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El miedo y la angustia: desde la perspectiva de la Grecia antigua
ОглавлениеLa controversia entre los que consideran que las emociones son innatas y por eso universales e idénticas en todas las culturas humanas, y los que, al contrario, sostienen que las emociones son en gran medida determinadas o construidas por la cultura, y, por tanto, varían de una sociedad a otra, sigue siendo viva y animada y no da señales de calmarse. El desacuerdo es especialmente intenso respecto a los sentimientos que los universalistas consideran como básicos. Aunque no hay una lista única de las emociones básicas con la que todos estén de acuerdo, es típico el breve catálogo promovido por Paul Ekman, probablemente el investigador más eminente del grupo. Basándose en las expresiones faciales que corresponden a las emociones particulares, Ekman individúa la cólera, el asco, la tristeza, el disfrute, el miedo y la sorpresa (las últimas dos a veces combinadas en una), aunque sugiere que el desprecio y, quizá, la vergüenza y el sentido de culpa también puedan tener manifestaciones físicas universales (1998, pp. 390-391). Ekman nota, sin embargo, que “los celos no parece que tengan una expresión distintiva”, mientras otros, por ejemplo, el psicólogo evolucionista David Buss (2000), creen que también los celos son universales en todas las etnias humanas.
Ekman supone que, si una expresión facial particular se identifica con una palabra específica en diferentes culturas, entonces, la emoción a que corresponde debe de ser uniforme en todas esas culturas.2 Como es obvio, eso no sigue automáticamente: puede que yo identifique, por ejemplo, una mirada de ojos muy abiertos, que parece como si fuera de horror, como “miedo”, mientras que un hablante de alemán la considere más bien como Furcht y un angloparlante como fear. En todos estos casos, la imagen provoca una palabra o un nombre. Pero la cuestión es más bien: ¿quiere decir por fear el angloparlante lo mismo que significa “miedo” en boca de un español?3 Otra dificultad con el método de Ekman es que no todos los elementos que se encuentran en su lista son claramente emociones en otras culturas, por ejemplo, para hispanoparlantes. El asco, igual que la sorpresa, parece ser más bien una reacción instintiva, algo como revulsión, en vez de una emoción, y la tristeza se describiría mejor, me parece, como un estado anímico o disposición. Si examinamos listas de sentimientos elaboradas en otras sociedades, por ejemplo, por Aristóteles en su Retórica, resulta que hay diferencias notables: muy pocos hoy en día incluirían la gratitud entre los sentimientos fundamentales y, sin embargo, Aristóteles le dedica un capítulo de su análisis de las emociones y Cicerón afirma que es universal y que se manifiesta incluso en niños pequeños (De finibus 5.22.61). Y la misericordia, que aparece en casi todos los inventarios griegos y latinos de las emociones, raras veces se menciona en descripciones modernas. No obstante, hay dos de los ejemplos de Ekman que sí se encuentran en la lista de Aristóteles, y que, de hecho, parecen figurar entre los candidatos favoritos de todo el mundo para ser sentimientos innatos y, por tanto, universales: la cólera y el miedo. E incluso entre los que podrían admitir que la cólera pueda variar de una sociedad a otra parece que ponen el límite con el miedo: el miedo, el temor, se supone comúnmente, es siempre el mismo sea donde sea, en la Grecia antigua o en la España de nuestros tiempos.
Hay, no obstante, buenos motivos para suponer que incluso el miedo varía de una cultura a otra.4 En español, por ejemplo, se nota que el miedo tiene dos dimensiones. Por un lado, hay una tendencia a evitar instintivamente un objeto amenazante, a retirarse, por ejemplo, cuando una cosa grandota se nos acerca a alta velocidad. Esa reacción se asemeja al reflejo de sorpresa, y no dudo de que tal reacción sea universal e innata en los seres humanos, igual que en determinados animales. Por el otro lado, sin embargo, hay un tipo de miedo más duradero y consciente, como cuando se teme a un enemigo poderoso. Esto último no es una reacción automática, del tipo que hace que uno se arredre o se paralice, sino que depende de un juicio pensado de las intenciones y capacidades del enemigo, es decir, de si uno es vulnerable al daño. De tales miedos se puede discutir de manera racional, mientras un susto o espanto instintivo, o el pánico, normalmente no se eliminan con argumentos.
