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Al caer la noche, cerca de las diez, me preparo para meterme a la cama. Algo temprano para una adolescente normal, pero yo nunca he sido parte de esa categoría

Me meto entre las reconfortantes sábanas, apago la lámpara de la mesita de noche y me tapo con el cobertor hasta el cuello, ha estado haciendo frío últimamente y este día no ha sido la excepción. Repaso mentalmente lo que tengo para contar y finalmente caigo dormida por la agitación del día.

Despierto repentinamente de mi ensoñación sobre lagunas con focas, soy rara, no pregunten. No sé cuánto tiempo ha pasado desde que me acosté, pero sé que es hora porque a pesar de estar despierta no consigo moverme, no me altera este hecho ya que es costumbre, 1.825 noches después ya se me ha hecho normal.

Abro la boca y lanzo una exhalación, esa parte del cuerpo es la único que siempre he podido mover, ni Charles ni yo sabemos por qué, pero es un fenómeno muy extraño. Mentalmente me digo que ya estoy lista.

—¿Chuck? Eres tú, ¿verdad? —articulo con habilidad. El pasar de los años me ha facilitado mucho el hablar en estas ocasiones. Al principio eran palabras huecas y costosas, actualmente salen como si lo hubiera estado haciendo por cinco años, exactamente lo que he hecho.

—¿Quién más te acosa por las noches?

Se hace audible su voz en la penumbra, con su tono grave resonando en el silencio. La risa se escapa de mi garganta y trepa por las paredes de la habitación.

—Adoro tu risa.

—Me lo has dicho —comento yo, quieta como una roca; tampoco es que tenga otra opción.

—Es que de todas las veces que escuché a alguien reír en mi otra vida, ninguna me ha gustado tanto como la tuya —se justifica. Acepto su opinión, después de todos son sus gustos, no los míos.

—Lo que digas. Louis se me acercó de nuevo hoy —comento para sacar tema, no sé por qué ese, pero si de algo me he dado cuenta es que con Chuck puedo hablar de lo que sea con total libertad y él nunca se aburrirá.

—¿Es que acaso nunca se cansa? ¿Qué te dijo esta vez? —pregunta con fastidio, pero sé que en realidad está feliz, siempre lo está, sin importar qué atrocidad le cuente, él está feliz de conversar.

Y eso se puede entender, según lo que me ha dicho nunca pudo encontrar su cuerpo, por lo que no pudo ser libre. Es como cuando los ángeles de Navidad tienen que encontrar sus alas, Chuck busca su cuerpo, así de satánico suena. Me contó que desde que es alma no tenía ningún propósito, esto le dio la idea de ser un fantasma de la parálisis para así encontrar a alguien con quien hablar. Buscó hasta que me encontró a mí. Por supuesto que yo era muy pequeña, tenía solo once años, pero lo recuerdo todo muy bien, aunque con el tiempo me acostumbré y ahora es mi amigo. Le prometí que le ayudaría a encontrar lo que tanto busca, es decir su cuerpo, a lo que me respondió que no tenía tanta prisa. Pero lo que no entendí, y se lo pregunté, fue que si, según lo que me dijo, llevaba muerto varios años, su cuerpo debería estar en estado de descomposición. Me explicó que para los buscadores de cuerpos había dos opciones: Encontrar su cuerpo y que este comience a descomponerse para que el alma sea libre, o adoptar el cuerpo, que es muy arriesgado y casi nadie opta por eso. Él dice que aún no decide cuál de las dos elegir, pero tiene tiempo.

Quise preguntar más, pero dijo que ya había dicho suficiente. “Cuando necesite tu ayuda sabrás más y sé que estarás ahí para mí, pero necesito ahora que no investigues sobre mí, no todavía”, fueron sus palabras exactas, y planeo darle en el gusto.

Y eso es lo que nos lleva a la actualidad. Las conversaciones se hicieron constantes, todas las noches durante cinco años, como ya he dicho. La comodidad y la confianza llegaron muy pronto. Y no lo cambiaría por nada, porque por más raro que suene, es la verdad. Le tengo cariño a un fantasma.

¿Ven? Ya dije yo que soy anormal. Por eso, nunca se lo he dicho a nadie más que a Floyd, cualquier otra persona me internaría en un loquero de inmediato. Y no lo juzgaría. Esta es la razón por la que mi psicóloga y mis padres saben solamente sobre la parálisis, jamás les contaría sobre Charles.

—Espero que Louis eventualmente se vaya a aburrir, así lo espero —digo, motivando la risa grave de mi amigo—. Me pidió lo típico, una cita, este viernes.

—¿Le has vuelto a decir que no?

Sep. No tengo ganas de salir con Louis. Además, ya tengo una cita contigo.

—¿Sabes lo mal que eso suena considerando nuestra situación? —pregunta él, con un toque de repulsión.

—Por supuesto.

Nuestras risas resuenan a dúo y no puedo evitar sonreír cuando cesan. Todo esto es extraordinario.

