Читать книгу Promesa de sangre (versión española) - Brian McClellan - Страница 17
ОглавлениеCapítulo 8
—Olem —dijo Tamas—, ¿sabías que alguien escribió mi biografía?
Olem se irguió de su posición de descanso junto a la puerta.
—No, señor. No lo sabía.
—No muchos lo saben. —Tamas juntó las manos y miró hacia la puerta—. La camarilla real hizo comprar todos los ejemplares y ordenó quemarlos. Bueno, casi todos. El autor, lord Samurset, cayó en desgracia con la corona y fue exiliado de Adro.
—¿A la camarilla real no le gustó su narrativa?
—No, en absoluto. Daba una imagen muy favorable de los magos de la pólvora. Decía que eran un arma increíblemente moderna que algún día reemplazaría por completo a los Privilegiados.
—Una conjetura peligrosa.
Tamas asintió con la cabeza.
—Es algo vanidoso, pero yo realmente disfruté de ese libro.
—¿Qué decía sobre vos?
—Samurset sostiene que mi matrimonio me hizo conservador, que el nacimiento de mi hijo me aportó clemencia y que la muerte de mi esposa endureció ambas cualidades con una objetividad que hizo que fueran útiles. Dijo que mi ascenso al rango de mariscal de campo durante la campaña de Gurla fue lo mejor que le ha ocurrido al ejército de Adro en mil años. —Tamas hizo un gesto de desdén con la mano—. Son casi todo sandeces, pero sí tengo una confesión.
—¿Señor?
—Hay momentos en que no tengo un sentimiento de clemencia ni de justicia ni de nada, más que de pura ira. Momentos en que siento que vuelvo a tener veinte años y que la solución a todos los problemas son pistolas a veinte pasos. Olem, ese es el sentimiento más peligroso que un comandante puede tener. Es por eso por lo que, si doy la impresión de estar a punto de perder los estribos, quiero que me lo digas. Nada de movimientos nerviosos, nada de toses de cortesía. Solo dímelo, sin más. ¿Puedes hacer eso?
—Sí puedo —dijo Olem.
—Bien. Entonces, haz pasar a Vlora.
Tamas observó a la exprometida de su hijo entrar en la habitación. La turbación que sentía no era poca. Muchos pensaban que Tamas era frío. Él alentaba ese concepto. Quizá su hijo había sufrido por eso. Pero Tamas sabía que, debajo de su naturaleza calculadora, tenía mal genio, y por primera vez en su vida sintió deseos de dispararle a una mujer.
Tamas entrelazó los dedos sobre el escritorio. Fijó la boca en esa ambigua posición entre sonrisa y mueca.
Vlora era una belleza de cabello oscuro y figura clásica; caderas anchas y pecho pequeño delineado por el ceñido uniforme azul del soldado adrano. Su padre había sido un na-barón que perdió su fortuna especulando con cosas con las que no se debía especular. La última parte de su fortuna fue a parar a una mina de oro de Fatrasta, que se agotó dos meses después de comenzadas las operaciones. Él murió un año después de ese último fracaso, cuando Vlora tenía solo diez años. Sabon la encontró meses después, en un internado donde la habían dejado los pocos parientes que le quedaban; una niña abandonada con un talento único: la habilidad de prender fuego a la pólvora no desde unos nueve o diez metros, como podían hacerlo la mayoría de los Marcados, sino desde una distancia de varios cientos. Tamas la acogió, le proporcionó una educación y le dio una carrera en el ejército. ¿Qué había salido mal?
—Señor —dijo ella poniéndose en posición de firmes ante él. Tamas se encontró fijando la vista en un punto invisible situado por encima de la cabeza de ella mientras luchaba por contener la ira—. Maga de la pólvora Vlora a vuestras órdenes, señor.
Tamas se estremeció. Ella venía llamándolo “Tamas” desde que tenía catorce años. Nunca nadie había comentado nada respecto de esa descarada familiaridad. Vlora lo había tratado como un padre mucho más que Taniel.
—Siéntate —le ordenó. Vlora se sentó—. ¿Sabon te ha puesto al tanto de la situación? —Se percató de la forma en que ella le estudiaba el rostro, y mantuvo la mirada por encima de su cabeza.
—Hemos perdido muchos hombres, señor —respondió—. Muchos amigos.
—Ha sido un golpe terrible para la camarilla de la pólvora. Necesito magos ahora. Me habría gustado dejarte… —“En la Universidad Jileman”, continuó en su cabeza. Donde ella continuaría estudiando y engañando a su hijo. Tamas carraspeó—. Te necesito aquí.
—Aquí estoy —dijo ella.
—Bien —dijo Tamas—. Te pondré con el regimiento setenta y cinco, en el límite norte de la ciudad. Allí hay disturbios que reprimir y… —Tamas hizo una pausa al oír que golpeaban suavemente la puerta. Olem abrió la hoja solo un poco. Le pasaron un comunicado y hubo un breve intercambio de susurros entre el guardaespaldas y alguien del otro lado.
—Tamas —dijo Vlora de pronto—. Quisiera que me asignaras junto a Taniel, si fuera posible.
Tamas sintió que su cuerpo recibía una sacudida, y puso un freno a su furia.
