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TRANCE

Si el tropicalismo se debió, en alguna medida, a mis actos y mis ideas, tenemos que considerar el impacto que produjo en mí la película Tierra en trance, de Glauber Rocha, en mi temporada carioca de 1966-1967, como desencadenante del movimiento. Mi corazón dio un vuelco en la escena de apertura cuando, al son del mismo cántico de candomblé que estaba en la banda sonora de Barravento –el primer largometraje de Glauber–, se veía aproximarse, en una toma aérea del mar, la costa brasileña. Y, a medida que el film avanzaba, la inmensa fuerza de las imágenes que se sucedían confirmaba la impresión de que ciertos aspectos inconscientes de nuestra realidad estaban a punto de revelarse.

A esa altura, el joven director bahiano Glauber Rocha era un verdadero líder cultural. Después de rodar Barravento, cuando todavía vivía en Bahía, impactó a directores y críticos europeos con Dios y el diablo en la tierra del sol, un film cuya belleza salvaje nos excitó a todos porque nos hizo sentir que era posible un gran cine nacional. No se trataba de la conquista de un estándar de calidad; esa había sido la meta de Vera Cruz, la productora fundada por el empresario paulista Franco Zampari, que construyó un estudio bien estructurado en el que se producían, hasta fines de los años 50, películas con buena terminación. Para dirigir esa empresa, Zampari convocó a Alberto Cavalcanti, el cineasta brasileño que había trabajado con éxito en Inglaterra y Francia y volvía a Brasil en respuesta a esa invitación de la élite para crear una industria brasileña de alto nivel. Era un intento por superar la etapa primitiva del cine comercial brasileño, representado por las comedias carnavalescas cariocas conocidas como chanchadas, fórmula que había sido estrenada con éxito en los años treinta. El Cinema Novo fue un movimiento que surgió en la primera mitad de los años 60 y se opuso tanto al academicismo de las producciones respetables de la Vera Cruz como al primitivismo de las chanchadas. No sin dificultad el Cinema Novo logró la victoria de prestigio sobre aquellas dos tendencias, y la falta de atención –casi hostilidad– a producciones como O Cangaceiro (Vera Cruz) u O homem do Sputnik (chanchada) hoy resultan francamente injustas.

Glauber lideró en todo momento el movimiento, tanto en la teoría como en la práctica. Su libro Revisión crítica del cine brasileño argumentaba en favor de la creación de un cine superior nacido de la miseria brasileña como el neorrealismo había surgido de la indigencia de las ciudades italianas en el comienzo de la posguerra. Desde allí convocaba a todos los jóvenes intelectuales de izquierda que se habían sentido atraídos por el cine y se habían inspirado en films como Rio, 40 graus de Nelson Pereira dos Santos, tal vez el cineasta brasileño más influyente. Naturalmente, eso significaba un desprecio tanto a los sensatos, que solo intentaban poner frente a cámara historias razonablemente guionadas, como a los astutos que producían diversión para un público semianalfabeto.

