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CARMEN MIRANDA NO SABÍA BAILAR SAMBA

Escribí Verdad tropical cuando tenía poco más de cincuenta años. La literatura era una posibilidad abierta en mi cabeza de chico y de adolescente. Dibujaba, pintaba, tocaba el piano (muy mal) y me parecía que, tarde o temprano, iba a escribir libros y dirigir películas. La canción popular, de presencia tan fuerte en la vida de los brasileños, me rodeaba todo el tiempo: la radio, los servicios de altoparlantes, mi madre, mi hermana Nicinha o mi prima Daia, que siempre cantaban en casa. Para llegar a hacer una película, tendría que esperar mucho tiempo y conseguir mucho dinero; para escribir textos que llegaran a ser libros, tendría que estudiar mucho y llegar a la certeza, no solo de que tenía la habilidad, sino también (principalmente) de constatar la necesidad de hacerlo. En cuanto a las canciones, yo ya tenía las armas para ocuparme de ellas. Cuando el editor estadounidense George Andreou me encargó un libro sobre mi experiencia con la música popular, pensé que no acataría la sugerencia. Pero, frente a la idea de que algo tan complejo como lo que sucedió con la canción brasileña pudiese interesarles a extranjeros, me sentí obligado a contribuir con algo que pensara en la historia de la inserción de Brasil en el imaginario mundial; lo cual, a su vez, abrió la compuerta del deseo de creación literaria. Me vi tomando notas que me excitaban pero que solo juzgaba aptas para ser clarificadas y resumidas. De a poco fui viendo que ese sería el tono de mi libro. Que eso lo llevaría a enfrentar las dificultades que llegasen, o los eventuales elogios.

A los veinte años de su publicación, la editora brasileña, que lo lanzó antes de que estuviera impresa la traducción americana, quiso celebrar. Escribí una nueva introducción para esa edición conmemorativa, pero, más allá de que me salió un caleidoscopio en el que era difícil encontrar cohesión, los contenidos del texto apuntaban a lectores brasileños. Cuando supe que habría una nueva edición en español en la Argentina, admití, en diálogo con Violeta Weinschelbaum, la traductora, que la oportunidad exigía otras palabras. Después de todo, además de tratarse de mi amada Argentina, por primera vez me prometía una versión estructurada como la original, ya que todas las que recibió este, mi libro indefinido, se basaron hasta ahora en la versión estadounidense (incluso en el caso de la italiana y de la primera hecha en español, en que los traductores –en ambos casos, en realidad, las traductoras– consultaron el original en portugués para realizarlas).

Este libro enfrenta una doble dificultad ineludible: el extrañamiento del pasaje del mundo de la música pop al de la alta intelectualidad (cosa que, sintomáticamente, no sucede con el cine) y la dificultosa entrada de la cultura (sobre todo la cultura popular) producida en países periféricos en el gran mundo. Tengo relaciones de amistad y acercamiento profesional con muchos artistas, productores, ejecutivos y periodistas del área de la música popular en los Estados Unidos. Sobre todo en Nueva York. No recibí ni una sola reacción de admiración o de interés en relación con Verdad tropical. El libro tuvo su reseña positiva en el New York Review of Books (¿o habrá sido en el New York Times Book Review?) firmada por el antropólogo inglés residente en Brasil Peter Fry, pero eso no era un eco del humor del ambiente, ni tampoco hubo eco después de lo que había de simpático en la reseña. Curiosamente, luego de acostumbrarme a creer que ni siquiera mis personas cercanas hubiesen leído mi libro, encontré algunos personajes ligados a las artes plásticas que exhibieron un entusiasmo sorprendente por él. Encontré críticos, curadores, incluso artistas que, sin ser brasileros –ni sudamericanos o sudeuropeos–, mostraban su comprensión de lo que a mí mismo me resultaba estimulante en mis escritos. Hasta entonces juzgué que las complejidades vividas y explicadas en este libro no tendrían entrada en el mundo de los “five eyes”, compuesto por los países que comparten los hallazgos de espionaje de la NSA, esto es, países ricos de lengua inglesa.