—Me dirás “señor”, soldado —le espetó—. Y no, no es posible. La ciudad necesita orden y tú estarás con el regimiento setenta y cinco. —No haría pasar por eso a Taniel. Era frío, no cruel.
Olem agitó el comunicado en el aire.
—Señor —dijo.
—¿Qué sucede?
—Problemas.
—¿De qué clase?
—Los muchachos se han topado con barricadas.
—¿Y?
—Son grandes, señor, aunque levantadas a toda prisa. Están muy bien organizados. No son unos meros saqueadores.
—¿Dónde?
—En Centestershire.
—Eso es a unas diez calles de aquí. ¿Se han puesto en contacto con la barricada?
—Sí —dijo Olem. No parecía feliz—. Realistas, señor.
—Tenían que salir de los escondrijos en algún momento —dijo Tamas—. Condenados hombres del rey, pero sin un rey. ¿Cuántos son?
—Ni idea. Las barricadas parecen haber sido levantadas durante la noche.
—¿Qué área dominan?
—Ya lo he dicho, señor. Centestershire.
—¿Qué?, ¿todo el centro de la ciudad?
Olem asintió con la cabeza.
—Por el condenado abismo. —Tamas se inclinó hacia atrás en la silla. Dejó caer la mirada sobre Vlora. La rabia que sentía por la traición de ella peleaba codo con codo con la estupidez de unos hombres capaces de dar la vida por un monarca muerto. Sintió que le temblaban las manos—. ¿Por qué? —Lo dijo contra su voluntad. Se regañó a sí mismo de inmediato. Sabía autocontrolarse mejor. Se forzó a mirar a Vlora a los ojos. “¿Por qué traicionaste a mi hijo?”.
Vio dolor en esos ojos. Y una muchacha solitaria y triste. Eran los ojos de una niña que ha cometido un error terrible. Eso lo enfureció. Se puso de pie y su silla cayó al suelo detrás de él.
—¡Señor! —ladró Olem.
—¿Qué? —le respondió prácticamente gritando.
—¡No es el momento ni el lugar, señor!
La mandíbula de Tamas se movió sin emitir sonido. “He sido yo el que le ha pedido que me frene”.
De pronto se abrió la puerta del despacho y entró Taniel en tromba, agitado como si hubiera subido corriendo los cinco tramos de escalera. Se detuvo en seco en la puerta, helado al ver a Vlora.
Ella se puso de pie.
—Taniel.
—¿Qué sucede? —dijo Tamas, forzándose a hablar en tono calmo.
—El general Westeven está aliado con la Privilegiada.
—Westeven está de vacaciones en Novi. Me aseguré de ello antes del golpe.
—Regresó ayer. Vengo desde su mansión. Está protegida al menos por veinticinco Hielman. Hemos seguido el rastro de la Privilegiada hasta allí, pero no hemos podido entrar por la fuerza. Ella se encuentra allí en calidad de huésped.
—Westeven no puede estar en la ciudad. Es posible que estén usando su casa como base de operaciones.
Taniel entró en la habitación y se detuvo junto a Vlora con la mirada puesta en su padre.
—Si Westeven está en la ciudad, se moverá rápido. Podría atacar en cualquier momento.
Tamas se inclinó hacia atrás, asimilando aquella información. El general Westeven, el ya retirado capitán de los Hielman durante tantos años, era una leyenda. Era un hombre que imponía respeto tanto en el noble como en el plebeyo, y que había ganado batallas por medio mundo. Era uno de los pocos militares, extranjeros o locales, a los que Tamas consideraba verdaderamente sus iguales. Y era leal al rey hasta la médula.
Tamas deslizó sobre el escritorio el estuche con sus pistolas de duelo y lo colocó frente a sí. Comenzó a cargar una.
—Olem, expulsa del edificio a toda persona que no sea miembro de la séptima brigada. Una vez que la Casa de los Nobles esté segura, nos ocuparemos de esas barricadas. Puede que el general Westeven esté detrás de ellas.
Olem salió corriendo de la habitación.
Los demás siguieron a Tamas; salieron al corredor y bajaron las escaleras. Olem se encontró con ellos en el segundo piso. Estaba atestado de gente: ciudadanos, campesinos, mercaderes pobres. Parecía que media ciudad estaba metida allí dentro. Olem tuvo que abrirse paso a empujones para llegar hasta Tamas.
—Señor —dijo Olem—. Hay demasiada gente en el edificio. Nos llevará horas vaciar todas las habitaciones.
Tamas hizo una mueca.
—¿Quiénes son estas personas? —Se había formado una hilera y Tamas no llegaba a ver adónde llevaba. Agarró al hombre más cercano por el grueso mono que llevaba, con un martillo bordado en un bolsillo. Un herrero—. ¿Por qué estás aquí?
El hombre tembló ligeramente.
—Eh... Lo lamento, señor. Vengo a debatir mis nuevos impuestos. —Hizo un gesto con la mano señalando al resto de la gente—. Todos hemos venido para eso.
—No se han promulgado impuestos nuevos —dijo Tamas.
—¡Por el rey!
