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CAPÍTULO CINCO

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Cuando Mackenzie se apeó del coche en el aparcamiento del Parque Estatal Little Hill, se preparó mentalmente, sintiendo de inmediato la tensión del asesinato en el ambiente. No entendía por qué podía sentirlo, pero así era. Era una especie de sexto sentido que ella tenía que a veces deseaba no tener. Ningún otro compañero de trabajo con el que había coincidido parecía tenerlo.

En cierto modo, pensaba que tenían suerte. Era una suerte, pero también una maldición.

Atravesaron el aparcamiento, dirigiéndose hacia el centro para visitantes. A pesar de que el otoño todavía no había envuelto a Virginia, estaba haciéndose sentir con cierto adelanto. Las hojas que les rodeaban empezaban a amarillear, mostrando una gama de rojos, amarillos y dorados. Había una cabina de seguridad detrás del centro, y una mujer de aspecto aburrido les saludó desde la cabina con la mano.

El centro para visitantes era como mucho una trampa para turistas sin ningún atractivo. Unas cuantas hileras de ropa exhibían camisetas y botellas de agua. Una baldita en el lado derecho contenía mapas de la zona y unos cuantos folletos con consejos para la pesca. En medio de todo ello, había una sola anciana, que había pasado la edad de jubilación, sonriéndoles desde el otro lado del mostrador.

“¿Son del FBI, no es cierto?” preguntó la mujer.

“Así es,” dijo Mackenzie.

La mujer asintió rápidamente y tomó el teléfono fijo que había detrás del mostrador. Marcó un número que copió de un trozo de papel junto al teléfono. Mientras esperaba, Mackenzie se dio la vuelta y Bryers le siguió.

“¿Dices que no has hablado directamente con el departamento de policía de Strasburg, ¿no es cierto?” preguntó ella.

Bryers sacudió la cabeza.

“¿Llegamos como amigos o como un obstáculo?”

“Supongo que tendremos que verlo.”

Mackenzie asintió mientras se daban la vuelta para volver al mostrador. La mujer acababa de colgar el teléfono y les estaba mirando de nuevo.

“El Sheriff Clements estará aquí en unos diez minutos. Quiere que os encontréis con él en la cabina del guarda que hay fuera.”

Salieron a la calle y se dirigieron a la cabina del guarda. De nuevo, Mackenzie se sintió casi hipnotizada por los colores que reverberaban en los árboles. Caminaba despacio, admirándolo todo.

“¿Eh, White?” dijo Bryers. “¿Te encuentras bien?”

“Sí, ¿por qué lo preguntas?”

“Estás temblando. Un poco pálida. Como agente experimentado del FBI, mi corazonada es que estás nerviosa—muy nerviosa.”

Ella apretó sus manos con fuerza, consciente del ligero temblor en ellas. Sí, claro que estaba nerviosa pero esperaba estar ocultándolo. Por lo visto, no lo estaba haciendo demasiado bien.

“Mira, ahora todo va en serio. Puedes estar nerviosa, pero trabaja con ello. No te pelees o lo escondas. Ya sé que no suena nada lógico pero tienes que confiar en lo que te digo.”

Ella asintió, un poco avergonzada.

Continuaron sin decir otra palabra, mientras los colores salvajes de los árboles que les rodeaban parecían asentarse. Mackenzie miró hacia delante a la cabina del guarda, ojeando la barra que colgaba de la cabina y cruzaba la carretera. Por tonto que pudiera parecer, no pudo evitar la sensación de que su futuro le estaba esperando al otro lado de aquella barra y se dio cuenta de que se sentía tan ansiosa como intimidada al cruzarla.

En cuestión de segundos, ambos escucharon el ruido del pequeño motor. Casi de inmediato, un carrito de golf hizo aparición, doblando la curva. Parecía estar yendo a toda velocidad y el hombre al volante estaba prácticamente agazapado sobre él, como si quisiera que el carrito fuera aun más rápido.

El carrito aceleró hacia delante y Mackenzie obtuvo su primer atisbo del hombre que asumió era el Sheriff Clements. Era un tipo duro de cuarenta y tantos años. Tenía la mirada glacial del que ha recibido una mala mano en la vida. Su pelo oscuro estaba empezando a blanquear sobre las sienes y tenía ese tipo de sombra bordeando su rostro que parecía estar siempre allí.

