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V (Antofagasta-El tren a Oruro)
ОглавлениеEl Capitán Kraft sobrevivía en un pedazo de arenal en las afueras de Antofagasta donde construyó una mejora con restos de construcciones y materiales de desecho. Me desconcertó comprobar que el legendario tío que, en una fugaz visita a Santiago, nos había descrito con lujo de detalles la maravilla de su tierra, en realidad vivía en la indigencia. Nuestra llegada lo sorprendió y, mientras su hijo intentaba con la mayor de las cautelas camuflar la pobreza reinante al interior de la vivienda, nos mantuvo en la entrada arenosa bajo un toldo remendado, relatando sus descabelladas aventuras de tripulante embarcado en pesqueros por el Pacífico y mercantes de gran tonelaje en Panamá y el Caribe. Unas interminables horas después, cuando se percató que nos estábamos durmiendo de pie como las garzas, nos hizo pasar a su humilde morada, como el mismo la definió.
La estrecha pieza estaba en penumbras y se percibían unas pequeñas camas cubiertas con colchas de tejido indígena. Una mesa esquinada y una cocinilla a parafina eran todos los enseres de la vivienda. Aceptamos un café de higo filtrado por un colador de género, y luego nos desmayamos sobre una de las camas, que crujió como para quebrarse. En plena noche me levanté de urgencia a orinar, y me asombró el cielo oscuro y repleto de estrellas. Corría un vientecillo inquietante, que emitía un gemido de arena rozando las dunas.
Al día siguiente me informé acerca del tren a Bolivia, un desencajado y arcaico ferrocarril de trocha angosta, que demoraba varios días en escalar al altiplano. Compré mi pasaje en la antigua boletería de la estación y me preparé para viajar ese miércoles en la tarde, único día de la semana en que el mentado tren iniciaba su epopeya andina. Mi hermano Renato no sabía el secreto del Che, y al no tener pasaporte ni mucho convencimiento de patiperrear a Bolivia, una vez que nos despedimos inició su viaje de regreso a Santiago. Ese fue su segundo y último viaje “a dedo”. Nunca más volvió a intentar otra aventura de ese calibre.
El andén de la decrépita estación ferroviaria de Antofagasta estaba atiborrada de nortinos tostados a muerte por el sol, uno que otro gringo, y sobre todo indios quechua y aymara que comerciaban de un lado a otro de la cordillera andina. El ferrocarril se mostraba como una extraña especie de oruga anciana, oxidada, vacilante, resoplando, crujiendo sobre los rieles aún antes de partir. Los vagones eran estrechos y con incómodos asientos de madera, los pasillos abrumados de bultos y desvencijadas maletas desparramadas en el piso, teñidas como una acuarela de Coré en el crepúsculo, por los farolillos agonizantes adosados al techo combado del vagón.
El maquinista, con un pitazo ensordecedor, insufló vapor de la caldera a los pistones de la añosa locomotora, que comenzó a reptar rechinando sobre los rieles enmohecidos por la sal del desierto, para cubrir el primer tramo de 220 kilómetros y algo hacia el noreste, con destino al polvoriento pueblo de Calama, donde debería arribar unas ocho horas después de caletear en cuanta estación fantasmal sobreviviente a orillas de la vía férrea. Las últimas fueron Sierra Gorda y Cerritos Bayos, a cuya estación llegamos calados hasta los huesos por el frío nocturno. Desde luego los vagones no tenían calefacción. Acurrucado en el duro asiento fui recordando el fundo del abuelo Alfredo, en Chillán. Ahí nací, cuenta mi madre, en El Alazán, bajo una luna inmensa que asomaba sobre la cumbrera de la casona que mi abuela Mimí construyó con sus manos. La casa de madera tenía dos pisos, una bella galería en el frontis y un techo puntiagudo con tejas rojas como dibujado por el mago que ilustraba las portadas de El Peneca.