Sonó un disparo cerca de la oreja de Tamas y el hombre cayó al suelo antes de poder desenvainar su daga. Vlora comenzó a recargar su pistola inmediatamente. Al otro lado de Tamas, Taniel había desenfundado las dos suyas.
Todo el corredor se puso en movimiento. Se descartaron capas y abrigos, y por debajo de ellos aparecieron armas; espadas, dagas, pistolas, y algunas personas incluso tenían mosquetes. Lo que un momento antes era una fila sin sentido de ciudadanos y plebeyos se convirtió en una turba armada.
Cayeron sobre los soldados de Tamas lanzando el mismo grito: ¡Por el rey!
Olem se arrojó entre Tamas y la mayor parte de la multitud. Disparó una pistola, desenvainó su espada y eliminó a tres realistas en un abrir y cerrar de ojos. Tamas extrajo su espada y gritó:
—¡A mí! ¡Hombres de la séptima brigada, a mí!
Los soldados desprevenidos fueron abatidos. La trampa se había disparado, y el corredor estaba demasiado atestado de realistas. Pero no esperaban encontrarse con tres magos de la pólvora y con la ferocidad del entrenamiento de Olem.
—¡Volved a las escaleras, señor! —gritó Olem—. ¡Subid al próximo piso!
Fueron avanzando hacia las escaleras en una retirada a pleno combate. Los realistas atacaban en masa, tratando de aprovechar su ventaja numérica. Tamas se colocó junto a Olem para contenerlos mientras Vlora y Taniel disparaban sus pistolas desde detrás de ellos. Enseguida la escalera se llenó del humo espeso de la pólvora quemada. Tamas lo inhaló y lo saboreó.
Del corredor emergieron uniformes grises y blancos. Soldados Hielman, lo que quedaba de la guardia personal de Manhouch. Eran doce. Llevaban los mejores fusiles de aire con bayonetas colocadas, y cargaron contra ellos sin dudar. Estos no eran simples realistas. Eran asesinos entrenados, superiores incluso a los mejores soldados de Tamas. No vacilarían ni retrocederían hasta que los hubieran matado a todos.
Los Hielman llevaban fusiles de aire comprimido, pero el resto de la muchedumbre no. Tamas sintió que Vlora prendía fuego a un cuerno de pólvora, y un hombre que estaba a un lado de los Hielman explotó. Los bañó en sangre y porquería, y tumbó a dos de ellos. Tamas extendió sus sentidos y encendió la pólvora del mosquete sin disparar que cargaba un hombre. El tiro inesperado le destrozó el rostro a una mujer que estaba a su lado.
Subieron por las escaleras hasta el tercer piso con los Hielman pisándoles los talones. Comenzaron a subir hasta el cuarto, cuando comenzaron a resonar los chasquidos de los fusiles de aire. Era un sonido que les helaba la sangre a los Marcados, pues un Marcado sabía que ese disparo era para él.
Vlora se tropezó en las escaleras y cayó. Taniel, que estaba varios escalones más arriba, saltó al instante hacia ella colocando la bayoneta en el extremo de su fusil y recibió a la avanzada de los Hielman con un gruñido silencioso. Su bayoneta cortó la garganta de uno de ellos con el movimiento rápido y practicado de un carnicero experto. Esquivó hacia un lado una estocada de bayoneta y forcejeó con otro Hielman. Este le sacaba unos diez centímetros y pesaba al menos veinte kilos más que él. Taniel levantó la culata de su fusil y le asestó un golpe tan salvaje que le hundió la nariz hasta el cerebro. El soldado cayó en silencio. Tamas sintió un escalofrío al ver luchar a su hijo. Podía ser Taniel “Dos Tiros”, pero en el combate cuerpo a cuerpo tenía la habilidad brutal de un soldado de infantería.
Taniel se volvió hacia los cuatro Hielman que quedaban, listo para atacar.
—¡Taniel! —le gritó Tamas—. ¡Retrocede! —Levantó a Vlora. En pleno trance de pólvora como estaba, el cuerpo de ella pareció no pesar absolutamente nada. Vlora apretó los dientes para combatir el dolor—. ¿Te ha alcanzado algún hueso? —preguntó Tamas.
Ella meneó la cabeza.
Tamas oyó un chasquido y sintió que una bala le rozaba el hombro izquierdo, a unos pocos centímetros de la cabeza de Vlora. Se volvió y solo pudo ver la forma de un fusil de aire, que avanzaba veloz hacia sus tripas con la bayoneta colocada.
Trasladó el peso de Vlora a una mano, y con la otra desenfundó su pistola y disparó desde la cadera. El Hielman cayó con el ojo atravesado por una bala.
Para cuando Tamas llegó al quinto piso, los últimos Hielman yacían muertos en las escaleras. Tamas y sus hombres examinaron sus heridas. Olem tenía varios cortes nuevos; necesitaría sutura, pero nada más. En el caso de Vlora, el tiro le había rozado el muslo. Podía soportar la presión, lo que significaba que la bala no había tocado el hueso. Se pondría bien. Taniel estaba ileso. Una mueca salvaje le retorcía el rostro mientras limpiaba sangre y otros restos de su bayoneta. En algún momento Ka-poel se había unido a ellos. La pelirroja olía a azufre, y tenía las manos negras. Se las limpió en sus pantalones de gamuza y sonrió cuando vio que Tamas la observaba.