En el tratado de Aristóteles sobre la retórica es donde encontramos su análisis más detallado de las emociones, y entre ellas del miedo, o más precisamente del phobos, y aquí el gran filósofo claramente se concentra en el segundo tipo de reacción. Entre las causas del miedo, por ejemplo, Aristóteles incluye la cólera o la enemistad de los que tienen la capacidad de infligir daño o dolor (Retórica 2.5, 1382a32-33). En general, los que nos dan miedo son los que son injustos o arrogantes, los que tienen miedo de nosotros o que son nuestros rivales, y aquellos a quienes nosotros hemos tratado injustamente o quienes nos han agraviado. En todos estos ejemplos, es la combinación de un motivo para la hostilidad y la fuerza superior del otro lo que produce el miedo (2.5, 1382b15-19). Notamos aquí el aspecto social del miedo: es la relación entre ciudadanos, que cuenta con elementos de honor personal y, al nivel político, de los peligros del conflicto y de la guerra. Para reconocer y evaluar el peligro hace falta una capacidad considerable de reflexión. De hecho, Aristóteles afirma que el miedo hace a la gente más deliberativa (2.5, 1382a5), exactamente lo contrario del reflejo instintivo que se produce por un asalto violento y repentino. Desde luego, en un tratado sobre las técnicas y los recursos de la persuasión, naturalmente se concentra en los tipos de temor que responden a argumentos, por ejemplo, en contextos jurídicos o políticos. Sin embargo, el hecho de que Aristóteles ofrezca su análisis más detallado de los sentimientos precisamente en su Retórica nos dice algo de cómo los concebía.
El rol fundamental del juicio es evidente también en la definición que da Aristóteles de phobos:
Admitamos, en efecto, que el miedo es un cierto pesar o turbación [tarakhê], nacidos de [ek] la imagen [phantasia] de que un mal destructivo o penoso es inminente. Porque no todos los males producen miedo –sea, por ejemplo, el ser injusto o el ser torpe–, sino los que tienen capacidad de acarrear grandes penalidades o desastres, y ello además si no aparecen lejanos, sino próximos, de manera que estén a punto de ocurrir. Los males demasiado lejanos no dan miedo. (Retórica 2.5, 1382a21-25)
Para ilustrar este último punto, Aristóteles comenta que todos saben que van a morirse, sin embargo, no temen a la muerte porque está lejos. De la definición se sigue que, para que algo nos dé miedo, se debe entender que es una cosa mala, y, además, mala en un sentido particular, es decir, un mal que produzca un daño físico o dolor. Eso es enteramente diferente de una reacción instintiva del tipo que incluso los animales pueden manifestar. Como ha observado William Fortenbaugh, que ha contribuido con estudios importantes para nuestro entendimiento de la concepción aristotélica de las emociones: “Los seres humanos tienen la capacidad de pensar y por tanto pueden creer que […] hay algún peligro que les amenaza. A los animales les falta esta capacidad cognitiva y por eso no pueden experimentar emociones en el sentido en que las analiza Aristóteles” (2002, p. 94); en este caso, el miedo.
El poeta epicúreo Lucrecio, en su De rerum natura o Sobre la naturaleza, nos da una indicación, creo, de la diferencia entre la aversión instintiva que los animales pueden experimentar y la emoción estrictamente humana que se llama “miedo”. Lucrecio está tratando de explicar el hecho extraño de que, según el saber popular antiguo, los leones no puedan aguantar la vista de un gallo, y que huyen inmediatamente:
De esta manera el gallo, que acostumbra
Aplaudir a la aurora con voz clara,
No le resisten rápidos leones
Ni le pueden mirar; luego al momento
Huyen de él, porque emanan de sus miembros
Átomos que, metidos en los ojos
De los leones, su pupila hieren,
Y tal dolor excitan, que no pueden
Resistir el coraje y valentía;
Cuando dañar no pueden nuestros ojos
O porque no penetran los principios [es decir, los átomos].
