Читать книгу Donde vive el corazón - Бренда Новак - Страница 7

Capítulo 2

Оглавление

–Me ha parecido oír la puerta del garaje –dijo Karoline al entrar en la cocina.

Harper miró a su hermana mayor, que llevaba unos pantalones vaqueros, unas zapatillas forradas, un jersey de color granate y unos pendientes de perla. Karoline siempre iba bien arreglada. Su casa estaba impecable. Sus hijos estaban muy bien educados. Y su marido era podólogo; no solo era un hombre inteligente, sino, también, bueno. Karoline había construido una vida mejor que la de nadie que ella conociera, y eso le resultaba intimidatorio, sobre todo ahora que su propia existencia se había desmoronado.

–Siento lo que ha pasado antes.

Su hermana se sentó en uno de los taburetes de la isla de la cocina.

–No pasa nada. Yo también lo siento. Después de que te fueras, Terrance me ha dicho que tenía que haberlo dejado antes.

–¿Nos ha oído?

Su cuñado estaba viendo la televisión en otra habitación y no había intervenido en la discusión. A él no le gustaban las grandes muestras de emoción, así que ella entendía por qué se había mantenido al margen.

–Sí. Cree que tengo razón. Yo sé que tengo razón. Pero también piensa que todavía no estás preparada para oírlo.

–Entonces, en eso también tiene razón.

Karoline apoyó la barbilla en una mano y le dijo:

–Mira, sé que lo estás pasando muy mal, y yo no quiero empeorarlo. Lo único que no quiero es que Axel se aproveche de ti. Ahora te tiene contra las cuerdas y tú todavía estás intentando ser buena. Como yo no lo quiero como tú, lo veo desde una perspectiva diferente, y estaba intentando utilizar esa perspectiva para colocarte en una mejor situación.

–Ya lo sé. Has hecho mucho por mí, y te lo agradezco –dijo Harper.

Se acercó a los armarios, sacó un pequeño jarrón, lo llenó de agua y puso en él la rosa blanca.

–¿De dónde has sacado eso?

–Me la dio un hombre.

–¿Un hombre?

–Sí.

–¿Qué hombre?

–No lo sé. No me dijo cómo se llamaba.

Karoline frunció el ceño.

–¿Y dónde lo has conocido?

–En realidad, no lo he conocido. Se acercó a mí en el aparcamiento de Eatery, cuando yo ya me iba, y me dio la rosa.

–¿Las vendía? ¿O te pidió algún tipo de donación?

–No.

–Pero…. Las rosas no florecen en esta época del año. ¿Dónde la consiguió?

–Se puede comprar una rosa en cualquier momento.

–Así que la compró.

–Sí. En la tienda que hay enfrente de la cafetería.

–¿Y cómo lo sabes?

–Porque he visto la etiqueta del precio. Estaba en el tallo de la flor.

–¿Se gastó el dinero en comprarte una rosa cuando ni siquiera te conoce?

–Solo valió siete dólares, Karol. Relájate. Ese hombre solo quería ser agradable.

Su hermana no respondió de inmediato, y ella aprovechó la oportunidad para cambiar de tema.

–¿A qué hora hay que ir a recoger a las niñas?

–Ya ha ido Terrance, justo antes de que tú llegaras.

–Oh. Podía haber ido yo. Tenías que haberme llamado.

–Te llamé.

Harper se estremeció al oír su tono de voz.

–Es cierto. Es que en la cafetería no podía hablar.

Podía haberle enviado un mensaje, pero, por suerte, Karoline no se lo echó en cara.

–No te preocupes.

Harper puso la rosa en la isla. Su hermana tenía bastante decoración en la casa, pero nada podía compararse a la belleza natural de una flor. Le recordaba que tenía que volver a lo más básico, a la vida sencilla. Y, para eso, tenía que dar un paso tras otro, por muy doloroso que le resultara.

«Las cosas irán a mejor».

–¿Y por qué te has puesto eso? –le preguntó Karoline, con un gesto de horror, al fijarse en el abrigo que ella se estaba quitando.

–Es muy calentito.

Su hermana puso los ojos en blanco.

–No me importa. Deshazte de él. Deshazte de todo lo suyo.

–No digas eso.

–No va a volver, Harper. El divorcio va a ser firme esta semana. Si se arrepiente de lo que ha hecho, debería habértelo dicho ya, debería haber intentado rehacer su familia.

–Ha estado bastante ocupado.

–Sí. Acostándose con otras mujeres.

Harper se irritó.

–No sabemos con certeza si lo ha hecho.

–Es una estrella del rock de treinta y dos años que lleva siglos sin tener tiempo para dedicárselo a su mujer. Creo que está bastante claro.

–Pues si lo ha hecho es porque hay cientos de mujeres bellas que se tiran a sus brazos. ¿Cómo asumirías tú toda esa atención y esa adoración? Tal vez ninguna de las dos lo hiciéramos mejor que él.