Dios y el diablo en la tierra del sol fue la película más emblemática del Cinema Novo. Más o menos en la época en que se estrenó había, además, otros buenos films (con verdadera calidad técnica entre sus numerosas virtudes) que trataban temas muy diferentes de los de la Vera Cruz, como Los fusiles de Ruy Guerra o Vidas secas de Pereira dos Santos, que inauguraban colectivamente el movimiento. Pero Dios y el diablo en la tierra del sol iba más allá de eso: se alzaba por sobre los esquemas industriales y no reverenciaba lo ya establecido artísticamente. El film habla de los fanatismos religiosos del nordeste brasileño y hace alusión al libro de Euclides da Cunha Los Sertones, un híbrido único entre un tratado sociohistórico, un ensayo periodístico y una novela. Dios y el diablo en la tierra del sol hace un retrato de los cangaceiros de la región, esos bandidos rurales que se hicieron famosos en Europa a través de la película O Cangaceiro, ganadora de varios premios de Cannes a mediados de los 50. Los cangaceiros de la vida real eran bastante impactantes con sus sombreros de vaquero estilizados, sus medallas y joyas. Crueles y románticos, estaban listos para la venganza social en una tierra dominada por los terratenientes. Glauber no le temía a la torpeza para exhibir las enseñanzas estéticas de Eisenstein, Rossellini, Buñuel o Brecht (además de la Nouvelle Vague y algún gesto aprendido del para nosotros emergente cine japonés) y las lecciones ideológicas de algunos marxistas. Presentaba un panorama exuberante y algo deforme (en Europa como en Brasil se lo llamó, creo que con tino, “barroco”) de las fuerzas épicas insertas en nuestra cultura popular. La verdad es que el resultado final de esta película se acerca más al genial Pasolini de El evangelio según San Mateo que a cualquier otro director: la fotografía sin contraluz, el delirio construido con material crudo, la imposición de un mundo mental a las imágenes. Los dos films, estrenados el mismo año, comparten esos elementos. Pero Dios y el diablo en la tierra del sol no se apoyaba en nada semejante a la poderosa simplicidad de los evangelios: tenía que dar cuenta de todo un imaginario y una problemática particulares de Brasil. Se podía ver en la pantalla el deseo de los brasileños de hacer cine. No era un Brasil que lo hacía bien (o demostraba que podía hacerlo) sino que se equivocaba y acertaba, pero proponía nuevos criterios para juzgar errores y aciertos a partir de un punto de vista propio. El cineasta español Fernando Trueba me dijo una vez que incluso las películas brasileñas malas no eran tan malas, porque siempre había algo salvaje para rescatar y que ese aspecto era el mismo que se veía, concentrado, en las buenas películas de Brasil. Esa verdad es perceptible incluso para los extranjeros, pero fue revelada por el Cinema Novo; y el Cinema Novo no hubiera existido sin Glauber. Lo que purifica a los malos films brasileños e ilumina los buenos de todas las épocas es la llama que arde en Dios y el diablo en la tierra del sol y que consagró a Glauber como maestro entre sus pares, más allá de su personalidad influyente (a pesar de ser –o justamente porque– siempre polémica) en todas las áreas de nuestra vida cultural. Mientras filmaba Tierra en trance, la expectativa en torno a lo que haría después de Dios y el diablo en la tierra del sol era enorme. Fui solo a un cine de Copacabana al estreno.

Yo había ido a Río en abril o mayo de 1966 y, después de vivir en el departamento de Alex Chacón en Copacabana, me mudé al “Solar da Fossa”, nombre del precursor de los apart-hoteles en Río de Janeiro. Era una vieja casa de campo que había sido transformada en un conjunto de departamentos, con una portería de hotel barato y un mínimo servicio de limpieza de las habitaciones. Tenía enormes pasillos a lo largo de los cuales estaban alineados los departamentos que rodeaban un jardín interno. La dueña (o aquella que todos tomábamos por tal) estaba muchas veces en la entrada, detrás del mostrador, con el pelo oxigenado y fumando un puro. Esta descripción no debería llevar a creer que se trataba de un antro deprimente. Por el contrario, todo era limpio, alegre, aireado y parecía sólido. Y la imagen de la dueña con el puro entre los dedos sugería más bien la elegancia excéntrica de un personaje de una película alemana. La mayor parte de los departamentos (cuarto, sala y baño razonable) estaba ocupada por artistas: músicos, poetas, dibujantes y actrices novatas. Era gente que había descubierto una linda forma de vivir, por poco dinero, en una excelente zona de Río. Dedé, que había quedado en venir conmigo a Río, estaba viviendo en casa de su abuela, en el barrio de Flamengo, pero se quedaba en el Solar cada vez que disponíamos de tiempo para estar juntos.

