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ELVIS Y MARILYN

Suelo decir que, si hubiese dependido de mí, Elvis Presley y Marilyn Monroe nunca se habrían convertido en estrellas. Sin embargo, fui el primero en mencionar –no sin que eso resultara escandaloso– la Coca Cola en una letra de canción en Brasil. En la segunda mitad de los años 50, en Santo Amaro, eran muy pocos los chicos y chicas que se sentían fascinados por la vida americana de la era del rock’n’roll y trataban de copiar sus apariencias. Los muchachos de jeans y botas, las muchachas con cola de caballo y chicle en la boca eran tipos que nosotros conocíamos bien. Pero no solo eran una minoría: me parecían un modelo poco atractivo porque, aun siendo exóticos, eran mediocres. No quiero decir que se tratase de un grupo al que yo no pertenecía y con el que mantenía una relación de hostilidad mutua. No. Era más una tendencia que se manifestaba de forma muchas veces encubierta en algunos pocos conocidos míos –y decididamente no se trataba de los más inteligentes o los de personalidad más interesante. Pero eso no me llevaba a nada, más allá de compartir con los santamarenses razonables una actitud crítica condescendiente con respecto a lo que parecía tan evidentemente inauténtico en esos muchachos. No era la inautenticidad cultural lo que les criticábamos, una alienación de las raíces regionales o nacionales –no manejábamos esas nociones, aunque una forma blanda e ingenua de nacionalismo no nos fuera del todo extraña–; lo que criticábamos era la inautenticidad psicológica visible de esos chicos que se esforzaban por copiar un estilo que los deslumbraba, pero cuyo desarrollo no sabían cómo acompañar. Nos reíamos de ellos, como si nos diéramos cuenta de que estaban actuando.

De hecho, lo que más me alejaba de esa tendencia a la americanización era que hubiese llegado a mí sin ningún rastro de rebeldía.

Cuando tenía seis o siete años, hacia fines de los años 40, una de las múltiples primas mayores que vivían en casa con nosotros (ya debía tener entonces más de treinta años) me dijo, entre divertida e irritada, con esa sinceridad negligente con la que nos desahogamos delante de los niños: “Hijito, me gustaría vivir en París y ser existencialista”. Me produjo curiosidad: “Minha Daia –así llamamos aún hoy, a pocos años del 2000, a esa criatura adorable–, ¿qué es existencialista?”. Y ella, con una creciente rabia deliberada en la voz: “Los existencialistas son filósofos que hacen solo lo que quieren, todo lo que tienen ganas de hacer. Yo querría vivir como ellos, lejos de esta vida tacaña de Santo Amaro”.

Con una mirada retrospectiva, imagino que Minha Daia, en su definición del existencialismo –que sin dudas era un fenómeno pop en los años 40–, podía estar repitiendo simplemente los versos de una exitosa marchita carnavalesca llamada Chiquita Bacana, en la que se completa el retrato del personaje que le da título con la información de que es:

existencialista

com toda a razão

só faz o que manda

o seu coração.2

Pero evidentemente su conocimiento del tema iba más allá de la información contenida en esa marchita, ya que se refirió a “filósofos existencialistas” cuando quiso contarme (sin imaginar que yo nunca lo olvidaría) de aquellos que la tentaban mostrándole una vida más libre que la que le era posible llevar en Santo Amaro.

La rebelión contra esa vida “tacaña” no parecía ser un rasgo del comportamiento de mis colegas que imitaban a los cantantes de rock americanos. Por el contrario, sus actitudes, que sugerían un intento torpe por ganar estatus dentro de una escala de valores establecidos y mal interpretados, eran, a mis ojos, una nítida muestra de conformismo. Personalmente, yo sabía que lo verdaderamente importante para mí no los sensibilizaba.

Santo Amaro, donde nací en 1942, era una pequeña ciudad bastante homogénea desde el punto de vista urbanístico y arquitectónico –incluso hoy, algunas construcciones todavía en pie datan del siglo xviii y, muchas, del siglo xix– y, ya a mediados del siglo xx, no abrigaba heterogeneidades sociales estridentes la clase media baja que poblaba los grandes sobrados y las casitas pegadas unas a otras frente a caminos arbolados con Ficus Benjamina y calles con adoquines de granito (nuestra familia pertenecía a esa clase media: mi papá era funcionario de Correos y Telégrafos) estaba siempre muy cerca de la pobreza semirrural que rodeaba el centro del municipio (y proveía de mano de obra para trabajos domésticos), pero no tenía ningún contacto directo con la riqueza: el fausto que muchas familias locales conocieron desde el período colonial hasta fines del siglo xix dejó una herencia arquitectónica para funcionarios públicos, curas, médicos, dentistas, jueces, abogados y pequeños comerciantes, pero la tradicional fuente de ingresos de la región –el azúcar, con sus ingenios y usinas rodeados por vastos cañaverales– pasó poco a poco a integrar patrimonios mucho mayores, centrados en otras regiones del país, de modo que nada de lo que se ganaba con el producto de la tierra del municipio era gastado en Santo Amaro, y ninguno de los nuevos grandes terratenientes vivía o había nacido allí.

Yo llevaba una vida pacífica, en medio de una familia grande y amorosa, en esa ciudad pequeña y bonita en su urbanismo acogedor.

Aun así, la pobreza vista siempre tan de cerca no era lo único que me llevaba a querer cuestionar el mundo: los valores y hábitos consagrados estaban lejos de parecerme aceptables. Era impensable, por ejemplo, tener sexo con las muchachas que respetábamos y nos gustaban; las chicas negras de las familias que estaban en el límite de la clase media tenían que tener el pelo estirado para poder sentirse presentables; las mujeres y jóvenes “rectas” no debían fumar; un tipo con aspecto de canalla que se “comía” chicos (a pesar de que se repetía siempre en el colegio que “el que empieza poniéndola acaba entregando” y ese mismo tipo ya era considerado como en una especie de “fase de transición”) encontraba un ambiente de complicidad masculina en el bar en el que se insultaba a los maricones (o a cualquiera que le pareciese levemente afeminado al grupo de parroquianos; los hombres casados eran alentados a tener por lo menos una amante, mientras que las mujeres (amantes o esposas) tenían que ostentar una fidelidad inquebrantable, etcétera. Por supuesto que los principios que estaban detrás de esos hábitos no eran exclusividad de Santo Amaro, ni siquiera de las pequeñas ciudades del interior: en los años 50, con variaciones según la región, clase y cultura, sucedía más o menos lo mismo en todos lados. Y, si bien hoy aquellas costumbres parecen revolucionadas a tal punto que mucha gente alardea con la amenaza del caos, los presupuestos que las sustentaban y que existían desde hacía mucho tiempo permanecen, aunque muchas veces solo como tema de discusión.

