Читать книгу Promesa de sangre (versión española) - Brian McClellan - Страница 10
ОглавлениеCapítulo 1
Adamat llevaba la chaqueta bien cerrada, con los botones superiores abrochados para protegerse de un aire nocturno tan húmedo que parecía querer ahogarlo. Tiró de las mangas, tratando de extenderlas un poco, e intentó acomodarse la pechera, que le quedaba demasiado apretada en la zona de la cintura. Hacía unos cinco años que ni siquiera veía esa chaqueta, pero cuando le llegó la llamada del rey a esa hora, no hubo tiempo para retirar la de siempre de la casa del sastre. Esa prenda de verano no brindaba ninguna defensa contra el frío que se filtraba por la ventana del carruaje.
La mañana no tardaría en llegar, pero el amanecer difícilmente podría dispersar la niebla. Se notaba. Aunque en Adopest ya había comenzado la primavera, seguía haciendo un tiempo demasiado húmedo y más frío que los dedos congelados de Novi. Los adivinos del Callejón de Nadie decían que era un mal presagio. Pero ¿quién hacía caso a los adivinos hoy en día? Adamat supuso que acabaría por pillar un resfriado y se preguntó por qué lo habrían mandado llamar en una noche de perros como esa.
El carruaje se acercó al portón principal del Palacio del Horizonte y siguió avanzando sin detenerse. Adamat apoyó las manos en las rodillas y miró por la ventanilla. Los guardias no estaban en sus puestos. Y, más extraño aún, a medida que continuaron por el ancho camino que pasaba por entre las fuentes, vio que no había luces encendidas. El Horizonte tenía tantos faroles que podía verse desde la ciudad incluso en la noche más cerrada. Esa noche, los jardines estaban oscuros.
A él no le molestó. Manhouch gastaba suficiente dinero de los impuestos para sus gustos personales. Adamat miró los jardines y observó las fauces negras donde comenzaban los laberintos de setos, y se imaginó unas figuras revoloteando sobre el césped. ¿Qué era…? Ah, solo una escultura. Volvió a acomodarse en el asiento, respiró hondo. Oía el latido de su corazón golpeando asustado mientras se le encogía el estómago. Quizá deberían encender los faroles del jardín…
Una pequeña parte de él, la que en otra época había sido inspector de policía y que durante noches como esa había rondado los callejones en busca de ladrones y carteristas, se rio desde su interior. “Cálmate, viejo —se dijo a sí mismo—. En otra época tú fuiste los ojos que observaban desde la oscuridad”.
El carruaje se detuvo. Adamat esperó a que el cochero le abriera la puerta. Podría haber esperado toda la noche. El cochero golpeó el techo.
—Hemos llegado —dijo una voz tosca.
Qué grosero.
Adamat se bajó del carruaje apenas con el tiempo suficiente para coger su sombrero y su bastón antes de que el cochero agitara las riendas y saliera traqueteando hacia la noche. Le lanzó un insulto en voz baja, se volvió y miró el edificio.
La nobleza llamaba al Palacio del Horizonte la “Joya de Adro”. Había sido construido sobre una alta colina que había al este de Adopest, para que todas las mañanas el sol se elevara por encima de él. Un periódico particularmente audaz lo había comparado con un indigente hambriento que llevara en el dedo un anillo de diamantes. Era una comparación acertada en estos tiempos tan difíciles. El orgullo de un rey no le llena el estómago a la gente.
Estaba en la entrada principal. Durante el día era una gran avenida de senderos y fuentes de mármol que llevaba hasta una puerta doble plateada, de gran tamaño, que de por sí parecía una miniatura en el imponente frontispicio de la construcción más grande de todo Adro. Adamat intentó oír las suaves pisadas de los Hielman que estaban de patrulla. Se decía que había miembros de la guardia personal del rey por todo el jardín, vigilando cada rincón, con los mosquetes siempre cargados, con las bayonetas colocadas, con sus fajas blancas y grises, sombrías en comparación con el esplendor de los verdes y los dorados. Pero no se oían pisadas, y las fuentes no estaban en funcionamiento. Una vez había oído decir que el agua de las fuentes solo dejaba de correr ante la muerte del rey. Seguramente no lo habrían mandado llamar si Manhouch estuviera muerto. Se alisó la pechera de la chaqueta. Allí, junto al edificio, algunos de los faroles estaban encendidos.