Para un público hispanoparlante, sobre todo si habita en el nuevo continente, muchos de los enredos que describo aquí son más reconocibles. El otro aspecto de la dificultad –la incomodidad de pasar la conversación sobre la canción popular a un tono que por lo general se usa para tratar cosas consideradas serias– estará presente para los lectores de Grecia o de América Latina, de Rusia o de Sudáfrica. Invito al eventual lector a intentar gozar conmigo de las no imposibles delicias de esa osadía. Los críticos de rock ingleses ya vienen mezclando desde hace mucho esa exhibición de intimidad con la llamada “teoría francesa” (jerga y temática postestructuralistas) y la erudición en relación al repertorio pop-rock. Pero Verdad tropical es muy diferente. Y no es un artículo de revista en el que los comentaristas quieren mostrarse más rockeros que los rockeros: es un libro largo. Y hecho de párrafos largos que, a su vez, están hechos de frases largas. Y no hay identificación alguna (salvo puntual y espaciadamente) con el posmodernismo francés: en él intento encontrar un estilo de pensamiento propio y minuciosamente aplicado al tema que abordo.

No es que me lo tome demasiado en serio. Es que no quiero que quien lea no se sienta cómodo como para reír si siente el impulso o para perdonar aquello que le parece un quiebre de la lógica o de la mínima sensatez.

En Brasil es tan importante la experiencia intensa de producir música popular que, a veces, hace soñar con pautar su ambición de liderazgo. Leer lo que yo entendí que pasó con la canción en la segunda mitad de la década de 1960, en el único país de las Américas que habla portugués, que tiene un territorio de dimensiones continentales, un pueblo racialmente muy mezclado, a menudo perdido en su rumbo pero consciente de su oportunidad –y, por lo tanto, de su obligación– de grandeza, puede ser estimulante y hasta divertido para el que mira el mundo desde el lado occidental del hemisferio sur.

Vino a mi mente el contraste entre, por un lado, los meneos españolados de manos sobre la base de pasos cortos en el tiempo fuerte en que se presentaba Carmen Miranda y, por otro, los movimientos de los passistas de escola de samba. Desde los años 60, las espectadoras de clase media, estudiantes universitarias, artistas plásticas y, por fin (esto es lo más importante), cantoras de samba comenzaron a reproducir esos movimientos algunas veces con brillo y casi siempre con propiedad. Asistí a programas con público de la Radio Nacional de Río de Janeiro a lo largo del año 1956. Vi a Emilinha Borba, Marlene, Ângela Maria, Dolores Duncan, Linda y Dircinha Batista y ninguna de ellas mostró que supiera bailar samba. Ni Aracy de Almeida, a quien el gran Noel Rosa colocaba muy por encima de Carmen, parecía ser capaz.

Siempre tuve una reacción de rebeldía frente al tema burlesco (aunque tan en sintonía con las modas críticas de hoy) de la apropiación ilegítima del samba por los artistas de clase media que inventaron la bossa nova, argumento defendido por el estudioso José Ramos Tinhorão. Cuando en 2009 señalé el racismo y clasismo evidentes de Noel Rosa en Feitiço da Vila, apuntaba no a la posición que ocupa el gran Noel Rosa en la historia de la música popular brasilera (cuya obra, Feitiço, en mi opinión no pierde nada con la observación honesta sobre los prejuicios de clase y raza explícitos en la letra de esa gran canción) sino a la sospechosa acusación que recibía la bossa nova de aprovechamiento indebido del legado del samba. Esa acusación ofusca todo un proceso desarrollado desde las casas de “tías” bahianas emigradas, luego en los morros y, más tarde (pero también concomitantemente), en el teatro, en la radio y en los discos. Los pasos que ejecutaban las jóvenes (y no tan jóvenes) actrices de la TV Globo, las estudiantes de colegios y universidades –y que reencontré esbozados por Marisa Monte en shows sofisticados o en fiestas íntimas– representan una etapa histórica de la cultura del samba y refleja avances que la sociedad brasilera es capaz de emprender. Aquello no precedió la bossa nova; mucho menos los sambas geniales de Jobim referidos al asunto, como O morro não tem vez, Batucada no morro o Água de beber. Ni siquiera las “pastoras” de Ataulfo Alvez (a quien también vi en el escenario de la Radio Nacional) iban más allá de la marcación simple de los tiempos fuertes de los sambas que hacía su elegante maestro negro y minero y vino a dar una pincelada peculiar en el cuadro del samba carioca. Creo que la primera cantora de radio que bailó samba en público fue Elza Soares. La generación de Beth Carvalho fue la primera que creció en ese ambiente. Y Beth, que nos dejó este año 2019, comandó la apropiación legítima.