Para mí era muy claro que estaba en desacuerdo con esas realidades. Pero todas ellas vividas en conjunto, y sumadas a tantas otras de las que yo no tenía conciencia, me producían un malestar difuso que intentaba conjurar con pequeñas excentricidades y grandes reflexiones. Al imponerse a cada uno de nosotros como un mundo cerrado en sí mismo, el ambiente de nuestra casa era un tanto opresivo. Un mundo pacífico y tierno pero tal vez demasiado introspectivo. El hecho de que mi papá trabajase en casa (entonces la agencia postal-telegráfica tenía que ser en la casa del jefe) contribuía mucho a crear esa sensación. Las dimensiones gigantescas de la casa y el número elevado de miembros de la familia también eran factores agravantes. Muchos amigos nos frecuentaban. Todos traíamos a nuestros compañeros a jugar. Además de las visitas que venían a ver a nuestros padres, aparecían para conversar colegas de trabajo y estudio de nuestras primas y hermanas mayores. Muchos eran indefectibles visitantes cotidianos. Así, el caserón era un mundo también para toda esa gente que venía del mundo. Nosotros mismos salíamos poco, ninguno tuvo nunca la costumbre de ir a jugar “a casa de los otros”. Pero la vida alegre y sensual del refugio estaba representada por la comida (su famosa alta calidad cerraba todavía más nuestro mundo), por la dulzura en el trato, por las ruedas de samba que se repetían en cada fiesta. Esto no debía desentonar con las costumbres sombrías y solemnes que nos daban al mismo tiempo seguridad y miedo. Recibíamos la bendición de nuestros padres todas las mañanas al despertar y a la noche antes de ir a la cama. Oíamos en respuesta: “Que Dios lo bendiga” o “Que Dios lo haga feliz” o “Que Dios le dé suerte”. Tratábamos a nuestros padres de o senhor y a senhora, no usábamos nunca el você, íntimo en Brasil, aunque fuese una forma abreviada de vosmecê, un tratamiento reverencial obligatorio hasta que fue sustituido por o senhor y a senhora, cosa que representó un gran alivio.3 No podíamos dormir sin rezar. Más de una vez oí que podríamos morirnos durante el sueño e ir al infierno si éramos sorprendidos sin haber orado. Veíamos familias enteras llevando el luto por algún pariente muerto y, aunque nuestros mayores repitiesen que eran más importantes los verdaderos sentimientos que las convenciones, cuando murió Mãe Mina, hermana de mi padre, queridísima tía nuestra (cuya agonía adiviné en medio de la noche al oír desde mi cama su respiración ahogada, en el cuarto en el cual Roberto y yo dormíamos con ella), se nos prohibió durante meses tocar el piano, ir al cine, bailar, usar ropa de colores, cantar, silbar o reír dentro de la casa (o incluso en la calle, “delante de los otros”). Había un “cuarto del santo”, que tenía un nicho con el Crucificado e imágenes de la Virgen, de San Antonio, de San José, la paloma del Espíritu Santo y el niño Jesús. Minha Ju –la hermana de mi padre que dedicó su vida a ayudarlo en nuestra crianza, trabajando con él en el telégrafo y dándole la totalidad de su salario– dirigía las oraciones: trece noches para San Antonio, un mes para San José, el mes de María, etcétera. Todo eso rezado a capela, sin música, al revés de lo que se hacía en otras casas, a pesar de que en la iglesia Minha Ju era una cantante (buena) del coro. Yo me acomodaba en esos rituales, pero, poco a poco, me fui rebelando contra las formalidades. Tenía intuiciones filosóficas complicadas. Sentí con fuerza la evidencia solipsista de la imposibilidad de probar para mí la existencia del mundo –incluso la de mi cuerpo. Con angustia y orgullo, a los siete u ocho años (sé que no pudo haber sido más tarde porque tuve ese pensamiento en la casa de los Correos, antes de que nos mudáramos a la Rua do Amparo, lo que sucedió cuando cumplí ocho años), me prometía crecer para hacer un escándalo entre los hombres respecto de la certeza de que, si no puedo salir de mí –y no puedo–, no existe mundo ni cosas ni nada, solo mi pensamiento. Y me reprimía frente al contrasentido de querer gritarle a los otros hombres que sabía que no existían. En ese entonces yo llegaba a pensar que denunciar su inexistencia sería un modo de forzar algún acontecimiento en el mundo. Poco tiempo después de nuestra mudanza a la Rua do Amparo, cuando acababa de tomar la primera comunión y tenía la obligación de asistir a la misa dominical, decidí comunicar a mis padres que no creía ni en Dios ni en los curas. No lo hice en tono oficial –ni siquiera con tanta claridad– porque había oído de mis hermanos que representaría un disgusto terrible para Minha Ju. Era curioso que no fuese necesariamente así también para mis padres. De hecho, eran los únicos que no iban a misa los domingos, aprovechaban que todos saliésemos para quedarse a solas el único día de la semana en que mi padre no trabajaba.

En esa casa de la Rua do Amparo, donde mi madre vive aún hoy,4 sucedieron las cosas más significativas de mi formación. Allí descubrí el sexo genital, vi La strada, me enamoré por primera vez (y por segunda, la más impresionante), leí Clarice Lispector y –lo más importante– escuché a João Gilberto.

Era tímido y extravagante. Introspectivo, me entregaba a muchas horas solitarias en la rama del guayabo púrpura del jardín y al piano de la sala, en el que sacaba de oído canciones simples aprendidas de la radio y cuyas melodías eran masacradas por las limitaciones de mi percepción, o frente a las telas en las que pintaba al óleo: primero paisajes y caseríos y, más tarde, abstracciones que yo suponía muy expresivas.

Extravertido, hablaba con todo el mundo en el colegio, usaba a menudo una media de cada color, dejaba que mi pelo creciera mucho más allá de la tolerancia de mi madre para después raparlo del todo, no me intimidaba cuando tenía que cantar delante del público en el escenario del auditorio en los días de fiesta (imitaba muy convincentemente el acento portugués y los arabescos vocales de las cantoras de fado, habilidad que hacía que las plateas olvidaran cuán ridícula era considerada convencionalmente la música portuguesa y se dejaran conmover por ella, ovacionándome). En suma, el personaje que yo veía delinearse como posible para mí tenía poco o nada que ver con el del joven participante de uno de aquellos concursos de rock’n’roll que eran una manía en Río y en Salvador: sus participantes solo demostraban el deseo de identificarse con los estudiantes de high school que en las películas jugaban al football americano alentados por chicas que agitaban porras. Su eventual rebeldía no era más que otro adorno más de la imagen envidiada.

Pero la influencia americana en la cultura brasilera no empezó con el rock’n’roll. Todos los mayores de mi familia y de las familias amigas habían tenido una educación formal y una cultura literaria afrancesada. A partir de los años 40, el cine y la canción popular americanos –que en los años 20 ya tenían una marcada presencia en la vida brasileña– pasaron a dominar la escena. Si bien era cierto que la música americana siempre había tenido que competir con la rumba cubana, el tango argentino y el fado portugués, la música brasileña fue siempre –lo es todavía– la música popular más consistente en Brasil. Sin embargo, el cine de Hollywood no encontró resistencia nacional y convivió con las producciones europeas y mexicanas sin grandes motivos para sentirse amenazado. Yo aprendía un poco de inglés en el colegio y el único uso que le daba a ese aprendizaje era cantar trozos de canciones americanas. Todos sabíamos que, en el mundo entero, Frank Sinatra había sido –y seguía siendo– la estrella indiscutible y Nat King Cole llegó a parecer, por un tiempo, una estrella aún mayor que el propio Sinatra. Más allá de eso, paralelamente a carreras exitosas de artistas que presentaban estilizaciones (a veces extraordinariamente bien concebidas) de música característica de las diferentes regiones de Brasil (como es el caso de Luiz Gonzaga, de Jackson do Pandeiro y de Pedro Raimundo), había lugar para el éxito de un tipo como Bob Nelson que, vestido de vaquero, cantaba, ostentando una gran habilidad en el yodle (que en Brasil era conocido como “tir’o leite”, en una adaptación ingeniosa que daba cuenta de la reproducción del efecto sonoro ­–“tir’o leite” significa, en portugués, saco la leche– y aludía al mismo tiempo a la actividad tan típicamente rural del ordeñe), versiones en portugués de canciones del Oeste americano, o imitaciones compuestas aquí mismo. Santo Amaro no era una excepción en aquel mundo en el que el vaquero americano era una especie de héroe mítico incontestable. Pero sobre todo nos extasiaban los grandes musicales de la Metro: volvíamos a casa a la salida del cine imitando los pasos de Gene Kelly y Cyd Charisse. De modo que cuando aparecieron los fans de Elvis Presley parecían solo los representantes de un mero movimiento de actualización del seguimiento que nosotros veníamos haciendo de la cultura de masas americana. Pero decididamente ellos no formaron parte, en principio, de los que compartían conmigo las mismas preocupaciones o el mismo tipo de sensibilidad.

Puede ser que los grandes estudios de Hollywood tuviesen razones de sobra –y de hecho las tenían– para no temer la competencia de los europeos en el mercado de distribución de películas de Brasil, pero ni para mí ni para mis amigos era evidente esa indiscutible realidad de mercado. Recuerdo claramente una broma curiosa muy en boga en Santo Amaro a fines de los años 40 que consistía en señalar en el interlocutor una basurita (inexistente) en el cuello de su ropa, forzándolo así a torcer la cara de manera algo incómoda hacia el hombro y acercar el mentón a la clavícula con los párpados superiores caídos; esto llevaba al que inició la broma a cambiar inmediatamente de tono y decir, como si sorprendiese al interlocutor en un intento por imitar un tic seductor de Rita Hayworth: “Mirada de Gilda...”. Si era un hombre, naturalmente el efecto cómico se intensificaba. También era posible oír a veces a Minha Daia –a quien en casa llamábamos Bette Davis– repitiendo, como si solo estuviese pensando en voz alta: “Nunca hubo mujer como Gilda”. Con todo, si bien hoy sé que, durante el tiempo en el que Marilyn Monroe crecía como figura mítica, era casi imposible encontrar un americano que supiese quiénes eran Françoise Arnou o Martine Carol, en esa época nos era inimaginable que alguien, en cualquier parte del mundo, no las conociera.

