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La solidaridad
ОглавлениеLa comprensión de la exclusión ha de llevar a una seria consideración de la solidaridad como metáfora de la expansión, la cual tiene como punto de partida, para el mejoramiento de las prácticas sociales, el mayor acceso posible a las descripciones de situaciones de quienes son víctimas de actos de crueldad como la humillación. Esto con el propósito de generar la suficiente resonancia o comunicación emocional. Dicho acceso se puede propiciar mediante los recursos del arte, es decir, mediante el ejercicio de imaginarse en las terribles situaciones a las que están expuestas algunas personas. Como consecuencia de esto, el interés no ha de centrarse en comprender las razones para preocuparse por el sufrimiento de los otros, sino en cuidar de percatar-se cuando se esté en circunstancias donde se esté humillando a una persona. Ahora, esto no se logra mediante un proceso de reflexión sobre la naturaleza humana, es más bien un proceso de entrenamiento en una forma de educación que lleve a las personas a desarrollar una sensibilidad suficiente frente al dolor de los otros y, en esta medida, a ser precavidas o cuidadosas de las situaciones donde imperen formas de crueldad como la estigmatización, la segregación y la exclusión (Girado-Sierra, 2021).
Se hace evidente en este punto la importancia del arte como facilitador de la metáfora de la expansión, esto es, de la realización de las esperanzas sociales. En la literatura, en particular, no solo se encuentran narraciones sobre formas de vida (pasadas o presentes, cercanas o muy ajenas) que fortalecen la capacidad de comprensión de otros léxicos, otras prácticas y otras esperanzas, sino también un impulso para imaginar qué tan cruel se puede llegar a ser o, por el contrario, cómo conseguir mejorar. Las novelas, los poemas, las etnografías y las crónicas son una auténtica forma de expresar el dolor de los excluidos, los humillados o las víctimas a las que se les ha anulado la comunicación dado que, no solo han sido reducidas a una situación no discursiva como el dolor, sino que se les ha hecho vergonzantes de sí. En tal sentido, sostiene Rorty:
En el seno de una cultura metafísica liberal, las disciplinas a las que se les encomendó la tarea de penetrar más allá de las diversas apariencias privadas para llegar a la realidad común general única –la teología, la ciencia, la filosofía– fueron las únicas de las que se esperó enlazaran a los seres humanos entre sí y ayudasen de ese modo a eliminar la crueldad. En cambio, en el seno de una cultura ironista, son las disciplinas que se especializan en la descripción intensa de lo privado y lo individual aquellas a las que se le asigna ese trabajo. En particular, las novelas y las obras de etnografía que nos hacen sensibles al dolor de los que no hablan nuestro lenguaje deben realizar la tarea que se suponía que tenían que cumplir las demostraciones de la existencia de una naturaleza humana común. La solidaridad tiene que ser construida a partir de pequeñas piezas, y no hallada como si estuviese a nuestra espera bajo la forma de un Ur-lenguaje que todos reconociéramos al escucharlo. (2001, p. 112)
Este tipo de educación en la solidaridad tiene como objetivo el identificarse de forma imaginativa con los detalles de las vidas de quienes se consideran los otros (Rorty, 2001, p. 190). Sin embargo, a pesar de que se pueda urdir una férrea defensa de las garantías de la solidaridad, no es conveniente tomarla como una convicción moral y política que ofrece la última palabra, pues daría igual que si se sostuviera fanáticamente la idea de una naturaleza humana benévola o cruel, o una fundamentación filosófica que explique satisfactoriamente por qué las cosas suceden de la forman en que lo hacen, ya que, en sentido pragmatista, esta radicalización de las posiciones solo serviría para ayudar a tomar consciencia de la identidad moral propia o del lugar que se ocupa en la sociedad. En otras palabras, si desde el punto de vista de la metáfora del acercamiento a un ideal ahistórico, la historia de las distintas convicciones morales y políticas se entendía como la búsqueda de un orden previamente establecido que otorgaba sentido a la sucesión de acontecimientos, la historia leída desde la metáfora de la expansión se entiende como un conjunto de experimentos que han venido teniendo lugar, sin ninguna garantía de que no se repetirán, se perpetuarán o se enfrentarán a la emancipación, dado que las personas no hacen la historia guiadas por un orden suprahistórico o una necesidad metafísica; en términos orwellianos, señala Rorty:
No dice [O´Brien] que la naturaleza del hombre, la del poder, o la de la historia, garantiza que una bota ha de oprimir siempre, sino, más bien, que sencillamente ocurre que ha de hacerlo. Dice que simplemente ocurre eso, que las cosas se muestran de esa manera, y que sencillamente se da que el escenario no puede ser modificado. Una cuestión de hecho, puramente contingente –tan contingente como un cometa o un virus–: tal cosa ha de ser el futuro. (2001, p. 201)