A propósito me atuve a las mujeres: estoy hablando de Carmen Miranda, la exportadora de nuestro ritmo nacional. Y el samba de las mujeres tiene sus especificidades: los meneos en puntos definidos de la clave rítmica, la exhibición de la carne en tono de promesa. Más allá de eso, la diseminación de los pasos de samba se dio sobre todo entre las muchachas. Los chicos se resistieron más. Por eso mismo quiero registrar dos casos diferentes: Jorge Veiga y Hélio Oiticica. El primero, cantor de samba, mulato (hoy probablemente se exigiría que dijera “negro”), sugería unos trazados rítmicos con los pies, mostrando siempre el conocimiento de la danza compleja del samba, en los pocos segundos de una u otra introducción a lo que estuviese por empezar a cantar. El segundo, un artista plástico de vanguardia genial, creador de la palabra “tropicália”, que se enamoró de la Escola de Samba Estação Primeira de Mangueira y frecuentaba la favela en la que había nacido la escola, aprendió los intrincados juegos del cuerpo de danza masculino de samba e insistía en exhibir sus habilidades.

Este libro pretende dar cuenta de lo que logré estructurar a partir de observaciones como estas; y estos nuevos comentarios nacen de la necesidad de echar más luz sobre el proceso. Lo que me llevó a escribir Verdad tropical fue un artículo sobre Carmen Miranda que publiqué en el New York Times. Y en esa nota, si bien detallaba su manera de mover el cuerpo (aproximándola tanto a dibujos animados como a Elis Regina), no se me ocurrió que no sabía bailar samba, y que eso era un giro importante en la historia de la MPB (Música Popular Brasileña) que solo se realizó una década después de su muerte: me viene a la cabeza la imagen de la hija de João Nogueira, todavía adolescente, bailando en una fiesta, y el momento, mucho más reciente, de Marisa Monte haciendo en una introducción lo que hacía Jorge Veiga. Ellas ya eran de una generación que creció viendo que saber bailar samba forma parte de la vida de un brasilero de cualquier extracción. Cuando veo a Francisco Bosco bailar samba, pienso eso. Tanto él como la hija de João Nogueira son descendientes de artistas del samba. Pero no crecieron en favelas, fueron hijos de músicos post bossa nova.

Yo sé bailar samba desde chico. Pero es un samba de Santo Amaro, en el que casi no se levantan los pies del piso. Y la versión que aprendí (viendo a mis familiares y amigos íntimos en rodas de samba) resulta extraña incluso en relación al samba de Salvador. Lo básico de mi esquema es marcar con los talones el tum-tum del tsh-tum-tum / tsh-tum-tum del ritmo del samba, dejando el tsh con el empeine hacia delante, mientras que para completar el par de tums los cariocas llevan el empeine hacia delante (lo que les permite, sobre todo a las muchachas, avanzar las caderas). Por lo tanto, para los cariocas, parece que yo sintiera los tiempos fuerte y débil del samba intercambiados. Con el tiempo, observando el “miudinho” de Río (samba sin zapateo y bailado con los pies pegados al piso, evocando el modo de bailar de los ancestros bahianos del samba carioca) y reestudiando el samba de mi tierra, empecé a pensar que tal vez yo tuviera un entendimiento particular sobre qué es bailar samba. ¿Una microcultura de grupo íntimo –y de clase media– que viene, sin embargo, de la región originaria del samba? Tal vez.

¿Así mi guitarra, mi relación con la composición, mi capacidad de reflexionar sobre todo lo que se relaciona con la canción? ¿Así este libro? Ya sería una gloria repetir un hecho semejante al de Carmen: llamar la atención mundial hacia la cultura del “mulato inzoneiro” [mulato intrigante] como se llama a Brasil en la apertura de Aquarela do Brasil, de Ary Barroso, samba que se hizo global en versión americana con el título Brazil. Incluso haciéndolo, como ella, sin saber los pasos de la danza que le sirve de base. Cuando respondió a mis críticas irresponsables sobre una entrevista suya, José Guilherme Merquior, un erudito ensayista brasilero, llamó “subintelectuales cabeza hueca” a los músicos populares que a partir de los años 60 parecían tomar el lugar de los ensayistas en todo el mundo. Como él había escrito el discurso de asunción de Fernando Collor de Mello, repliqué desaforado diciendo “Prefiero a Belchior”. Me refería al cantautor surgido a mediados de los años 60 aludiendo a una rivalidad con los tropicalistas. De hecho, yo amaba las canciones y el canto de Belchior, pero “subintelectual cabeza hueca” es una expresión agresiva muy bien acuñada y la defensa, por parte de Merquior, de los derechos civiles aplastados por los comunistas (sin hablar de la fuerza crítica contra los post-estructuralismos) es un punto alto en nuestra historia intelectual. Esta nueva introducción podría llamarse “Cabeza hueca”, si no se llamara “Carmen Miranda no sabía bailar samba”, título más cercano al eje de este libro.