Clements aparcó el carrito, apenas miró al guarda en la cabina, y rodeó la barra para verse con Mackenzie y Bryers.

“Agentes White y Bryers,” dijo Mackenzie, ofreciéndole la mano.

Clements la estrechó de manera pasiva. Hizo lo mismo con Bryers antes de devolver su atención al sendero pavimentado por el que acababa de descender.

“Si les soy sincero,” dijo Clements, “aunque sin duda aprecio el interés del bureau, no estoy tan seguro de que necesitemos su ayuda.”

“Bueno, ya que estamos aquí, deja que veamos si os podemos echar una mano,” dijo Bryers, de la manera más amigable que le fue posible.

“Está bien, montad en el carrito y veamos,” dijo Clements. Mackenzie estaba haciendo lo que podía para examinarle mientras se montaban en el carrito. Su principal preocupación desde el principio fue la de decidir si Clements estaba simplemente bajo un enorme estrés o si era tan imbécil por naturaleza.

Ella se montó junto a Clements en la parte delantera del carrito mientras que Bryers se quedó en la de atrás. Clements no dijo ni una palabra. De hecho, parecía que estuviera haciendo lo posible para que se enteraran de que se sentía molesto de tener que hacer de guía para ellos.

Tras un minuto más o menos, Clements giró el carrito hacia la derecha en el lugar en que la carretera asfaltada se bifurcaba. Aquí se acababa el pavimento y se convertía en un sendero todavía más estrecho que era apenas suficiente para el ancho del carrito.

“¿Así que cuáles son las instrucciones que le han dado al guarda en la cabina?” preguntó Mackenzie.

“Que no entra nadie,” dijo Clements. “Ni siquiera cuidadores del parque o policías a menos que tengan mi permiso por adelantado. Ya tenemos suficiente gente tirándose pedos por ahí, haciendo las cosas más difíciles de lo que tienen que ser.”

Mackenzie tomó su no tan sutil indirecta y se deshizo de ella. No estaba por la labor de entrar en una discusión con Clements antes de que Bryers y ella hubieran tenido tiempo de examinar la escena del crimen.

Aproximadamente cinco minutos después, Clements pisó los frenos. Saltó del carrito incluso antes de que este se hubiera detenido por completo. “Vamos,” dijo, como si estuviera hablando con un crío. “Por aquí.”

Mackenzie y Bryers se bajaron del carrito. Alrededor de ellos, el bosque se elevaba por encima de sus cabezas. Era hermoso pero estaba lleno de un silencio pesado que Mackenzie había empezado a reconocer como cierto tipo de presagio—una señal de que había antagonismo y problemas en el aire.

Clements les guió por el interior del bosque, caminando deprisa por delante de ellos. No había un sendero real de por sí. Aquí y allá Mackenzie podía ver señales de viejas huellas serpenteando entre el follaje y alrededor de los árboles pero eso era todo. Sin darse cuenta de que lo hacía, se puso por delante de Bryers al tratar de seguirle el ritmo a Clements. De vez en cuando, tenía que apartar una rama que colgaba de un árbol o quitarse hilos sueltos de telarañas del rostro.

Tras caminar unos dos o tres minutos, comenzó a escuchar varias voces entremezcladas. Los sonidos de movimiento se elevaron y empezó a comprender de qué hablaba Clements: incluso sin haber visto la escena, Mackenzie ya podía decir que iba a estar abarrotada de gente.

Tuvo la prueba de ello en menos de un minuto cuando la escena hizo su aparición. Se había acordonado la escena del crimen y se habían dispuesto unas banderitas limítrofes alrededor de una forma triangular en el bosque. Entre el cordón amarillo y las banderas rojas, Mackenzie contó ocho personas, incluyendo a Clements. Con Bryers y ella serían diez.

“¿Entiendes lo que te digo?” preguntó Clements.

Bryers se acercó por detrás de Mackenzie y suspiró. “Menudo lío que hay aquí.”

