en su rostro desde el momento en que Mackenzie le había puesto en pie para esposarle delante de su jefe. Se mordía el labio nerviosamente, lo que indicaba que, seguramente, se estaba muriendo por fumar un cigarrillo o tomar algo de beber.

Mackenzie desvió la mirada de él para examinar el documento que tenía en las manos. Contaba la breve, aunque tormentosa, historia de Mike Nell, un adolescente que se había escapado de casa con dieciséis años, al que habían detenido por primera vez por robo menor con asalto a mano armada a los dieciocho años. Los últimos doce años de su vida describían el retrato de un perdedor atormentado—asaltos, robos, allanamiento de morada, además de unas cuantas temporadas a la sombra.

Además de Mackenzie, Dagney y el Jefe Rodríguez miraban a Nell con algo parecido al desprecio.

“Tengo la impresión de que le habéis visto a menudo en el pasado, ¿no es cierto?” preguntó Mackenzie.

“Así es,” dijo Rodríguez. “Y por alguna razón, los jueces no hacen más que darle una palmadita en la muñeca y eso es todo. La pena más larga que ha cumplido era la misma de la que le acaban de dar la condicional, y era una sentencia de solo un año. Si resulta que este desgraciado es responsable de esos asesinatos, los jueces se van tener que meter el rabo entre las piernas.”

Mackenzie entregó el informe a Dagney y caminó hacia la puerta. “Muy bien, veamos lo que tiene que contar,” dijo Mackenzie.

Salió de la sala y permaneció en pie en el pasillo durante un momento antes de irse a interrogar a Mike Nell. Sacó su teléfono, mirando por si había recibido un mensaje de Harrison. Asumía que para ahora ya estaría en el aeropuerto, quizá tras hablar con otros familiares para hacerse una mejor idea de lo que estaba pasando en su hogar natal. Lo sentía de verdad por él y a pesar de que no le conocía muy bien, deseaba que hubiera algo que ella pudiera hacer al respecto.

Dejando por un momento sus emociones de lado, se metió el teléfono al bolsillo y entró a la sala de interrogatorios. Mike Nell elevó la vista hacia ella y no se molestó en ocultar una mirada de desprecio. Aunque ahora había algo más en ella. No trató de esconder el hecho de que la estaba mirando de arriba abajo, dejando que su mirada se entretuviera algo más de lo necesario en sus caderas.

“¿Ves algo que te guste, Nell?” preguntó ella mientras tomaba asiento.

Obviamente perplejo ante esa pregunta, Nell se echó a reír con nerviosismo y dijo, “Supongo.”

“Supongo que ya sabes que estás metido en problemas por ponerle las manos encima a una agente del FBI, aunque no fuera más que un empujón.”

“¿Y qué pasa con tu numerito de la llave?” le preguntó él.

“¿Hubieras preferido mi arma? ¿Un tiro a través de tu pierna o tu hombro para que fueras más lento?”

Nell no tenía respuesta para eso.

“Está claro que no nos vamos a hacer los mejores amigos del mundo,” dijo Mackenzie, “así que vamos a saltarnos la charla de cortesía. Me gustaría saber todos los lugares en los que has estado durante el transcurso de la semana pasada.”

“Esa es una lista muy larga,” dijo Nell, desafiante.

“Claro, estoy segura de que un hombre de tu carácter sale por todas partes. Vamos a empezar por hace dos noches. ¿Dónde estuviste entre las 6 de la tarde y las 6 de la mañana?”

“¿Hace dos noches? Salí con un amigo. Jugué algo a las cartas, tomé unos tragos. Nada serio.”

“¿Hay alguien además de tu amigo que pueda confirmar eso?”

Nell se encogió de hombros. Había unos cuantos tipos más jugando a las cartas con nosotros. ¿De qué demonios estamos hablando de todas maneras?”

Mackenzie no veía razones en alargarlo más de lo necesario. Si no estuviera tan distraída por lo que estaba sucediendo con Harrison, puede que le hubiera interrogado todavía más antes de ir directamente al grano, esperando que él cayera en su propia trampa si era de hecho culpable.