Hace veinte años que terminé de escribirlo. En él cuento que el nacimiento de Moreno fue el acontecimiento más importante de mi vida adulta. Hijos. He aquí la gran sorpresa de mi vida. Tom nació cuando salía Verdad tropical. Zeca había nacido cinco años antes. La llegada de Moreno me había enseñado lo que es tener hijos. Cuando el libro estaba listo y nació Tom, tuve un episodio de depresión. No era como las que tenían los amigos y conocidos bipolares. Era una mezcla de tristeza profunda, miedo, rabia, agotamiento e impaciencia. No podía dormir ni comer. Adelgacé mucho. El brote se parecía a los momentos de horror que había experimentado con el consumo de drogas. Se asemejaba sobre todo a lo que sentí al llegar a casa después de la cárcel. Y todo aquello que había sido horrible en aquel momento ahora se mostraba peor: el hecho de no estar bajo el efecto de sustancias que cambiaran mi percepción me decía que el infierno se daba en mí por mí mismo y se debía a la química de mi sistema nervioso central o a mis temas psicológicos. Pensaba que tal vez estaba agotado por haber escrito, más o menos eufóricamente, un libro largo, narrando hechos de gran intensidad emocional de mi vida pasada, sin haberme tomado un tiempo exclusivamente para hacerlo: escribía después de los shows y antes de los viajes en las giras. Pero también estaba el nacimiento de Tom: que apareciera un bebé adorado cuando yo ya tenía 55 años me colocaba delante de la muerte (no de la idea de la muerte –no pensaba mucho en ese estado, excepto cuando, poco más de un mes después de que todo aquello comenzara, la idea de suicidio, cosa inimaginable para mí hasta entonces, se impuso con una claridad fría que no me asustaba ni me consolaba, ni mínimamente– sino de la muerte misma): parecía que estaba atado a mi vida pequeña y que ya no podría alcanzar la grandeza requerida para tener un hijo.

Fui mejorando de esa crisis en sesiones de análisis, cosa que había abandonado hacía más de una década y que retomé por recomendación de mi médico clínico, George Spitz. Él no estaba logrando convencerme de que volviera a tomar tranquilizantes. El horror de admitir que ninguna droga había disparado el brote me llevaba a atribuirlo a la dosis doble de Lexotanil que había tomado (un comprimido de 6 mg en vez de medio, que es lo que siempre tomaba) la noche en que sentí el ruido sordo en el fondo de mi alma / cuerpo. (Todavía hoy le tengo miedo). Paulinha estaba acostada a mi lado y yo no podía ni pensar en despertarla. Pensé que estaba loco. Sentía culpa por todo y no sabía cómo no sentirla. Mi clínico me sugirió que tomara un antidepresivo. Acepté enseguida diciendo “pruebo: si me gusta el resultado, sigo tomando”. Me informó que no era así. Que tenía que tomar el remedio durante tres semanas como mínimo para ver si daba resultado y que de lo contrario lo suspenderíamos y él pondría en práctica algún procedimiento de emergencia para sacarme de lo que fuera que él imaginara que podía pasarme. Me eché atrás inmediatamente. El análisis me fue ayudando a convivir con la infelicidad día a día, haciendo ejercicios físicos y comiendo lentamente, independientemente de la ausencia de hambre. Fui viviendo mal y admitiendo que no me iba a morir (además de los pensamientos de suicidio, estaba la hipótesis, gestada por mí y corroborada por mi clínico, de que tal vez estuviera con un cáncer violento y mi cuerpo estuviese reaccionando así). Ya cuando fui un poco más capaz de aguantar cada día (en las primeras semanas no dormía nada. Después de la conversación con el médico, que me llevó a volver a análisis, descubrí que, si no me acostaba del todo, si solo me recostaba en una almohada alta en la cabecera de la cama, conseguía algún tiempo de sueño raso), me dijo que había un medicamento que estaba teniendo éxito en Estados Unidos en casos de ataques de pánico. Le parecía que lo que yo tenía no se definía como tal, pero que había algunos aspectos similares. El remedio se llamaba Rivotril y me recetó 0,5 mg antes de ir a la cama. Así me convenció de tomar algo. Fui a la farmacia a comprar. Era de Roche, como el Lexotanil y el Valium. ¡Pero costaba un real con cincuenta centavos! Cuando llegué a casa, abrí la caja y leí el prospecto. Nunca había visto uno tan lacónico: la única indicación era “epilepsia”. Entendí (y después me lo confirmaron) que esa era la razón por la cual resultaba tan barato. El Ministerio de Salud exigía que los remedios obligatorios para enfermedades crónicas costaran poco. Además, estaba dirigido a un público limitado. Hoy es mucho más caro; y el prospecto tiene muchas más cosas escritas. Lo tomé y me sentí bien. Dormí más y, conjugándolo con el psicoanálisis, mejoré. A lo largo de los años, aumenté la dosis de 0,5 mg a 1 mg que es lo que tomo, todavía, al acostarme. Pero no sin parar nunca: algunas veces lo sustituyo por antihistamínicos (que tienen los antialérgicos y algunos sleep aid medicines americanos, que se venden sin receta). Es que los soporíferos no me ayudan a dormir. Y dormir siempre fue un problema para mí. Una neuróloga me recetó una serie que empieza con melatonina, pasa por valeriana y llega al Stilnox, para intentar dejar el Rivotril. Pero el Stilnox, un soporífero, me hace sentir mal. Vuelvo al Rivotril y a los antihistamínicos. Sin aumentar la dosis. Y nunca necesité tomar nada en “el día” (la vigilia).