En la temporada de la trilla los campesinos, con las yeguas sudadas galopando en círculo sobre los atados de espigas de trigo, separan el grano de la paja. Ofelia, mi madre, cuando tenía seis años bailaba con las hijas de los inquilinos sobre las espigas secas de la hera cantando: “Hay que tener niñas bonitas, redunfin, redunfán...” Sin embargo, una noche luminosa despertó con el balido de las ovejas en medio de un potrero, sola y muerta de miedo. Regresó llorando aterrorizada hasta la galería de la casona. Nadie había percibido su ausencia, sólo la abuela Mimí se había desvelado presintiendo que algo extraño ocurría, y escuchó los gemidos de Ofelia. Amorosa la protegió en sus brazos acostándola en su cama. “Es sonámbula”, fue el comentario, y durante mucho tiempo elucubraron al respecto, esa aptitud para caminar dormido la heredó mi hermano Renato... En El Alazán aprendí a cabalgar desde muy pequeño. El abuelo Alfredo afirmaba que lo mínimo para ser hombre de verdad –aparte de una virilidad a toda prueba–, era saber montar a caballo. Por eso todos los primos tuvimos a nuestra disposición un caballo enano, el Amiguito, un pony que ensillábamos con menuda montura chilena. Y nos sentíamos invencibles recorriendo el mundo que transcurría bajo los inmensos castaños del fundo. El abuelo era un eximio jinete que cabalgaba con entusiasmo tanto vertical como horizontal, según me confidenciaron los tíos maternos en Chillán, cuando yo ya era un joven veinteañero capaz de comprender algunas cosas de la vida y el amor...
Atravesamos bufando vapor por Mantos Blancos, Baquedano, la abandonada oficina salitrera Pampa Unión, Sierra Gorda y Cerritos Bayos, cuando milagrosamente el tren arribó a la rastra a la estación ferrocarrilera de Calama. Ahí la locomotora, al borde del infarto, resopla, cruje y se detiene como una ballena echando chorros de vapor que relumbran en la noche. Los carros llenos a tope se repletan al máximo con un aluvión de gente y bultos de increíbles formas y tamaños. Ya había amanecido, el sol alumbraba calentando el aire y los vagones se atiborraron más aún de viajeros, la mayoría indígenas andinos. Desde el andén escaló un grupo de unos quince estudiantes con mochila al hombro, gritones, risueños, y con ropa distintiva de una clase media alta. Eran alumnos de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Chile, según me informé más tarde.
Al atardecer la locomotora, resignada, jadeó iniciando su travesía hacia Ollagüe, en la frontera con Bolivia. Yo, solo pensando en la guerrilla, imaginándome con algo de barba y un fusil, fotografía en los diarios donde mis amigos, y sobre todo mis amigas, me verían con estupefacción diciendo: “Pero, si es el Bruno, el de la calle Florencia” ... Ensimismado en mi fantasía, me despabilé cuando se sentó a mi lado, bien apretadita, una mujer morena, bellísima, con gruesos bototos y una mochila impresionante, que iba camino a La Paz. El vagón era un caos de bultos, gente, gallinas cacareando con sus patas atadas con pitilla, sacos de papas, fardos... todo amontonado en un desparramo incontrolable, mientras el tren ascendía hacia los 5.800 metros sobre el nivel del mar.
Unas horas después de la última parada el tren enfiló hacia el salar de Ascotán. Casi congelados cruzamos por el Salar de Carcote, y por fin apareció la comunidad quechua de Ollagüe. Durante el ascenso el frío comenzó a hacer estragos entre los pasajeros, así es que nos arrimamos en los duros asientos. Carmen –así se llamaba ella– apoyó su cabeza en mi hombro y naturalmente nos fuimos abrazando. A altas horas de la noche cordillerana, en el vaivén entrecortado del tren que avanzaba lento y a tirones, semidormidos nos besamos en los labios y hasta el amanecer nos ronroneamos sin hablar, sólo acariciándonos.
