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BETHÂNIA Y RAY CHARLES

Poco antes de que yo cumpliera cuatro años, nació nuestra hermana menor, para la que elegí el nombre de Maria Bethânia, que tomé de un bello vals, cuyos primeros versos, majestuosos e incomprensibles para mí en aquellos tiempos, eran:

Maria Bethânia, tu és para mim

a senhora do engenho8

La canción del compositor pernambucano Capiba tenía mucho éxito en la segunda mitad de la década de los 40, cantada por la voz potente de Nelson Gonçalves. Si bien mi determinación por llamar así a mi hermana producía admiración, nadie tenía el coraje de ponerle a un bebé un nombre tan “pesado”, como había muchas otras sugerencias (que iban desde Cristina hasta Gislaine), mi padre decidió hacer un sorteo: escribió los nombres en papelitos, los dobló, los arrojó en la copa de mi sombrerito de explorador y me dijo que sacara uno.

Salió el que yo había elegido. Entonces mi padre, con aire de resignación (lo que era una orden para que todos los demás se resignaran) dijo: “Ya está. Ahora tendrá que ser Maria Bethânia”. Y salió a anotar a la recién nacida con ese nombre.

Hace poco mis hermanas mayores me contaron una versión según la cual mi papá habría escrito Maria Bethânia en todos los papeles. No es del todo improbable. Y, de hecho, en la expresión resignada de mi padre se veía un intrigante toque de humor. Pero, aunque pueda llenarme de orgullo pensar que mi padre haya podido hacer trampa para complacerme, siempre preferí creer en la autenticidad del sorteo: esa intervención del azar parece otorgarle más realidad a todo lo que sucedió desde entonces, hace crecer al mismo tiempo la magia del presagio y la unicidad absolutamente gratuita de cada acontecimiento.

Tengo muchos hermanos, somos ocho: seis (tres mujeres y tres hombres nacidos de mi madre y mi padre) y dos hermanas más que adoptaron como hijas. Creo que podría escribir un libro entero sobre cada uno de mis hermanos, pero quiero concentrarme en Bethânia porque, además de trabajar con música popular como yo, fue una influencia determinante en la formación de mi perfil profesional e incluso en mi estilo para componer canciones, cantarlas y pensar las cuestiones relacionadas con eso.

Los tres últimos años que pasamos en Santo Amaro reafirmaron la alianza que había nacido con la elección de su nombre. Como mi hermana Nicinha ya era adulta e Irene todavía un bebé, Clara y Mabel estaban casadas y Rodrigo y Roberto trabajaban en Salvador, Bethânia y yo nos sentimos cada vez más cómplices. Cuando nos mudamos a Salvador, ella estaba entrando en la pubertad. Pero incluso antes, su inestabilidad de preadolescente pedía mi solidaridad y alimentaba mi mitología rebelde: empecé a sentir que uno de mis roles era el de explicar Bethânia a mis padres, aunque esa pretensión fuera algo absurda, porque existe un hecho misterioso que determina la diferencia del temperamento de Bethânia en relación con el resto de la familia y es que ella era la preferida de mi madre. En nuestra familia era ella la que dramatizaba los contenidos apasionados y poco sensatos con los que no estábamos acostumbrados a lidiar abiertamente: los celos, la rabia, la exigencia de exclusividad, el capricho. Y yo asumí el rol del intérprete, en los dos sentidos de la palabra: era el que explicaba y justificaba sus caprichos y un aprendiz de esos valores, que aceptaba como muestras de realidades más vastas. Cuando se encerraba en su cuarto, enigmática, y se negaba a hablar con todos, yo me inclinaba a ver ese gesto como un ejemplo de lo que las revistas llamaban juventude transviada [juventud extraviada], frase tomada del título en portugués de la película Rebelde sin causa. Gradualmente empecé a aplicar las enseñanzas de Maria Bethânia al desarrollo de mi criterio estético.

Bethânia se acercaba a los catorce y yo a los dieciocho cuando nos mudamos a Salvador para ir a la escuela. En Santo Amaro no había colegio secundario: ni el ginásio –primeros años– ni lo que llamábamos científico o clásico según cual de las orientaciones –ciencias o humanidades– se eligiera. Mis padres siempre mandaban a sus hijas mujeres a Salvador para el ginásio, mientras que a los varones recién para los últimos años. Puede resultar curioso –y, de hecho, algunos amigos se sorprendían en esa época–, pero yo no tenía ningún deseo de dejar Santo Amaro e ir a vivir en una ciudad más grande. Recuerdo que Roberto, mi hermano inmediatamente mayor que yo, vociferaba contra la vida acotada de allí, impaciente por ir a Salvador, ciudad que pronto estaría impaciente por dejar por San Pablo. Emanoel Araújo, un compañero mío del secundario que luego se convertiría en un renombrado artista plástico, expresaba sentimientos similares a los de Roberto, pero aún con mayor vehemencia, y siguió el mismo itinerario. Hercília, la chica que yo amaba con todo mi corazón y que parecía una reina moderna del cine europeo, había desarrollado una retórica arrogante de desprecio hacia nuestra pequeña ciudad natal que llegaba a ser ofensiva. Yo, en cambio, me ataba a la convicción de que, si quería ver un cambio en la vida, era necesario que cambiara en Santo Amaro. En realidad, a partir de Santo Amaro. (Si decidiese ir a otro lado, sostenía, sentiría los efectos de una diferencia superficial que me aliviaría de la verdadera responsabilidad: el cambio profundo. Sigo pensando que no puedo hacer nada que valga la pena sin una perspectiva centrada en Santo Amaro, esto es, que comience en mí). De cualquier modo, yo amaba la ciudad en la que todos habíamos nacido y en la que habíamos aprendido todo lo que sabíamos hasta entonces, incluso la osadía transformadora que sugería el canto de João Gilberto. Pero mi apego a Santo Amaro no era comparable con la reacción de Bethânia al partir de allí: ella sencillamente no aceptaba la idea de la mudanza.