Los disparos y el sonido de acero contra acero fueron desvaneciéndose en la planta de abajo. Tamas respiró hondo varias veces, escuchando el latido del corazón de Vlora. Ambos estaban recostados contra la pared, ella con la cabeza apoyada en el hombro de él. Taniel se apartó.
En la escalera resonaron algunos pasos. Un momento después apareció Sabon. Tenía marcas de pólvora en los puños de la casaca y un corte superficial en un brazo. Lanzó un suspiro de alivio al verlos todos juntos.
—¿Algún herido? —preguntó Sabon.
—Heridas leves —dijo Tamas—. ¿Dónde estabas tú?
—En el comedor de oficiales. Salieron de la nada.
—¿Ha habido bajas? —preguntó Tamas. “¿Alguien importante?”.
—Algunas —dijo Sabon. Negó levemente con la cabeza ante la pregunta muda—. Por cómo se ven las cosas, era la chusma mayormente. Nos pillaron por sorpresa, pero una vez que nuestros hombres se organizaron, apenas contó como una lucha. Todos los Hielman vinieron por vosotros.
—¿La Casa está segura?
—Estamos trabajando en ello.
—¿Enemigos capturados? —preguntó Tamas.
—Tenemos al menos dos docenas que se han entregado sin luchar. Y otros cuarenta, heridos. Son hombres del general Westeven.
—Lo sé. —Tamas se acercó a su hijo y le apoyó una mano en el hombro—. Bien hecho, Taniel.
Taniel quitó la bayoneta del fusil y la guardó en su estuche. Se echó el fusil al hombro. Miró a Vlora y le hizo un leve gesto con la cabeza a Tamas.
—Volvamos al trabajo, señor.
Tamas miró a su hijo bajar las escaleras, seguido de cerca por la salvaje. Sentía que debía decir algo más. Pero no sabía qué.
—Sabon.
—¿Señor?
—Avisa a lady Winceslav. Dile que necesitamos a sus soldados en la ciudad. El general Westeven controla las barricadas, y arderé en el abismo antes de mandar a mis propios hombres a morir contra ellas. Los mercenarios tendrán que comenzar a ganarse su paga. Prepárame una base de mando cerca de Centestershire. Le llevaremos la lucha a él. Vlora —hizo una pausa para analizar un momento su decisión—. Ve con Sabon. Te quiero en mi personal.
—¡Taniel!
Taniel se detuvo en el descansillo y miró escaleras arriba, sin decidir si esperar o no. Conocía esa voz. No quería oír nada de lo que esa voz tuviera que decir. Tocó un cuerpo con el pie. Uno de los Hielman que él había destripado con su bayoneta. El soldado pestañeó. Seguía vivo. Le clavó una mirada de ira a Taniel. Apretó los dientes sin emitir ningún sonido, pero debía de estar sufriendo un dolor terrible. Taniel se debatió entre llamar a un médico y finiquitarlo. La herida era mortal. Se puso en cuclillas junto a él.
—No pasarás de esta semana —le dijo.
—Traidor —susurró el Hielman.
—¿Quieres vivir un día más o dos, así puedes responder a los interrogadores de Tamas? —preguntó Taniel—, ¿o prefieres terminar todo ahora?
El soldado permaneció en silencio, pero sus ojos revelaron su sufrimiento.
Taniel se quitó el cinturón, lo dobló y le ofreció el extremo al soldado.
—Muerde esto.
El Hielman mordió.
Todo terminó en cuestión de segundos. Taniel limpió su cuchillo en los pantalones del Hielman y le quitó su cinturón de los dientes. Se puso de pie y volvió a ceñirse el cinturón. ¿Por qué hacía lo que hacía? Debería estar en la universidad, persiguiendo chicas. Trató de recordar la última vez que había perseguido a una muchacha. En su primera noche en Fatrasta, antes de que comenzara la guerra, conoció a una chica en un bar cerca del muelle. Coquetearon durante toda la noche. Si hubiera estado un poco más borracho, habría dormido con ella, pero mantuvo la compostura y se acordó de Vlora. Se preguntó si la chica seguiría allí. Tenía un boceto de ella en su cuaderno.
El Hielman yacía a sus pies, en paz a pesar del horrible tajo que tenía en el estómago y la línea carmesí que ahora le goteaba de la garganta. Ka-poel estaba un poco más lejos, silenciosa como siempre. Observaba al Hielman como fascinada.
—Tenemos que irnos —le dijo Taniel.
—Taniel, espera.
Vlora bajó deprisa las escaleras. Se tropezó, se agarró de la barandilla y terminó sentada en un escalón a mitad de camino. Mantenía una mano sobre la herida del muslo.
Se miraron durante unos momentos. Vlora fue la primera en apartar la mirada, la fijó en el Hielman que yacía a los pies de Taniel.
—¿Cómo estás?
—Vivo —dijo Taniel.
Pasaron algunos momentos más de silencio. Taniel oía a su padre, gritando órdenes escaleras arriba. Tamas no estaba ni mínimamente turbado por el repentino ataque. Un guerrero hasta la médula.