Su hermana cabeceó.

–Eres demasiado comprensiva, Harper.

–No sé. Si eso es cierto…, ¿qué le ha pasado a mi matrimonio?

–Es culpa de Axel. Es un idiota por dejarte. Al final, se va a quedar con las manos vacías.

–No se va a quedar con las manos vacías. Aunque su carrera languideciese, ya ha conseguido mucho. Además, siempre ha sido muy carismático. Encontraría a alguien aunque no fuera famoso.

Y ese era uno de sus grandes problemas en aquel divorcio: que se sentía fácilmente sustituible, como si no tuviera nada de especial. Era una ironía, teniendo en cuenta que, al principio, él había hecho que se sintiera como si fuese la única persona que iba a poder satisfacerlo.

«Ten cuidado con lo que deseas». Harper se acordó de lo que le había dicho su madre cuando estaba trabajando tanto para ayudar a Axel a despegar en el negocio de la música.

Tenía que haberle hecho caso. Su madre era jueza del Tribunal Superior de Justicia de Idaho, donde vivía su familia, y siempre tenía razón. Su padre, agente inmobiliario, estaba de acuerdo en que nunca era inteligente desoír sus consejos.

–¿Quieres decir que ni siquiera vamos a tener el placer de saborear esa venganza? –preguntó Karoline.

–Seguramente, no.

–Vaya asco.

Se abrió la puerta y las niñas entraron en tromba en casa, riéndose, hablando sobre la fiesta y sobre Papá Noel, que, aunque llevaba el traje rojo y la barba blanca de rigor, no había podido disimular que era uno de los profesores del colegio.

Tal y como llevaba haciendo todos aquellos meses, Harper fingió que estaba muy interesada en la vida cotidiana e intentó participar en la conversación, pero se sintió muy aliviada cuando las niñas se acostaron y pudo dejar de actuar.

Sin embargo, la noche no había terminado. Cuando se había quedado a solas, por fin, Karoline llamó a su habitación y se asomó.

–¿Estás bien?

Harper sonrió forzadamente.

–Sí, claro.

–Una cosa… Ese hombre que te dio la rosa…

–¿Qué pasa con él?

–¿Cuántos años tenía?

–Creo que debía de tener mi edad.

–¿Y cómo era?

Harper puso los ojos en blanco.

–Era un tipo cualquiera, Karoline.

–¿No sabes cómo era?

–Claro que sí, pero… –dijo Harper. Contuvo su fastidio y exhaló un suspiro–. Medía cerca de un metro noventa, y tenía el pelo oscuro, y los ojos muy muy claros.

–¿De qué color?

–¡No lo sé!

–¿En serio?

–No se veía nada en el aparcamiento. Casi no hay luz. Pero creo que tenía los ojos verdes.

–Vaya. Entonces, era guapo.

Ella recordó su mandíbula fuerte y los pómulos marcados, la forma de su boca, que era bastante sensual, desde un punto de vista objetivo.

–Sí, era guapo. ¿Por qué?

–Me pregunto si lo conozco…

–Estás haciendo una montaña de un grano de arena. Solo fue un detalle amable, algo que me alegró un poco cuando lo necesitaba. No tiene más trascendencia.

–Ojalá la tuviera –gruñó Karoline–. Es exactamente lo que tú necesitas, y lo que Axel se merece.

–Estar enfadada con él no va a cambiar nada.

–Pero me ayuda, de verdad. Deberías intentarlo.

La puerta se cerró y ella volvió a tumbarse en la cama. Sin embargo, después de que la casa se hubiera quedado en silencio y todo el mundo estuviera dormido, no pudo resistir la tentación de sacar el portátil y ver un vídeo del último concierto del que pronto sería su exmarido.

Era increíble.

Su actuación era increíble.

No parecía que Axel estuviera sufriendo en absoluto.

Cuando Tobias llegó a la finca en la que vivía, una plantación de seis hectáreas dedicada al cultivo de las mandarinas, se encontró un coche desconocido en el camino de entrada. Intentó rodearlo para aparcar en su sitio de siempre, cerca de la casita que tenía alquilada y que estaba detrás de la casa principal, una granja de los años mil novecientos veinte. Sin embargo, el Chevy Impala estaba colocado de tal modo que no dejaba sitio en ninguno de los laterales.

Suspiró y apagó el motor. Iba a tener que entrar y pedirle al conductor que moviera su coche; no podía dejar la furgoneta en medio de la carretera. Si alguien tomaba la curva, tal vez no lo viera, sobre todo, si empezaba a llover.

Sin embargo, para su casero había sido un gran paso el hecho de volver a salir con mujeres. Uriah había estado casado cincuenta años y había perdido a su mujer, y el hombre aún no se sentía cómodo con la idea de seguir adelante. Así que él no quería interrumpir, si podía evitarlo.