Alguien emergió de la oscuridad. Adamat apretó la mano que agarraba el bastón, listo para desenvainar la espada oculta en su interior ante la menor señal de peligro.
Se trataba de un hombre de uniforme, pero no se podía distinguir demasiado con tan poca luz. Tenía un fusil o un mosquete apuntando en dirección a Adamat, y llevaba un quepis plano con visera rígida. Lo único de lo que Adamat podía estar seguro era que no se trataba de un Hielman. Sus sombreros altos y con plumas eran fáciles de reconocer, y no iban a ningún lado sin ellos.
—¿Estáis solo? —preguntó una voz.
—Sí —dijo Adamat. Levantó ambas manos y giró sobre sí mismo.
—Muy bien. Pasad. —El soldado avanzó y tiró de una de las inmensas puertas de plata. Fue abriéndose hacia fuera despacio, pesadamente, a pesar de que el hombre hacía fuerza con todo su peso. Adamat se acercó y observó la casaca del soldado. Era azul oscuro y con trenzados plateados. El ejército adrano. En teoría, dicho ejército estaba bajo las órdenes del rey. En la práctica, había un hombre que sostenía la correa: el mariscal de campo Tamas—. Retroceded, amigo —dijo el soldado. Había un dejo de impaciencia en su voz, algo que lo tenía tenso, pero podría deberse al peso de la puerta. Adamat obedeció, y solo volvió a avanzar para pasar por la entrada cuando el soldado le hizo un gesto—. Continuad —instruyó el soldado—. Doblad a la derecha en la diadema y cruzad la Sala de Diamantes. Seguid caminando hasta que os encontréis en el Salón de las Respuestas.
La puerta fue moviéndose poco a poco detrás de él, y se cerró con un golpe sordo.
Adamat se quedó solo en el vestíbulo del palacio. El ejército adrano, meditó. ¿Por qué habría un soldado allí, sin ninguna señal de los Hielman? La primera respuesta que le vino a la mente fue la más aterradora. Una lucha de poder. ¿Habían llamado al ejército para sofocar una rebelión? En Adro había varias facciones: los mercenarios de las Alas de Adom, la camarilla real, la Guardia de la Montaña y las grandes familias de la nobleza. Cualquiera podría haber estado dándole problemas a Manhouch. Pero no tenía sentido. Si hubiera habido una lucha de poder, el recinto del palacio sería un campo de batalla, o habría sido completamente destruido por la camarilla real.
Adamat pasó por delante de la diadema, una copia gigante de la corona adrana, y notó que era de tan mal gusto como afirmaban los rumores. Entró en la Sala de Diamantes, donde el suelo y las paredes eran color escarlata con detalles chapados en oro; miles de gemas diminutas, que le daban el nombre a la estancia, brillaban en el techo a la luz del único candelabro encendido. Las pequeñas llamas del candelabro titilaban como movidas por el viento, y hacía frío.
La sensación de incomodidad de Adamat se fue intensificando a medida que se acercó al final de la galería. No había señales de vida, y lo único que se oía eran sus propias pisadas sobre el suelo de mármol. Había una ventana rota, lo que explicaba el frío. ¿El resultado de uno de los famosos berrinches del rey? ¿O alguna otra cosa? En los oídos le resonaron los latidos de su corazón. Allí. Detrás de la cortina, ¿un par de botas? Adamat se pasó una mano por los ojos. Una ilusión óptica. Se acercó para tranquilizarse y descorrió la cortina.
Había un cuerpo en las sombras, en el suelo. Adamat se inclinó sobre él y le tocó la piel. Estaba tibia, pero el hombre estaba muerto, sin lugar a dudas. Vestía pantalones grises con una franja blanca en los laterales y una casaca a juego. Un poco más allá había un sombrero alto con plumas blancas. Un Hielman. Las sombras bailaron sobre un rostro joven, perfectamente afeitado. Parecía estar en paz, excepto por el agujero que tenía en un lado del cráneo y la mancha oscura y húmeda que se distinguía en el suelo.