Las películas francesas e italianas se veían regularmente en Santo Amaro. Las mexicanas también. A pesar de la extraordinaria belleza de María Félix percibíamos una suerte de inferioridad del Olimpo de la Pelmex (Películas Mexicanas, el mayor estudio mexicano), pero no había para nosotros ninguna diferencia de calidad –ni nos parecía concebible que la hubiera para nadie– entre las estrellas americanas y las europeas. Lo que nos atraía de las películas francesas al principio de nuestra adolescencia era la exposición de intimidades eróticas: un seno de mujer, una pareja recostada en una cama de hierro, indicación indudable de que los personajes tenían vida sexual. Las películas francesas ofrecían con naturalidad todo lo que no podía ser visto en las americanas. (Y a esa altura teníamos la suerte de no lidiar con ningún tipo de fiscalización de la edad de los espectadores ya que no había representantes del Tribunal de Menores en Santo Amaro). A medida que pasaba el tiempo y crecíamos, lo que nosotros llamábamos la “seriedad” del cine italiano nos interesaba cada vez más: el neorrealismo y sus desdoblamientos ya tenían distribución comercial y nosotros reaccionábamos con la emoción de quien reconoce los trazos de lo cotidiano en las imágenes gigantescas y brillantes de las salas de proyección. Uno de los acontecimientos más relevantes de toda mi formación personal fue la exhibición de La strada de Fellini un domingo a la mañana en el cine Subaé (había funciones matinales los domingos en ese, que era el mejor de los tres cines de Santo Amaro, el único que llegó a tener cinemascope). Lloré el resto del día y no logré almorzar, y pasamos a llamar Giulietta Masina a Minha Daia. Un día, a la salida de Los inútiles –también de Fellini– Chico Motta, Dasinho y yo sorprendimos al señor Agnelo Rato Grosso, un mulato retacón e ignorante que era carnicero y tocaba el trombón en la Lira dos Artistas (una de las dos bandas de música de la ciudad), llorando. Un poco avergonzado, y como justificación, dijo, limpiándose la nariz en el cuello de la camisa: “¡Esa película es nuestra propia vida!”. Recuerdo que Nicinha, mi hermana mayor, comentaba que, mientras que en los films estadounidenses los actores apenas cruzaban algunas palabras frente al plato y el corte llegaba antes de que los viésemos llevándose la comida a la boca y masticando, en los films italianos las personas comían y a veces incluso hablaban al mismo tiempo.

Así fue que llegaron a nosotros de primera mano grandes beldades que después fueron contratadas por Hollywood y difundidas para el público americano, como Sophia Loren o Gina Lollobrigida. Mientras que otras como Silvana Pampanini, Silvana Mangano o Rossana Podestà, a las que venerábamos como diosas, pasaron inadvertidas por los Estados Unidos. Lo cierto es que encontramos más motivos para deplorar que para festejar la ida de las italianas a Hollywood: las chicas deslumbrantes que parecían salidas de las callecitas de Nápoles se habían vuelto provincianas que, una vez en la gran ciudad, habían desvalijado las boutiques y no les quedaba nada bien. En la provincia, cuando se hace alguna crítica al provincianismo, esta es mucho más severa que la que puede hacerse en la metrópoli. De cualquier modo, nada nos indicaba que Brigitte Bardot fuese ni mínimamente inferior a Marilyn en cantidad de admiradores, en cachet o en representatividad del espíritu del momento. No solamente en las canciones que escribía en la década de los 60 –que, siguiendo la estética pop, ostentaban nombres de celebridades– elegía nombres de estrellas europeas (Claudia Cardinale, Brigitte Bardot, Alain Delon, Jean-Paul Belmondo); a fines de la década de los 50, interrumpí los esbozos abstractos y pinté un retrato de Sophia Loren a partir de una fotografía de una escena del film La donna del fiume. En cuanto a Marilyn, como su papel de diosa de la belleza no nos parecía convincente y no teníamos conciencia de que el hecho de que fuera americana era una condición necesaria para que se convirtiese en una verdadera celebridad mundial, no veíamos en ella más que una vulgar imposición comercial. Por eso, si queríamos renovar nuestro elenco de divas y encontrar substitutas para Ava Gardner o Elizabeth Taylor, Jane Russell o Ingrid Bergman, estábamos mucho más naturalmente inclinados a buscar entre las actrices italianas. Cuando, ya en los años 60, la imagen de Marilyn obtuvo más importancia para mí, dentro de un interés más abarcador por la cultura de masas, era ante todo una estrella de los cuadros de Andy Warhol.

Pero incluso eso me llegó de segunda mano. Digo que fue la Marilyn de Warhol –y casi podría decir también “el Elvis De Warhol”– la que se me impuso como una figura con cierto valor estético e interés cultural porque fue la reconsideración de los íconos de gran consumo popular, la tendencia creciente a tomarlos como información nueva, como imágenes brutas que comentaban el mundo si nosotros no las comentábamos, y empecé a intuir –y a captar en charlas frívolas con amigos y en artículos frívolos de periódicos al final de la década de los 50 y comienzo de la de los 60, época que coincidió con mi mudanza de Santo Amaro hacia Salvador. Pero yo no tenía ni el menor conocimiento de lo que pasaba en el mundo de las artes en Nueva York en la aurora de la década loca. En otras palabras: el que realizó el gesto que le dio sentido nítido a esas tendencias –el que realizó la serie de retratos de Marilyn (y Elvis)– fue Andy Warhol, por eso le doy crédito por un tipo de percepción que desarrollé (y desarrollé muy poco, porque cuando aquello llegó, tarde, algunos amigos míos ya habían ido mucho más lejos) antes siquiera de aprender su nombre. Es como si Marilyn hubiese existido solo para ser un personaje del mundo de Warhol y como si pudiéramos decir, parafraseando a Oscar Wilde sobre Balzac, que el siglo xx, tal como lo conocemos, es una creación de Andy Warhol. Aunque está claro que, a partir de cierto punto, incluso sin conocer sus nombres, ya eran influencias indirectas de los artistas pop americanos que llegaban a mí a través de lo que veía y leía –o escuchaba en conversaciones– de artistas y escritores brasileños más informados o mejor formados que yo. Eso, sin embargo, solo sucedió efectivamente en la segunda mitad de los años 60. Por ahora, basta decir que el tipo de sensibilidad que instauraría un imaginario emparentado con el imaginario pop todavía era, en ese comienzo de década, demasiado embrionario para determinar mis elecciones y mis juicios. Más bien valdría enfatizar cuán sometido estaba a otros movimientos del espíritu que recibían estímulos irresistibles. De hecho, había otras razones para que la mitología americana de los años 50 no causase un impacto considerable en mí ni en los otros muchachos brasileños de mi edad (porque no solo en Santo Amaro los fans del rock eran minoría).