Ya el apodo “Solar da Fossa” (el verdadero nombre era Solar Santa Teresinha) connotaba sofisticación y refinamiento, ya que estar na fossa era una expresión muy de moda, usada por gente de la Zona Sur carioca. Usado por fans de las películas de Bergman y pacientes del psicoanálisis, el término fossa (literalmente: pozo ciego), a pesar de su significado original grosero, se aplicaba a los sambas-canções modernos de Maysa, Tito Madi y Dolores Duran de la fase pre bossa nova y era considerado muy chic. El Solar da Fossa estaba muy bien ubicado: con solo cruzar a pie el Túnel Novo, en cinco minutos, se llegaba a la calle Prado Júnior, donde se encontraba el restaurante Cervantes, centro de la vida bohemia barata de los años 60, con sus excelentes sándwiches de pan francés y su rica cerveza. Recuerdo haber ido a pie desde el solar hasta el cine en el que daban Tierra en trance.

Debo decir que el film me pareció aún más desparejo que Dios y el diablo en la tierra del sol. Los lamentos del personaje principal –un poeta de izquierda conflictuado por anhelar, más allá de la justicia social, “el absoluto”– por momentos me sonaban francamente subliterarios. Además, algunos defectos intolerables del cine brasileño –las fiestas de la alta sociedad filmadas de manera nada convincente, las mujeres figurantes incentivadas por los directores a hacer una caricatura provinciana deplorable de glamour sexual, la incapacidad de contar al menos una parte de la historia con claridad– estaban allí. Pero, como había sucedido con los dos films anteriores de Glauber (y, aunque con menor intensidad, con un gran número de las producciones del Cinema Novo), la pantalla sugería incesantemente otra mirada de la vida, de Brasil y del cine y parecía quitarles valor a mis exigencias. En el caso de Tierra en trance, el poeta protagonista traía, envuelta en su retórica, una visión amarga y realista de la política, que contrastaba evidentemente con la ingenuidad de sus compañeros de la resistencia contra la dictadura militar recién instaurada. En el momento del golpe de Estado, el film fue reconstituido como una pesadilla del poeta al morir: era una confusa mezcla de La fiebre sube al Pao, de Buñuel, con muletillas de la Nouvelle Vague y pinceladas del Fellini de 8 ½. Esa confusión, de todos modos, contribuía con la fuerza paródica del film. El efecto no le venía del todo mal al personaje, cuya intención desesperada de criticar con la mayor lucidez posible los proyectos políticos en los que se había involucrado y, a la vez, realizar los gestos más eficaces para consolidarlos –un tipo de dilema que llevó a varios a la locura, al misticismo o al campo enemigo– terminó arrastrándolo, bastante gratuitamente, a la muerte. Es conmovedor notar que esa historia podría pasar hoy, sin mucho margen de error, por una biografía sucinta del propio Glauber.

Aunque la película causó escándalo entre los intelectuales y los artistas de la izquierda carioca, no fue, naturalmente, un éxito de taquilla. Algunos líderes del teatro comprometido protestaron exaltados al final de una función en la puerta del cine. Una escena en particular era la que indignaba a ese grupo de espectadores: durante una manifestación popular, el poeta, que está entre los oradores, le pide a uno de sus oyentes, operario sindicalizado, que se acerque y, para mostrar su falta de preparación para luchar por sus derechos, le tapa violentamente la boca con la mano y les grita a los demás manifestantes (y a nosotros, en el cine): “¡Esto es el pueblo! ¡un imbécil, un analfabeto, un despolitizado!”. De inmediato, un hombre miserable, representante de la pobreza desorganizada, surge entre la multitud intentando tomar la palabra y es callado por uno de los guardias de seguridad del candidato con un caño de revólver en la boca. Esa imagen se repite en largos close-ups que se destacan del ritmo narrativo y se transforma en un emblema.