—¿Por qué no sales con él? —pregunta, después de unos segundos de silencio.

—¿Hola? ¿Has escuchado todo lo que te he dicho de Tomarelli? No es un mal chico, pero a mí no me va. Ya te lo he dicho, no me da la gana.

—Tú y yo sabemos que esa no es la verdadera razón.

—¿Si ya la sabes para qué preguntas?

Odio cuando se pone así, odio este tema. No salgo porque no quiero. Punto.

—Quiero oírte decirla. No puedes dejar de vivir solo porque yo ya no lo hago, Verónica. Sabes que Louis no es el único chico que intenta arrastrarte fuera por las noches. Floyd, y sé que otros más, también. Deberías salir.

—No quiero perder una noche contigo, es más fácil y es mejor hablarte a ti que salir a hacer quién sabe qué. Amo a Floyd, pero en las noches estoy ocupada y lo sabe —contraataco.

—Puedes salir en las noches, tienes mi permiso, si eso es lo que buscas. Puedes llegar tarde y ten por seguro que a la hora que sea que estés dormida yo te visitaré, soy tu parásito —apunta—. Si sigues así te quedarás sola por siempre. Sal a disfrutar la vida de un adolescente, yo lo hice, es tu turno.

—Pues si me quedo sola por el resto de mis días, te tendré a ti. No necesito vivir lo que todo chico vive, no soy como ellos.

No estoy dispuesta a ceder en esto.

—Si tengo que dejar de venir en las noches para que salgas lo haré. Sé perfectamente que puedes conocer a alguien en el día, pero créeme, te estás perdiendo algo si no te arriesgas.

—No, no me harías eso. Está bien, saldré si tanto quieres, pero no me dejes —le suplico. Esa sola frase fue suficiente para que yo cambiara de opinión, para llegar al extremo de las súplicas.

—No lo haré si me haces caso —dice, severo.

Debo admitir que sus habilidades para calmarme no son lo mejor que he visto, o escuchado.

—Bien —me limito a decir—. Pero, solo hasta medianoche. Y para que sepas lo hago solo porque eres la segunda persona que me dice esto en el día.

Intento convencerlo, aunque ambos sabemos que la razón primordial es porque no quiero que se vaya, yo le creo porque me ha dicho que el haría todo a su alcance para que yo esté bien. Y la conexión que siento por las noches me dice que es real.

Es una conexión que no soy capaz de explicar. Es como el vínculo con una mascota, o con un amigo, incluso con un extraño con el que uno siente que lo conoce de toda la vida. Es algo real, aunque parezca totalmente sacado de la mente de un psicótico.

—¿Floyd fue el primero? —pregunta, después de la silenciosa pausa.

—Sí, tuvimos esta conversación cuando arruiné sus planes de salida después de la consulta con la doctora —respondo retomando una conversación sobre mi día.

—Ya te lo he dicho, pero me agrada Floyd, me hubiera gustado conocerlo —menciona.

—Yo lo conozco por los dos. Es el mejor amigo que alguien podría tener, no sé qué haría sin él. De verdad que es genial.

Nos quedamos en silencio por un largo rato.

—¿Verónica? —dice, después de varios segundos—. ¿Es posible que me prometas que si alguien te invita a salir irás?

—No lo sé, no veo el futuro.

Sé que querría que le diera una respuesta seria, pero estoy verdaderamente cansada de hablar de mi vida social/amorosa y deseo cambiar de tema.

—Me saqué la calificación más alta de la clase en biología.

—Sabía que te iría bien, no por nada eres una cerebrito en esa área.

Parece aceptar dejar de lado el tema que me incomoda para disfrutar de una conversación que nos complace a los dos.

—¿Quién lo diría? A alguien como yo le apasiona una cosa como la biología —digo con sorna. No soy de juzgar un libro por su portada, pero eso no quiere decir que el resto de la sociedad no lo haga y me baso en esto cuando digo que a una chica con el cabello teñido, un amigo loco y extrovertido, una apartada de la sociedad, le puede ir bien en una materia apropiada para los llamados “nerds”.

—Yo lo diría. Una chica tan asombrosa como tú es capaz de hacer cualquier cosa que se proponga —me alienta.

—Estamos poéticos hoy. Volviendo al tema de la prueba, estaba muy fácil para mi gusto, y eso que a la mayoría le fue mal.

—¿Qué te puedo decir? La poesía es parte de mí —dice burlón, pero él y yo sabemos que en realidad esa era el área de lenguaje en la que peor le iba en el colegio—. ¿Has pensado en estudiar algo relacionado con las ciencias?

—Lo he pensado, no estoy segura aún, me queda un año y medio todavía, así que no me presiones.

—Prepárate, no soy yo el que te va a presionar en unos meses.

Seguramente se refiere a mis padres.

—Lo sé, lo sé. ¿Qué era eso que tú querías estudiar? —pregunto esta vez yo.

—Quería ser arqueólogo. Hay una historia detrás de eso. ¿Te la he contado?