A comienzos de los años 80, Roberto Dávila, un periodista de la televisión que sería más tarde viceprefecto de Río, me pidió que fuera a Nueva York con él para ayudarlo a entrevistar a Mick Jagger para una nueva serie de programas de largas entrevistas llamado Conexão Internacional. Me dijo que me invitaba porque yo sabía lo que pasaba en el mundo del rock’n’roll y hablaba inglés: él le haría preguntas periodísticas a Mick Jagger en francés y yo intervendría con una conversación más relajada en inglés sobre los puntos que tuviéramos en común (Jagger y yo). Decir que yo entendía de rock y hablaba inglés era verdad solo puesto en contexto: mi amigo periodista no entendía nada de rock ni hablaba inglés en absoluto. Pero, supuestamente, mi presencia iba a aumentar la curiosidad que provocaría el programa, teniendo en cuenta que en la prensa solían llamar a los tipos como yo “el Bob Dylan brasileño”, “el John Lennon brasileño” o –cosa que convenía callar en este caso– “el Mick Jagger brasileño”. De cualquier forma, como nunca les tuve demasiada antipatía a esas calificaciones imbéciles, acepté la invitación. También, claro, por curiosidad y admiración por Mick Jagger. Admiración que creció con ese contacto personal casi impersonal, aunque la entrevista, como programa de televisión, no haya resultado muy interesante (sobre todo porque las respuestas de Mick estaban tapadas por una voz que leía en primer plano la traducción al portugués). Lo que me resulta interesante referir es que, cuando le pregunté cómo fue que el rock lo había conquistado, le conté de mi desprecio inicial por Elvis y, basándome en que él y yo éramos de la misma generación y habíamos llegado a la universidad, le dije que el inicio del rock me había resultado primario y poco estimulante y que tanto a mí como a muchos otros brasileños la bossa nova nos había atraído muy fuertemente y nos había orientado en otra dirección. Me interrumpió y dijo: “Eso es bueno. Sería muy aburrido si no hubiese estilos diferentes en los diferentes lugares y la música estuviese mundialmente uniformizada”. No me lo dijo como una gentileza sino más bien como una leve reprimenda. Aparentemente él creyó que yo me estaba culpando por no haberme interesado lo suficientemente temprano por el rock’n’roll. Sin embargo, esa única observación me sonaba natural y absolutamente correcta. Viví y vivo como un acontecimiento auspicioso el hecho de que la bossa nova haya surgido entre nosotros justamente cuando mis compañeros y yo estábamos empezando a aprender a pensar y a sentir.

Tenía diecisiete años cuando escuché por primera vez a João Gilberto. Todavía vivía en Santo Amaro y un compañero del colegio me mostró la novedad que le había parecido extraña y por eso mismo juzgó que me interesaría: “Caetano, a ti que te gustan las cosas locas, tienes que escuchar el disco del tipo este que canta totalmente desafinado; la orquesta va para un lado y él para el otro”. Exageraba la extrañeza que le producía escuchar a João Gilberto, probablemente alentado por el título de la canción Desafinado, una pista falsa para los primeros oyentes de una composición que, con sus intervalos melódicos inusitados, exigía intérpretes afinadísimos y terminaba, con la delicada ironía de sus palabras, pidiendo tolerancia para los que no lo eran.

Se você disser que eu desafino amor

Saiba que isso em mim provoca imensa dor

Só privilegiados têm ouvido igual ao seu

Eu possuo apenas o que Deus me deu

Se você insiste em classificar

Meu comportamento de antimusical

Eu, mesmo mentindo devo argumentar

Que isto é bossa nova

Que isto é muito natural

O que você não sabe, nem sequer pressente

É que os desafinados também têm um coração

Fotografei você na minha Rolleiflex

Revelou-se a sua enorme ingratidão

Só não poderá falar assim do meu amor

Este é o maior que você pode encontrar, viu

Você com a sua música esqueceu o principal

Que no peito dos desafinados

No fundo do peito bate calado

Que no peito dos desafinados

Também bate um coração5

La bossa nova nos arrebató. Aquello que yo acompañé como una sucesión de delicias para mi inteligencia fue el desarrollo de un proceso radical de cambio en una fase cultural que nos llevó a rever nuestro gusto, nuestro acervo y –lo que es más importante– nuestras posibilidades. La interpretación de João Gilberto, tan personal y penetrante, del espíritu del samba se manifestaba en un rasgueo de guitarra mecánicamente simple pero musicalmente difícil ya que sugería una infinidad de maneras sutiles de hacer que las frases melódicas se balancearan sobre la armonía de voces que caminaban con fluidez y equilibrio. De este modo, catalizó los elementos disparadores de una revolución que no solo fue condición de posibilidad del desarrollo pleno del trabajo de Antônio Carlos Jobim, Carlos Lyra, Newton Mendonça, João Donato, Ronaldo Bôscoli, Sérgio Ricardo –sus compañeros de generación– sino que abrió un camino para los más jóvenes que venían llegando –Roberto Menescal, Sérgio Mendes, Nara Leão, Baden Powell, Leny Andrade– y otorgó sentido a las búsquedas de otros músicos talentosos que, desde los años 40, procuraban una modernización a través de la imitación de la música americana –Dick Farney, Lúcio Alves, Johnny Alf, el conjunto vocal Os Cariocas. Así, revalorizó la calidad de sus creaciones y la legitimidad de sus pretensiones (pero también engañó a todos al demostrar un dominio de los procedimientos del cool jazz, en ese momento en la cresta de la ola de la invención de los Estados Unidos, lo que le permitió reestablecer mejor un vínculo con lo más grande de la tradición brasileña: el canto de Orlando Silva y Ciro Monteiro, la composición de Ary Barroso y Dorival Caymmi, de Wilson Batista y Geraldo Pereira, las iluminaciones de Assis Valente, en suma, todo un mundo del que aquellos modernizadores se querían desligar en su apego por los estilos americanos ya un poco envejecidos). Marcó así una posición para la ejecución y usufructo de la música popular en Brasil que sugería un programa para el futuro y miraba el pasado con otra perspectiva, cosa que llamó la atención de músicos eruditos, poetas de vanguardia y maestros de batería de las escolas do samba.

Sería más fácil de entender que el impacto cultural causado por la bossa nova haya sido tan abarcador y penetrante para sus observadores –y sobre todo para los no brasileños– si se tuviese en cuenta no solo el peso histórico y sociológico que representa necesariamente la aparición de una música ultrasofisticada en un contexto como el brasileño, sino sobre todo algunos aspectos propiamente estéticos de gran sutileza y complejidad. En su base, la bossa nova, incluso en la incorporación de las raíces más profundas del samba de Brasil y la frescura del cool jazz americano, fue esencialmente brasileña y, por lo tanto, cargó con un tremendo valor histórico. Dicho de otro modo, la bossa nova no representó el injerto de una rama extranjera en un tronco de raíces indígenas sino más bien una continuación del proceso de innovación que siempre ha sido integral en la historia del samba, constantemente cambiante. A menudo se lee en artículos extranjeros que el primer gesto de la bossa nova fue sacar el samba de las calles, alejarlo de su característica de música para bailar y transformarlo en un género pop para consumo de jóvenes urbanos de clase media. Una vez en que João iba a dar un recital en Nueva York, en 1988, el periodista Julian Dibell, que sabe mucho de música popular brasileña –y tiene una mirada muchas veces original y siempre inteligente sobre el tema–, publicó en el Village Voice un artículo en el que intentaba dar al lector americano una idea de la dimensión revolucionaria de la bossa nova en el ambiente musical y social brasileño caracterizando a João Gilberto como el Elvis de Brasil. Esa comparación, hecha casi como un juego, es muy rica en estímulos para una mente brasileña ya que pone en evidencia, antes que nada, los orígenes casi diametralmente opuestos de la bossa nova y el rock. La renovación del samba por parte de la bossa nova provino de un refinamiento de gustos musicales que fueron influenciados por las canciones americanas de alta calidad de los 30 y el cool jazz de los 50; el rock, por el contrario, fue en esencia un rechazo de cualquier sofisticación y comprueba ese origen cada vez que pretende reafirmarse como el estilo de música ampliamente comercial y regresivo que fue desde el comienzo. Mientras que el rock era simplista y rechazaba la elegancia o la elaboración de Porter o Gershwin, con sus orquestaciones sinfónicas, de Miles Davis o Bill Evans, en João Gilberto era posible reconocer un impulso casi antitético, una continuación más que una supresión de la historia de la música: con él salió a la luz esa larga tradición de estilizaciones sofisticadas que era el samba, una forma que, desde los primeros años del siglo xx, se había distanciado del ritmo de los tambores del candomblé terreiro bahiano y luego del partido-alto de Río, donde los bloques de carnaval se parecían cada vez más a la versión callejera del Folies Bergère en que se habían convertido las escolas do samba. (Esto no pretende de ningún modo menospreciar los conjuntos de percusión –baterías– que constituyen la manifestación más impresionante de originalidad y competencia musical de la cultura popular brasileña).