Después del mediodía, cruzando el salar de Uyuni, el tren empalmó hacia el norte, franqueamos el Río Márquez y los poblados de Challapata, Pasna, Poopo y otros que anoté en mi libreta de viaje, siguiendo el ejemplo del Che. Finalmente arribamos a Oruro, y desembarcamos en la ruinosa estación de ferrocarriles construida a fines del siglo diecinueve. El carnaval andino estaba en su apogeo y las sinuosas calles conmocionadas por danzantes con máscaras diabólicas de grandes cuernos, afilados dientes y minúsculos trozos de espejo incrustados en los ojos sobresalientes como globos que emitían brillos alucinantes. Vestían trajes engalanados con lentejuelas y plumas multicolores, y ropajes ancestrales de indescriptible colorido. Todo inmerso en un bullicio descomunal de cajas, tambores, trompetas, tarcadas y lluvia de challas y serpentinas a granel. En cada vereda de las empedradas calles y bajo toldos improvisados se comerciaba de todo: comidas, fritangas, baratijas, amuletos, fuegos artificiales, ekekos para la abundancia, hojas de coca...
Los compañeros de Carmen, una pareja de franceses y yo encontramos una posada de última categoría aledaña a la plaza de armas, y arrendamos dos desencajados cuartos sin ventanas que contaban con ocho camastros cada una y dos camarotes tambaleantes. Luego se desmontaron las mochilas y cada uno partió entusiasmado a sumergirse en el carnaval. Una hora después regresé a cambiarme la camisa, porque la caminata y los agobiantes 39 grados de calor la habían transformado en estropajo. Carmen, silenciosa, estaba ahí rearmando su mochila. Se tendió de espalda en una de las camas y me miró sonriente. Comprendí el mensaje, me tendí con suavidad sobre ella y comenzamos a besarnos y tocarnos, pero, sin previo aviso, irrumpió la pareja de europeos a la pieza.
–Pagdon –exclamó sin mucho convencimiento el francés, un flaco barbudo y se acostó con su pareja en el camastro de al lado.
Carmen y yo nos quedamos quietos, aguardando no sé qué. A los dos minutos comenzaron los suspiros, los quejidos, el crujidero del catre de los franceses. Entrecerrando los ojos nos miramos con Carmen, que alzó las cejas y –con la timidez propia de los subdesarrollados– nos paralizamos invadidos por el pudor.
–Para otra vez será –le susurré al oído.
Ella, mujer realista, me contestó también al oído:
–No habrá otra vez. –Y me hizo señas con su mano en mi espalda para que nos levantáramos. Transpiré de nuevo la camisa limpia, y mientras me cambiaba, Carmen comenzó a besarme el pecho, los brazos. Haciendo oídos sordos a los franceses que continuaban su quehacer ruidoso, nos tendimos en otra de las camas distanciada de la pareja ardiente, que al parecer habían entrado a la etapa resolutiva, solté su sostén, le besé los senos... La puerta se abrió violentamente e irrumpieron en tromba los compañeros de Carmen, quedando atónitos. Ella rompió a llorar y se tapó la cara con la colcha. Le cerré la blusa y nos levantamos sin mirar al grupo que permanecía estático.
–Bueno... ¿qué pasa? –les dije, ya que me ojeaban con aire hostil.
Antes de tener respuesta, los gemidos de la pareja francesa llegando al clímax hicieron que todos saliéramos arrancando de la pieza. Fue la última vez que vi a Carmen.
–No puedo seguir contigo a La Paz. Voy hacia otro lado –le confesé. Y estuve a punto de contarle que me iba a la guerrilla del Che, pero mantuve cerrada la boca.
Aún conmocionado por los amores incendiarios que surgen de los viajes, continué mi travesía a dedo para recorrer los 200 kilómetros y algo más hacia la siguiente ciudad.