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IV (Rumbo a la utopía)
ОглавлениеFuimos dejando atrás los arrabales de Santiago y más tarde Llay-Llay, La Ligua, Los Vilos, Huentelauquén y Talinay, poblado donde se me acabó el rigor de cronista y me dediqué a vencer la modorra que me tenía en las cuerdas. Cerca de las cuatro de la mañana, con una columna de polvo a la espalda entramos a La Serena. Fue la primera parada seria: media hora. Antes solo unos respiros para llenar el estanque de bencina, comprobar y rellenar el agua del radiador y revisar el aceite del motor. El peruano absorbió un litro de café con diez cucharadas de azúcar, pasó al retrete, orinó largo, desolló una vibrante flatulencia y retomamos la ruta en plena noche. Cada vez fueron más escasas las lucecillas en el paisaje nocturno. Y, cumpliendo el convenio adquirido, yo chachareaba sin parar de cualquier tema para mantener despierto al peruano, que a ratos despedía unos bostezos descomunales y luego proseguía en silencio, con la mirada fija en la carretera y aferrado al volante. Atravesamos por Carrizal Alto iluminados por el sol de las 7 a.m. Ya el paisaje presagiaba con fuerza la aridez del terreno, a pesar del fugaz paso por el desierto florido, que solo conocía por el relato de unos gringos viajeros en una crepuscular tomatera en Il Bosco. En realidad, vi pequeñas flores amarillas y azules extendidas como manchones en el desierto, creo que se llaman huille y napín, nombres confirmados por el peruano sin voltear la cabeza. A la una de la tarde estacionamos en la amplia y reseca avenida principal de Copiapó. Arrimados a la Catedral, desenvolvimos los maltratados sandwichs preparados con mano cariñosa por nuestra vieja nana, la Gertrudis, mujer que, con setenta años de experiencia de vida en la cocina, insistió en meter en mi bolso. a lo cual yo me negaba. Uno era medio existencialista, vivía el presente a concho, y no se preocupaba del hambre del mañana. Pero fue la comprobación fehaciente de que la vida enseña más que los libros y que uno puede ser bien enseñado, pero mal aprendido…
El Hillman era un pequeño automóvil europeo sorprendente. Su reducido motor funcionaba incansable y ya a las tres de la tarde habíamos pasado por Inca de Oro y Diego de Almagro, acercándonos con las cuatro ventanillas abiertas a Chañaral… y a la entrada del fatídico desierto de Atacama, sumergidos en un calor salvaje. El peruano masculló una sarta de maldiciones en hilera contra el mapa rutero del norte chileno, que indicaba distancias erróneas, pero ya estábamos ahí y el cálculo de atravesar el desierto durante la noche había fracasado de manera rotunda. El auto se chantó en la última y maltrecha bencinera para llenar una vez más el estanque, desaguar la vejiga y acopiar dos bidones de agua para el radiador del Hillman y nosotros, a esta altura con notorias ojeras y molidos por las horas de viaje.
Frente a mis ojos los cerros agrestes de Chañaral, resecos, sin un árbol, nada... Ya en camino, el desierto comienza a cubrirse de una luminosidad gris, los corrugados promontorios, zanjados por grietas oblicuas que asemejan arrugas en rostros de viejos mineros resecos por su vida, bajo el áspero sol de la pampa nortina. Mientras avanzamos por la deteriorada carretera el polvo y la ventisca parecen dibujar letras borrosas y me pregunto: ¿Para quién? ¿Quién va a leer lo que escribe el desierto? Y parece un acto inútil, quizás tan inútiles como estas páginas o como aquella palabra que mi hermano Renato −el mismo que ronca en el asiento trasero con la cabeza colgando sobre el pecho− escribió con tiza en un pizarrón gigantesco del Liceo Nº 6 de San Miguel, palabra por la cual fue suspendido de clases, por mandato de la odiada profe de castellano. “Una palabra grave”, gruñó ella, indicando el pizarrón. Cáncer, escribió con tiza crujiente mi hermano. Y fue llevado a la rectoría por burlarse de la docente. No es justo, reclamó Renato: “es palabra grave acentuada en la penúltima sílaba y no termina en n, s, o vocal”. Pero fue inútil, igual fue suspendido de clases por una semana, y aquella fue la temprana confirmación de la soberbia ceguera del poder.
El viaje continuaba, y aún con las ventanillas abajo nos sofocaba el calor. Luego me aletargué sintiendo que el desierto era una visión interminable. Ya de noche cruzamos primero por la oficina salitrera Alemania y luego frente a la Oficina Chile, donde parpadeaban lucecillas fantasmas en la profunda oscuridad y zumbaba un viento helado que nos castañeteaba los dientes. Cuando comenzó a clarear ya nos acercábamos al poblado de Varillas. Eso anunciaba, por fin, que estábamos a pocas horas de nuestro primer destino.
Luego de un demoledor y tortuoso descenso, cruzando por las ruinas de Huanchaca, con un ronroneo implorante el auto se detuvo en la Plaza de Armas de Antofagasta. Tras una interminable pausa el peruano descendió con las piernas casi rígidas, intentó unos saltitos de estiramiento, se tendió sobre un escaño de piedra de la plaza y comenzó a roncar en forma instantánea. Comprendimos que debíamos velar su sueño en retribución a la gentileza de acarrearnos los más de 1400 kilómetros de Santiago al puerto de Antofagasta, por una carretera dispareja, con eternos y escabrosos tramos de tierra y desierto. Era nuestro deber solidario, pero nos dormimos arrellanados en un banco de madera contiguo hasta que un carabinero mal agestado nos despertó, y no hubo más alternativa que despedirnos del peruano que, entre gruñidos y puteadas contra Chile, sus habitantes, su policía, etc., se montó en el Hillman y aceleró a engullir los 2500 kilómetros que faltaban para arribar al Perú. Años después me enteré que nunca llegó a Lima…