El inicio de la transformación del samba en género pop elaborado fue anterior a aquellos modernizadores americanizados de fines de los años 40 y 50. Primero el teatro –comedias musicales, vaudevilles­– y luego la radio y el disco dieron nacimiento a generaciones sucesivas de arregladores, cantantes, compositores e instrumentistas que crearon un samba domado y refinado, sobre todo a partir de los años treinta. Cuando João Gilberto inventó el rasgueo que fue el núcleo de lo que se llamaría la bossa nova, predominaba la forma samba-canção. El samba-canção –que recibió, un poco peyorativamente, el apodo de sambolero– es una especie de balada lenta en la que el ritmo del samba solo es perceptible para un oído brasileño entrenado para reconocerlo en todas sus variaciones de tempo y acentuación. Esa modalidad de samba se venía desarrollando desde Noel Rosa –inclusive con interpretaciones notablemente cool de Mário Reis, un cantor de voz pequeña y estilo desdramatizado– y llegó a ser la parte predominante de una fase de la producción de Ary Barroso y Herivelto Martins, más allá del Caymmi de los años 40. Basta con escuchar las grabaciones de Sílvio Caldas de Maria o Tu, de Ary Barroso, o Carinhoso de Pixinguinha por Orlando Silva –todas de los años 30– para saber que el samba domado y refinado de los estudios y las partituras se había vuelto, desde hacía mucho, el género dominante; los registros de samba callejero o de terreiro, con un tratamiento bien percusivo, eran más la excepción que la regla.

En los años 50, las carreras de cantantes como Ângela Maria, Carmen Costa, Nora Ney, Nelson Gonçalves, Cauby Peixoto y Dóris Monteiro (por citar solo algunos) estaban centradas en el samba-canção “de mitad de año”, en oposición a los sambas bailables del Carnaval. Nora Ney, en particular, con su voz grave y su dicción límpida, fundó un estilo urbano y nocturno, marcado por una densidad que podríamos llamar literaria, con un repertorio de magníficos sambas-canções de Antônio Maria, Fernando Lobo y Pernambuco. (Curiosamente fue esa misma mujer la primera en cantar un rock en Brasil –Rock Around the Clock– en un programa en el Auditorio de la Radio Nacional de Río de Janeiro). El samba-canção también predominaba en la producción comercial de baja calidad. Pero incluso aquellos sambas de tempo rápido –y las grabaciones pensadas para ser bailadas en Carnaval– tenían tratamientos orquestales e interpretaciones vocales que los alejaban de la batucada primitiva. En suma: el samba ha sido un género pop para consumo de poblaciones urbanas desde su consolidación estilística en Río de Janeiro, para la que el teatro, la radio y el disco fueron una contribución decisiva. Recién en las últimas décadas del siglo xx empezaron a ser comercializadas grabaciones de sambas de escola, con la percusión exuberante de las baterías. El LP anual de los sambas-enredos de las grandes escolas do samba de Río fue pensado en un primer momento como un producto para turistas, pero se transformó rápidamente en un ítem ineludible en la agenda de todas las compañías discográficas de Brasil y una previsión también obligatoria en el presupuesto de la amplia faja de consumidores brasileños.

Es evidente para mí que esa elasticidad del mercado, que extendió sus tentáculos hacia todas las formas brutas de manifestación musical –no solo los sambas callejeros de Bahía o Río sino toda una variada gama de estilos abordados de un modo más documental–, también se debe, en última instancia, a la bossa nova. Y no tanto por la acción directa de algunos de los participantes que fueron a buscar las raíces de todo en el morro y el sertão –y trajeron de allí a Cartola y a João do Vale, a Zé Kéti y a Clementina de Jesus– sino por el grado de elaboración de la estilización lograda: sin esa seguridad que nos dio la bossa nova en cuanto a nuestra capacidad de crear productos acabados, todavía estaríamos dejando fuera de los estudios a los tamboriles de la Juventud Independiente del Padre Miguel y los armónicos de la voz de Nelson Cavaquinho.

La aparición de la cantante Maysa –una bella mujer de dieciocho años y ojos verdes salvajes que, con su voz ronca, pasó, de la noche a la mañana, de joven señora de la alta sociedad paulista a fetiche del mundo bohemio–, justo antes de la eclosión de la bossa nova, fue una coronación de esa tendencia hacia el samba-canção interiorizado e intimista que ella misma, como compositora que también era, enriqueció con algunas pocas e inolvidables canciones simples y ejemplares. Entre las melodías más bellas que grabó, hay una composición de Tom Jobim, Caminhos cruzados, que João Gilberto también grabó años más tarde. Es útil comparar las dos grabaciones para entender el significado del gesto fundamental de la invención de la bossa nova. La interpretación de João es más introspectiva que la de Maysa, y al mismo tiempo violentamente menos dramática; pero, así como en la versión de Maysa los elementos esenciales del ritmo original del samba están casi totalmente olvidados en la concepción del arreglo y, sobre todo, en las inflexiones del fraseo, en la de João se llega a oír –con el oído interior– el surdo de un samba callejero batiendo descansada y regularmente de punta a punta de la canción. Es una clase de cómo el samba puede estar íntegro incluso en las formas aparentemente más disfrazadas; un modo de reencontrar la mano del primer negro golpeando el cuero del primer tambor en el lugar de nacimiento del samba. (Y aquí suena un arreglo de cuerdas del alemán Claus Ogerman). Personalmente, me parece que esa versión de Caminhos cruzados de João es uno de los mejores ejemplos de música para bailar –y esto no es una opinión excéntrica y rebuscada: de hecho, me gusta sambar al son de esa grabación, y cada vez que lo hago siento lo maravilloso que es sambar y saber que João Gilberto me está mostrando el samba-samba que estaba escondido en un samba-canção que, si no hubiese sido por él, habría fingido siempre ser una simple balada.

En ocasión de un recital de João Gilberto en Nueva York en 1988, el periodista Julian Dibell, que sabe mucho sobre música popular brasileña –y tiene una visión muchas veces original y siempre inteligente sobre el tema– publicó en el Village Voice un artículo en el que pretende darle al lector americano una idea de la dimensión revolucionaria de la bossa nova en el ambiente musical y social brasileño caracterizando a João Gilberto como el Elvis de Brasil. Esa comparación, hecha casi en broma, es extremadamente rica para una mente brasileña. Surge en el contexto apurado del periodismo y puede aparentar cierta irresponsabilidad, pero revela que el autor tocó un punto vivo de la cuestión. Está claro que no se puede identificar una renovación del samba, nacida de una sofisticación del gusto musical en gran parte desarrollado en el culto a la calidad de la canción americana de los años 30 y al tratamiento cool de los jazzistas de los años 50, con el rock, que es fundamentalmente un gesto de rechazo a toda sofisticación. ¿Qué pensar, sin embargo, si los dos desempeñaran funciones semejantes? En efecto, las reacciones contra el rock en los Estados Unidos y contra la bossa nova en Brasil se alimentaban de la inseguridad de los mediocres frente a cualquier cosa que fuera más allá de lo convencional. Y los que deseaban transgredir las convenciones y salir de la mediocridad se reunían en torno a esos movimientos.

En Santo Amaro, aquellos que venerábamos a João Gilberto solíamos parar en una taberna modesta, el “bar de Bubu”, a la que llamábamos así por el nombre de su dueño, un negro gordo que había comprado el primer LP de João, Chega de saudade (disco inaugural del movimiento), y lo ponía a repetición. Lo hacía primero porque a él le gustaba y luego porque sabía que nosotros íbamos allí para escucharlo. Éramos un grupo pequeño: cuatro o cinco colegiales sin dinero para comprar el LP. La atmósfera de culto minoritario de esas escenas, opuesta a la explosión masiva del rock’n’roll en América del Norte, no debe conducirnos a una negación del carácter generacional subversivo común a los dos fenómenos y que constituye la médula de la argumentación de aquel periodista del Village Voice. Por un lado, casi todos los testimonios de americanos para quienes el rock’n’roll fue, en la adolescencia, fuente de inspiración de sus ambiciones intelectuales, políticas y existenciales mantienen el tono de culto cerrado, de cofradía esotérica, a pesar de la ostentosa inclinación comercial de los discos de Chuck Berry, Little Richard o Bill Haley. Por otro lado, el hecho de que a Bubu le gustase João era un primer signo de que Chico Motta, Dasinho, Bethânia y yo no estábamos solos en el entusiasmo de nuestro descubrimiento: en breve la bossa nova tendría un peso considerable incluso en el mercado de discos del país y –lo que es aún más revelador–, aun hoy, si cualquiera de nosotros cantara Chega de saudade, canción-himno del movimiento, en un espectáculo multitudinario en un estadio de cualquier ciudad de Brasil, sería sin dudas acompañado por un coro de decenas de miles de personas de todas las edades que cantaría cada sílaba y cada nota de la larga y rica melodía. Eso no sucedería si la canción elegida fuese Blue suede shoes, Roll over Beethoven o Rock Around the Clock.

