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III (Viaje Santiago-Antofagasta)

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En aquellos años no era fácil conseguir una mochila, sólo las usaban los montañistas y los milicos en sus aparatosas campañas de entrenamiento militar. Decidí adecuar un viejo bolso azul de lona con largas manillas. Las asas eran delgadas y usándolo como mochila a la espalda, al poco rato se incrustaban en los hombros. La solución en la caminata era turnarlo en el derecho o el izquierdo. Contaba también con unas botas regalonas, negras y de caña larga con suela y taco, recién reparadas. Con esas botas siempre me sentí hombre de aventuras. Recuerdo Picnic, una película con William Holden y Kim Novak, donde el personaje, un vagabundo, pontifica que todo hombre que se precie debe calzar un par de botas para recorrer el mundo. Y yo compartía en plenitud su afirmación, todo lo demás era accesorio.

Cuando triunfó la revolución cubana, yo estaba por cumplir 17 años y me maravillé con la formidable entrada de los barbudos a La Habana, con Fidel y el Che a la cabeza montados en un tanque polvoriento. Sin embargo, esa epopeya era lejana a nuestra realidad provinciana donde James Dean era el modelo de rebeldía, el Rebelde sin causa, con casaca roja, bluyines, botas de caña corta y mucho rock and roll. Pero ya mi breve historia de vida había reptado por el liceo nocturno, algunos desastres amorosos, la Escuela de Bellas Artes, un par de botas negras bien lustradas y 23 años existenciales a cuestas.

El peruano Simón se alojaba en una pensión barata y grisácea del pasaje Simpson, colindante con la avenida Vicuña Mackenna, a una cuadra de la Plaza Italia. Hombre de pocas palabras, moreno, algo obeso y con gruesos anteojos ópticos, a través de los cuales nos escudriñó sin dar muestras de nada.

–¿Se pondrán con algo para la bencina? –gruñó.

–Algo… porque estamos casi patos –le respondí.

Encogiéndose de hombros se acomodó al volante, yo de copiloto y Renato en el asiento trasero con los bolsos y la maleta del chofer. El motor del Hillman ronroneó y partimos. Eran las seis de la tarde cuando enfilamos de Santiago hacia el norte, mientras nuestros amigos Cochín y el Chico Alejo, nos despedían desde la vereda con sus manos en alto.

Nuestro Che: Un viaje a la utopía

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