Antes de dar un paso adelante, Mackenzie hizo todo lo que pudo para examinar la escena. De los ocho hombres, cuatro eran del departamento de policía local, fáciles de identificar por sus uniformes. Había otros dos en uniformes de una clase diferente, que Mackenzie asumió serían de la policía estatal. Por lo demás, examinó la escena propiamente dicha en vez de dejar que las discusiones le distrajeran.

La ubicación parecía arbitraria. No había puntos de interés, ni artículos que pudieran ser considerados simbólicos. Era como cualquier otro sector de esos bosques por lo que podía ver Mackenzie. Adivinó que se encontraban como a una milla de distancia del sendero central. Aunque aquí los árboles no fueran especialmente frondosos, había un aire de aislamiento a su alrededor.

Una vez hubo examinado la escena por completo, miró a los hombres discutiendo. Unos cuantos parecían agitados y uno o dos parecían enfadados. Dos de ellos no llevaban ningún tipo de uniforme o traje que denotara su profesión.

“¿Quiénes son los tipos que no van de uniforme?” preguntó Mackenzie.

“No estoy seguro,” dijo Bryers.

Clements se giró hacia ellos con un gesto de desprecio en el rostro. “Guardabosques,” dijo. “Joe Andrews y Charlie Holt. Sucede algo como esto y se creen que son policías.”

Uno de los guardabosques miró hacia ellos con una mirada llena de veneno. Mackenzie estaba bastante segura de que Clements había asentido en dirección a este hombre al decir Joe Andrews. “Cuida tus maneras, Clements. Esto es un parque estatal,” dijo Andrews. “Tienes tanta autoridad aquí como un mosquito.”

“Puede que sea así, “ dijo Clements. “Pero sabes tan bien como yo que lo único que tengo que hacer es realizar una sola llamada a comisaría y poner algunas ruedas en marcha. Os puedo echar de aquí en una hora, así que haz lo que sea que tengas que hacer y saca tu trasero de aquí.”

“Maldito arrogante ca—”

“Venga,” dijo un tercer hombre. Este era uno de la estatal. El hombre tenía la presencia de una montaña y llevaba unas gafas de sol que le hacían parecer el malo de una peli de acción de los 80. “Tengo la autoridad para echaros a los dos de aquí. Así que dejad de actuar como niños y haced vuestro trabajo.”

Este hombre se dio cuenta de la presencia de Mackenzie y de Bryers por primera vez. Caminó hacia donde estaban y sacudió la cabeza como disculpándose.

“Siento que tengáis que escuchar todas estas tonterías,” dijo mientras se acercaba. “Soy Roger Smith de la policía estatal. Menuda escena que tenemos aquí, ¿eh?”

“Estamos aquí para examinarla,” dijo Bryers.

Smith se dio la vuelta hacia los otros siete hombres y con voz resonante dijo: “Salid de aquí y dejad que los federales hagan sus cosas.”

“¿Y qué hay de nuestras cosas?” preguntó el otro guardabosques. Charlie Holt, recordó Mackenzie. Miraba a Mackenzie y a Bryers con desconfianza. Mackenzie pensó que hasta parecía algo tímido y asustado a su alrededor. Cuando Mackenzie miró en su dirección, él miró al suelo, doblándose hacia delante para recoger una bellota. Entonces se pasó la bellota de una mano a la otra, y después empezó a arrancar pedacitos de ella.

“Habéis tenido el tiempo suficiente,” dijo Smith. “Retiraos por un momento, ¿os importa?”

Todos hicieron lo que les habían pedido. Los guardabosques en especial parecían insatisfechos con ello. Haciendo todo lo que podía para suavizar la situación, Mackenzie se imaginó que ayudaría si trataba de implicar a los guardabosques cuanto le fuera posible de modo que no estallara la tormenta.

“¿Qué tipo de información suelen tener que sacar los guardabosques de algo como esto?” preguntó a los guardabosques mientras se agachaba debajo del cordón policial y empezaba a mirar alrededor. Vio un marcador donde se había encontrado la pierna, marcada como tal en un pequeño tablero. A una buena distancia, vio el otro marcador donde se había descubierto el resto del cuerpo.

“Necesitamos saber cuánto tiempo vamos a mantener el parque cerrado, para empezar,” dijo Andrews. “Por egoísta que pueda parecer, este parque supone una buena cantidad de los ingresos por turismo.”

