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II (Los preparativos)

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Ya me reventaba por contar a mis amigos del barrio de la Gran Avenida, la secreta razón del alucinante viaje, pero me contuve y adopté una mirada misteriosa, mientras iniciaba los escuálidos preparativos. El solo comentar que viajaba a dedo hacia Bolivia y quizás me embarcaría en Brasil para Europa, creó un halo de admiración hacia mi persona. Me consideraban como uno de los pocos rebeldes tipo James Dean del barrio. Además, pintaba al óleo, recorría de noche los bares y las antiguas calles de Santiago, había repetido cursos en el Liceo N°6, peleaba seguido con mi padrastro, un rígido ex marino cuya consigna era Orden y Disciplina, etc. Acumulaba méritos suficientes para que las madres del vecindario recelaran de mi amistad con sus hijas e hijos. Por lo general los padres se dedicaban a sus rutinas de oficina y no les inquietaba mayormente el tema de los retoños adolescentes. Pero, por un sino ineludible, todas las utopías viajeras requieren de financiamiento. Y revisando mi escueto patrimonio, lo único de algún valor que acopiaba era una cámara fotográfica con lente retráctil y dudosa marca regalo de mi padre, en uno de los escasos encuentros que tuvimos en la vida. Pero ahí estaba con su estuche imitación cuero y un rollo de película virgen. Decidido asesorarme por alguien con experiencia en negocios y me fui a la rotisería del Chico Alejo Abud, que además tenía una Vespa Super Sport plateada, como bailarín de Rock and Roll daba cancha, tiro y lado y era un mujeriego incontrolable. Su padre, un acomodado comerciante de origen árabe, intentaba enrielarlo en los negocios instalándolo con ese puesto de venta de embutidos y cecinas, situado en un pasaje cercano a la Plaza de Armas, en pleno centro de la capital. Un tiempo atrás yo, como buen estudiante de Bellas Artes, le había pintado el letrero para su local: La Bola de Oro. Pero, el Chico Alejo, haciéndole honor al nombre de su negocio, ocupaba la mayor parte de la jornada laboral en servirse a todas las mujeres que atendían los negocios aledaños. Bajaba la cortina metálica, incluso al mediodía según la urgencia amorosa, y el negocio se transformaba en una fiesta privada con todo tipo de picoteos y tragos. Tras ser sorprendido en reiteradas ocasiones por su furibundo padre, y amenazado seriamente con ser lanzado a la calle por irresponsable, ahora intentaba moderarse y pololeaba seriamente con una peruana bellísima, comprometiéndose al casorio. El Chico Alejo, que por herencia también era una bala para el comercio, me negoció la cámara con un paisano suyo por un precio respetable. Él era un buen amigo y no me cobró comisión. Es más: me regaló un champú Sinalca para el camino y palabreó de mi viaje con Simón, hermano de su prometida peruana. Él se encontraba en Santiago, tras un rudo derrotero desde Lima piloteando su pequeño Hillman verde claro, cuatro puertas, modelo del sesenta. El limeño era un comerciante que, tras dos meses en Chile, ya había cerrado varios compromisos de negocio y debía regresar al Perú. Eso significaba conducir en soledad hacia el norte algo así como 5000 kilómetros pasando, entre otros páramos escabrosos, por el desierto de Atacama, un verdadero “yunque del sol” al mediodía, en palabras de Lawrence de Arabia, y témpano glaciar en la noche estrellada donde “los astros azules tiritan a lo lejos”, según el vate.

No muy convencido, aceptó acarrearnos como invitados de piedra hasta la ciudad de Antofagasta... Digo “acarrearnos”, porque Renato, mi hermano mayor, un tranquilo intelectual que nunca había viajado a dedo, insistió en acompañarme por lo menos hasta la “Perla del Norte”, situada a unos 1500 kilómetros de la capital. Allá, en las afueras de la ciudad, habitaba el fabulador Capitán Kraft, chapa usada por el barbudo Claudio Serrano Yuric, un tío “oveja negra” que, varias décadas atrás, emigró desde Santiago a las áridas pampas. Sus intenciones eran colonizar unos terrenos fiscales, convencido de tornar en vergel el arenoso predio. De más está contar que la utópica empresa fue un fracaso, como casi todos los quiméricos proyectos ensoñados en su vida… Pero esa es otra historia. Entonces, según mis cálculos, ya podía contar con algunos días donde echar los huesos para algo de reposo viajero, y de ahí embarcarme en el antiguo ferrocarril trasandino, que trepaba por la escarpada cordillera de Los Andes, arrastrándose hasta la ciudad de Oruro, en la República de Bolivia.

El Flaco Charme y el Negro Sepúlveda viajaron en avión hasta La Paz, capital boliviana. En Santiago habíamos acordado juntarnos en fecha imprecisa en la plaza de armas de Santa Cruz de la Sierra, selvática provincia fronteriza con el Matto Grosso brasileño.

Nuestro Che: Un viaje a la utopía

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