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I (La revelación)

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Ya es tiempo de contar el viaje alucinante, que puso patas arriba mi vida futura. Anochecía en Santiago de Chile, cuando me encontré con Darío Bush y el Flaco Charme, en la Escuela de Ciencias Políticas. Era una vieja mansión entre las calles Catedral y San Martín. Un vientecillo caluroso merodeaba mi camisa azul, humedeciéndome las axilas. Eran los primeros días de enero del sesenta y siete o los últimos de diciembre del sesenta y seis. Lo he olvidado. Sí recuerdo que la noche anterior vagué por la Alameda, tranqueando por la calle Carmen hacia la maltrecha casona de la Peña de los Parra. Empujando la mampara entreabierta, me colé al corredor que encaminaba a la pieza grande de los guitarreos. En la penumbra vislumbré un hueco donde arrellanarme entre la clientela, para empinarme un pipeño chillanejo. Hacía rato que los parroquianos se cañoneaban, mientras Ángel Parra disparaba con voz ronca dolidas canciones de la guerra civil española: Río Manzanares, déjame pasar… A mi izquierda cuchichea un hombre de piel arrugada y pelo blanqueado con pinta de nortino. Murmura que la República fue derrotada por culpa de los comunistas. Tiene la lengua traposa. Su compadre alza los hombros con indiferencia. Y qué me decís de Pisagua, y la Ley Maldita del traidor González Videla, farfulla. Chile ahora es distinto, meto la cuchara con ganas de pleitear, aunque el tema y los comunistas no me quitan el sueño todavía. La atmósfera de la pieza, en un claroscuro digno de Rembrandt, está saturada de olor a empanada de horno y a sudor.

Aquella vez la Violeta, furiosa por mi vozarrón irreverente, me lanza una caña de tinto matapenquero que alcanzo a esquivar, agazapándome como caracol en la banca. Pero me salpica la espalda al estrellarse contra los adobes del muro, rodando por el piso de tierra, que absorbe el mosto con sed de borracho terminal. Amparado por la claridad mortecina de las velas en sus palmatorias chorreadas de esperma, y mientras Víctor Jara modula las notas finales de “Te recuerdo Amanda”, me escabullo amparado en los aplausos de los contertulios que se apretujan en las bancas de madera. Opto por capear la trasnochada en Il Bosco, el legendario bar de la bohemia santiaguina situado tres cuadras al oriente de La Moneda, en plena Alameda de Las Delicias y frente a la colonial Iglesia de San Francisco, de muros rojizos y cruz chueca en el pináculo.

Allí, en una mesa frente al ventanal de la entrada, vislumbro a Darío Bush, pintoso boliviano de la realeza de Santa Cruz de la Sierra, hijo de hacendado y estudiante del tercer año de Ciencias Políticas en la Universidad de Chile, al igual que el Flaco Eduardo Charme, chilote de familia conservadora y avecindado en Santiago. Por los espacios translúcidos entre las ofertas pintadas con brocha en los vidrios, observo que dialogan misteriosos, en voz baja, con gestos de conspiradores. Al ojo contabilizo al menos dos pilsener per cápita. Fue evidente el cambio de conversación cuando me allegué a la mesa. Pero unas horas después y ya con seis cervezas entre pecho y espalda, el misterio se fue develando. Con voz cargando a traposa Darío, que venía arribando del Altiplano, me la tiró con todo: –El Che Guevara está en Bolivia.

Y me escrutó fijo a los ojos para verificar el grado de estupefacción que me producía la sorprendente noticia.

Tras el primer estupor, un silencio largo. Luego la duda…

–Nadie sabe dónde está parando, ni siquiera la CIA... Y anda toda la policía del mundo detrás de él... ¿Por qué vai a saber tú?

–Porque sé, pus hueón... ¿O creís que hablo por las puras huevas? –me respondió Darío, ya bastante familiarizado con la lengua chilena.

En eso, tropezando con los parroquianos, entró a Il Bosco el Payo Grondona, curado como raja y con su banjo colgando a la espalda. Me pareció que venía de una cantata muy regada. Se desató un silencio expectante mientras intentaba apuntarle a una silla que parecía esquivarlo cada vez que pretendía sentarse en la mesa contigua. Me percaté que el instrumento se le descolgaba por el brazo hasta peligrar cerca del suelo embaldosado. Cuando quise ponerlo a salvo sobre la mesa, el Payo me descargó una sarta de insultos ininteligibles y luego, cuando finalmente asentó la frente sobre la cubierta y comenzó a roncar, proseguimos la conversa...

Lo cierto es que, a esas alturas de la noche, ya estábamos medio nublados y traposos, y no recuerdo bien los contundentes argumentos que corroboraban la historia clandestina del Che Guevara en Bolivia. Pero Darío era militante del Partido Comunista Boliviano, el PCB, y afirmó con elocuencia que la Comisión Política había acordado como táctica para la conquista del poder en manos de la burguesía y los militares, hacer la guerrilla junto al Che, unirse a la estrategia de “Crear un, dos, tres Vietnam” ... Y liberar a Bolivia y América de las garras del imperialismo yanky.

Pero la memoria se maneja sola, igual que el Baruchspinoza, mi perro desubicado que intenté amaestrar tirando un palo al aire para que lo regresara en el hocico, y que traía de vuelta un alicate o cualquier porquería que encontrara en su camino, Por eso recuerdo cuando el Flaco Charme se puso a mear en las imponentes puertas de la Iglesia de San Francisco, y Darío –a pesar de ser tan marxista, pero de familia beata– encontró que era el colmo de la falta de respeto. Por deferencia él y yo meamos en la fuente de agua donde, en las calurosas tardes del verano santiaguino, se bañaban los cabros marginales que mendigaban en la Alameda. Total, yo no era marxista, sino un estudiante de pintura en la Escuela de Bellas Artes, que veía la pincelada alucinante de Van Gogh en cada calle o parque por donde vagabundeara, y comulgaba más con el existencialismo de Sartre y Camus, que con la iglesia y los curas; por lo tanto, no me parecía pecado mear en la fuente donde la orina amarillenta se disuelve. Además, ¿quién sabe si los estanques de agua potable de la ciudad no son meados todos los días por los obreros que cierran y abren las compuertas?

–Sería una acción revolucionaria –farfulló tambaleante el Flaco Charme, tratando de abrocharse la bragueta.

Así fue como, al anochecer del día siguiente, ya repuestos de la borrachera nocturna precedente, volvimos a juntarnos en un mortecino bar de la Plaza Brasil. Corría una brisa cálida y las parejas le daban duro al amor en los bancos situados en las zonas más oscuras de la plaza.

–Regreso a Santa Cruz de la Sierra… ¿Quién se va a la guerrilla? –susurró Darío.

Se desató un silencio espeso. Había llegado el Negro Sepúlveda. De mirada penetrante, era ya un militante del naciente MIR, y estudiante de Economía de la U.

–¿Cuándo habría que partir? –pregunté en voz baja.

–En unos cinco días más –respondió Darío. –Te vas a Antofagasta y de ahí en el tren de trocha angosta a Oruro. Y te las arreglai para llegar a Santa Cruz.

–Yo voy –dijo con energía el Negro Sepúlveda.

Otro largo silencio nos cubrió.

–Yo también –resopló abatido el Flaco Charme, mirando al suelo...

Nuestro Che: Un viaje a la utopía

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