“Tienes razón,” Clements contestó. “Eso suena realmente egoísta.”

“En fin, creo que tenemos permitido ser egoístas de vez en cuando,” dijo Charlie Holt con voz bastante defensiva. Entonces miró a Mackenzie y a Bryers con aire de desprecio.

“¿A qué se debe eso?” preguntó Mackenzie.

“¿Alguno de vosotros sabe el tipo de mierda con el que tenemos que tratar por estos lares?” preguntó Holt.

“La verdad es que no,” respondió Bryers.

“Adolescentes haciendo el amor,” dijo Holt. “Orgías completas de vez en cuando. Prácticas extrañas de Wicca. Hasta he atrapado a algún tipo borracho poniéndose caliente con un tocón, y quiero decir con los pantalones bajados hasta los pies. Estas son las historias de las que se ríen los de la policía estatal y que los de la local utilizan como munición para bromas los fines de semana.” Se inclinó y agarró otra bellota, arrancándole pedacitos como había hecho con la primera.

“Oh,” añadió Joe Andrews. “Y también está lo de atrapar a un padre en el acto de abusar sexualmente de su hija de ocho años justo a la salida de un sendero de pesca y tener que detenerle. ¿Y qué recibo como agradecimiento? La niña chillando para que dejara en paz a su padre y una advertencia firme de la policía estatal y local para que no seamos tan duros la próxima vez. Así que sin duda… podemos ser egoístas con nuestra autoridad de vez en cuando.”

El bosque enmudeció, el silencio solo fue quebrado cuando uno de los otros policías locales se rió de manera condescendiente y dijo: “Sí. Autoridad. Claro.”

Los dos guardabosques lanzaron una mirada de odio al hombre. Andrews dio un paso adelante, con aspecto de estar a punto de explotar de ira. “Que te jodan,” dijo sin más.

“Dije que ya valía de tonterías,” dijo el Oficial Smith. “Una más y todos y cada uno de vosotros os largáis de aquí. ¿Entendido?”

Por lo visto, lo habían hecho. El bosque se quedó de nuevo en silencio. Bryers entró al otro lado del cordón con Mackenzie y cuando todos los demás se ocuparon en otras cosas detrás de ellos, se inclinó hacia ella. Ella pudo sentir cómo le miraba Charlie Holt, y le hizo desear darle un puñetazo.

“Esto se puede poner feo,” dijo Bryers en voz baja. “Hagamos lo que podamos para salir de aquí cuanto antes, ¿qué dices?”

Ella se puso a trabajar, peinando la zona y tomando notas mentalmente. Bryers había salido de la escena del crimen y estaba reposando en un árbol cuando tosió en su brazo. Ella hizo lo que pudo para que esto no le distrajera. Mantuvo la vista en el suelo, estudiando el follaje, la tierra, y los árboles. Lo que no tenía mucho sentido para ella era cómo se había descubierto aquí un cuerpo en tan malas condiciones. Era difícil adivinar cuánto tiempo había pasado desde el asesinato o desde que lo abandonaron en el bosque: la tierra no mostraba señales de que el brutal acto hubiera sido llevado a cabo aquí.

Notó la ubicación de los carteles que marcaban los puntos en que se habían encontrado las partes del cadáver. Estaban demasiado distantes para que hubiera sido por accidente. Si alguien se deshacía de un cadáver y colocaba sus partes tan lejos unas de otras, eso indicaba intencionalidad.

“Oficial Smith, ¿sabe si había alguna marca de mordiscos de supuestos animales salvajes en el cadáver?” preguntó.

“Si los había, eran tan diminutos que un examen básico no los reveló. Desde luego, sabremos más cuando llegue el resultado de la autopsia.”

“¿Y nadie en su equipo o con la policía local movió el cadáver o los miembros cortados?”

“No.”

“Lo mismo digo,” dijo Clements. “Guardas, ¿qué hay de vosotros?”

“No,” dijo Holt con un tono malicioso en su voz. En este momento, parecía sentirse ofendido por casi cualquier cosa.

“¿Puedo preguntar qué importancia tiene eso para averiguar quién lo hizo?” le preguntó Smith.