Miró la hora. Normalmente, las amigas de Uriah no iban a verlo a la granja, salvo para llevarle un poco de empanada o algo por el estilo. Si alguna iba de visita, no se quedaba mucho. Uriah estaba hecho a la antigua usanza. Elegía a una señora, le pedía una cita oficial y, después, la llevaba a su casa.

Además, había sido granjero toda su vida. Se acostaba siempre antes de las diez y se levantaba al amanecer. Y ya eran casi las diez.

Si esperaba unos minutos, tal vez la visitante, fuera quien fuera, se marchase.

O tal vez no. Y él se moría de ganas de meterse a la ducha.

–Lo mejor es acabar de una vez –murmuró. Salió de la furgoneta y bajó la cabeza para protegerse del viento y la lluvia.

Sin embargo, antes de llegar a la puerta de la casa principal, oyó gritos que provenían del interior. Uriah era un poco duro de oído a causa de la edad, y hablaba muy alto. Tobias pasaba mucho tiempo con él, jugando al ajedrez, cenando, restaurando un viejo Buick que el granjero tenía en el garaje o ayudándolo a hacer tareas por la parcela, así que estaba acostumbrado al volumen de su voz. Pero le sorprendió que ambas voces fueran masculinas.

Así pues, el dueño del Impala no era una de las mujeres con las que salía Uriah.

Tobias observó la matrícula del coche. Era de Maryland.

¿A quién conocía Uriah de Maryland?

Entonces se dio cuenta. No sería Carl, ¿verdad?

Él no conocía al hijo único de Uriah, pero había oído hablar lo suficiente de él como para sentir recelo. Padre e hijo llevaban años separados. Uriah casi no lo mencionaba, pero Aiyana Turner, la dueña de la escuela en la que trabajaba Tobias, le había contado que Carl ni siquiera había ido al funeral de su madre, que se había celebrado hacía quince meses.

Entonces… ¿qué estaba haciendo allí ahora?

Tobias subió las escaleras y llamó a la puerta con energía. Esperó a que Uriah respondiera, pero la puerta se abrió inmediatamente, y ante él apareció un hombre de unos cuarenta años.

El parecido del padre y el hijo era asombroso, de modo que sus dudas respecto a la identidad del invitado se disiparon. Mientras que Uriah era alto y delgado, y tenía el pelo canoso cortado al estilo militar, su hijo lo llevaba largo y parecía que hacía tiempo que no se lo lavaba. No se parecía a su padre en la estatura ni en el porte, sino en el puente estrecho de la nariz, en la cara alargada y en la boca delgada. Aquellos rasgos eran iguales a los de su padre, pero, de algún modo, resultaban más atractivos en el anciano.

–¿Y tú quién eres? –le preguntó Carl.

Antes de que Tobias pudiera responder, Uriah se levantó de la butaca y se acercó a la puerta.

–¡Carl! ¿Es esa forma de saludar a una persona?

–¿Qué pasa? –preguntó Carl–. ¿Es que he dicho algo malo? ¿Le debo algo a este tío?

Uriah frunció el ceño.

–Ya está bien.

Tobias había conocido a muchos hombres en la cárcel, y los que se comportaban como Carl casi nunca eran trigo limpio. Sin embargo, Carl era el hijo de Uriah, y Tobias respetaba a su casero, que se había convertido en su amigo, así que mantuvo una expresión agradable.

–Siento molestar –dijo–. Quería saber si podías mover tu coche.

Carl frunció el ceño.

–¿Para qué?

–Para que pueda aparcar –le explicó Uriah–. Vive en la casa de atrás. Estaba a punto de contarte que la he alquilado.

–¿Este tío vive aquí? ¿En mi casa?

Tobias se puso tenso. Hacía mucho tiempo que no le caía tan mal alguien desde un primer momento. Sin embargo, parecía que Uriah quería calmar el ambiente, aunque se notara que estaba avergonzado por el comportamiento de su hijo.

–Carl, te presento a Tobias Richardson –dijo, con una calma exagerada–. Lleva cuatro o cinco meses viviendo aquí. Me ayuda en las tierras, además de trabajar en New Horizons. He llegado a confiar mucho en él.

–Ya. ¿Y por qué lleva mallas? –preguntó Carl, mirándolo de arriba abajo.

Tobias apretó los dientes.

–No son mallas. Son unos pantalones para correr o hacer senderismo.

Carl lo ignoró.

–Entonces, ¿este es el hijo que nunca tuviste? –le preguntó a su padre.

–Yo no he dicho eso –respondió Uriah en tono de protesta.

«Por lo que tengo entendido, no sería difícil ser mejor hijo que tú». Tobias estuvo a punto de decirlo, pero se contuvo.