Por reflejo, intento negar con la cabeza, pero estoy en medio de una parálisis, por lo que simplemente respondo que no.

—Mi historia no es como la de todos los niños que les gustaba excavar cuando eran chicos. Cuando tenía unos seis años vi una película sobre los mayas o aztecas, ya no recuerdo, y me maravillé con todas las cosas que había, cómo vivían, lo que hacían. Les pregunté a mis padres que pasó con esos pueblos. Su respuesta fue lo que respondería un historiador. Yo quería saber cómo es que los historiadores sabían lo que sabían. Me hablaron de gente que sigue buscando pistas, recuerdos, lo que sea sobre ello. Desde ahí me prometí que los ayudaría a buscar objetos y se convirtió en mi profesión soñada. Lástima que nunca pude alcanzarla.

No es por tenerle compasión, pero escucharlo hablar sobre sus metas que nunca pudo cumplir debido a su muerte a los diecisiete años, me da la inspiración para seguir, pero igual siento algo de pena.

—Prometo hacerme amiga de algún arqueólogo para preguntarle sobre su trabajo, es lo mínimo que puedo hacer —digo, convencida de que lo voy a intentar, por él.

—Y luego me lo cuentas todo a mí. Hazle todas las preguntas posibles, quiero que me diga lo que yo no pude descubrir de mi sueño —dice entusiasmado, pero puedo notar la melancolía en su tono, la decepción de no poder haber vivido lo suficiente.

—Total, ya sé que vergüenza no te da.

—Cuenta con ello, Charlie —le prometo. Él suelta un quejido parecido a un gruñido, odia que lo llamen por ese nombre.

—Ya te dije que la ventaja de estar muerto es que nadie te llama de manera ridícula, pero obviamente ahí tienes que venir tú para recordarme que mis padres no sabían poner sobrenombres —se queja.

La verdad es que no sé por qué le disgusta tanto su nombre; personalmente, encuentro que es muy tierno y le queda perfecto.

—Mis padres me llamaban así y me hace sentir como un niño pequeño, así que te pido que no vuelvas a llamarme Charlie.

—Está bien, no te llamaré así, pero quiero que sepas que a mí me gusta —le informo, una vez que ya sé el porqué.

—Eso es porque tú estás loca.

—Pero eso no es una novedad, para nadie.

Me río de mi propio estado mental. Por cierto, este no tiene nada que ver con que vaya al psicólogo. Aunque perfectamente podría tener un trastorno esquizofrénico, en realidad Charles no es real. Pero eso no es aceptable para mí, yo sé que es real, lo siento en los huesos, en el alma. Y si no, nunca sabremos qué es realmente, ya que no pienso contarle a la doctora Freeman sobre él. Ella dice que es bastante normal tener parálisis del sueño, si quitamos la parte de que ocurre todas las noches. No sé porque le doy tantas vueltas a este tema si obviamente no lo voy a llevar a ningún lado, pero supongo que cualquiera en mi lugar lo haría, ¿no?

—¿Y qué más? —pregunta, sacándome de mis cavilaciones.

—¿De qué cosa? —interrogo, sin comprender.

—¿Qué más cuentas? —apunta, con un tono de obviedad.

—Pues nada, ya te he contado lo interesante.

Es verdad, no le he dicho cómo fue mi ida a la psicóloga, en parte porque hoy no hemos hablado nada relevante para mi gusto, solo preguntas tontas de cómo me siento en general, a lo que he respondido con monosílabos. Además, desde que empecé a ir con ella, con Charles acordamos que no hablaríamos de eso.

—¿Y tú? ¿Qué haces cuando no hablas conmigo?

—De todo, o nada —contesta, precavido y nervioso, sin dar una respuesta precisa.

Me doy por vencida, no importa cuántas veces intente sacarle información sobre qué hace en su “tiempo libre”, es un caso perdido. Supongo que estoy bien con eso, después de todo es justo, todos tenemos secretos, yo también tengo temas que quiero evadir o cosas que no quiero contar. Pero aun estando de acuerdo siento la corazonada de que él oculta mucho más de lo que aparenta, algo profundo, tal vez peligroso. Igual no puedo fingir que las ganas de llegar al fondo de eso no existen.

—Pues, entonces, creo que no hay nada más que decir por hoy, por lo menos no se me ocurre nada —apunto—. ¿Qué hora es?

—Las cinco de la mañana, me tardé un poco, lo siento.

Hubiera hecho una mueca si pudiera, pero en cambio suelto un quejido.

—Tengo clases en unas horas, ¿podrías permitirme seguir durmiendo? Además, esta posición es un tanto incómoda.

Casi nunca hay la manera de despedirnos de una forma normal o natural, son muy pocas las veces en que eso ocurre.

—Por supuesto —accede—. Nos vemos mañana, Verónica.

—Corrección: Nos escuchamos mañana.

Creo que lo que vino después fue caer en un sueño profundo, que hizo a un lado toda esa conversación irreal, y despertar a la mañana siguiente totalmente ajena a todo lo que va a pasar.

Chicos de la noche

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