O porque, introducidos, les dan paso
Francamente los ojos de manera
Que no pueden herirlos al volverse. (4.714-21; trad. Marchena 2013 = vv. 987-1000)
La tendencia por parte del león a evitar al gallo resulta de un dolor inmediato, producido por emanaciones atómicas que, por su forma particular, causan dolor a su aparato visual. El procedimiento no es racional: no supone conocimiento de un mal futuro que pueda causar un gallo, dado que, de hecho, no representa ningún daño para el león. Estrictamente dicho, entonces, el león no tiene miedo del gallo, por lo menos en el sentido aristotélico de la palabra. Aunque Lucrecio no entra en más detalle en este contexto, el mismo análisis puede explicar el impulso de huir que un ciervo experimenta, por ejemplo, a la vista de un depredador peligroso. En ninguno de los casos está implicada la racionalidad: los ciervos no aprenden a evitar los leones más que los leones aprenden a evitar los gallos. Pero incluso, si en una u otra manera hay un factor del aprender a un nivel rudimentario, como cuando un niño pequeño o un animal retrocede ante un fuego después de que se ha quemado, tal reacción condicionada no involucra un juicio o evaluación razonada. Lo que se toma por miedo en criaturas no racionales es sencillamente una tendencia a rehuir el dolor, que puede estar condicionada por refuerzo pavloviano. Podemos contrastar un estudio contemporáneo (Böhme, 2000, p. 216) según el cual el miedo, o más concretamente el Angst, se describe como una “condición elemental de la vida de los animales. Indica a la criatura la presencia del peligro, de una amenaza específica o difusa”.5
La idea que tiene Aristóteles del miedo, entonces, es profundamente cognitiva. Sin embargo, es también estrictamente intencional. Lo que quiero decir con esto es que la evaluación racional de un peligro es una parte intrínseca de la emoción, y no, digamos, una causa de ella. En este sentido, el phobos, según el análisis de Aristóteles (o el metus en Lucrecio), es diferente del concepto moderno del miedo y lo es en un sentido fundamental. Vamos a considerar la definición del miedo en el diccionario de la Real Academia Española:
“1. Angustia por un riesgo o daño real o imaginario.
2. Recelo o aprensión que alguien tiene de que le suceda algo contrario a lo que desea”.
Para “temor”, el mismo léxico da:
“1. Pasión del ánimo, que hace huir o rehusar aquello que se considera dañoso, arriesgado o peligroso.
2. Presunción o sospecha.
3. Recelo de un daño futuro”.
Vale la pena citar también el Merriam-Webster’s On-Line Dictionary: “una emoción desagradable, a menudo fuerte, causada por expectación o conciencia de un peligro”, y otra vez, “un estado señalado por esta emoción”.6 La definición del Oxford English Dictionary (1989) es semejante (def. 2a): “La emoción de dolor o inquietud causada por la sensación de un peligro inminente, o la expectativa de algún posible mal”.7 Estas definiciones parece que se asemejan a la de Aristóteles: “un cierto pesar o turbación [tarakhê], nacidos de [ek] la imagen [phantasia] de que es inminente un mal destructivo o penoso”. Sin embargo, vista más de cerca se revela una diferencia importante. Ambos diccionarios ingleses afirman que el miedo es una emoción causada por la expectativa o sentido de peligro, y los españoles implican más o menos lo mismo, mientras Aristóteles dice que el phobos es la perturbación que resulta de o acompaña tal conciencia. Para ver el significado de esta distinción, podemos considerar brevemente la naturaleza de la emoción misma.