“Bien, si el asesino hubiera llevado a cabo aquí sus asuntos, habría sangre por todas partes,” explicó Mackenzie. “Incluso aunque hubiera sucedido hace mucho tiempo, habría al menos cantidades mínimas esparcidas por la zona. Y no veo nada. La otra posibilidad es que quizá tiró el cadáver aquí. No obstante, si así fue, ¿por qué estaría la pierna amputada tan lejos del resto del cuerpo?”

“No te sigo,” dijo Smith. Detrás de él, vio que Clements también le estaba escuchando atentamente pero tratando de que no se le notara.

“Me hace pensar que el asesino arrojó aquí el cadáver pero que colocó las partes a esta distancia a propósito.”

“¿Por qué?” preguntó Clements, incapaz de seguir pretendiendo que no estaba escuchando.

“Podría haber varias razones,” dijo ella. “Puede que haya sido algo tan morboso como simplemente divertirse con el cadáver, esparciéndolo por todas partes como si se tratara de unos juguetes con los que él estaba jugando. Queriendo llamar nuestra atención. O podría haber algún tipo de razones calculadas para ello—para la distancia, el hecho de que fuera una pierna, y así sucesivamente.”

“Ya veo,” dijo Smith. “Bueno, algunos de mis hombres ya escribieron un informe que contiene la distancia entre el cadáver y la pierna. Y todas las medidas que se te puedan ocurrir.”

Mackenzie echó otra mirada alrededor—al grupo de hombres reunidos y el bosque aparentemente en paz—y se detuvo por un momento. No había una razón clara para elegir este lugar. Eso le hacía pensar que el lugar era arbitrario. Aun así, el hecho de que estuviera tan lejos del sendero trillado indicaba algo más. Indicaba que el asesino conocía estos bosques—quizá hasta el parque mismo—bastante bien.

Comenzó a caminar alrededor de la escena, buscando de cerca la más mínima cantidad de sangre seca. Allí no había nada. Con cada momento que pasaba, se sentía mas convencida de su teoría.

“Guardas,” dijo. “¿Hay alguna forma de conseguir los nombres de las personas que frecuentan el parque? Estoy pensando en gente que viene mucho por aquí y conoce la zona al dedillo.”

“Realmente no,” dijo Joe Andrews. “Lo mejor que podemos hacer es proporcionarte la lista de los patrocinadores.”

“Eso no es necesario,” dijo ella.

“¿Tienes una teoría que poner a prueba?” le preguntó Smith.

“El asesinato propiamente dicho tuvo lugar en otra parte y se arrojó el cuerpo aquí,” dijo, casi hablando consigo misma. “¿Pero por qué aquí? Estamos a casi una milla del sendero central y no parece que haya nada de significativo en este lugar. Y eso me lleva a pensar que quien sea que esté detrás de esto, conoce el terreno del parque bastante bien.”

Obtuvo unos cuantos gestos afirmativos mientras explicaba las cosas pero le dio la impresión general de que o dudaban de ella o simplemente les traía sin cuidado.

Mackenzie miró hacia Bryers.

“¿Estás bien ahí?” preguntó.

Él asintió.

“Gracias, caballeros.”

Todos le miraron en silencio. Clements parecía estar intentando comprender de qué estaba hecha.

“Bien, vamos entonces,” dijo por fin Clements. “Os llevaré de vuelta a vuestro coche.”

“No, está bien,” dijo Mackenzie con cierta rudeza. “Creo que prefiero caminar.”

Mackenzie y Bryers comenzaron a salir, de vuelta a través del bosque y hacia el sendero para peatones por el que les había traído Clements.

A medida que desaparecieron hacia el interior del bosque, dejando atrás las miradas de la policía estatal, Clements, sus hombres, y los guardabosques, Mackenzie no pudo evitar apreciar la enorme extensión del bosque. Era escalofriante pensar en lo infinito de las posibilidades que existían ahí afuera. Pensó en lo que había dicho el guardabosques, en los delitos incontables que tenían lugar en estos bosques, y algo al respecto envió un escalofrío helado a través de todo su cuerpo.

Si alguien tenía intenciones de asesinar a gente como la persona que habían encontrado dentro de este triángulo acordonado y tenía un conocimiento bastante decente de estos bosques, virtualmente no había límites al nivel de amenaza que podía causar.

Y supo con certeza que volvería a atacar.

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