Esa escena fue para mí –junto con las escenas de indignación que suscitó en los bares– el núcleo de un gran acontecimiento cuyo nombre breve que hoy encontré no se me había ocurrido entonces con tanta facilidad (y por eso buscaba mil maneras de decírmelo a mí mismo y a los demás): la muerte del populismo. Era indudable que los demagogos populistas estaban suntuosamente ridiculizados en la película: se los veía llevando crucifijos y banderas en coches abiertos al cielo del Aterro do Flamengo ­–una ruta ancha y moderna rodeada de jardines diseñados por paisajistas, que bordea el mar– exhibiendo sus mansiones de ostentoso mal gusto, participando de las solemnidades eclesiásticas y carnavalescas que llegan al corazón del populacho, etcétera; pero la fe misma en las fuerzas populares y el respeto que los mejores espíritus sentían por los hombres del pueblo eran descartados como armas políticas o valor ético en sí. Yo estaba preparado para enfrentar esa hecatombe, me excitaba analizar sus fenómenos íntimos y prever las consecuencias. Nada de lo que sería llamado “tropicalismo” hubiera existido sin ese momento traumático.

El golpe al populismo de izquierda liberaba la mente para poder enfocar a Brasil desde una perspectiva amplia y permitía miradas críticas de origen antropológico, mítico, místico, formalista y moral. La escena que indignó a los comunistas me encantó por su coraje, porque las imágenes que la preceden y la siguen pretendían revelar cómo somos y hacer preguntas sobre nuestro destino. Una cruz enorme se destaca en un grupo formado por demagogos políticos, travestis con disfraces de lujo del baile del Municipal e indios de Carnaval: se siente al mismo tiempo una situación grotesca y aireada en esa isla siempre recién descubierta y oculta que es Brasil. En medio de la multitud de una manifestación un viejito baila samba, de manera graciosa y ridícula, lúbrica y angelical, alegremente perdido: se capta al pueblo brasileño en sus paradojas y no se sabe si son desesperantes o sugerentes; se discuten decisiones políticas en un patio de cemento en el que las líneas negras que dividen las lajas del piso resaltan y desmienten las entradas y salidas de los personajes, la cámara pasea por entre los grupos de cuatro, cinco, seis inquietos agitadores, que no concuerdan en sus tácticas ni en sus movimientos corporales; una foto en blanco y negro en que manchas negras dominantes ensombrecen enormes espacios de luz. Era una dramaturgia política que difería de la habitual reducción de todo a una caricatura esquemática de la idea de la lucha de clases. Era, sobre todo, una retórica y una poética de la vida brasileña post 1964: un profundo grito de dolor y revuelta impotente, pero también una mirada actualizada, casi profética, de las posibilidades reales que teníamos de ser y sentir.

Con todo, probablemente yo no habría reaccionado a esos estímulos si no hubiese sido por la influencia determinante que venía ejerciendo sobre mí, desde hacía un tiempo, la inteligencia y la sensibilidad de un intelectual singular que había entrado en mi vida en diciembre de 1964 y que, a esa altura, dos años más tarde, ya era un verdadero amigo: Rogério Duarte,12 un bahiano que se había mudado a Río en el año en que yo había llegado a Salvador.

En la primera mitad de los años 60, antes de irme de Bahía, había oído el nombre de Rogério Duarte frecuentemente repetido en las conversaciones de mis compañeros de la Facultad de Filosofía. Su inteligencia inquieta y poco convencional era una leyenda. Se decía que era brillante al hablar y que sus opiniones, a veces impactantes, solían impresionar al interlocutor por la vehemencia con la que las defendía. Aunque no hubiese ni siquiera terminado el colegio secundario, fascinaba a estudiantes y profesores del curso superior. Igual de legendario fue su enamoramiento de una muchacha, Anecir, la hermana menor de Glauber. Se decía que se paraba frente a su puerta, en el barrio de Barris, noches enteras, en serenata muda.