Según el diccionario Merriam-Webster’s On-Line Dictionary, una emoción es “el aspecto afectivo de la conciencia” o “un estado de sensación”, o, de nuevo, “una reacción psíquica o física (como la cólera o el temor) experimentada subjetivamente como una fuerte sensación y que implica cambios fisiológicos que preparan el cuerpo para una acción vigorosa e inmediata”. Por su parte, el The Oxford English Dictionary (OED) da como el sentido más general actual: “Cualquier agitación o perturbación de la mente, sensación, pasión; todo estado mental vehemente o excitado” (def. 4a), y nota que el sentido más específicamente psicológico de “una ‘sensación’ o ‘afecto’ mental (e. g. de placer o dolor, deseo o eversión, sorpresa, esperanza o miedo, etc.), como diferentes de los estados de conciencia cognitivos o volitivos”. El OED añade también el significado abstracto de “‘sensación’ como distinta de las otras clases de fenómenos mentales” (def. 4b). Lo que es notable en todas estas definiciones es el énfasis que ponen en sensación, afecto y experiencia subjetiva, sin referencia alguna a la causa externa del sentimiento. De hecho, el OED explícitamente acentúa el contraste entre emoción y lo que llama “estados cognitivos de conciencia”. En esta perspectiva, el miedo es una sensación –pues eso es lo que es una emoción– que emana de una evaluación de un peligro potencial; la cognición precede a la emoción y se distingue de ella. La emoción misma –la sensación o estado subjetivo– implica solo una relación indirecta con el objeto que es causa de la aprensión.
Comparemos ahora la definición aristotélica de pathos, la palabra griega que corresponde más próximamente al inglés emotion o al castellano “sentimiento”:
Porque las pasiones son, ciertamente, las causantes de que los hombres se hagan volubles y cambien en lo relativo a sus juicios, en cuanto que de ellas se siguen pesar y placer. Así son, por ejemplo, la ira, la compasión, el temor y otras más de naturaleza semejante y sus contrarias. (Retórica 2.1, 1378a20-23)
Se trata ciertamente de una definición inusual, adoptada, que yo sepa, solo por Spinoza, en tiempos modernos (Ética [1677], Pars III: “Definición General de Emociones”). Sea cual sea su validez general, está claro que, para Aristóteles, la capacidad de causar efecto sobre las decisiones es esencial en las emociones. Las emociones no son sensaciones, sino más bien “estados de conciencia cognitivos o volitivos”, en palabras del OED; por el contrario, ellas mismas son cognitivas en su naturaleza, que es por lo que pueden condicionar otros juicios. Una emoción como el miedo, pues, tiene una relación directa con su objeto. En otras palabras, la conciencia de un peligro inminente es justamente lo que es el miedo, o es, de cualquier modo, inseparable del miedo; esto es lo que quiero decir cuando digo que el miedo, para Aristóteles, es intencional en su naturaleza.
Para ver más claramente la diferencia entre la concepción aristotélica del miedo y la implicada en las definiciones de diccionarios modernos, podemos considerar la relación entre miedo y valentía en las dos perspectivas. El diccionario Merriam-Webster afirma que, entre varios sinónimos tales como ansiedad, miedo, terror, etc., “miedo es el término más general e implica ansiedad y normalmente pérdida de valor”. Una persona valiente, se sigue, no tiene miedo, un punto de vista que es común hoy día.8 Aristóteles, por el contrario, afirma que alguien incapaz de experimentar miedo “sería un loco o insensible al dolor” (Ética a Nicómaco, 1115b23-28), y, por tanto, cualquier cosa, menos valiente.9 Del mismo modo, Sócrates, en un diálogo que transmite Jenofonte (Memorabilia, 4.6.10), concluye que “quienes no tienen miedo de cosas [terribles] porque no saben lo que son, no son valientes en absoluto”. A esto, su interlocutor responde: “Correcto, pues según eso, los locos y cobardes serían considerados valientes”.10 Si los soldados en la batalla, por ejemplo, son conscientes del peligro, se sigue automáticamente que sienten miedo, puesto que el miedo es precisamente la angustia que surge de la impresión de un miedo inminente. En el concepto moderno, sin embargo, en que el miedo es una sensación que se produce por la conciencia del peligro, uno podría suprimir, controlar o erradicar la emoción, incluso si uno siguiera consciente de la amenaza. La carencia de miedo en frente del peligro es resultado de la distancia que se establece, en la perspectiva moderna, entre el sentimiento y el conocimiento. El de la antigua Grecia era un mundo, vale la pena comentar, en el que la guerra era una constante de la vida, con pérdidas enormes y ejércitos en los que participaban todos los ciudadanos.