“Encontraron a una pareja asesinada en su mansión hace dos noches. Da la casualidad de que es una mansión ubicada en la misma urbanización de mansiones donde te detuvieron por intento de robo y asalto a mano armada. Pon esas dos cosas juntas, además del hecho de que te han dado la condicional hace menos de un mes, y eso te pone entre los primeros puestos de gente a la que interrogar.”

“Eso es mentira,” dijo Nell.

“No, eso es lógica, algo con lo que asumo no eres muy familiar, dado tu historial delictivo.”

Podía ver cómo él le quería devolver el comentario mordaz, pero se detuvo, eligiendo de nuevo morderse el labio superior. “No he vuelto a pasar por ese lugar desde que salí,” dijo. “¿Qué diablos de sentido tendría eso?”

Mackenzie le observó con escepticismo por un instante y le preguntó: “¿Y qué hay de tus amigos? ¿Son otros tipos que conociste en la cárcel?”

“Uno de ellos sí lo es.”

“¿Alguno de tus amigos está metido en robos y asaltos también?”

“No,” le espetó él. “Uno de los tipos tiene una acusación por allanamiento de morada de cuando era un adolescente, pero no… no matarían a nadie. Ni tampoco yo lo haría.”

“Pero el allanamiento de morada o darle una paliza a alguien ¿están bien?”

“Nunca he matado a nadie,” dijo de nuevo. Estaba claramente frustrado y mostrando un gran nivel de control para no ponerse agresivo con ella. Y eso era exactamente lo que ella andaba buscando. Si era culpable de los asesinatos, la posibilidad de que se pusiera defensivo y que se enfadara al instante era mucho mayor. El hecho de que estuviera haciendo lo posible por no meterse en problemas, incluso por ponerse agresivo verbalmente con una agente del FBI, indicaba que, seguramente, no estaba conectado en absoluto con los asesinatos.

“Muy bien, digamos que no estás conectado con estos asesinatos. ¿De qué eres culpable? Doy por sentado que estás haciendo algo que no deberías. ¿Por qué otra razón me darías un empujón, tratándose de una agente del FBI, y tratarías de huir?”

“No voy a decir nada,” dijo entonces. “No antes de ver a un abogado.”

“Ah, olvidé que ahora ya eres todo un experto en este juego. Pues muy bien… te conseguiremos un abogado, pero asumo que también sabes cómo funciona la policía. Sabemos que eres culpable de algo, y vamos a averiguar de qué se trata, así que dímelo ahora y ahórranos las molestias.”

Los cincos segundos consecutivos de silencio que guardó indicaron que no tenía intención de hacer tal cosa.

“Voy a necesitar los nombres y los números de contacto de los hombres con los que dices que estabas hace dos noches. Dámelos y si tu coartada es buena, serás libre de irte.”

“Está bien,” gruñó Nell.

Su reacción ante esto era otra señal más de que seguramente era inocente de los asesinatos. No había un alivio instantáneo en su cara, solo algo así como una fastidiosa irritación ante el hecho de que se encontraba una vez más en una sala de interrogatorios.

Mackenzie apuntó los nombres de los hombres y envió una nota para que Dagney o quienquiera que estaba a cargo de esas cosas repasara el teléfono de Nell en busca de sus números de contacto. Salió de la sala de interrogatorios y regresó a la sala de observación.

“¿Y bien?” dijo Rodríguez.

“No es nuestro hombre,” dijo Mackenzie.

“Pero, aunque solo sea por seguir protocolo, aquí tienes una lista de amigos con los que dice que estaba cuando asesinaron a los Kurtz.”

“¿Estás segura de eso?”

Ella asintió.

“No mostró un alivio genuino cuando le dije que seguramente podría marcharse cuando comprobáramos su coartada. Y traté de enervarle, para que cayera en su propia trampa. Sencillamente, su conducta no indica que se sienta culpable. Pero como ya dije, deberíamos comprobar su coartada para asegurarnos. No me cabe duda alguna de que Nell es culpable de algo. Tengo una espalda dolorida tras una caída para demostrarlo. ¿Crees que tus hombres pueden averiguar de qué se trata?”

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