Cuando llegué a Río con Bethânia, en 1964, Rogério apareció en el Teatro Opinião y, al final del espectáculo, salimos a conversar. Nada de lo que me hubiesen dicho en Bahía podría haberme dado la medida de la impresión que me causó. Su voz era más potente, su mente más rápida y sus ideas más desconcertantes de lo que yo hubiera sido capaz de imaginar. Entre sus discursos y él había un compromiso a la vez visceral y metafísico que multiplicaba el poder persuasivo de los argumentos. Y él era sorprendentemente gentil y amigable. El modo afectuoso con que se relacionaba con nosotros, como compañeros bahianos viviendo en Río, pero un poco menores, nos hizo creer que idealizaba nuestra “pureza” aunque eso no le impidiera dinamitar nuestra ingenuidad con monólogos políticamente blasfemos. Parecía querer al mismo tiempo resguardarnos de cierto cinismo amargo que la vida ya le había enseñado, y alertarnos contra la adhesión inocente a las ideas que dominaban los medios intelectuales. Temblé cuando lo escuché decir que el edificio de la Unión Nacional de los Estudiantes (UNE) tendría que haber sido completamente quemado. El incendio de la UNE, un acto violento de grupos de derecha que siguió inmediatamente al golpe de abril de 1964, era un motivo de rebelión para toda la izquierda, para los liberales asustados y para las buenas almas en general. Rogério exponía vehementemente sus razones personales para no entonar con ese coro: la intolerancia que los miembros de la UNE habían demostrado frente a la complejidad de sus ideas los volvía una amenaza contra su libertad. Detectaba embriones de estructuras opresivas en el seno mismo de los grupos que luchaban contra la opresión. El extraño júbilo que me produjo entender con claridad sus razones, e incluso identificarme con ellas fue mayor que el golpe inicial consecuencia de la afirmación herética. No tardé en darme cuenta de que Rogério sería aún más violento en contra de los reaccionarios que apoyasen en primera instancia la agresión a la UNE. Eso que para muchos parecía una incoherencia absurda, para mí era prueba de rigor.

En 1966, pocos meses antes de haber visto Tierra en trance, Rogério me había presentado al escritor paulista José Agrippino de Paula. Me contó que una vez lo había visto pasar por la calle –era un absoluto desconocido– y, sin haberlo oído pronunciar ni una sola palabra, se había dicho a sí mismo: “Nunca vi un hombre tan inteligente en toda mi vida”. Se acercó entonces a ese extraño y así nació una amistad entre ellos.

Zé Agrippino oponía los íconos de la cultura de masas americana al intelectualismo de nuestros círculos bohemios, pero se entreveía, detrás de su iconoclasia, una valorización de la literatura en lengua alemana (sobre todo Kafka y Musil, pero creo que llegué a escucharlo hablar de Hölderlin, Heidegger y Nietzsche) y en lengua inglesa (Joyce, Melville y Swift así como también Kerouac, Ginsberg y los beats). Me impresionó cuando alardeaba de preferir de lejos las películas de 007 a Jules et Jim, el delicado film de Truffaut tan amado por el público universitario. Agrippino no era elocuente como Rogério y nunca justificaba sus posiciones: imponía su presencia pétrea y dejaba caer sus conclusiones como ladrillos en medio de una ronda de conversación. El hecho de que Agrippino fuese paulista lo hacía ver las cosas con una perspectiva diferente: haber nacido en Brasil, por ejemplo, para él era un accidente, ni auspicioso ni deplorable, él solo medía las ventajas y desventajas prácticas con una objetividad muy lúcida. Las desventajas superaban por lejos a las ventajas, pero eso nada tenía que ver con su disposición afectiva en relación con el país: era solo un dato concreto que debía ser tenido en cuenta. Durante mucho tiempo él fue para mí un personaje de Rogério. Indudablemente, la anécdota que contaba sobre su encuentro con él contribuía con esa impresión. Pero también era un modo radical de corporizar uno de los dichos favoritos de Rogério: “Para mí, el problema de escribir una novela es que no me conformaría con ser el autor, querría ser uno de los personajes”. Sin embargo, estaban escribiendo una novela cada uno. La de Rogério habría sido su debut literario si no la hubiese destruido antes de publicarla; la de Agrippino, una epopeya que él titularía Panamérica, era su segundo libro luego de Lugar Público, lanzada un año antes de que nos conociésemos.