De hecho, Aristóteles no tiene prácticamente nada que decir en la Retórica sobre los estados de sentimientos y sensaciones asociados con varias emociones, incluyendo el miedo. Esto contrasta fuertemente, de nuevo, con las consideraciones modernas del miedo y otros sentimientos. Puedo poner como ejemplo un artículo de Hartmut Böhme titulado “Gefühl”, término que, como sus sinónimos der Affekt, die Emotion, die Ergriffenheit, die Gefühlsregung, die Gemütsbewegung, die Regung, die Rührung, etc., parece poner el énfasis directamente en el lado de la emoción. Böhme (1997, p. 525) comienza por afirmar que la conexión entre los sentimientos y el conocimiento científico parece irónica, “puesto que este último existe y los primeros no”. Y, esto no es sorprendente, añade Böhme: “Donde la virtud de una persona que tiene conocimiento es neutralizar el afecto, los sentimientos desaparecerán en él, a pesar de su deseo de reconocerlos”.11 Böhme concluye con una cita del verso famoso de Heine: “Ich weiß nicht, was soll es bedeuten, dass ich so traurig bin”, y observa: “Los sentimientos no significan nada. No tienen propósito. Y no son intencionales”.12 Desde luego, si suprimimos cualquier cualidad cognitiva o intencional de las emociones, y las reducimos a meras impresiones –lo que los filósofos llaman un quale– no está claro que pudiéramos conocerlas, o, incluso, si sería posible distinguir un sentimiento de otro. En mi opinión, el acercamiento cognitivo de Aristóteles tiene una ventaja considerable cuando se trata de la comprensión científica de las emociones en general, y del miedo en particular.
Sin embargo, lo que el análisis de Aristóteles gana con respecto a una emoción concreta como el miedo, parecería perderse cuando se trata de entender un sentimiento más difuso como la ansiedad. Pues, como Keith Oatley (1992, p. 65) observa, “Estados de angustia no tienen ningún objeto evidente”.13 La Encyclopædia Britannica Online (2006), por su parte, define la ansiedad (s.v.) como “un sentimiento de miedo, temor, o aprensión, a menudo sin clara justificación”.14 El artículo sigue explicando:
La ansiedad se distingue del miedo porque el último surge en respuesta a un peligro claro y presente, tal como uno que afecta a la seguridad física de una persona. La ansiedad, en contraste, surge en respuesta a situaciones aparentemente inocuas o es el producto de conflictos emocionales subjetivos, internos, cuyas causas pueden no ser obvias para la persona misma […] una ansiedad difusa o persistente que no se asocia con ninguna causa o preocupación mental en particular se llama general o flotante (trastorno de ansiedad generalizada crónica).15
Precisamente, en la medida en que la ansiedad no tiene objeto o causa específica, parecería resistir análisis en términos de cognición e intención; de ahí que no pueda considerarse una emoción, o pathos, en el sentido aristotélico en absoluto.
De hecho, Aristóteles tiene poco que decir sobre lo que llamaríamos ansiedad, o sobre tales estados difusos como la admiración, la soledad, el aburrimiento, la tristeza, la frustración o un anhelo sin objeto. En su tratado Sobre el alma (1.1, 403a23-24), Aristóteles observa casi de pasada que “aunque no hay nada terrible que los amenace, la gente se encuentra con los sentimientos de alguien que está asustado”. Pero no llega a desarrollar esta observación en una noción de vaga aprensión separada de la impresión de un peligro específico. En su breve ensayo Sobre los sueños (3, 460b3-8), Aristóteles observa que la gente puede ver imágenes durante el sueño, incluso en ausencia de estímulos externos, y añade que, cuando estamos bajo la influencia de la emoción, nos inclinamos a confundir un objeto que tiene un parecido con algo que tememos o amamos, con la cosa en sí. Pero una teoría cognitiva e intencional de las emociones no requiere que identifiquemos el objeto correctamente. De igual forma, una persona con una disposición al miedo puede ver peligro donde alguien menos tímido no ve nada, y, sin embargo, no estar en una situación de ansiedad indeterminada. Para Aristóteles, el miedo es siempre miedo de algo, aunque es discutible que una cosa sea realmente peligrosa.
