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CAPÍTULO DOS

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Aunque Mackenzie sabía muy bien que uno de los estereotipos sobre el gobierno era que las cosas se movían despacio, también sabía que eso no era lo habitual cuando el FBI enviaba a sus agentes a solucionar un caso. Solo catorce horas después de que le llamaran al despacho de McGrath, Mackenzie estaba aparcando un coche de alquiler en una plaza libre delante de una hilera de mansiones. Aparcó junto a un coche patrulla y tomó nota del agente que estaba sentado dentro de él.

Junto a ella, en el asiento del pasajero, Harrison repasaba las notas sobre el caso. Había permanecido en silencio la mayor parte del trayecto y Mackenzie casi había empezado a tratar de abrir las líneas de conversación. No estaba segura de si él estaba nervioso, se sentía intimidado, o un poco de ambas cosas. Pero antes de forzarle a que empezara a hablar con ella, pensó que sería mejor para su crecimiento que saliera por su cuenta de su concha—sobre todo si McGrath tenía planeado que trabajaran juntos durante el futuro inmediato.

Mackenzie tomó un momento para procesar todo lo que sabía acerca del caso. Echó ligeramente la cabeza hacia atrás, cerró los ojos, y puso todo delante suyo. Su tendencia a obsesionarse sobre los detalles de los documentos de los casos le facilitaba la posibilidad de sumergirse en su propia mente y sortearlos como si tuviera un archivador mental dentro de su cráneo.

Una pareja muerta, lo que hace que surjan ciertas preguntas de inmediato. ¿Por qué los dos? ¿Por qué no solo uno de ellos?

Tengo que mantenerme alerta sobre cualquier cosa que parezca estará remotamente fuera de su lugar. Si los celos son el motivo de estos asesinatos, seguramente provienen de alguien que envidia sus vidas de algún modo.

La entrada no fue forzada; la familia Kurtz dejó entrar al asesino voluntariamente.

Abrió los ojos y después abrió la puerta. Podía especular todo lo que quisiera en base a lo que había visto en los archivos, pero nada de eso sería tan efectivo como poner el pie en la escena del crimen y echar un vistazo.

Harrison salió con ella del coche al sol resplandeciente de Miami. Ella podía oler el océano en el aire, salado y con los matices más leves de un olor a pescado que no resultaba del todo desagradable.

Cuando Harrison y ella cerraron sus portezuelas, el agente en el coche de policía aparcado junto a ellos también salió. Este, asumió Mackenzie, era el agente al que habían asignado la tarea de reunirse con ellos. De unos cuarenta años, la agente tenía buen aspecto de una manera sencilla, su cabello rubio corto atrapaba el resplandor del sol.

“¿Agentes White y Harrison?” preguntó la agente.

“Somos nosotros,” dijo Mackenzie.

La mujer les tendió la mano mientras se presentaba. “Soy la agente Dagney,” dijo ella. “Cualquier cosa que necesitéis, solo tenéis que decírmelo. Hemos limpiado el lugar, claro está, pero tengo un archivo lleno de las fotos que se tomaron cuando la escena estaba fresca.”

“Gracias,” dijo Mackenzie. “Para empezar, creo que primero me gustaría echar una ojeada adentro.”

“Desde luego,” dijo Dagney, subiendo las escaleras y sacando una llave de su bolsillo. Desbloqueó la puerta e hizo un gesto a Mackenzie y a Harrison para que entraran delante de ella.

Mackenzie olió la lejía o algún otro tipo de detergente de inmediato. Recordaba el informe que decía que un perro se había quedado atrapado dentro de la casa durante al menos dos días y había ido al servicio unas cuantas veces.

“La lejía,” dijo Harrison. “¿Es eso de limpiar la peste que dejó el perro?”

“Sí,” dijo Dagney. “Eso se hizo anoche. Intentamos dejarlo como estaba hasta que vosotros llegarais, pero el hedor era simplemente—era terrible.”

“No debería ser problema,” dijo Mackenzie. “El dormitorio está arriba, ¿correcto?”