–Solo soy el inquilino –dijo, como si Uriah y él no se hubieran hecho tan amigos–. Y, si no vas a salir, dejo la furgoneta donde está –añadió, y se giró para marcharse.

No quería tener nada que ver con Carl. Si Uriah estaba contento por tener a su hijo en casa, si creía que podían arreglar las cosas, él no iba a entrometerse. Entendía que aquella relación debía de significar mucho para Uriah; el hecho de que no hablara nunca de Carl era una señal. El hecho de no poder llevarse bien con su hijo le había causado una herida que trataba de ocultar. Pero como Uriah era el mejor hombre que había conocido, aparte de Maddox, Tobias pensó que Carl no se merecía un padre como él.

–Espera –dijo Carl–. No quiero que me cierres el paso.

Tobias estiró los dedos para no apretar el puño automáticamente, y esperó a que Carl fuera a buscar sus llaves.

Uriah se quedó a su lado, pero no dijo nada. Tobias se imaginó lo que estaría sintiendo. ¿Esperanza? ¿El deseo de arreglar la relación, por fin, mezclado con la certeza de que no podía? Aiyana le había dicho que Carl era un tipo irritable, que muchas veces había perdido los estribos y se había puesto a golpear los muebles o a arrojar cosas. Uriah había intentado ayudarlo muchas veces, pero un día había vuelto a casa y había encontrado a su hijo tan enfurecido que estaba ahogando a su madre. Entonces lo había echado de casa y le había dicho que no volviera más.

Ahora que Shirley ya no estaba y su seguridad no era una preocupación para Uriah, Tobias no creía que el padre fuera a echar al hijo nuevamente, aunque se pasara de la raya, y eso le preocupaba.

Aunque, tal vez, estaba sacando conclusiones apresuradas. Tal vez Carl solo hubiera ido a casa para las fiestas.

Se subió el cuello del abrigo para protegerse del viento mientras Carl pasaba por delante de él y, después de intercambiar una mirada con Uriah, siguió a su hijo al exterior.

–¡Qué frío! –murmuró, quejándose, como si Tobias lo hubiera hecho salir a propósito.

Cuando Carl apartó su Impala, le hizo un gesto a Tobias para que pasara. Era obvio que estaba impaciente por volver al calor de la casa.

Tobias se quedó mirándolo unos segundos y, en aquel preciso instante, supo que nunca iban a ser amigos.

Carl se quedó mirándolo con antipatía. Él aparcó en su sitio de costumbre.

Carl no le dijo nada más; salió del coche y entró en la casa. Tobias tampoco se despidió.

–Imbécil –murmuró, y entró en su propia casa.

Puso la televisión y trató de olvidarse de la mujer de Axel Devlin, que estaba tan triste en la cafetería, y del hecho de que Uriah, un anciano vulnerable de setenta y seis años, estuviera en aquel momento con alguien que podía resultar peligroso.

Una hora después, Tobias todavía no había conseguido relajarse. Recibió un mensaje de su exnovia, Tonya Sparks, la hermana de su último compañero de celda. Ella le había dado esperanzas suficientes como para soportar el último año de cárcel, pero, en cuanto había quedado en libertad, las cosas se habían estropeado entre ellos.

Voy a dar una fiesta de Navidad el día 21 a las 19:00, aquí, en mi casa. Me gustaría que vinieras.

Se veían de vez en cuando, pero él sabía que no eran buenos el uno para el otro. Tonya salía demasiado de fiesta, y no tenía rumbo en la vida. Le recordaba demasiado a su madre. Él estaba mejor alejado de ella.

Lo había intentado, pero no era fácil desde que Maddox se había casado. A él todavía no le había dado tiempo a hacer buenas amistades desde que había salido de la cárcel. Algunas veces salía con dos de los hijos de Aiyana, Elijah y Gavin, que también trabajaban en el colegio, pero ellos estaban casados y tenían niños, y no podían hacer muchas cosas después de la jornada laboral. Si no salía a montar en bicicleta o a hacer senderismo, normalmente pasaba las tardes y noches con Uriah. Sin embargo, tenía el presentimiento de que eso iba a terminar hasta que Carl no volviera a Maryland, si pensaba hacerlo.

Qué demonios… Tenía que alejarse de su madre. Ella lo estaba utilizando otra vez, y no podía correr el riesgo de permitírselo. Tenía que alejarse de la chica de dieciocho años de la cafetería, la que le había dado su número de teléfono. Tenía que evitar ser una molestia para Maddox, para que Maddox pudiera disfrutar de su matrimonio y de su hija. Y, ahora, tenía que darle espacio a Uriah para que el anciano pudiera recuperar la relación con su problemático hijo.

Pero… necesitaba tener amigos, ¿no?

Sí, cuenta conmigo, respondió.

Donde vive el corazón

Подняться наверх