Con su barba negra y su andar pesado, Zé Agrippino parecía un hombre de las cavernas. Nunca correspondía a las sonrisas convencionales que la gente intercambia cuando cruza miradas casuales, cosa que me ha incomodado muchas veces. Sin embargo, no era descortés o grosero y cuando surgía una sonrisa en su cara tenía el valor de la rareza y, sobre todo, la densidad de la verdad y de lo inevitable. Su novia, Maria Esther Stockler, compartía naturalmente con él la decisión de no hacer concesiones a los ritos convencionales de la convivencia pequeño-burguesa. Aún más que él, ella exhalaba una atmósfera aristocrática que era una lección permanente sobre la elegancia verdadera: demostraba cómo y por qué algo que era comúnmente considerado vulgar –un largo de falda, un gesto, un color– podía ser el mejor ejemplo de refinamiento; era bailarina y pertenecía a una familia rica de San Pablo. Ellos dos nunca se besaban o tocaban en público, solo llegaban y se iban juntos de los lugares. Rogério solía contar que cuando los había hospedado en su casa de Santa Teresa, a veces pasaban una noche y un día enteros en el cuarto, sin salir ni para comer. En la playa, las carioquitas depiladas miraban a Maria Esther con asombro porque sus vellos pubianos chorreaban con el agua debajo de su bikini y por sus muslos; tampoco se afeitaba las axilas. Así y todo, se imponía como una reina mientras que las otras parecían simples coristas. Agrippino y Maria Esther leían revistas en inglés y, a diferencia de Rogério, no usaban el argot más corriente ni decían malas palabras. Parecían extranjeros (aunque físicamente Agrippino fuese un tipo brasileñísimo, mientras que Maria Esther tenía un aspecto caucasiano puro) o personas de otro tiempo (él paleolítico, ella prerrenacentista, ambos del futuro).

Tanto Rogério como Zé Agrippino me habían predispuesto para recibir favorablemente Tierra en trance. Desde Bahía, Rogério era amigo íntimo de Glauber y ejercía sobre él una fuerte influencia personal. No habría sido necesario que Rogério me lo señalase para que yo le prestara atención a un film de Glauber: Barravento –sobre el que había escrito un artículo elogioso en un diario de Salvador, mucho antes de conocer a Rogério– me había parecido extremadamente bello y Dios y el diablo en la tierra del sol había sido, entre todas las películas del Cinema Novo, la más exuberantemente sugestiva. Glauber mismo era, como ya conté, un mito para mí.

Cuando fui por tercera o cuarta vez a ver la película, Duda vino conmigo. Acababa de mudarse de Bahía a Río y se estaba quedando en mi casa hasta encontrar un lugar donde vivir. Era la primera vez que él la veía y le objetó una estética despareja y pretenciosa, así como varios esfuerzos fallidos que hicieron que básicamente no le gustara. Duda explicitaba una opinión que podría haber sido la mía si yo no me hubiese encontrado con Rogério y Zé. Y me pareció, en algún momento, que yo solo me estaba esforzando por complacer a mis nuevos maestros. ¡Duda parecía tan riguroso y genuino! Pero el hecho es que nunca hablé de la película con ninguno de mis nuevos amigos; en este caso, era una búsqueda solitaria. Además, es indudable que el destino nos proporciona encuentros que develan nuestras vocaciones íntimas.

