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Capítulo 2

—Lajos está muriendo —dijo Sabon.

Tamas entró en los apartamentos del Privilegiado que había sido Zakary el sacristán. Atravesó el salón y entró en el dormitorio, un lugar más grande que la casa de la mayoría de los comerciantes. Las paredes eran de un color índigo y estaban cubiertas de coloridos cuadros que mostraban a varios de los sacristanes que habían pertenecido a la camarilla real de Adro. Había puertas que daban a estancias auxiliares, como el baño o la cocina. La puerta del burdel privado del sacristán había sido destrozada, la habitación estaba repleta de astillas; las más grandes no llegaban al tamaño de un pulgar.

Habían quitado las sábanas de la cama y habían arrojado el cuerpo del sacristán a un lado para hacer sitio a un mago de la pólvora herido.

—¿Cómo te sientes? —preguntó Tamas.

Lajos apenas pudo toser un poco. Los Marcados eran más resistentes que la mayoría de las personas; con la pólvora que Lajos había ingerido, y que ahora le corría por las venas, casi no sentiría dolor. No fue un gran consuelo para Tamas cuando miró a su amigo. Lajos había perdido medio brazo (a lo largo) y en el abdomen tenía un agujero del tamaño de un melón. Era un milagro que hubiera vivido tanto tiempo. Le habían dado medio cuerno de pólvora. Solo eso debería haberlo matado.

—He estado mejor —dijo Lajos. Volvió a toser y le salió sangre de la comisura de la boca.

Tamas extrajo su pañuelo y le limpió la sangre.

—Ya no tardará mucho —dijo.

—Lo sé —respondió Lajos.

Tamas apretó la mano de su amigo.

Lajos formó la palabra “gracias” con los labios.

Tamas respiró hondo. De pronto le costó ver. Parpadeó para limpiarse los ojos. La respiración de Lajos sonó áspera, y luego se detuvo. Tamas comenzó a retirar la mano, pero de pronto Lajos la apretó. Los ojos se le abrieron.

—Está bien, amigo —dijo Lajos—. Has hecho lo que debía hacerse. Ten paz. —Sus ojos se enfocaron en otro lado y luego se quedaron quietos. Había muerto.

Tamas cerró los ojos de su amigo con las yemas de los dedos y se volvió hacia Sabon. El deliví estaba en el otro lado del dormitorio, examinando lo que quedaba de la puerta que daba al harén, que todavía colgaba de una de las bisagras. Tamas se le acercó y miró hacia dentro. Los soldados habían juntado a las mujeres hacía una hora y se las habían llevado a alguna otra parte del palacio con el resto de las putas de los Privilegiados.

—La furia de una mujer —murmuró Sabon.

—En efecto —dijo Tamas.

—No había forma de que estuviéramos preparados para esto.

—Díselo a ellos —dijo Tamas. Hizo un gesto con la cabeza hacia los cuatro cuerpos que había en hilera en el suelo, y al quinto que pronto se les uniría. Cinco magos de la pólvora. Cinco amigos. Todo por una Privilegiada con la que nadie había contado. Tamas acababa de meter una bala en la cabeza del sacristán, un hombre a quien le había estrechado la mano y con quien había hablado regularmente. Los Marcados de Tamas lo rodeaban, listos por si al viejo le quedaba algo de pelea. No estaban listos para la otra Privilegiada, la que se ocultaba en el burdel. Había partido la puerta como una guillotina que hiende un melón, con los guantes de los Privilegiados puestos y los dedos danzando mientras su hechicería despedazaba a los magos de la pólvora de Tamas.

Un mago de la pólvora era capaz de mantener una bala suspendida en el aire durante casi dos kilómetros y dar siempre en el blanco. Podía hacer que una bala doblara una esquina con el poder de la mente, e ingerir pólvora negra para hacerse más fuerte y rápido que otros hombres. Pero había poco que podía hacer contra la hechicería de un Privilegiado a corta distancia.

Tamas, Sabon y Lajos habían sido los únicos que tuvieron tiempo para reaccionar, y apenas la rechazaron. Ella huyó, seguida por los ecos de la destrucción causada por su hechicería a medida que avanzaba por el palacio; probablemente nada más que una farsa para evitar que la siguieran.

Su hechizo de despedida fue la herida mortal de Lajos, pero había sido lanzado al azar. Tranquilamente podría haber sido Sabon, o el mismo Tamas, quien hubiera muerto en la cama hacía un momento. Pensar en eso le heló la sangre.

Tamas desvió la mirada de la puerta.

—Tendremos que seguirla. Encontrarla y matarla. Es peligroso que ande suelta.

—¿Un trabajo para el quiebramagos? —dijo Sabon—. Ya me preguntaba por qué lo conservabas.