No se equivocaba. Hubo un conflicto. ¿Se sublevaron los Hielman y se había llamado al ejército para que lidiara con ellos? De nuevo, no tenía sentido. Los Hielman eran fanáticos leales al rey, y cualquier problema dentro del Palacio del Horizonte habría sido resuelto por la camarilla real.
Adamat maldijo en silencio. Cada pregunta generaba más preguntas. Seguramente, pronto encontraría algunas respuestas.
Dejó atrás el cadáver. Levantó el bastón y lo giró, desenvainó algunos centímetros de acero y se acercó a una puerta alta flanqueada por dos esculturas encapuchadas que blandían cetros. Hizo una pausa entre las antiguas estatuas y respiró hondo; sus ojos se posaron sobre una escritura arcana garabateada sobre el portal. Entró.
El Salón de las Respuestas hacía que la Sala de Diamantes pareciera pequeña. Había dos escaleras, una a cada lado. Cada una de ellas tenía el ancho de tres carruajes y daba a una galería alta que se extendía todo a lo largo de la estancia. Excepto por el rey y su camarilla de hechiceros Privilegiados, eran pocos los que entraban en ese lugar.
En el centro había una única silla, colocada sobre un estrado elevado unos centímetros, frente a una colección de cojines que estaban en el suelo, donde la camarilla, de rodillas, rendía pleitesía a su líder. Había buena iluminación, aunque no se podía distinguir de dónde provenía la luz.
A la derecha de Adamat, había un hombre sentado en la escalera. Era un poco mayor que él, apenas pasados los sesenta años, con cabello plateado y un bigote pulcramente recortado que aún dejaba entrever un rastro de negro. Tenía la mandíbula fuerte pero no de tamaño excesivo, y los pómulos bien definidos. Lucía una piel bronceada por el sol, y tenía unas arrugas profundas en la comisura de los labios y en el rabillo de los ojos. Llevaba el uniforme azul oscuro de los soldados, con un prendedor plateado con forma de barril de pólvora abrochado sobre el corazón, y nueve tiras de oro cosidas a la derecha del pecho, una por cada cinco años de servicio en el ejército adrano. Al uniforme le faltaban las hombreras de oficial, pero la experiencia agobiante que dejaban entrever los ojos marrones del hombre dejaba claro que había liderado ejércitos en el campo de batalla. A su lado, sobre la escalera, había una pistola amartillada, lista para disparar. Él estaba reclinado sobre una espada corta envainada, y observaba un hilo de sangre que iba cayendo lentamente escalón por escalón, una línea oscura sobre el mármol amarillo y blanco.
—Mariscal de campo Tamas —dijo Adamat. Envainó la espada en el bastón y la giró. La espada chasqueó al cerrarse.
El otro levantó la mirada.
—Creo que no nos conocemos.
—Sí nos conocemos —dijo Adamat—. Fue hace catorce años. Un baile de caridad organizado por lord Aumen.
—Tengo una memoria terrible para los rostros —dijo el mariscal—. Os pido disculpas.
Adamat no podía despegar la mirada del pequeño río de sangre.
—Señor, me han mandado llamar. No se me ha informado quién ni por qué motivo.
—Sí —dijo Tamas—. He sido yo. Por recomendación de uno de mis Marcados. Cenka. Me ha dicho que ambos trabajasteis juntos en el cuerpo de policía del distrito doce.
Adamat visualizó a Cenka en su mente. Era un hombre bajo, con una barba rebelde y una predilección por los vinos y la buena comida. Lo había visto por última vez hacía siete años.
—No sabía que Cenka era un mago de la pólvora.
—Tratamos de encontrar a todo el que muestre tener afinidad lo antes posible —dijo Tamas—, pero él tardó en desarrollarla. En todo caso —hizo un gesto con la mano—, nos hemos topado con un problema.
Adamat se lo quedó mirando, perplejo.
—Vos… ¿queréis mi ayuda?
El mariscal de campo levantó una ceja.
—¿Es una petición tan inusual? Fuisteis un investigador policial competente, un buen servidor de Adro y, según Cenka, gozáis de una memoria perfecta.
—Aun así, señor.