Yo no sabía que Gobineau había formulado esa definición sarcástica “Le brésilien est un homme qui désire passionnément habiter Paris” (El brasileño es un hombre que desea con pasión vivir en París). De hecho, el tropicalismo debe ser entendido en parte como una reacción contra la vieja orientación francófila. Y esa reacción expresaba un impulso por develar o construir un valor propio que se venía desarrollando lenta y ansiosamente en el espíritu de los brasileños. Por otro lado, satisfacía el deseo explícito –que, al ser un desdoblamiento del modernismo, era una marca de época– de los productores eruditos de acercarse a la cultura de masas, criticándola, identificándose con ella o incluso haciendo una autocrítica a través de ella. La contrapartida de ese gesto fue el surgimiento de un experimentalismo de masas al que el poeta vanguardista Décio Pignatari llamó “produssumo”, unión en una sola palabra de producción y consumo. Ahora bien, en una reducción aceptable, se puede decir que confundíamos a menudo la cultura francesa con la cultura erudita, a la que quisimos contraponer la cultura americana, que llegaba a nosotros principalmente como cultura de masas.

A pesar de ello, un autor francés fue el primero en sugerirme esa actitud. Rogério solía comentar y a veces me leía en voz alta libros de Edgar Morin. El tratamiento que este les daba a las estrellas de Hollywood y a los personajes de historietas en términos de nueva mitología abrió el camino en mi mente para la comprensión que tendría en el futuro del arte pop, para una absorción más intensa de la poesía en Godard y para una redimensión del rock’n’roll y del cine americano. No menos que Morin, Godard me llevó a fijarme en la poesía de la cultura de masas, en Hollywood, en la publicidad. Entre toda la producción de aquella época, sus películas eran (y son aún hoy) mis preferidas. Desde el momento en el que Duda me aconsejó ver Sin aliento, además de haber encontrado un nuevo favorito, descubrí que, a partir de él, todo el cine debía ser visto de nuevo. Tierra en trance me había dado todo en cierto sentido, pero lo que queríamos habría estado mucho más cerca, si nos hubiese resultado posible, de los films de Godard. Vivir su vida, Pierrot el loco, Une femme est une femme son obras fundamentales de la fermentación inicial del tropicalismo. Yo vi Masculino-femenino –con sus escenas en el estudio de grabación, sus hijos de “Marx y la Coca Cola”, su sexualidad adolescente– como un momento cotidiano más. Más tarde, La Chinoise y Week-end funcionarían como comentarios maduros sobre una parte ya vivida de la aventura.

La conexión con Morin surgió de manera bastante casual entre Rogério y yo. Al principio, nuestras conversaciones –que se extendían hasta la madrugada en el solar y a menudo continuaban en su casa en Santa Teresa, donde muchas veces yo me quedaba a dormir– eran sobre lo que sucedía en nuestro entorno (teatro, cine, canción popular; además de los comentarios entre morales y psicológicos sobre el comportamiento de nuestros conocidos, o la mera maledicencia). Si no, no eran más que los monólogos inspirados de Rogério que podían ser sobre Proust, Mozart, Heidegger, Villa-Lobos o Lota de Macedo Soares, todos autores y personajes cuya intimidad yo ni siquiera pretendía compartir; me bastaba con la felicidad de escuchar a Rogério hablar sobre ellos, ya que, aunque yo leyera Sartre y Fernando Pessoa y Lorca y Drummond, creía que conocer a aquellos otros era una responsabilidad de los genios como Rogério o de los grandes eruditos sesudos. Dedé, que había conseguido un trabajo en un diario, tenía que escribir una nota sobre fotonovelas. Como por un lado no tenía el entrenamiento de redacción adecuado y, por otro, despreciaba y desconocía las fotonovelas, le pidió ayuda a Rogério. Los argumentos que usó contra los prejuicios de Dedé sobre esa forma de literatura lo condujeron a exponer diversas teorías sobre manifestaciones culturales consideradas basura. Fue así que Rogério me llevó hasta Edgar Morin. De hecho, mucho antes de conocer a Zé Agrippino, las ideas de Morin habían despertado mi imaginación. Pero, una vez que Zé Agrippino apareció en escena revelando cierta preferencia por el rock sobre la MPB y alentando la francofobia del gusto tropicalista, incentivó mi entusiasmo y me hizo ir más lejos todavía.