—Es una herramienta que no quería usar —dijo Tamas—. Ojalá tuviera un mago que enviar con él.

—Su compañera es una Privilegiada —dijo Sabon—. Un quiebramagos y una Privilegiada deberían ser más que suficientes contra una única Privilegiada de la camarilla. —Hizo un gesto señalando la puerta destrozada.

—No me gusta pelear limpio cuando se trata de la camarilla real —dijo Tamas—. Y recuerda: hay diferencia entre un miembro de la camarilla real y un matón contratado.

—¿Quién era ella? —preguntó Sabon. Había un tono en su voz, quizá de reproche.

—No tengo idea —replicó Tamas—. Yo conocía a cada uno de los magos del rey. Hasta cené con ellos. Ella era una desconocida.

Sabon toleró la irritación de Tamas sin hacer comentarios.

—¿Una espía de otra camarilla?

—Es poco probable. Se registra a todas las chicas del burdel. Ella no parecía una puta. Era fuerte, y estaba curtida. La amante del sacristán, quizá. Nunca la había visto.

—¿Puede ser que el sacristán haya estado entrenando a alguien en secreto?

—Los aprendices nunca son secretos —dijo Tamas—. Los Privilegiados son demasiado desconfiados para permitirlo.

—Su desconfianza suele estar bien fundamentada —dijo Sabon—. Tiene que haber un motivo para que esa joven estuviera aquí.

—Ya lo sé. Nos encargaremos de ella cuando corresponda.

—Si los demás hubieran estado aquí… —dijo Sabon.

—Tendríamos más muertos —dijo Tamas. Volvió a contar los cadáveres, como si ahora pudiera haber menos. Cinco. De sus diecisiete magos—. Nos dividimos en dos grupos justamente por este motivo. —Dio la espalda a los cadáveres—. ¿Hay noticias de Taniel?

—Está en la ciudad —dijo Sabon.

—Perfecto. Lo enviaré a él con el quiebramagos.

—¿Estás seguro? —preguntó Sabon—. Acaba de regresar de Fatrasta. Necesita tiempo para descansar, para ver a su prometida…

—¿Vlora está con él? —Sabon se encogió de hombros—. Esperemos que ella llegue pronto. Nuestro trabajo no está terminado. —Levantó una mano para evitar cualquier protesta—. Y Taniel podrá descansar cuando hayamos completado el golpe de estado.

—Se hará lo que deba hacerse—dijo Sabon en voz baja.

Ambos se quedaron en silencio, observando a sus camaradas caídos. Pasaron unos momentos, y Tamas vio una sonrisa ensancharse en el rostro oscuro y arrugado de Sabon. El deliví estaba exhausto y demacrado, pero con un dejo de alegría contenida.

—Lo hemos logrado.

Tamas volvió a mirar los cuerpos de sus amigos, sus soldados.

—Sí —dijo—. Así es. —Se obligó a apartar la mirada.

En el rincón había una pintura, una monstruosidad de marco dorado y colocada sobre un trípode de plata digno de un heraldo de la camarilla real. Tamas la estudió brevemente. Mostraba a un Zakary en su plenitud, un joven de hombros anchos y expresión severa. Muy diferente del cuerpo viejo y retorcido que yacía en el rincón. La bala le había entrado en el cerebro y lo había matado instantáneamente, y aun así su garganta sin vida había carraspeado las mismas palabras que los demás: “No se debe romper la Promesa de Kresimir”.

Cenka se puso blanco como el rostro de un mimo cuando el primero de los Privilegiados lanzó su grito póstumo. Le exigió a Tamas que ordenara llamar a Adamat hasta el corazón mismo del crimen que estaban cometiendo. Tamas tenía la esperanza de que Cenka estuviera equivocado, de que el investigador no encontrara nada.

Tamas dejó el ala del palacio perteneciente a la camarilla, Sabon lo seguía de cerca.

—Necesitaré un nuevo guardaespaldas —dijo Tamas mientras caminaban. Le dolía tener que hablar de eso con el cuerpo de Lajos todavía enfriándose.

—¿Un Marcado? —preguntó Sabon.

—No puedo prescindir de ninguno. Ahora, no.

—Le he estado echando el ojo a un Dotado —dijo Sabon—. Un hombre llamado Olem.

—¿Es un soldado? —preguntó Tamas. El nombre le resultaba familiar. Sostuvo la mano por debajo de sus ojos—. ¿De esta altura? ¿Rubio?

—Sí.

—¿Cuál es su Don?

—No necesita dormir. Nunca.

—Eso es útil —dijo Tamas.

—Bastante. También tiene un tercer ojo bastante potente, por lo que puede detectar Privilegiados. Lo tendré listo y a tu lado para la ejecución.