—¿Qué?
—Yo solo soy un investigador. No estoy en la policía, señor, aunque sí sigo aceptando trabajos.
—Excelente. Entonces no es tan extraño que yo quiera contratar vuestros servicios, ¿verdad?
—Bueno, no —dijo Adamat—, pero señor, este es el Palacio del Horizonte. Hay un Hielman muerto en la Sala de Diamantes y… —Señaló la sangre que caía por las escaleras—. ¿Dónde está el rey?
Tamas inclinó la cabeza hacia un lado.
—Se ha encerrado en la capilla.
—Habéis dado un golpe de estado —dijo Adamat.
Con el rabillo del ojo detectó algo de movimiento, y vio aparecer a un soldado en lo alto de la escalera. Se trataba de un deliví, un hombre de piel oscura proveniente del norte. Llevaba el mismo uniforme que Tamas, con ocho tiras doradas a la derecha del pecho. A la izquierda llevaba un barril de pólvora de plata, el símbolo de los Marcados. Otro mago de la pólvora.
—Hay muchos cadáveres que retirar —dijo el deliví.
Tamas miró de soslayo a su subordinado.
—Ya lo sé, Sabon.
—¿Quién es este? —preguntó Sabon.
—El inspector que ha solicitado Cenka.
—No me gusta que esté aquí —dijo Sabon—. Podría ser un peligro.
—Cenka confiaba en él.
—Habéis dado un golpe de estado —repitió Adamat con certeza.
—Ayudaré con los cadáveres dentro de un momento —dijo Tamas—. Estoy viejo, necesito descansar de vez en cuando.
El deliví asintió con la cabeza y desapareció.
—¡Señor! —dijo Adamat—. ¿Qué habéis hecho? —Aferró con más fuerza la espada del bastón.
Tamas apretó los labios.
—Algunos dicen que la camarilla real adrana tenía los Privilegiados más poderosos de los Nueve Reinos, superados solo por los de Kez —dijo en voz baja—. Y aun así, acabo de masacrarlos a todos. ¿Creéis que me darían problemas un viejo inspector y la espada de su bastón-estoque?
Adamat aflojó la mano. Empezó a sentirse mal.
—Supongo que no.
—Cenka me ha dado a entender que sois un hombre pragmático. Si eso es correcto, quisiera contratar vuestros servicios. Si no lo sois, os mataré ahora mismo y buscaré la solución en otro lado.
—Habéis dado un golpe de estado —volvió a decir Adamat.
Tamas suspiró.
—¿Debemos volver a eso? ¿Tan sorprendente es? Decid, si nos pusiéramos a contar las facciones de Adro que tienen razones para destronar al rey, ¿os parece que terminaríamos antes de llegar a la docena?
—No creía que ninguna de ellas tuviera la capacidad necesaria —dijo Adamat—. Ni el valor—. Sus ojos volvieron a posarse en la sangre de las escaleras, y su mente lo llevó hasta su esposa y sus hijos, que aún estaban durmiendo en sus camas. Miró al mariscal de campo. Tenía el cabello desaliñado; había gotas de sangre en su casaca; unas cuantas, ahora que le prestaba atención. Era como si lo hubiesen rociado. Tenía ojeras marcadas y un cansancio que hablaba de algo más que solo la edad—. No pienso aceptar un trabajo a ciegas. Decidme qué queréis.
—Los hemos asesinado mientras dormían —dijo Tamas sin preámbulos—. No hay una forma sencilla de matar a un Privilegiado, pero esa es la mejor. Alguien cometió un error y de pronto nos encontramos en medio de una batalla. —Tamas pareció afligido por un momento, y Adamat sospechó que la lucha no había ido tan bien como a Tamas le habría gustado—. Hemos triunfado. Pero de los labios de los moribundos se oyó una frase.
Adamat esperó.
—“No se debe romper la Promesa de Kresimir” —dijo Tamas—. Eso es lo que me dijeron los hechiceros antes de morir. ¿Significa algo para vos?
Adamat se alisó la pechera de la chaqueta y trató de rememorar viejos recuerdos.