En este sentido, así como a muchas sociedades sencillamente les ha ocurrido que en el poder estén personas capaces de imaginar condiciones de vida con menos dolor y humillación, y con más libertad e igualdad, es completamente posible que dichas sociedades puedan ser dominadas en el futuro por autócratas crueles (o por el colectivismo oligárquico de O´Brien descrito por Orwell). Es en este contexto en el que habrá de entenderse lo que Rorty dice:
La socialización se derrumba permanentemente, y quién logre realizarla es algo que a menudo depende de quién mata primero a quién. El triunfo del colectivismo Oligárquico, si llega a producirse, no se producirá porque los hombres sean esencialmente malos, o no sean en realidad hermanos, o realmente no tengan derechos naturales, tal como el Cristianismo y el liberalismo político no han triunfado (en la medida en que lo han hecho) porque los hombres sean esencialmente buenos, o sean en realidad hermanos, o realmente tengan derechos naturales […] El que se pudiera considerar un grave error el hallar diversión en ver a seres humanos ser despedazados por animales, constituyó una vez una contingencia histórica tan inverosímil como el Colectivismo Oligárquico de O´Brien. Lo que Orwell nos ayuda a ver es que puede haber ocurrido sencillamente que Europa empezase a apreciar los sentimientos de benevolencia y la idea de una humanidad común, y que puede ocurrir sencillamente que el mundo termine por ser dominado por personas que carecen enteramente de sentimientos o de una ética semejantes […] Cómo sean nuestros gobernantes no es algo que vaya a estar determinado por grandes verdades necesarias referentes a la naturaleza humana y a su relación con la verdad y con la justicia, sino por una infinidad de menudos hechos contingentes. (2001, p. 201)
A pesar de esto, la lectura pragmatista de la historia no ha de ser tomada como un paso hacia la desesperanza; por el contrario, es una invitación a considerar la importancia de incentivar la compasión y la solidaridad al recurrir a narraciones –como el relato orwelliano– donde se pone a las personas en situación de imaginar que la crueldad es algo que sencillamente ocurre, pero que, también, sencillamente se puede enfrentar promoviendo mecanismos de sensibilización para la inclusión o el estrechamiento de los espaciamientos sociales (Girado-Sierra, 2019). Además, ha quedado claro hasta aquí que la solidaridad humana, teniendo en cuenta el soporte teórico rortiano, no puede depender del reconocimiento de una esencia humana, con la que, en la consideración de muchas personas, no contarían algunos pseudohumanos, anormales, sobrantes o individuos antígenos. La solidaridad humana, vista desde la perspectiva pragmatista, es un hecho que depende de las distintas formas como las sociedades, en su interior, incentiven la simpatía entre sus miembros, con sus vecinos y con quienes están por fuera de la configuración de su círculo social.
Si bien es cierto que, “en épocas como la de Auschwitz, en las que en la historia se produce un cataclismo, y las instituciones y las normas de conducta tradicionales se desploman, deseamos algo que se encuentre más allá de la historia y de las instituciones” (Rorty, 2001, p. 208), es preciso advertir que una obligación moral fundada en lazos metafísicos-universales es posible contrarrestarla con la tesis según la cual la obligación moral con el otro se deriva de la dinámica de pertenencia e inclusión a un nosotros (Sellars, 1968, p. 222). De hecho, tal fue el caso de familias alemanas que protegieron a sus vecinos judíos al mismo tiempo que ignoraban o no se arriesgaban con judíos que consideraban por fuera de su círculo social. La solidaridad humana como capacidad de asimilar la situación de los demás ha devenido bajo distintos rostros en cada situación histórica, sin embargo, en cualquier caso, ha tenido como punto de partida la fuerza de identificación expresada en un simple “es uno de nosotros” y, así mismo, la disposición a incluir en ese nosotros –gente de nuestra clase– a quienes son considerados como los otros –distintos, anormales, pseudohumanos o extraños–. Así, la solidaridad ha de ser comprendida más como metáfora de la expansión del círculo del nosotros, que como acercamiento a una meta moral o al descubrimiento del deber con la humanidad.
De hecho, dicha fuerza de identificación, en cuanto supuesto de inclusión, no está soportada en ideales universales de justicia o en una comunión con una esencia humana tan determinante como para reconocer solamente a los animales, los vegetales o las máquinas como los otros. En efecto, “lo típico es que la fuerza de ‘nosotros’ es contrastante, en el sentido de que contrasta con un ‘ellos’ que también está constituido por seres humanos: por la especie errónea de seres humanos” (Rorty, 2001, p. 209). En otros términos, es mayor la efectividad de la afectividad en el círculo más cercano del nosotros –en la familia, por ejemplo– que para con aquellas personas ajenas o extrañas. Así, la solidaridad se torna más fuerte con aquellos que comparten la vida cotidiana, ideales, léxico o esperanzas. En esta medida, el nosotros es algo más restringido y más local que la especie humana (Girado-Sierra, 2020); debido a esto, dicho sentimiento no se suscita frente a los demás al aludir que “es un ser humano como yo”, toda vez que dicha alusión constituye “la explicación débil, poco convincente, de una acción generosa” (p. 209).