Un Dotado no sería tan útil como un mago de la pólvora. Los Dotados eran más frecuentes, y sus habilidades eran más un talento que un poder mágico. Pero si podía usar su tercer ojo para ver hechicería, podría resultar beneficioso.

Tamas se acercó a las puertas de la capilla, que estaban atrancadas. De las sombras que había junto a la pared emergieron un par de soldados de Tamas con los mosquetes listos. Tamas les hizo un gesto con la cabeza y señaló la puerta.

Uno de los soldados extrajo de su cinturón un cuchillo largo y lo insertó entre las puertas de la capilla.

—Ha echado el cerrojo del diocel —dijo el soldado que manipulaba el cuchillo—, pero ni siquiera se ha molestado en amontonar objetos frente a la puerta. No es demasiado emprendedor, en mi opinión.

Levantó el cerrojo con el cuchillo, y él y su compañero abrieron las puertas de un empujón.

La capilla era grande, como todas las estancias del palacio. Sin embargo, a diferencia del resto, se había salvado de las remodelaciones de cada temporada, típicas de los caprichos del rey, y permanecía similar a como debió de ser hacía doscientos años. La bóveda del techo era exageradamente alta; en lo alto, entre columnas anchas como un carro de bueyes, había balcones para la realeza y para los altos nobles. El suelo tenía un intrincado diseño de mosaicos de mármol de distintas formas y tamaños, mientras que el techo estaba decorado con paneles ilustrados en los que se veía a los santos al fundar los Nueve Reinos bajo la mirada paternal del dios Kresimir.

Al frente de la capilla había dos altares, apenas más elevados que los bancos, junto a un púlpito de granadillo. El primer altar, el más pequeño y el más cercano a la gente, estaba dedicado a Adom, el santo fundador de Adro. El segundo altar, que tenía laterales de mármol y estaba recubierto de satén, estaba dedicado a Kresimir. A un lado de ese altar se encontraban acurrucados Manhouch XII, soberano de Adro, y su esposa Natalija, duquesa de Tarony. Natalija miraba hacia atrás, por encima del altar, moviendo los labios en plegaria silenciosa a la Cuerda de Kresimir. Manhouch estaba pálido, tenía los ojos enrojecidos y sus labios formaban una línea delgada. Le dijo algo al diocel susurrando con desesperación. Se detuvo cuando Tamas se acercó.

—Esperad —dijo el diocel levantando una mano a la vez que el rey bajaba los escalones del altar y avanzaba con furia hacia Tamas. El viejo rostro del diocel dejaba ver su angustia, y su sotana estaba arrugada a causa de la precipitada carrera hacia la capilla.

Tamas observó a Manhouch marchar hacia él. Notó la mano que llevaba oculta detrás de la espalda, y la furia de emociones que cruzaban su rostro joven y aristocrático. Gracias a la alta hechicería de su camarilla real, Manhouch aparentaba no tener más de diecisiete años, aunque en realidad ya había pasado los treinta. Se suponía que eso reflejaba la eternidad de la monarquía, pero a Tamas siempre le había resultado difícil tomar en serio a un hombre que parecía tan joven. Tamas se detuvo y observó al rey, y lo vio dudar antes de acercarse.

Cuando estuvo a unos cuatro metros, Manhouch reveló su pistola. La elevó rápidamente. El tiro sería certero a esa distancia; después de todo, el propio Tamas le había enseñado al rey a disparar. Sin embargo, que Manhouch siquiera lo intentase era un desafortunado reflejo de su desconexión con el mundo. El rey apretó el gatillo.

Tamas se estiró mentalmente y absorbió la fuerza de la detonación. Sintió que la energía le recorría el cuerpo y le daba calor como un trago de un buen vino. Redirigió dicha energía hacia el suelo; uno de los mosaicos de mármol que había a los pies del rey se rajó. Manhouch dio un salto hacia atrás. La bala rodó por el cañón de la pistola y cayó al suelo, y se detuvo a los pies de Tamas.

Tamas avanzó y agarró la pistola del rey por el cañón. Apenas sintió que le quemaba la mano.

—¿Cómo te atreves? —dijo Manhouch. Tenía el rostro cubierto de pólvora, las mejillas coloradas. Su ropa de cama de seda estaba arrugada, empapada en sudor—. Confiábamos en ti para que nos protegieras. —Temblaba levemente.

Tamas miró al diocel, que seguía junto al altar. El viejo cura estaba apoyado contra la pared, con su alto solideo bordado haciendo equilibrio a duras penas sobre su cabeza.

—Supongo —dijo Tamas levantando la pistola—que esto se lo habéis dado vos, ¿verdad?