—No. “La Promesa de Kresimir”… “Romper”… “Rota”… Un momento; “La Promesa Rota de Kresimir”. —Levantó la mirada—. Era el nombre de una banda callejera. Hace veinte… veintidós años. ¿Cenka no los recordaba?
—A Cenka le pareció que le sonaba familiar. Estaba seguro de que vos lo recordaríais.
—Yo no me olvido de nada —replicó Adamat—. La Promesa Rota de Kresimir era una banda callejera que contaba con cuarenta y tres miembros. Eran todos jóvenes, algunos tan solo niños, el más viejo no llegaba a los veinte. Nosotros estábamos intentando capturar a algunos de los líderes para poner fin a una serie de robos. Eran un grupo extraño; se metían en las iglesias y robaban a los sacerdotes.
—¿Qué les sucedió?
Adamat no pudo evitar mirar la sangre de la escalera.
—Un día desaparecieron, todos y cada uno de ellos, incluidos nuestros informantes. Los encontramos a todos juntos unos días después, cuarenta y tres cadáveres metidos en una alcantarilla como si fueran patas de cerdo en escabeche. Los habían masacrado con potentes hechizos, con una brutalidad excesiva. La marca de la camarilla real de Manhouch. La investigación terminó allí.
Adamat reprimió un escalofrío. Nunca había visto algo así, ni antes ni después. Había sido testigo de ejecuciones, disturbios y escenas de asesinato que le habían parecido menos espantosos.
El soldado deliví volvió a aparecer en lo alto de la escalera.
—Te necesitamos —le dijo a Tamas.
—Averiguad por qué estos magos usaron su último aliento para decir esas palabras —dijo Tamas—. Quizás ello guarde relación con esa banda callejera. Quizá no. De cualquier manera, encontrad una respuesta. No me gustan los acertijos de los muertos. —Se puso de pie deprisa, moviéndose como un hombre veinte años más joven, y subió trotando las escaleras para ir con el deliví. Las botas le chapotearon en la sangre y dejaron huellas rojas detrás de él—. Otra cosa —dijo por encima del hombro—, no digáis nada sobre lo que habéis visto aquí hasta después de la ejecución. Comenzará al mediodía.
—Pero… —dijo Adamat—. ¿Por dónde comienzo? ¿Puedo hablar con Cenka?
Tamas se detuvo cerca de lo alto de la escalera y se volvió.
—Si podéis hablar con los muertos, no hay ningún problema.
Adamat apretó los dientes.
—¿Cómo dijeron esas palabras? —preguntó—. ¿Fue a modo de orden, de declaración, o…?
Tamas frunció el ceño.
—Una súplica. Como si la sangre que estaban perdiendo no fuera su preocupación principal. Debo irme.
—Una cosa más —dijo Adamat.
Tamas parecía estar llegando al límite de su paciencia.
—Si he de ayudaros, decidme el porqué de todo esto —dijo señalando la sangre de la escalera.
—Hay cosas que requieren mi atención —advirtió Tamas.
Adamat sintió que se le tensaba la mandíbula.
—¿Habéis hecho esto por poder?
—Lo he hecho por mí —dijo Tamas—. Y por Adro. Para evitar que Manhouch firmara los Acuerdos y nos convirtiera a todos en esclavos de Kez. Lo he hecho porque, para esos estudiantes de filosofía que se quejan en la universidad, la rebelión es solo un juego. La era de los reyes ha muerto, Adamat, y la he matado yo.
Adamat observó el rostro de Tamas. Los Acuerdos eran un tratado que iba a firmarse con el rey keseño; condonaría toda deuda adrana, pero impondría a Adro impuestos severos y regulación, lo que convertiría a Adro en poco más que un estado vasallo de Kez. El mariscal de campo había hablado abiertamente contra los Acuerdos. Pero, claro, era lo esperado. Los keseños habían ejecutado a la esposa de Tamas.
—Así es —dijo Adamat.
—Pues entonces conseguidme algunas condenadas respuestas.
El mariscal de campo se volvió y desapareció por el pasillo superior.
Adamat recordaba los cadáveres de esa banda al ser retirados del agua y del lodo de las alcantarillas, recordaba el horror grabado en aquellos rostros muertos. “Las respuestas quizá nos terminen condenando a todos”.