De lo que se trata, entonces, es de evitar que se anule la imaginación como posibilidad de generar vínculos con personas que no son “de los nuestros”. Sin embargo, la solidaridad así pensada parece débil ante la lectura que ofrece la posición secular del universalismo ético, el cual sostiene, tal como lo ha pensado la tradición kantiana (Kant, 2005, pp. 32-33), que se está obligado moralmente a hacer el bien a alguien no porque se compartan situaciones concretas, contingentes, sino en tanto ser-racional significa hacerse responsable de toda la humanidad –se trata de un acercamiento a la humanidad, lo que supone un alejamiento de los aspectos consuetudinarios de la comunidad local–. En otras palabras, el sentido pragmatista dado a la solidaridad parece frágil o falso debido a que sostiene que esta se basa en una fuerza de identificación que funge como supuesto de inclusión, y le resta importancia al soporte del deber como obligación moral universal. A esto se refiere Rorty cuando afirma:
Mi posición involucra que los sentimientos de solidaridad dependen necesariamente de las similitudes y las diferencias que nos causen la impresión de ser las más notorias, y tal condición de notorio es función de un léxico último históricamente contingente. Por otra parte, mi posición no es incompatible con la exhortación a que extendamos nuestro sentido de “nosotros” a personas a las que anteriormente hemos considerados como “ellos” […] La concepción que estoy presentando sustenta que existe un progreso moral, y que ese progreso se orienta en realidad en dirección de una mayor solidaridad humana. Pero no considera que esa solidaridad consista en un yo nuclear –la esencia humana– en todos los seres humanos. En lugar de eso, se la concibe como la capacidad de percibir cada vez con mayor claridad que las diferencias tradicionales (de tribu, de religión, de raza, de costumbres, y las demás de la misma especie) carecen de importancia cuando se las compara con las similitudes referentes al dolor y la humillación; se la concibe, pues, como la capacidad de considerar a personas muy diferentes de nosotros incluidas en la categoría de “nosotros” […] Las principales contribuciones del intelectual moderno al progreso moral son las descripciones detalladas de variedades particulares del dolor y la humillación (contenidas, por ejemplo, en novelas o en informes etnográficos). (2001, p. 210)
Esta posición rortiana basada en “motivos empíricos” es objeto de sospecha por parte de la posición metafísica o racionalista; esto debido a que el universalismo ético, que ha contribuido al desarrollo posterior de las instituciones y a una conciencia cosmopolita, ha intentado escapar de este tipo de reconocimiento de la conmiseración ante el dolor y el remordimiento por la crueldad, sobreenfocando, en cambio, la razón y, por tanto, el deber, cual obligación moral basada en esta. Ha considerado que “el respeto por la ‘razón’, por el núcleo común de humanidad, era el único motivo que no era ‘meramente empírico’, que no dependía de los accidentes de la atención o de la historia” (Rorty, 2001, p. 211). La consecuencia de todo esto es que la promoción de un sentimentalismo moral, basado en la simpatía, la conmiseración o la compasión, ha sido considerada desde entonces muy débil como para encargarle algo tan serio como la reducción de las prácticas sociales crueles, esto es, causantes de dolor y humillación a algunas personas.
Desde la lectura pragmatista que se ha hecho, sin embargo, el tradicional lema “tenemos obligaciones para con los seres humanos” se podría interpretar como una invitación a esa situación utópica en la que, apelando a la solidaridad como metáfora de la expansión, se logra ampliar lo suficiente el círculo del nosotros, por vía de la narración de historias conmovedoras. Es en este horizonte en el que Rorty (2001) exhorta: “debiéramos tener en la mira a los marginados: personas que instintivamente concebimos aún como ‘ellos’ y no como ‘nosotros’. Debiéramos intentar advertir nuestras similitudes con ellos” (p. 214); mas ese we-should (debiéramos) no ha se ser tomado como si se tratara de un imperativo, sino como una recomendación. Aún más, el recurrente we-should-include (debiéramos incluir) es un llamado a darle lugar a la metáfora de la expansión, es el corolario de una crítica al supuesto de que las personas se están acercando paulatinamente a la “forma correcta” de la solidaridad, producto del dar con el sentido universal del deber, alejándose poco a poco de formas sentimentales o débiles que remarcan en la ampliación de la lealtad y la educación emocional.