Durante la crisis me pregunté si mis experiencias de pérdida de la razón, con las drogas o con los dos meses en la cárcel, no tendrían algo que ver con aquella historia que siempre había oído, de que mi padre había tenido un “colapso nervioso” que lo dejó sin voz por un tiempo. Eso sucedió antes de mi nacimiento. Él estaba conversando con unos amigos en el Rotary Club de Santo Amaro cuando no pudo articular más las palabras. Estuvo de licencia por meses. Mi padre era el hombre más sereno y firme que se pueda imaginar. Razonable y lúcido. Que le hubiera pasado una cosa así era extraño. Tal vez que hubiese sido algo genético explicara lo que me había pasado a mí. Mis hermanos y mi hijo tuvieron una reacción similar a la mía cuando probaron marihuana. Pero yo también pensaba en las visiones pesimistas sobre la vida moderna. Era muy posible que la falta de autenticidad de nuestro conocimiento, los desequilibrios de nuestra economía, de nuestra técnica, de nuestra alimentación, de nuestras lenguas generaran reacciones así en algunas personas. Las noticias de una especie de epidemia de depresión en varios países de Occidente parecían confirmar esa hipótesis. Hoy todavía los textos de Adorno y Heidegger me hacen pensar en algo así. El impacto de las miradas de Lévi-Strauss y Eduardo Viveiros de Castro habría sido menor sobre mí si yo no hubiese pasado por lo que pasé. Sea como sea, fui saliendo y volviendo a ser quien soy. Casi puedo decir que no cambió nada. Pero les perdí el miedo a los aviones.

Estaba de gira con Fina estampa y la crisis se dio cuando ya había pasado el primero de, supongo, tres shows en el Teatro Castro Alves. Hice los dos siguientes sin entender cómo los estaba haciendo. Solo hablaba de esto con Paulinha que, muy a su estilo, me retaba como tratando de desmitificar lo que yo trataba de describir, y después estaba, alternada y estratégicamente, ausente y preocupada. La idea de que tal vez todo fuera un efecto paradojal del Lexotanil la irritaba: ¿por qué no tomaba uno para ver? Yo no lo podía admitir. Ella me recetaba ejercicios físicos: “Haz gimnasia y sube la endorfina”. Y me convenció de tomar un Valium. Ahí sí tuvo un efecto paradojal: era como si hubiese tomado un (aún inexistente) Viagra combinado con un verdadero afrodisíaco. Todo eso precedió mi vuelta a Río, mi ida al médico, la vuelta al análisis y el Rivotril. Yo quería y necesitaba sexo, pero la felicidad no acompañaba el placer. Nunca había imaginado que eso fuera posible (soy muy –era mucho más– alienado de la realidad de la vida). Tal vez el hecho de haber aprendido que es posible ser infeliz teniendo sexo (cosa que veía en películas, leía en libros, oía en conversaciones, pero en lo que no creía) y perder el miedo de volar hayan sido las dos (grandes) transformaciones causadas por ese período. Las oscilaciones entre celebrar los avances de la modernidad y desconfiar de la funcionalidad de la vida real que la modernidad creó se intensificaron con esa experiencia dolorosa, pero ya eran un tema corriente en mi mente intranquila.