Pasaron algunos soldados a su lado, dos subían, uno bajaba. Hubo una conmoción abajo, en el salón principal, mientras los soldados de Tamas detenían a los prisioneros heridos.
—Perdóname —dijo Vlora.
Le cayeron lágrimas por el rostro. Taniel luchó contra el impulso de correr a su lado, examinarle la herida y reconfortarla. Percibía su dolor, tanto el emocional como el físico, pero era algo que no podía alcanzarlo a él en su trance de pólvora. Se negaba a permitir que eso sucediera. Se enganchó el pulgar en el cinturón y apretó la mandíbula.
—Vamos —le dijo a Ka-poel.
Adamat apretó los dientes con frustración. Habían pasado siete días desde el golpe de estado. Siete días desde que visitó a Uskan y solo obtuvo más preguntas. ¿Quién había estado quemando libros de historia sobre religión y hechicería? ¿Quién se había llevado los otros libros? ¿Y qué demonios era la Promesa de Kresimir?
Adamat hizo detener su carruaje de alquiler en el Barrio de los Panaderos el tiempo suficiente para recoger una empanada de carne, luego prosiguió más allá de la avenida Hrusch, donde el insulso olor a aceite, madera, horno y pólvora flotaba entre las armerías y las fundiciones. Allí había más ruido del habitual, y más gente. En los escalones de cada tienda había un niño con una pila de papeles, anotando pedidos e informando de números mientras algunos caballeros finamente ataviados se codeaban con los soldados de infantería más humildes. Un vendedor ambulante de pie en una esquina voceaba diciendo que el nuevo fusil Hrusch podía proteger cualquier hogar. Los armeros estaban vendiendo fusiles tan rápido como podían fabricarlos.
Adamat hojeó el periódico del día. Decía que Taniel “Dos Tiros” estaba en la ciudad, y que había regresado como un héroe de la guerra por la independencia de Fatrasta. Ahora estaba persiguiendo a una Privilegiada prófuga. Algunos decían que se trataba de una superviviente de la camarilla real. Otros decían que era una espía de Kez que vigilaba a la camarilla de la pólvora de Tamas. De cualquier manera, ya había sido arrasada toda una manzana, y decenas de personas habían muerto o resultado heridas. Adamat esperaba que la Privilegiada fuera capturada o dejara la ciudad antes de que corriera más sangre. Ya habría suficiente de eso en el inminente enfrentamiento entre Westeven y Tamas.
Los realistas habían construido barricadas alrededor de Centestershire, por casi todo el centro de Adopest. Habían lanzado un ataque preventivo contra las fuerzas de Tamas, pero habían sido rechazados. Ahora parecía que la gente contenía la respiración. El general Westeven, de casi ochenta años, había reunido a los realistas de la ciudad, los había juntado a todos en un lugar y había hecho levantar suficientes barricadas para detener a un condenado ejército. Todo en una noche, o eso parecía. El mariscal de campo había respondido trayendo a la ciudad dos legiones completas de la compañía de mercenarios denominada Alas de Adom y había rodeado Centestershire con cañones de campaña y artillería. Todavía no se había disparado una sola bala. Ambos hombres tenían suficiente experiencia para no desear que el centro de Adopest se convirtiera en un campo de batalla.
Era una pesadilla, pensó Adamat. Dos de los comandantes más celebrados de los Nueve enfrentándose cara a cara en una ciudad de un millón de habitantes. Nadie podía salir bien parado de eso.
Pero la vida continuaba. La gente seguía necesitando trabajar, comer. Aquellos que no estaban involucrados directamente con el conflicto no se le acercaban. Tamas había hecho una gran labor manteniendo la paz en el resto de la ciudad.
Para complicar las cosas, los Archivos Públicos, el lugar donde más probabilidades tenía Adamat de encontrar copias de los libros dañados de la universidad, quedaban detrás de las barricadas realistas. Era un lugar donde él no estaba preparado para ir solo.
El carruaje se detuvo frente a un edificio de tres plantas ubicado en una calle lateral del extremo más lejano de Alto Talian, los barrios marginales de Adopest. En esa calle había solo una entrada, con una puerta doble de un descolorido verde oliva. Una mitad estaba cerrada, bloqueada desde dentro, con la pintura descascarándose y la mampostería deshaciéndose alrededor de la jamba de la puerta. La otra mitad estaba abierta, y había un hombre de baja estatura apoyado contra la otra jamba.
Adamat cogió su sombrero y su bastón y los sostuvo con una mano, con la otra extrajo un pañuelo del bolsillo y lo usó para cubrirse la boca al salir del carruaje. Le pagó al cochero y se acercó a la puerta, oyendo distraídamente el traqueteo de los cascos del caballo a medida que el carruaje se alejaba.
—En el nombre de Kresimir, ¿dónde diablos has encontrado una manzana en esta época del año, Jeram? —Adamat se limpió la nariz y se metió el pañuelo en el bolsillo.
El portero le ofreció una sonrisa llena de dientes torcidos.
—Buenas tardes, señor. Hacía un mes o dos que no os veía. —Le dio un mordisco a la manzana—. Mi primo, que vive al sur del Barrio de los Panaderos, consigue fruta fresca todo el año.