Dagney asintió y les llevó hacia las escaleras. “Lo único que se ha cambiado aquí arriba es que los cadáveres y la sábana superior han sido retirados,” explicó. “La sábana todavía está allí, en el suelo y colocada sobre una lámina de plástico. Claro que la tuvieron que mover, simplemente para sacar los cuerpos de la cama. La sangre estaba… en fin, ya verás.”

Mackenzie notó que Harrison ralentizaba sus pasos un poco, quedándose a salvo detrás suyo. Mackenzie siguió a Dagney a la entrada del dormitorio, notando cómo se quedaba en el pasillo y hacía todo lo posible por no mirar a su interior.

Una vez dentro de la habitación, Mackenzie comprobó que Dagney no había exagerado, ni tampoco los informes que había leído. Había mucha sangre—mucha más de la que ella había visto jamás en una sola escena.

Y por un momento espeluznante, estuvo de pie en una habitación en Nebraska—una habitación en una casa que sabía estaba ahora abandonada. Estaba mirando a una cama empapada de sangre que contenía el cuerpo de su padre.

Se sacudió la imagen de inmediato al sonido de las pisadas de Harrison aproximándose lentamente por detrás suyo.

“¿Estás bien?” le preguntó ella.

“Sí,” dijo él, aunque su voz sonaba algo jadeante.

Mackenzie notó que la mayoría de la sangre estaba sobre la cama, como era de esperar. La sábana que habían retirado de la cama y que habían estirado en el suelo había sido en su día de un color crema. Ahora estaba principalmente cubierta de sangre reseca, tornándose de un tono tostado de bermellón. Se acercó despacio a la cama, bastante segura de que no habría pruebas. Incluso aunque el asesino hubiera dejado accidentalmente un cabello o algo con su ADN, estaría enterrado entre toda esa sangre.

Estudió las salpicaduras en la pared y en la moqueta. Miró en particular a la moqueta, buscando un lugar donde la salpicadura de sangre pudiera tener la forma de un zapato.

Puede que haya rastros de algún tipo, pensó. Para matar a alguien de esta manera—para que haya tanta sangre en la escena—el asesino tendría que tener algo de sangre encima. Así que incluso si no hubiera huellas, quizá haya algo de sangre extraviada en alguna parte de la casa, sangre que él puede haberse dejado accidentalmente mientras salía de la casa.

Además, ¿cómo pudo el asesino con los dos mientras estaban en la cama? Matando a uno, seguramente el otro se hubiera despertado. O el asesino es tan rápido o preparó la escena con los cuerpos en la cama después de cometer los asesinatos.

“Esto es una desgracia, ¿eh?” dijo Harrison.

“Lo es,” dijo Mackenzie. “Dime… ¿ves algo de inmediato que puedas considerar como una pista, una señal, o algo que investigar más a fondo?”

Él sacudió la cabeza, mirando la cama fijamente. Mackenzie asintió, sabiendo que toda esa sangre iba a hacer muy difícil que encontraran alguna prueba. Hasta se puso de rodillas con las manos en el suelo, atisbando debajo de la cama para ver si había algo allí. No vio nada más que un par de zapatillas de andar por casa y un viejo álbum de fotos. Sacó el álbum y lo hojeó. Las primeras páginas mostraban una boda, desde el momento en que la novia descendía hasta el altar de una iglesia enorme hasta la feliz pareja cortando su pastel.

Con el ceño fruncido, deslizó el álbum de vuelta a donde lo había encontrado. Entonces se giró hacia Dagney, que seguía de pie en la entrada al dormitorio, prácticamente dándole la espalda. “Dijiste que teníais archivos con fotos, ¿verdad?”

“Así es. Dame un segundo y te los puedo traer todos.” Respondió rápidamente con cierta sensación de urgencia, obviamente ansiosa por volver al piso de abajo.

Cuando Dagney ya se había ido, Harrison salió de nuevo al pasillo. Echó una ojeada al dormitorio y suspiró profundamente. “¿Alguna vez has visto una escena del crimen como esta?”