—No era para eso —resolló el diocel. Levantó la barbilla—. Era para el propio rey. Para que pudiera quitarse la vida con honor y no ser abatido por un traidor impío.

Tamas extendió sus sentidos, en busca de más cargas de pólvora, pero no había ninguna.

—Solo habéis traído una pistola, con una bala —dijo Tamas—. Habría sido más bondadoso traer dos. —Dirigió la mirada hacia la reina, que aún seguía rezándole a la Cuerda de Kresimir.

—No os atreveréis —dijo el diocel.

—¡No lo hará! —lo interrumpió Manhouch—. No nos matará. No puede. Somos los elegidos de Dios. —Respiró hondo, temblando.

Tamas sintió un poco de pena por el rey. Sabía que Manhouch era más viejo de lo que parecía, pero en realidad no era más que un niño. No tenía la culpa de todo. Consejeros ambiciosos, tutores idiotas, hechiceros indulgentes. Había una gran cantidad de motivos por los que había resultado ser un mal (no, un terrible) rey. Sin embargo, era el rey. Tamas aplastó su pena. Manhouch se enfrentaría a las consecuencias.

—Manhouch XII —dijo Tamas—, quedáis arrestado por vuestra completa negligencia hacia vuestro pueblo. Seréis llevado a juicio por traición, fraude y asesinato por inanición.

—¿Un juicio? —susurró Manhouch.

—El juicio se celebrará ahora mismo —dijo Tamas—, y yo seré el juez y el jurado. Habéis sido encontrado culpable ante el pueblo y ante Kresimir.

—¡No pretendáis hablar en nombre de Dios! —exclamó el diocel—. ¡Manhouch es nuestro rey! ¡Autorizado por Kresimir!

Tamas rio sin alegría.

—Sois rápido para invocar a Kresimir cuando os conviene. ¿Pensáis en él cuando tenéis una concubina entre vuestras sábanas de seda o cuando coméis un plato de manjares con el que se podría haber alimentado a cincuenta campesinos? Vuestro lugar no es a la derecha de Dios, diocel. La Iglesia ha autorizado este golpe de estado.

El diocel abrió unos ojos como platos.

—Yo lo habría sabido.

—¿Los archidioceles os lo cuentan todo? Ya me imaginaba que no lo hacen...

Manhouch juntó fuerzas y sostuvo la mirada de Tamas.

—¡No tienes pruebas! ¡Ni testigos! ¡Esto no es un juicio!

Tamas extendió la mano hacia un lado.

—¡Mis pruebas están ahí fuera! ¡La gente no tiene trabajo y está muriendo de hambre! Vuestros nobles pasan el tiempo putañeando y cazando, y tienen carne en sus platos y vino en sus copas mientras el ciudadano común muere de hambre en las alcantarillas. ¿Testigos? Planeáis entregarle toda la nación a Kez con los Acuerdos de la semana que viene. Preferís convertirnos a todos en vasallos de un poder extranjero con tal de que condonen vuestra deuda.

—Afirmaciones sin fundamento, dichas por un traidor —murmuró Manhouch sin convicción.

Tamas meneó la cabeza.

—Seréis ejecutado al mediodía, junto con vuestros consejeros, vuestra reina y cientos de vuestros parientes.

—¡Mi camarilla te destruirá!

—Ellos ya han sido ejecutados.

El rey palideció aún más, comenzó a temblar violentamente y cayó al suelo. El diocel avanzó lentamente. Tamas observó a Manhouch por un momento y descartó la imagen espontánea de un joven príncipe de unos seis o siete años saltando en su regazo.

El diocel llegó hasta donde estaba Manhouch y se arrodilló. Levantó la mirada hacia Tamas.

—¿Esto es por lo de vuestra esposa?

“Sí”. Tamas respondió en voz alta:

—No. Es porque Manhouch es la prueba de que las vidas de toda una nación no deberían estar sujetas a los caprichos de un idiota innato.

—Sois capaz de destronar a un gobernante nombrado por Dios y de convertiros en un tirano, ¿y aun así afirmáis que amáis Adro? —dijo el diocel.

Tamas miró a Manhouch.

—Dios ya no autoriza todo esto. Si vos no estuvierais tan cegado por vuestras sotanas forradas de oro y vuestras jóvenes concubinas, veríais que es así. Manhouch se merece el infierno por su negligencia para con Adro.

—Seguramente vos os lo encontraréis allí —dijo el diocel.

—No lo dudo, diocel. Estoy seguro de que la compañía será de todo menos aburrida. —Tamas arrojó la pistola vacía a los pies de Manhouch—. Tenéis hasta el mediodía para hacer las paces con Dios.

Promesa de sangre (versión española)

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