En los años cincuenta la música comercial brasileña era sobre todo un tipo de canción sentimental barata que, a finales de los 80 y comienzos de los 90 –después de los años de la bossa nova, el rock americano, el neo-rock’n’roll inglés, el tropicalismo y el rock brasileño (BRock)–, volvió a dominar el mercado y fue llamada brega (palabra del argot bahiano, hoy usada como adjetivo, pero que era en su origen un sustantivo grosero que significaba prostíbulo; se dice que proviene del nombre Padre Manuel da Nóbrega de una de las calles de la zona de prostitución de Salvador y cuyo cartel, quebrado, solo dejaba ver las últimas dos sílabas del apellido del sacerdote).6 Pero el rock marcaba presencia en el mercado y, junto con canciones brasileñas, yo aprendía, en la radio, versiones en portugués de la nueva música comercial americana. Cuando se estrenó en Río Rock Around the Clock, me enteré de que había provocado tal grado de excitación que el público se había parado en los asientos y destruido los teatros. Cuando por fin la exhibieron en el Cine Guarany (hoy Cine Glauber Rocha)7 de Salvador, sudé frío por miedo a ser poseído por alguna fuerza irracional –como sentía tantas veces en el candomblé– hasta que me di cuenta, aliviado, de que estaba frente a una chanchada bastante parecida a las únicas películas brasileñas capaces de atraer colas kilométricas en las puertas de los cines todos los veranos: las comedias carnavalescas primarias y eficaces que lanzaban, en medio de bromas, las marchinhas y los sambas que se bailarían en el carnaval siguiente. La diferencia era que, en el caso del rock y provocado por el revuelo de la prensa, algunos espectadores fingían estar irresistiblemente poseídos por el “nuevo ritmo” y bailaban de pie sobre las butacas, probablemente para ver si lograban romper alguna y así salir en los diarios. Pretendían identificarse con aquellos que habían roto cines en Río y que, a su vez, se identificaban con los americanos que, se decía, habían hecho lo mismo en Estados Unidos.

Uno de los elementos que contribuyeron con mi frialdad delante del espectáculo de la pantalla y la platea era la absoluta ausencia de novedad en el rock’n’roll como baile, un enigma que hoy me sigue resultando indescifrable. Tampoco el rock como música me sonaba del todo original. La única diferencia que podía escuchar entre Rock Around the Clock e In the Mood o cualquier arreglo de blues de doce compases era su estridencia y un intento poco elegante de alcanzar un ritmo mucho más salvaje que el que había tenido la música americana hasta entonces. Así y todo era mucho menos intenso rítmicamente de lo que siempre habían sido la música cubana o brasileña. Pero lo que era insoportablemente igual a todo lo que se podía ver en las películas americanas de los años 30 y 40 era el baile aquel en el que el muchacho hacía girar a la chica y después se tomaban las cuatro manos y él la pasaba por entre sus piernas, etcétera. La fuerza irracional que tardó tanto en poseerme ya había atrapado a muchos de los espectadores de cine.

El Cine Guarany no estaba lleno. Apretado entre el sentimentalismo de burdel y la sofisticación creciente de los músicos que hicieron posible el surgimiento (y del público que hizo posible el éxito) de la bossa nova, el rock’n’roll no produjo en Brasil una minoría de masas (para usar el término de Décio Pignatari) que lo transformase en un fenómeno comercial o en una referencia cultural indeclinable; como el origen social de sus seguidores de la primera hora era indefinible, ya que se hubiese requerido al mismo tiempo un gusto suburbano y cierto poder económico que permitiera el acceso inmediato a informaciones sobre cultura americana –discos, películas, revistas–, muchas veces el gusto de un fan de rock’n’roll tenía esas características pero no contaba con medios para tomar, por ejemplo, clases particulares de inglés y, otras veces, el hijo de una familia pudiente tenía acceso a productos americanos pero mantenía una actitud elitista a la que el rock no se adaptaba, como un mero signo exterior de modernidad. Rara vez coincidían ambos requisitos en una misma persona o en un mismo grupo (o una persona o grupo se relacionaba con esas cuestiones de manera lo suficientemente libre y fuerte) como para formar una personalidad o un ambiente al que se pudiera llamar genuinamente roquero.

En Brasil, en la actualidad, todavía se establecen algunas paradojas y confusiones que se alimentan de la falta de claridad con respecto a la génesis del culto del rock’n’roll entre nosotros: no es raro que los grupos que empezaron a surgir en los años 80 combinaran un encanto de periferia con cierto esnobismo de chicos de clase alta que conocen todo lo que pasa en la transvanguardia del post-neo-rock’n’roll inglés (no solo los discos sino también –y tal vez sobre todo– las publicaciones de la prensa sobre “estilo”, etcétera) o, más recientemente, en la criba de los grupos de Seattle. En cuanto a mí, no puede dejar de sonarme gracioso el uso de la expresión “de garage” para definir un rock salvaje, despojado y antiburgués, porque crecí sin auto y entre personas que tampoco tenían, y no estaban siquiera en posición de soñar con tener uno. La mera existencia de un garage en casa hubiera sido, para mí, un signo de vida lujosa. Sin dudas, esa reacción es mucho más comprensible en un chico que creció en Santo Amaro que en uno que creció en San Pablo. Sobre todo, es más comprensible en alguien que creció en el Brasil en los años 50, esto es, antes de las consecuencias de la implantación de la industria automotriz, que en alguien que esté creciendo ahora. Es cierto que a un americano le llamaría la atención nuestro asombro frente a la elección del garage como caverna de subversión, lo que habla mucho de nuestras diferencias económicas, pero también las amortiguaciones extrañas que encuentran los impactos culturales de fenómenos de masa del llamado primer mundo en países como Brasil, sobre todo dentro de Brasil mismo. De ese modo, a fines de los años 50, un joven brasileño talentoso que amara el rock y quisiera desarrollar un estilo propio dentro del género no solo enfrentaba la tradición ultramelódica de la música brasileña de base luso-africana y veleidades italianas –y la atmósfera católica de nuestra imaginación–, sino también la dificultad de decidir entre consolidarse como un paria o como un privilegiado. Sin duda hay casos de una originalidad notable entre los artistas brasileños ligados al rock que lograron desarrollar carreras profesionales en los años 60, antes o independientemente de la segunda embestida del rock (esta vez vía Inglaterra), aquello que yo prefiero llamar neo-rock’n’roll inglés, el de los Beatles y los Rolling Stones.

Más allá de los que, habiéndose formado en el gusto suburbano del rock, se volvieron profesionales de estilos ingenuos copiados a veces de copias italianas del pop americano más intrascendente de inicios de los años 60 (como Cely Campelo, Carlos Gonzaga, etcétera) o los que, con talento inventivo, crearon soluciones nuevas fusionando rhythm&blues con samba (Jorge Ben), soul com baião (Tim Maia) o pop-rock con bossa nova y canción italiana (Roberto Carlos), algunos nombres quedaron ligados para siempre –por la autenticidad de sus relaciones con el rock y/o por la adecuación de sus temperamentos a él– al verdadero rock’n’roll. Creo que ningún fan del rock en Brasil, ningún conocedor de su historia, nadie que se interese por todo lo que pasó aquí desde el surgimiento del fenómeno en Estados Unidos, estaría en desacuerdo con elegir, para ejemplificar esta última caracterización, dos nombres: Erasmo Carlos y Raul Seixas.