—Dicen que si las negociaciones no van bien quizás entremos en guerra con Kez —dijo Adamat—. Tendrás que esperar hasta el próximo otoño para conseguir otra manzana.
Jeram puso mala cara.
—Perra suerte.
—¿Cómo van hoy las peleas?
Jeram extrajo un papel gastado del ala de su sombrero raído y lo analizó para interpretar las marcas más recientes.
—SouSmith ha hecho tres peleas seguidas, Formichael ha ganado dos veces hoy. Ambos parecen estar agotados, pero al capataz le gustan los platos fuertes y dice que pelearán entre ellos dentro de una hora.
—¿Suman cinco peleas entre los dos? —Adamat resopló—. Va a ser horrible, apenas podrán mantenerse en pie.
—Sí, es lo que dicen las mesas, y todavía no hay muchas apuestas. Todos los que están apostando prefieren a Formichael.
—SouSmith pega duro.
Jeram lo miró con malicia.
—Si es que llega a atizar algún golpe. Formichael está más descansado, es más joven y pesa la mitad que SouSmith.
—Bah —dijo Adamat—, vosotros los jóvenes siempre creéis que a los viejos ya no les queda nada.
Jeram se rio.
—Muy bien, ¿qué será entonces, jefe? —Extrajo un papel doblado de un bolsillo trasero, cubierto de manchas y de líneas borradas hacía mucho tiempo. Lo apoyó contra el marco de la puerta y preparó un carboncillo para escribir.
—¿Cuánto paga?
Jeram se rascó la mejilla, y le quedó una marca negra.
—Os daré nueve a uno.
Adamat levantó las cejas.
—Apuesto veinticinco por SouSmith.
—Números arriesgados—gruñó Jeram. Anotó la apuesta, dobló el papel y volvió a metérselo en el bolsillo. Adamat sabía que aquel papel era solo un adorno. Jeram tenía una memoria casi tan buena como la suya, y sin poseer ningún Don: nunca olvidaba un rostro, nunca olvidaba un número, y nunca había pagado una apuesta de manera incorrecta, aunque muchas veces lo habían acusado de hacerlo. Eso no sucedía a menudo en la actualidad, al menos desde que el Propietario se hizo cargo de ese antro de boxeo. No le hacía gracia que se acusara a sus corredores de apuestas.
En el interior, la única luz provenía de unas ventanas ubicadas en lo alto, debajo de los aleros. Adamat pasó por una serie de cortinas que amortiguaban los sonidos y ocultaban el interior de cualquier mirada indiscreta. Todo el edificio era una gran habitación, cuyas paredes internas se habían tirado abajo hacía mucho tiempo, y se habían dispuesto varias casetas y habitaciones acordonadas para dar a los luchadores algo de intimidad mientras se recuperaban de las peleas. En el medio estaba el sitio que daba el nombre al edificio: la Arena, un foso redondo de nueve metros de diámetro, situado tres metros por debajo el nivel del suelo.
Alrededor del foso había unas gradas con asientos colocados al azar, que llegaban hasta ambas paredes del edificio, y casi hasta el techo. Adamat avanzó inclinado por debajo de los últimos asientos, cruzó hasta el otro lado y se abrió paso a codazos entre los hombres amontonados alrededor del foso. Las gradas estaban llenas, los asientos ocupados por hombres sentados hombro con hombro. Había espacio suficiente para varios cientos de caballeros con sus bastones y sombreros, trabajadores callejeros con chaquetas deshilachadas e incluso un par de agentes de policía de la ciudad, con sus capas negras y sus sombreros de copa difíciles de pasar por alto entre la multitud.
Había terminado una pelea hacía quizás unos diez minutos, y los trabajadores de la Arena arrojaban serrín para empapar la sangre, en preparación para el siguiente combate. Reinaba un murmullo suave, los hombres hablando entre ellos, descansando la voz para vitorear la violencia que iba a comenzar. Adamat inhaló el olor a sudor y a mugre, y el aroma de la rabia. Exhaló despacio, estremeciéndose. El boxeo a puño descubierto era un deporte brutal, salvaje. Sonrió para sí. “Qué divertido”. Volvió a inhalar, y detectó un olor a cerdo. Hacía no mucho tiempo la Arena había sido una pocilga, ¿y antes de eso? Una serie de locales comerciales, quizá, cuando Alto Talian todavía se consideraba la zona más novedosa, rica y de moda de la ciudad.
Un par de hombres sin camisa salieron de las casetas ubicadas al fondo. Entraron en la Arena el uno al lado del otro y sin ceremonias. Los trabajadores salieron y los luchadores se miraron de frente. El hombre de la izquierda era más pequeño, más delgado, tenía los músculos fibrosos y definidos como los de un caballo de guerra. Su cabello castaño y rizado le caía sobre el rostro de tanto en tanto, y cada vez que eso sucedía él se lo apartaba soplando. Formichael. El luchador favorito del Propietario; o al menos lo era la última vez que Adamat asistió a las peleas. Era un trabajador de los almacenes, joven y bien parecido, y se decía que el Propietario lo estaba preparando para que fuera algo más que un simple matón.