Pero si Aristóteles y sus contemporáneos fracasaron en, o no tenían necesidad de, articular un concepto de ansiedad, filósofos posteriores sí la tuvieron, y sobre todo los asociados con la escuela de Epicuro. Cuando Horacio, que había estudiado con un profesor epicúreo cerca de Nápoles, escribe, “pues ni las riquezas ni una guardia consular nos libra de las tristes perturbaciones de la mente, ni un techo artesonado de las preocupaciones que revolotean en nuestro entorno” (Odas, 2.16.9-12), puede estarse refiriendo a preocupaciones concretas, pero uno tiene la impresión de que más bien tiene una inquietud generalizada. Con todo, esto es aún más claro cuando Horacio habla de romanos con poder que corren de acá y allá, pero “miedo y amenazas trepan junto al amo […] y una negra preocupación [cura] va sentada tras él según cabalga” (Odas, 3.1.37-40; cfr. Lucrecio, 3.1053-70). En el siglo segundo d. C., un epicúreo llamado Diógenes, que erigió en la ciudad de Enoanda (en lo que es ahora Turquía) una inscripción enorme que resume las enseñanzas de Epicuro, formuló lo que parece ser una distinción entre miedo y ansiedad (fragmento 35 II Smith): “De hecho, este miedo es unas veces claro, y otras no: claro, cuando evitamos algo manifiestamente dañino, como el fuego, por el miedo de que nos sorprenda la muerte en ello; no claro cuando, aunque la mente esté ocupada en otra cosa, se nos insinúa en nuestro interior y [nos acecha]” (Smith, 1993, p. 385) (la última palabra representa una restauración posible del texto griego, que se interrumpe en este punto).
El miedo que más preocupaba a los epicúreos era el miedo a la muerte. Sostenían, contra el punto de vista de Aristóteles (citado antes) y muchos pensadores posteriores, que la gente teme a la muerte no solo cuando está cerca, sino continuamente, y que este miedo es tanto la mayor causa de la perturbación mental como la razón por la que la gente persigue la riqueza y el poder de manera obsesiva: es como si creyeran que pueden evitar la muerte de esta forma, aunque de hecho a menudo terminan cortejándola al arriesgar sus vidas. Lucrecio lo expresa así (3.59-64):
Además, la avaricia y la ciega lujuria por estatus, que dirige a los miserables a traspasar más allá de los límites de lo correcto [o lo justo] y, a veces, como cómplices y colaboradores del crimen, luchar día y noche con prodigioso esfuerzo por escalar la cúspide de la riqueza – estas úlceras de la vida se nutren en un grado no pequeño por el miedo de la muerte.16
De hecho, el miedo a la muerte se apoya en una opinión errónea, pues, como Epicuro dijo, “la muerte no es nada para nosotros” (Epicuro Carta a Meneceo 124; Doctrinas principales 2; cfr. Lucrecio 3.830). La muerte no puede hacernos daño, porque estar muerto es simplemente no ser, y, por tanto, no hay sujeto del dolor o la destrucción. Los epicúreos construyeron docenas de argumentos para probar que la muerte no contiene terrores (cfr. Warren, 2004); de hecho, el mayor propósito de su concepto materialista de la naturaleza era mostrar que el alma muere con el cuerpo, y, por tanto, no es ya vulnerable al sufrimiento, por ejemplo, a ser castigada en el más allá. Lucrecio, en un pasaje que repitió tres veces (2.55-61, 3.87-93, 6.35-41), comparaba el miedo irracional a la muerte con los terrores de los niños pequeños:
Pues, así como los niños tiemblan y temen todo en una oscuridad cegadora, del mismo modo nosotros tememos incluso en la luz del día, a veces, cosas que no son más temibles que los peligros imaginarios que hacen que los niños tiemblen en la oscuridad. Esta oscuridad terrorífica que envuelve a la mente ha de disiparse no con los rayos del sol y los cegadores rayos de luz del día, sino con el estudio del aspecto superficial y el principio subyacente de la naturaleza.