Erasmo Carlos era un típico muchacho del suburbio carioca. En realidad, Tijuca, donde nació y creció, es un barrio de clase media pegado al centro de la ciudad de Río de Janeiro. Pero, a pesar de estar más alejados del centro, los barrios de la Zona Sur que bordean el mar ganaron de tal modo la hegemonía del gusto y el estatus de privilegio y a tal punto pasaron a representar la esencia de Río para sus habitantes como para los visitantes extranjeros y aquellos otros brasileños que crecieron admirándolos a la distancia, que incluso una zona central como Tijuca es vista y vivida como un suburbio lejano. Pero el grupo de aficionados al rock del que él formaba parte junto con Tim Maia y Roberto Carlos se reunía en la puerta de un cine del Méier, el “Imperator”. El Méier sí es un suburbio de verdad, aunque el más concurrido de los muchos otros suburbios ligados al centro de la ciudad por una línea de trenes populares. La personalidad artística de Erasmo Carlos adquirió una forma definida y reconocimiento público a partir de la primera mitad de los años sesenta, cuando pasó a ser el segundo hombre de la Jovem Guarda, un programa de televisión cuyo líder era Roberto Carlos, un gran talento con un carisma admirable. En plena madurez de la bossa nova fue un fenómeno de ventas con su casi rock Quero que vá tudo pro inferno [Quiero que todo se vaya al diablo], recibió severos reproches de las autoridades eclesiásticas (y compuso entonces Eu te darei o céu [Yo te daré el cielo]) y fue llamado “el Rey”, título que ostenta hasta nuestros días, sin que nadie lo discuta, aunque cante baladas sentimentales para un público de mediana edad. Pero Roberto, a pesar de contactarse con los amantes del rock de la puerta del “Imperator”, fue, como tantos otros de nuestra generación en sus comienzos como profesionales, un seguidor de João Gilberto, llegó a grabar un compacto con pastiches de canciones de bossa nova (y su sensibilidad estaba muy lejos de una formación de rock puro). Erasmo, en cambio, que no solo fue vicelíder de la Guarda de Roberto sino su colaborador en todas las composiciones, nunca pareció atraído sinceramente por nada que estuviese fuera del mundo del rock y tanto el despojo de su escenario como la energía sexual de su presencia escénica (alto, pesado, firme, con el aspecto antiintelectual y antisentimental del que vive los temas esenciales de la vida con todo el cuerpo; esa combinación de hombre postindustrial y prehistórico a la que el rock se dirigió con tanta insistencia en todo el mundo) hicieron de él una figura con una entereza tan imponente que ni las oscilaciones del mercado, ni las eventuales ingratitudes de los jóvenes rockeros, ni el desprestigio del rock como acontecimiento cultural interesante pudieron hacerlo trastabillar.

Pero en los años 50 yo no sabía de la existencia de Erasmo y sus amigos. Cuando me mudé a Salvador, el primer año de la década siguiente, el culto a João Gilberto me había llevado no solo a Ella Fitzgerald, Sarah Vaughan y Billie Holiday sino también al Modern Jazz Quartet, a Miles Davis, a Jimmy Giuffre, a Thelonious Monk y, sobre todo, a Chet Baker cuyo modo de cantar sin vibrato y con un timbre andrógino ejercían sobre mí, mucho más que las bellas y discretas improvisaciones en la trompeta, una fascinación inefable. Escuchar a Elvis, por contraste, era como escuchar las canciones de Rock Around the Clock cantadas con un vozarrón masculino y lleno de vibrato, mientras su figura (tan frecuente en la prensa y en las puertas de las tiendas de discos) me sugería a la actriz Katy Jurado travestida. Pero una vez me atrajo: cuando vi en el cine, por casualidad, el avance de King Creole, sentí una excitación muy íntimamente sincera que tenía algo difusamente sexual, provocada sobre todo por su manera de bailar (nunca antes lo había visto en movimiento). Pero me atrajo, no me conquistó: recién vi la película entera a fines de los 70, en televisión, y se confirmó la primera impresión (y el film en sí me pareció maravilloso), pero en ese momento el rock ya tenía un lugar asegurado en mi vida.

Mientras Erasmo conversaba en Río con Tim Maia y Jorge Ben sobre Bill Haley y sus Cometas, en Salvador Raul Seixas, un chico de la burguesía bahiana, estudiaba inglés y planeaba armar un conjunto de rock’n’roll. Al final de la primera mitad de la década de los 60, Gilberto Gil, Gal Costa, Maria Bethânia, Alcivando Luz, Djalma Correia, Tom Zé y yo ensayábamos una antología de clásicos de la música popular brasileña de los años 30 a los 50, óperas primas de la bossa nova y algunas canciones inéditas compuestas por nosotros mismos para presentar en la inauguración del Teatro Vila Velha, una pequeña casa de espectáculos construida por encargo en una alameda del Passeio Público. Raul Seixas ensayaba covers (como se dice hoy, incluso en Brasil) de rocks americanos para cantar, en inglés, en el Cine Teatro Roma, una sala grande y popular, situada en el Largo de Roma, un área de baja clase media y de situación urbana periférica. A diferencia de Erasmo, Raul tenía ambiciones intelectuales y estéticas que no facilitaban la predisposición de las discográficas: recién fue conocido en todo el país como cantante y compositor después de la moda del neo-rock’n’roll inglés y, sobre todo, después del tropicalismo. Es más, el hecho de que la música de Raul fuera aceptada en la estela del tropicalismo nos acercó mucho más de lo que habríamos podido imaginar en los viejos tiempos de Salvador cuando, si bien estaba al tanto de la existencia de su banda, Raulzito e Os Panteras, nunca me había inspirado ir a verlos. Tampoco creo que él haya venido a ver nuestros shows en el Vila Velha. Mucho más tarde, en nuestras frecuentes (y fascinantes) conversaciones de los años 70, él hablaría de sí mismo como del “pobre rockero” que había sido rechazado por los fans de la bossa nova, epíteto que por supuesto estaba teñido de ironía sobre todo si tenemos en cuenta que todos sabíamos que de niño había sido más rico –y mucho menos pobre– que nosotros.

En esos encuentros de los años 70, sentíamos el sabor de convivir con un par de generación y compañero de profesión que había crecido y que había empezado a trabajar en la misma ciudad que nosotros sin que en principio nada nos haya juntado o atraído. Nuestros shows en el Vila Velha –que son el hito de ese primer momento– tuvieron mucho éxito entre un público predominantemente universitario y gozaron de prestigio en la prensa local. Los shows de Raul llenaban grandes plateas de adolescentes suburbanos y, aunque la prensa los trataba sin antipatía, no lograban suscitar el respeto que nuestro grupo de compositores, músicos y cantantes de música popular brasileña moderna encontraba entre los llamados formadores de opinión. Raul sabía de nosotros tanto como nosotros de él. Posiblemente más. Y, si bien sus quejas en cuanto a nuestra actitud esnob eran fundadas y justificadas, reaparecía en aquellas reminiscencias el tono agresivo e irreverente con el que él y su gente se referían al “grupo de la bossa nova”. Eso nos acercaba aún más. Después de todo éramos los inventores del tropicalismo y, si bien hacíamos referencia al rock en nuestras canciones, el efecto buscado era invitar a los rockeros brasileños y fans de rock a unirse a los creadores y consumidores de música de calidad. Raul estaba agradecido por eso y, cuando mostraba la violencia que le producían la poesía rala y la música dulcemente presuntuosa cultivada por los que en ese entonces se agrupaban bajo la sigla MPB, contaba con nuestra adhesión entusiasta. Él sabía que ya habíamos apuntado nuestros cañones en contra de lo que había de esa estética en nosotros mismos.

Un dato curioso, que me parece cada vez más revelador, quedó profundamente marcado en mí desde aquellos encuentros. En esa época, Raul, que estuvo casado algunos años con una muchacha americana, casi conversaba más en inglés que en portugués, incluso cuando todos los presentes eran brasileños. Su inglés era fluido y natural y, a nuestros oídos, sonaba perfectamente americano. Cuando volvía al portugués, parecía exagerar a propósito las marcas bahianas de su acento: las os y las es breves escandalosamente abiertas, la música de las frases casi caricaturalmente regional y el argot anticuado del Salvador de nuestra adolescencia. Nosotros reconocíamos esa misma combinación en su trabajo: en sus discos y shows, todo lo que no era americano era bahiano. Y bahiano en lo que Bahía tiene de distintivo, no de integrador, aquello en lo que Bahía le plantea una amenaza a la idea de un Brasil homogéneo. Todo lo que es acento distintivo en Bahía, todo lo que es nordestino, todo lo que hace de ella algo restringido a un determinado grupo es elegido; cuando todo es un lenguaje general, todo aquello que pueda ser llamado “brasileño” es rechazado. Y nosotros no podíamos dejar de reencontrar allí rastros de algunos sentimientos que estaban en la raíz del tropicalismo.