El hombre de la derecha parecía tener el doble de tamaño que Formichael. Su cabello tenía algo de gris a los lados; su rostro lucía una barba mal afeitada. Sus ojos parecían los de un cerdo, hundidos en el rostro, y examinaban a Formichael con la intensidad singular de un asesino. Tenía brazos tan grandes que parecía capaz de ganar en una lucha cuerpo a cuerpo contra un oso de montaña. Tenía marcas en los nudillos, en los lugares con los que había roto mandíbulas ajenas (y donde habían sido rotos por ellas), y su rostro estaba cubierto con las cicatrices fruncidas de la sutura mal hecha. Le sonrió a Formichael con sus dientes rotos.
A pesar de la ventaja que poseía SouSmith en tamaño y experiencia, era evidente que estaba cansado. La barbilla le colgaba debido a la larga jornada de victorias obtenidas a duras penas, los rabillos de los ojos dejaban ver su agotamiento y los hombros se le encorvaban, aunque de manera casi imperceptible. Más aún: hacía tiempo que la experiencia ya no le rendía. SouSmith estaba haciéndose viejo, y el pecho y el estómago se le habían ensanchado por el exceso de bebida.
El capataz bajó al segundo escalón del foso y habló con los luchadores. Después de un momento, retrocedió. Levantó la mano y luego la dejó caer saltando hacia atrás.
Trescientos hombres gritaron mientras los dos luchadores intercambiaban golpes. Los puños golpeaban con un chasquido sordo amortiguado por el vocerío.
—¡Mátalo!
—¡Hazlo sangrar!
—¡En las tripas! ¡Golpéalo en las tripas!
La voz de Adamat quedó tapada por la cacofonía de gritos inarticulados. Él ni siquiera sabía qué era lo que estaba diciendo, pero su corazón vertió en sus gritos toda la frustración que tenía con Palagyi y su rabia por el hecho de que su esposa e hijos estuvieran lejos. Se inclinó hacia delante agitando los puños como parodiando a los dos luchadores, gritando con todas sus fuerzas con el resto de la muchedumbre.
Formichael asestó un gancho violento en las costillas de SouSmith. SouSmith tropezó hacia un lado, y el joven avanzó y volvió a golpear en el mismo lugar, quizás una antigua costilla rota, con los puños brillando en la penumbra. SouSmith se tambaleó tembloroso y fue hacia el lateral del foso, hasta que quedó apoyado contra los tablones de madera que lo separaban de la gente. Algunos dedos de los espectadores se asomaron por entre los maderos, unas uñas le escarbaron en la cabeza rapada, algunos salivazos le salpicaron la mejilla. Adamat lo miraba, la cabeza del luchador estaba justo fuera de su alcance.
—¡Continúa! —le gritó—. ¡No dejes que te arrincone! —Se oyó un crujido sonoro, y SouSmith cayó sobre una rodilla, con una mano en alto para protegerse de los golpes del otro. La voz de Adamat pasó a ser un susurro—. Levántate, cabrón —gruñó entre dientes.
Formichael golpeó las manos y los brazos de SouSmith, una y otra vez, hasta que el otro quedó de rodillas, sufriendo por el embate. Formichael tenía el rostro encendido por la promesa de la victoria, y poco a poco fue aminorando los puñetazos, hasta que solo fueron golpecitos, y luego se detuvo. Se quedó de pie, jadeante, observando al hombre que tenía a sus pies. SouSmith no levantó la mirada.
“Bah”, pensó Adamat, “ya finiquítalo”.
Pero no había nada de eso en los planes de Formichael. Con una sonrisa ancha, se inclinó y agarró uno de los brazos de SouSmith, lo levantó y le dio un único puñetazo brutal. SouSmith volvió a caer de rodillas, con todo el cuerpo temblando. Formichael pensaba alargar la lucha, dejar que el agotamiento de SouSmith lo mantuviera abatido y continuar con la paliza hasta que SouSmith no fuera más que una papilla.
Formichael le dio varios puñetazos más de esa manera, hasta que permitió que SouSmith cayera de manos y rodillas sobre el suelo. Su rostro era una masa informe de sangre y carne hecha trizas. Escupió sobre el serrín. Formichael se volvió, levantó los brazos en dirección a la multitud y se regocijó con el rugido de las voces. Se volvió hacia SouSmith una vez más.
El otro se puso de pie en una fracción de segundo y lanzó su puño, seguido de sus ciento sesenta kilos de peso, contra la bonita cara de Formichael. El impacto levantó al joven del suelo. Su cuerpo quedó horizontal en el aire, luego rebotó como un juguete contra los tablones de madera y cayó al suelo. Se estremeció una vez y luego se quedó quieto. SouSmith le escupió en la espalda y luego se volvió, subió la escalera a paso lento y se dirigió a las casetas de los luchadores. Recibió palmadas de felicitaciones en la espalda e insultos por las apuestas perdidas.
Adamat cobró sus ganancias y esperó hasta que hubo bastante gente yendo y viniendo para escabullirse hacia las casetas. Entró en la de SouSmith y cerró la cortina detrás de él.
—Ha sido una gran pelea.