Si en cuanto conocí a Rogério me identifiqué con él fue porque mi situación con mis compañeros de izquierda en la Universidad de Bahía había sido similar a la de él con sus amigos de la UNE en Río; mi actitud reticente frente a sus certezas políticas suscitaba en ellos una desconfianza irónica. Yo tenía uno de esos temperamentos artísticos a los que los más responsables suelen llamar “alienados”. El primer artículo largo que escribí en mi vida fue una catilinaria contra el libro de José Ramos Tinhorão sobre música popular. El libro era un ensayo de corte sociológico en el que la bossa nova aparecía, por un lado, como sumisión cultural al modelo americano y, por otro, como apropiación indebida de la cultura popular por la clase media. Era la defensa articulada de las ideas nacional-populares que permeaban todos los juicios de los izquierdistas brasileños. Escribí el artículo para una revista universitaria porque me parecía intolerable que esas ideas fueran aceptadas sin discusión por los alumnos más inteligentes de la universidad. Yo sabía que la bossa nova era otra cosa –una cosa preciosa para todos nosotros– y escribí el texto con actitud de lucha: quería que fuera una intervención eficaz en la formación de las mentes de las personas con quienes convivía. La política propiamente dicha –que se manifestaba bajo la forma de campañas para la presidencia del directorio académico, de asambleas y opiniones formadas sobre hombres públicos cuyos nombres y caras yo no lograba memorizar– me aburría. Por supuesto que las ideas generales respecto de la necesidad de justicia social me interesaban y sentía además el entusiasmo de pertenecer a una generación que parecía tener la oportunidad de cambiar profundamente el orden de las cosas. Pero la expresión “dictadura del proletariado” me sonaba mal: veía la pobreza miserablemente desorganizada a mi alrededor y el “proletariado” de los artículos y los discursos parecía estar formado por obreros con casco. Y los obreros con casco eran una novedad que, en Santo Amaro (donde yo seguía pasando las vacaciones de verano), había aparecido con la Petrobras, cosa que causaba la alegría de muchos jóvenes que se sentían ricos con los sueldos que les permitían renovar las fachadas de sus casas (lo que destruyó en muy poco tiempo gran parte del tesoro arquitectónico del Litoral). Estaba dividido con relación a qué pensar o sentir frente a la pérdida de carácter de mi ciudad; por un lado, extrañaba la unidad visual, por otro, tenía también un deseo propio de casas modernas con pisos de parquet y soñaba incluso con vivir en un departamento nuevo y rectilíneo que me librara del peso de los caserones cubiertos de arcilla entre los que había nacido y crecido. Me parecía que un departamento de aspecto impersonal traería alegría y libertad a mi vida, me sentía, en cuestiones que eran fundamentales para mí, mucho más lejos del pequeño burgués que mis críticos: ellos nunca discutían temas como sexo y raza, elegancia y gusto, amor o forma. En esos aspectos el mundo era aceptado tal cual es. Entre los segmentos más pobres de la población, la categoría de trabajador asalariado era deseable y rara. Sinceramente, a mí no me parecía que los obreros de la construcción civil de Salvador, o los pocos obreros de las fábricas reconocibles como tales o ni siquiera los comparativamente muchos obreros de la Petrobras –tampoco las masas obreras que se veían en películas y fotografías– pudieran o debieran decidir el futuro de mi vida. Por lo tanto, cuando el poeta de Tierra en trance decretó la falta de fe en las energías liberadoras del “pueblo”, desde la platea yo no vi el final de las posibilidades sino, por el contrario, el anuncio de nuevas tareas para mí.

12 Murió en 2016, a los 77 años.

Verdad tropical

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