De hecho, habíamos percibido que, para poder hacer lo que queríamos, teníamos que librarnos del Brasil tal como lo conocíamos. Teníamos que destruir el Brasil de los nacionalistas, teníamos que ir más hondo y pulverizar la imagen del Brasil carioca (Celso Furtado en Formación económica de Brasil: “La idea de unidad nacional recién aparece cuando la capital se transfiere a Río de Janeiro”), el Brasil con su no sé qué y su Carnaval (el nuevo Carnaval de Bahía, electrificado, rockificado, cubanizado, jamaiquinizado, popificado, dominado por el pésimo gusto de la clase media provinciana es el resultado de ese asesinato del Carnaval brasilero, asesinato del que fuimos los autores intelectuales; pero también la incomparable vitalidad de ese nuevo Carnaval –en gran medida debida a esa misma clase media provinciana– y, sobre todo, la energía creativa que se ve en actividad en la Banda Olodum, en el desfile del Ilê Aiyê, en Timbalada o en la figura única de Carlinhos Brown, que reúne los elementos de reafricanización de la ciudad, se deben a nuestro gesto, lo que puede darnos aliento y nos permite pensar, en los buenos momentos, que existe esperanza, ya que la matanza se reveló regeneradora), teníamos que terminar de una vez con la imagen de un Brasil nacional popular y con la imagen del Brasil de la muchacha de la zona sur, del Brasil de la mulata con malla de lentejuelas, medias brillantes y tacos altos. No nos rebelábamos solo contra la dictadura militar. En cierta forma, sentíamos que el hecho de que el país hubiese dejado de respetar todos los derechos humanos podía ser tomado como una señal de que estábamos encaminados hacia un lugar, sacando algo terrible hacia afuera, y eso obligaba a la izquierda a cambiar sus perspectivas. Nosotros no éramos del todo conscientes de que, más allá de que coleccionáramos imágenes violentas en las letras de nuestras canciones, sonidos desagradables y ruidos en nuestros arreglos, y actitudes agresivas en relación a la vida cultural brasilera en nuestras apariciones y declaraciones públicas, se estuviese gestando el embrión de la guerrilla urbana, con la que sentíamos, a la distancia, una suerte de identificación poética. De ese modo, habíamos asumido, por así decirlo, el horror de la dictadura como un gesto nuestro, un gesto revelador del país, que nosotros, ahora tomados como agentes semiconscientes, debíamos transformar en suprema violencia regeneradora. Una violencia desagregadora que no solo encontraba armas para ser efectiva en el ambiente contracultural del rock’n’roll, sino que también reconocía en ese ambiente motivaciones básicas similares. Por eso, cuando Raul Seixas alternaba americanización con regionalismo esotérico, no podía dejar de recordar que yo mismo le había dicho a un periodista, en 1967, en los primeros tiempos del tropicalismo, la frase que poco después Tom Zé citaría en una canción típica de ese movimiento: “Soy bahiano y extranjero”.

Pero nuestra Bahía era, después de todo, la Bahía fundadora, la Bahía madre de Brasil. Recuerdo cuánto me gustó que, en mi primer encuentro personal con ella, la gran artista plástica minera Lygia Clark me dijera que Bahía era a Río como el Antiguo Testamento al Nuevo. Queríamos ver a Brasil con una mirada que lo hiciera surgir al mismo tiempo como super-Río internacional-paulistizado, pre-Bahía arcaica y pos-Brasilia futurista. De hecho, esa ambición nos distanciaba de Raul Seixas en la misma medida en que yo ya me sentía alejado de los amantes del rock de los años cincuenta: el deslumbramiento por la cosa americana me parecía tonto y la marca distintiva de la bahianidad folclórica, superficial.

Yo, que crecí bailando samba de roda y amando la música que se desarrolló en Brasil a través de la radio y los discos, siempre tuve una nítida impresión de que Elvis fue un fenómeno cultural importante para toda una generación de americanos porque su destino individual estuvo ligado a fuerzas en el interior de su sociedad que la empujarían a gestos irreversibles, aun siendo un muchacho blanco que en un país en el que el racismo está institucionalizado, tradujo para el amplio público blanco la jerga rítmica y gestual de los negros, exactamente en las vísperas de la caída de las restricciones raciales y del ascenso de una postura crítica de las nuevas generaciones en relación con lo conquistado por las anteriores. Pero eso solo fue posible gracias a la actuación de su figura, de su timbre, de su clima personal sobre la mente americana tal como se encontraba en medio de la década de los 50. Así como la imagen de Marilyn tocó en un punto de la sensibilidad de masas americana en el que convergían sus aspiraciones estéticas y sus fantasías sexuales. En la medida en que resulta importante para los Estados Unidos, es relevante para el resto del mundo. La figura de Elvis, su sonido y su leyenda marcaron profundamente el imaginario internacional. De todos modos, constatar esto no es para nada considerar posible una adhesión automática y sin mediaciones por parte de sus contemporáneos de otros países al complejo de sentimientos que desencadenó entre los americanos. Cuando, en los años 60, Juracy Magalhães, un político de peso que había sido gobernador de Bahía (y fue ministro de Relaciones Exteriores durante la dictadura) declaró que “todo lo que es bueno para Estados Unidos es bueno para Brasil”, se repetía la frase como la demostración más infame de la sumisión de la que la izquierda acusaba a la derecha. Hoy es evidente que, por un lado, cualquier intento de no alineación con los intereses del occidente capitalista tendría por resultado monstruosas agresiones a las libertades fundamentales y que, por otro lado, todo proyecto nacionalista de independencia económica llevaría a un cierre del país frente a la modernidad. Eso puede otorgarle un aspecto de mero sentido común (y de poder de síntesis) a la frase de Juracy, pero no alcanza para legitimarla plenamente. A decir verdad, la frase me repugna hoy tal vez más que nunca: nos muestra el camino de la renuncia, de la pereza frente a posibles responsabilidades históricas, además de sugerir que no hay posibilidad de conflicto de intereses entre los dos países.

Haber considerado que el rock’n’roll era algo relativamente despreciable durante los años decisivos de nuestra formación –y, en contrapartida, haber tenido a la bossa nova como banda sonora de nuestra rebeldía– significa, para nosotros, brasileños de mi generación, el derecho a imaginar una intervención ambiciosa en el futuro del mundo, derecho que inmediatamente pasa a ser vivido como un deber.

2 existencialista / con toda la razón / solo hace lo que manda / su corazón. [N. de la t.].

3 Las formas o senhor y a senhora corresponden al “usted” de la lengua castellana (contracción de “vuestra merced”), que designa, de manera formal, a la segunda persona del singular. El você usado en Brasil corresponde a la forma coloquial de la segunda persona del singular (“vos” o “tú” según se trate de diversos países americanos hispanoparlantes o de España). [N. de la t.].

4 Dona Canô murió el 25 de diciembre de 2012, a los 105 años.

5 Si dices que desafino, amor / Sabe que eso en mí provoca un inmenso dolor / Solo los privilegiados tienen un oído igual al tuyo / Yo poseo solo lo que Dios me dio / Si insistes en clasificar / Mi comportamiento como antimusical / Yo, incluso mintiendo, debo argumentar / Que esto es bossa nova / Que esto es muy natural / Lo que no sabes, ni siquiera presientes / Es que los desafinados también tienen un corazón / Te fotografié con mi Rolleiflex / Y se reveló tu enorme ingratitud / No podrás hablar así de mi amor / Es el más grande que tú puedas encontrar / Con tu música has olvidado lo principal / Que en el pecho de los desafinados / En el fondo del pecho late callado / En el pecho de los desafinados / también late un corazón. [N. de la t.].

6 En los años 2000, surgió en Pará un género llamado tecnomelody (o tecnobrega), que mezcla el brega con otros géneros bailables como el forró, el calipso y la música electrónica.

7 Lo cerraron en 1998 y fue reabierto diez años después con el nombre Espaço Itaú de Cinema Salvador.

Verdad tropical

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