SouSmith hizo una pausa, con un cubo de agua levantado por encima de la cabeza, y le echó una mirada a Adamat. Inclinó el cubo y dejó que el agua lavara una capa de sudor y de sangre, luego se restregó el cuerpo con una toalla sucia. Miró a Adamat ladeando la cabeza; tenía los ojos hinchados y magullados, los labios y las cejas partidos.
—Sí. ¿Hiciste la apuesta correcta?
—Por supuesto.
—Ese cabrón está tratando de matarme.
—¿Quién?
—El Propietario.
Adamat rio, pero se dio cuenta de que SouSmith no estaba bromeando.
—¿Por qué dices eso?
SouSmith meneó la cabeza, estrujó la toalla para escurrir el agua rojiza y la sumergió en un cubo de agua limpia.
—Quiere que me hunda.
SouSmith estaba lejos de ser un idiota, pero siempre había hablado con frases cortas. Era difícil poner en orden las ideas después de pasar años recibiendo golpes en la cabeza.
—¿Por qué? Eres un buen luchador. La gente viene a verte a ti.
—La gente viene a ver a los jovencitos. —SouSmith escupió en uno de los cubos—. Yo estoy viejo.
—Formichael se lo pensará dos veces la próxima vez que le digan que luche contigo. —Adamat recordó el cuerpo inmóvil, tendido sobre el suelo del foso. Habían tenido que llevárselo entre varios—. Si es que todavía vive.
—Vivirá. —SouSmith se llevó un dedo a la sien—. Tendrá miedo.
—O quizá se asegurará de terminar rápido la pelea —dijo Adamat.
SouSmith aspiró hondo, luego dejó escapar una risa que se convirtió en una mezcla de tos y gruñidos.
—Ninguna me parece mal.
Adamat miró un momento a su viejo amigo. SouSmith era el hombre que su apariencia insinuaba. Detrás de esos ojos pequeños y brillantes había una inteligencia aguda; detrás de los puños retorcidos, las manos suaves de un hermano y un tío.
Muchos lo interpretaban incorrectamente, y ese era uno de los motivos de su récord de victorias. Sin embargo, había algo que nadie interpretaba mal: detrás de todo eso, más profundo incluso que su inteligencia o la lealtad hacia su familia, SouSmith era un asesino.
—Tengo que hacerte una pregunta —dijo Adamat.
—Pensaba que me echabas de menos.
—Una vez me dijiste que formaste parte de la banda denominada Promesa Rota de Kresimir.
SouSmith se quedó helado, con una de las puntas de la toalla todavía en la oreja. La bajó lentamente.
—¿Te lo dije?
—Estabas muy borracho. —De pronto, los movimientos de SouSmith se volvieron precavidos. Miró hacia el único escritorio de la caseta, a un cajón donde sin duda había ocultado una pistola. A pesar de que un hombre de su tamaño no necesitaba una. Adamat hizo un gesto tranquilizador—. Estabas muy borracho —le repitió—. En su momento no te creí. Yo estaba presente cuando sacaron a esos muchachos de las cloacas. Pensé que nadie había escapado a lo que fuera que había ido a por ellos.
SouSmith lo observó durante un momento.
—Quizás uno no —dijo—. Quizás uno sí.
—¿Cómo?
SouSmith respondió con una pregunta.
—¿Por qué?
—Estoy llevando a cabo una investigación. —Adamat ya había decidido contarle a SouSmith toda la historia—. Para Tamas, el mariscal de campo. Quiere saber qué es la Promesa de Kresimir.
SouSmith parecía impresionado.
—Un hombre al que yo no llevaría la contraria —dijo.
—Estoy de acuerdo. ¿Tienes idea de qué significa?
SouSmith continuó limpiándose.
—Nuestro líder era un fracasado de la camarilla real. —Abrió el cajón del escritorio y extrajo una pipa vieja y mugrienta, y una tabaquera. Encendió la pipa antes de continuar—. Un bocazas. Un imbécil. Buscaba llamar la atención. Decía que nuestro nombre les recordaría a los miembros de la camarilla real que eran mortales.
Esa era la frase más larga que Adamat le había oído decir a SouSmith en años.
—¿Les dijo qué significaba?
—Rompe la Promesa de Kresimir —dijo SouSmith, fumando de su pipa. El aroma a tabaco de pistacho llenó la pequeña caseta—. Y se terminará el mundo.
—¿Cuál es la promesa? —preguntó Adamat.
SouSmith se encogió de hombros.
Adamat se quedó pensativo. SouSmith se reclinó en su asiento. No diría nada más. No iba a seguir hablando de eso. Adamat dejó que sus pensamientos se deslizaran hacia Palagyi. Ese intento de banquero aún tenía hombres merodeando. Era impredecible. Un hombre del tamaño y la reputación de SouSmith podría mantener a raya a aquel idiota. Al menos hasta que venciera el plazo de pago y la ley estuviera del lado de Palagyi. Además, SouSmith podría resultar muy útil en lugares complicados, como los Archivos Públicos, detrás de las barricadas realistas.
—¿Por casualidad no estarás buscando un trabajo? —preguntó Adamat.
SouSmith lo miró con sus pequeños ojos.
—¿Qué clase de trabajo?