“No con tanta sangre,” respondió Mackenzie. “He visto algunas escenas escalofriantes, pero esta se lleva la palma en cuestión de la cantidad de sangre.”

Harrison parecía estar pensando intensamente en esto mientras Mackenzie salía de la habitación. Bajaron las escaleras juntos, entrando a la sala de estar en el momento que Dagney regresaba por la puerta principal. Se reunieron en la zona del bar que separaba la cocina de la sala de estar. Dagney colocó la carpeta sobre la barra y Mackenzie la abrió. De inmediato, la primera foto mostraba la misma cama de arriba, recubierta de sangre, solo que, en la foto, había dos cadáveres—los de un hombre y una mujer. El matrimonio Kurtz.

Ambos estaban vestidos con lo que Mackenzie asumió era su ropa de cama. El señor Kurtz (Josh, según los informes) llevaba puesta una camiseta y un par de calzoncillos. La señora Kurtz, (Julie), llevaba puesto un top de tirantes finos y unos pantalones mínimos de hacer ejercicio. Había una serie de fotografías, algunas de ellas tomadas tan cerca de los cadáveres que a Mackenzie se le encogió el alma unas cuantas veces. La foto del cuello rebanado de la señora Kurtz era especialmente morbosa.

“No encontré ninguna identificación positiva del arma del crimen en los informes,” dijo Mackenzie.

“Eso se debe a que nadie lo ha averiguado. Todos asumieron que era un cuchillo.”

Un cuchillo muy grande, por cierto, pensó Mackenzie mientras desviaba la mirada del cuerpo de la señora Kurtz.

Se dio cuenta de que, por lo visto, incluso a la hora de morir, la señora Kurtz había buscado el confort de su marido. Su mano derecha estaba colocada casi de manera indolente sobre el muslo de él. Había algo muy dulce en todo ello pero que también le rompía un poco el corazón.

“¿Y qué hay de la primera pareja que fue asesinada?” preguntó Mackenzie.

“Esos eran los Sterling,” dijo Dagney, sacando varias fotos y láminas de papel de la parte de atrás de la carpeta.

Mackenzie miró las fotos y vio una escena similar a la que ya había visto en las fotos anteriores, además de arriba. Una pareja, tumbada en la cama, con sangre por todas partes. La única diferencia era que el marido en las fotos de los Sterling había estado o durmiendo desnudo o el asesino le había quitado la ropa.

Estas escenas son demasiado similares, pensó Mackenzie. Es casi como si las hubieran preparado. Observó las similitudes, mirando las fotos de los Kurtz y las de los Sterling una y otra vez.

El coraje y la voluntad de hierro para matar dos personas a la vez—y de una manera tan brutal. Este tipo está increíblemente motivado. Y, por lo visto, no se opone a la violencia extrema.

“Corrígeme si me equivoco,” dijo Mackenzie, “pero el departamento de policía de Miami está operando con la suposición de que se trata de allanamientos de morada rutinarios, ¿correcto?”

“Bueno, así era al principio,” dijo Dagney. “Pero por lo que podemos decir, no hay señales de robo o de saqueo. Y como esta es la segunda pareja asesinada la semana pasada, parece cada vez menos plausible que se tratara de simples allanamientos de morada.”

“Estoy de acuerdo con eso,” dijo ella. “¿Y que hay de conexiones entre las dos parejas?” preguntó Mackenzie.

“Hasta el momento no ha surgido nada, pero tenemos a un equipo trabajando en ello.”

“Y en el caso de los Sterling, ¿había señales de lucha?”

“No. Nada.”

Mackenzie se puso a mirar las fotografías de nuevo y dos similitudes saltaron a la vista de inmediato. Una de ellas en particular le puso la piel de gallina.

Mackenzie volvió a mirar las fotos de los Kurtz. Vio la mano de la mujer reposando inerte sobre el muslo de su marido.

Y lo supo en ese instante: esto se trataba, sin duda alguna, de la obra de un asesino en serie.

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