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PRÓLOGO

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Joey Nestler sabía que algún día sería un buen policía. Su padre había sido policía y su abuelo también. De hecho, al abuelo de Joey le habían disparado en el pecho en el 68, gracias a lo que se había ganado la jubilación anticipada. Joey llevaba en la sangre lo de ser policía y aunque solo tuviera veintiocho años y le estuvieran asignando tareas sin importancia, sabía que un día ascendería hasta lo más alto.

Sin embargo, hoy no era ese día. Le habían asignado otra de esas estúpidas tareas de gato y ratón—trabajo pesado. Joey sabía que le quedaban al menos otros seis meses haciendo estas tareas tan soporíferas. Y eso le parecía bien. Circular por Miami en un coche patrulla al final de la primavera resultaba bastante agradable. Las chicas estaban deseando probarse sus ínfimos pantaloncitos cortos y sus bikinis ahora que el clima era más cálido, y era más fácil prestar atención y disfrutar de estas cosas cuando estaba al cargo de tareas insignificantes.

Volvería a examinar las calles en busca de tales bellezas en cuanto terminara con la tarea que le acababan de encomendar. Aparcó delante de las mansiones de lujo, en una zona en que cada nuevo conjunto de casas estaba bordeado por una línea pretenciosamente bien conservada de palmeras. Salió del coche patrulla sin mucha prisa, bastante seguro de que iba a encontrarse con un caso de una simple discusión doméstica. A pesar de ello, tenía que admitir que los detalles de la tarea habían despertado su curiosidad.

Una mujer había llamado a comisaría por la mañana temprano, diciendo que su hermana no respondía a sus llamadas de teléfono ni a sus emails. Por lo general, eso no despertaría mucho interés, pero cuando comprobaron la dirección de la hermana, estaba justo al lado de una mansión de la que habían llamado para quejarse de ruidos la noche anterior. Por lo visto, un perro había estado ladrando furiosamente toda la noche. Las llamadas de teléfono y los golpes en la puerta para hacer que los dueños se callaran habían resultado infructuosos. Y cuando la policía llamó de vuelta a la mujer para preguntar por su hermana, les confirmó que, sin duda, su hermana tenía un perro.

Y aquí estamos ahora, pensó Joey a medida que subía por las escaleras hacia la puerta delantera.

Ya había pasado por la oficina del casero para conseguir una llave, y solo eso ya hacía de esta tarea algo un poquito más interesante que sus tareas típicas de fisgón. Aun así, se sentía subutilizado y un poco idiota mientras llamaba a la puerta.

Teniendo en cuenta todo lo que sabía sobre el caso, ni siquiera esperaba una respuesta.

Golpeó una y otra vez, mientras le sudaba la cabeza bajo la gorra al sol.

Después de dos minutos, todavía seguía sin obtener respuesta. No le sorprendió.

Joey sacó la llave y abrió la puerta. La entreabrió un poco y gritó hacia el interior.

“¿Hola? Soy el agente Nestler del departamento de policía de Miami. Estoy entrando a la casa y—”

Los ladridos de un perrito le interrumpieron mientras el can venía corriendo hacia él. Era un terrier Jack Russell y aunque hacía lo que podía por intimidar al desconocido en la puerta, también parecía estar algo asustado. Le temblaban las patas de atrás.

“Eh, amigo,” dijo Joey mientras pasaba al interior. “¿Dónde están papá y mamá?”

El perrito gimió. Joey se adentró más en la casa. Había dado dos pasos en el pequeño recibidor, dirigiéndose hacia la sala de estar, cuando percibió el terrible hedor. Bajó la mirada hacia el perro y frunció el ceño.

“Nadie te ha dejado salir en algún tiempo, ¿no es cierto?”

El perro dejó la cabeza colgando, como si hubiera entendido perfectamente la pregunta y estuviera avergonzado de lo que había hecho.

Joey entró a la sala, todavía llamando a los dueños.

“¿Hola? Estoy buscando al señor o la señora Kurtz. De nuevo, soy el agente Nestler de la policía de Miami.”

Sin embargo, no obtuvo ninguna respuesta, y supo con certeza que no la tendría. Atravesó la sala de estar, y vio que estaba impoluta. Entonces entró a la cocina adyacente y colocó su mano sobre su rostro para cubrirse la boca y la nariz.

La cocina era el lugar que el perro había elegido como cuarto de baño; había charcos de orín por todo el suelo y dos montones de excrementos delante del frigorífico.

Había cuencos vacíos de comida y agua al otro lado de la cocina. Sintiéndose mal por el perro, Nestler llenó uno de los cuencos con agua en el fregadero. El perro comenzó a saltar ávidamente sobre él mientras Nestler salía de la cocina. Entonces se dirigió al tramo de escaleras que había a la salida de la sala de estar y se encaminó hacia el piso de arriba.

Cuando llegó al pasillo de arriba, Joey Nestler sintió por primera vez en su vida profesional lo que su padre había llamado el instinto visceral del policía. Supo de inmediato que aquí algo andaba mal. Sabía que se iba a encontrar algo malo, algo que no se había estado esperando.

Sacó su arma, sintiéndose un poco estúpido mientras descendía por el pasillo. Pasó un cuarto de baño (donde encontró otro charco con la orina del perro), y un pequeño despacho. El despacho estaba un tanto desordenado, pero no había señales de pelea ni nada que despertara sus sospechas.

Al final del pasillo, una tercera y última puerta estaba abierta de par en par, dejando ver el dormitorio principal.

Nestler se detuvo en la entrada, con la sangre congelándose en sus venas.

Miró fijamente durante cinco segundos enteros antes de pasar al interior.

Un hombre y una mujer—supuestamente el señor y la señora Kurtz—yacían sin vida sobre la cama. Supo que no estaban durmiendo por la cantidad de sangre que había sobre las sábanas, las paredes y la alfombra.

Joey dio dos pasos hacia el interior, pero se detuvo. Esto no era para él. Tenía que llamar a comisaría para informar de ello antes de hacer nada más. Además, podía ver todo lo que necesitaba ver desde donde se encontraba. Al señor Kurtz le habían apuñalado en el pecho. A la señora Kurtz le habían cortado la garganta de oreja a oreja.

Joey no había visto tanta sangre en toda su vida. Se sentía casi mareado solo de mirarla.

Salió del dormitorio, sin pensar en su padre o en su abuelo, sin pensar en el gran policía que llegaría a ser algún día.

Salió afuera como un rayo, bajó a toda prisa las escaleras, y reprimió una intensa oleada de náuseas. Mientras tanteaba en busca del micrófono de su uniforme en el hombro, vio que el Jack Russell salía corriendo de la casa, pero no le importó en absoluto.

El perrito y él permanecieron en pie delante de la casa mientras Nestler llamaba a comisaría; el perro aullaba hacia el cielo como si de alguna manera eso fuera a cambiar los horrores que yacían en el interior.

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