Fina estampa es tal vez el único disco mío que me gusta oír. Nunca lo pongo en el tocadiscos, pero si alguien lo hace, me sorprendo con Recuerdos de Ypacaraí y María Bonita. Y me gusta casi todo lo que oigo. Los arreglos de Jaques Morelenbaum son inspiradísimos. Pero en la canción que le da título al disco, el deslumbrante vals de Chabuca Granda (uno de mis más grandes amores latinoamericanos), me equivoco la letra. Y Jaquinho, que aprendió la canción en la grabación de María Dolores Pradera, repitió la introducción de esta, pensando que se trataba de una grabación de la autora. Por lo demás, Fina estampa me resulta casi pura belleza.

Mientras escribía este libro, pensé en llamarlo Boleros y civilización, un viejo juego de palabras mío de 1968 (que iba a estar en la contratapa de un disco que no hice porque la cárcel interrumpió mis planes de composición), como broma en relación con el famosísimo título Eros y civilización, de Marcuse. Pero el editor americano me dijo que en Estados Unidos nadie pensaba en Marcuse. Pensé en llamarlo Mi tropo. Hace poco encontré, en Google, referencias de un libro de epistemología titulado Tropical Truth(s). Es un estudio sobre tropos, las figuras de lenguaje, y su relación con la verdad. Pues bien, mi libro, finalmente llamado a partir del bolero Vereda tropical, es mi tropo, mi metáfora monstruosa (¿o metonimia?), para adjetivar su propia verdad. A Antônio Cícero le había gustado el título Verdad tropical justamente porque se podía pensar en “verdad meridiana” o “verdad solar”. Veinte años después, VT me parece menos respetable como libro entre libros de lo que puede parecerle a Roberto Schwartz, aunque me parezcan graciosos muchos aspectos de mi prosa y reconozca en él más verdad de la que supone el crítico. Está la verdad de mi tropo, o la tropicalidad de la verdad de mi vereda. Cuando salió, saqué un disco que me gusta de manera más crítica que Fina estampa, aunque me parezca mucho menos agradable de oír: lo llamé Livro.

Hice muchos otros discos y shows en los años que siguieron a lo que cuento en VT. Contar eso sería escribir otro libro. Solo puedo decir dos cosas breves que deben, en este último párrafo, orientar a quien me lea. Una, que un ejemplo de mi juicio, de mi proceso de concientización y de qué me estimula –lo que explica toda mi política y mi profecía– es: hace pocos días vi a Marisa Monte cantando acompañada por Paulinho da Viola, Pretinho da Serrinha, Dadi y otros músicos. En un momento dado, ensayó unos pasos de samba. Sabe bailar samba. Roberta Sá, cantante más joven que ella, sabe bailar samba. Carmen Miranda no sabía bailar samba. Cuando escribí aquel artículo sobre ella para el New York Times que llevó al editor de Knopf a encargarme este libro, no mencioné eso: no me daba cuenta. Y otra: si quien me está leyendo es una o un joven que ve este libro por primera vez, le aconsejo que vaya directamente al capítulo titulado “Narciso de vacaciones”. Podría ser un libro independiente. En él está todo lo que en el resto del libro aparece en tono de ensayo. La bailarina Maria Esther Stockler, que me hizo de viva voz la mejor crítica sobre Verdad tropical, después de comentar que el libro era “El club de Tobi”1 (queriendo decir que las mujeres no tienen lugar en él como sujetos influyentes; olvidándose, tal vez, de Bethânia), decretó: “El único capítulo que dice todo es el capítulo sobre la cárcel”. Entonces, ya que no existe todavía como separata, joven, léelo como si fuera un libro menos largo y mejor que este. Después, si quieres, lee los otros capítulos.

1 “El Club del Tobi” se refiere al club del amigo de la Pequeña Lulú, de la historieta homónima estadounidense, donde no se admitían mujeres.

Verdad tropical

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