Es plausible que el miedo a la muerte estuviera entre los que Diógenes de Enoanda clasificaba como no claros, en oposición a los que responden a algo que es manifiestamente dañino. Sin embargo, es necesario hacer cualificaciones. Para Diógenes, un miedo de algo que obviamente anuncia muerte, como el fuego, puede ser claro. Morir es, pues, algo por evitar. Pero el miedo a estar muerto, o de lo que pueda pasarle a uno una vez muerto, es irracional, y presumiblemente es este miedo el que domina a las personas “mientras la mente está ocupada en otra cosa”. Pero ¿podemos clasificar tal miedo erróneo como ansiedad?
Como hemos visto en el pasaje de Lucrecio citado antes, los epicúreos creían que el miedo irracional de la muerte podía ser eliminado por medio del argumento razonado y la ciencia. Al respecto, Epicuro piensa, como Aristóteles, que para calmar el miedo uno demuestra que su objeto de hecho no es peligroso. Pero para Epicuro, el miedo a la muerte es persistente incluso cuando no hay una amenaza obvia e inmediata; es más, opera incluso cuando no somos conscientes de un mal o peligro específico. ¿Podemos ir tan lejos como para decir que este miedo es inconsciente, o que es, en las palabras de la Encyclopedia Britannica, “el producto de conflictos emocionales subjetivos, internos cuyas causas pueden no ser obvias para la persona misma”? Los estudiosos están divididos sobre esta cuestión, unos sostienen que el miedo es, de hecho, inconsciente, mientras que otros sostienen que, estrictamente hablando, no se nos oculta, sino que simplemente lo negamos o no lo reconocemos (para este último punto de vista, ver Gladman y Mitsis, 1997). Nos olvidamos, sin embargo, de las formas en que los deseos irracionales de riqueza y poder son estimulados por el temor a la muerte, como Lucrecio afirma, o, más precisamente, el miedo de estar muerto y del posible castigo en el más allá. En esta medida, pues, este temor se asemeja a la noción moderna de ansiedad. La función de la filosofía epicúrea, a su vez, es exponer, sacar a la luz la fuente de esta ansiedad, y curarla demostrando que, en realidad, no tiene base.
La diferencia entre el análisis del miedo aristotélico y el de Epicuro puede que tenga que ver con los cambios de la vida política en las ciudades-Estados griegos, y sobre todo en Atenas, en la época después de las conquistas de Alejandro Magno. Mientras Aristóteles describía las emociones en el contexto del libre debate entre ciudadanos en una amplia democracia, donde las cuestiones urgentes tocaban la guerra y las relaciones entre clases sociales, en los tiempos de Epicuro se nota un énfasis cada vez más destacado en la vida personal, en que lo importante era la posibilitad de eliminar las perturbaciones que afectaban el placer y el dolor cotidianos. Era un mundo en que las poleis no tenía más la independencia de determinar sus propios destinos, y el miedo a la muerte se consideraba más en el contexto de la terapia y mucho menos en relación con la valentía militar. Y vale la pena notar también que unos pocos siglos después de la muerte de Epicuro, con todo su esfuerzo de eliminar el miedo al castigo en el más allá, surgió una versión del cristianismo en la cual ese miedo se inculcaba permanentemente en la gente, y casi todos vivían con la angustia de sufrir un dolor eterno en el infierno. Las causas y los efectos de tal cambio radical en la ideología merecen un estudio detallado del punto de vista histórico.