A mí no me desagradaba la posibilidad de vivir en Salvador: la ciudad que más me gusta en el mundo ya me era familiar como lo era para cualquiera que hubiese nacido en Santo Amaro. Mudarme no me planteaba mayores problemas. Salvador, a la que llamábamos “Bahía”, era muy cerca de Santo Amaro; tan cerca que mi padre siempre temió la construcción de la autopista que, según él, podía transformar a Santo Amaro en un “mero suburbio de Bahía”. Una cantiga de roda tradicional de Santo Amaro pasó a ser el tema oficial de ese período de nuestras vidas, en el que nos separamos de nuestros padres y fuimos a compartir un departamento con Rodrigo y Roberto en “Bahía”. En esa época compuse una canción y la usé como estribillo; sus versos sencillos resultan conmovedores en la melodía en tono menor sobre ritmo de marcha lenta:

Adeus, meu Santo Amaro

Que desta terra vou me ausentar

Eu vou para a Bahia

Eu vou viver, eu vou morar

Eu vou viver, eu vou morar.9

Era muy raro que alguien, en cualquier ciudad del litoral bahiano, llamase Salvador a la ciudad de Bahía. Aunque hoy sea la regla, para mí decir Salvador es una forma más de mi natural adhesión al acento carioca. Bethânia se negaba incluso a mirar la ciudad. Íbamos al colegio Severino Vieira caminando o en autobús y ella no respondía a ninguno de mis esfuerzos para que se interesara en un árbol, un transeúnte, un sobrado. Callada y triste, apenas toleraba las mínimas advertencias de Nicinha (que había ido a cuidarnos) y solo me dirigía la palabra para repetir cuánto detestaba Bahía y cuánto ansiaba la llegada de las vacaciones para poder volver a Santo Amaro. La vista de nuestro departamento daba al Dique do Tororó, con sus aguas de un verde mutante y misterioso que me encantaba. Bethânia, a modo de protesta, empezó a pasar tardes enteras apoyada en la ventana mirando fijo esas aguas, y terminó enamorándose de ellas: fueron su primer vínculo amoroso con Salvador.

Tal vez mi campaña incansable por hacer que a Bethânia le gustase estar en Salvador haya logrado su objetivo en un tiempo considerablemente corto, teniendo en cuenta la terquedad de mi hermana, por causa de las aguas del Dique do Tororó. Gracias a la decisión del entonces rector de la Universidad Federal, doctor Edgar Santos, de sumar a las actividades académicas de las facultades convencionales escuelas de música, danza, teatro y de invitar a los exponentes más osados de la experimentación en cada una de esas áreas (ofreciendo así a los jóvenes de la ciudad un amplio repertorio erudito), Salvador vivía un período de una actividad cultural intensa. Al mismo tiempo, la arquitecta italiana radicada en San Pablo, Lina Bo Bardi, había sido invitada para organizar el Museo de Arte Moderno de Bahía (al que nos gustaba llamar MAMB, que me sonaba como “mambo”), y vimos obras de Renoir, Degas, Van Gogh. En el pequeño teatro semicircular, Eros Martim Gonçalves, jefe del departamento, puso en escena la Ópera de dos centavos de Brecht y el Calígula de Camus. El crítico de cine Walter da Silveira fundó un lindísimo espacio de cine en el que pasaba viejas películas que no se veían muy a menudo (Ciudadano Kane, M, Monsieur Verdoux, así como Avaricia, La petite marchande d’allumettes, Metrópolis, Viva la libertad, Octubre, entre otras). Cuando se proyectaban películas más nuevas (Nazarín, La ley del silencio) eran presentadas por da Silveira o por algún invitado especial. Recuerdo una noche en que, todavía joven pero ya con fama de genio, Glauber Rocha –quien después lideró el movimiento Cinema Novo y fue internacionalmente famoso por films como Dios y el diablo en la tierra del sol y Antonio das mortes– comentó Umberto D., de De Sica: sus palabras, que precedieron la proyección, fueron brillantemente irreverentes y opusieron la sequedad de Rossellini (su director favorito entre los neorrealistas) al “sentimentalismo extremo” de De Sica. Así y todo, Umberto D. me pareció deslumbrante. Todas las semanas escuchábamos instrumentistas y docentes de la escuela de música que también colaboraron con el departamento de teatro; un actor narró Pedro y el lobo. El director de la Escuela de Música, el maestro Koellreutter (que había tenido como alumno a Tom Jobim) era un aventurero en la confección de sus programas: no solo Beethoven, Mozart, Gershwin y Brahms, también David Tudor interpretando composiciones de John Cage para piano; parte de una obra en la que el encendido de una radio figuraba en la partitura. Todavía recuerdo la carcajada que se apoderó de la sala –y del mismo director de la escuela– cuando se oyó, después de que Tudor prendió la radio, la voz familiar del locutor: “Radio Bahía, ciudad de Salvador”.

Ese mundo me resultaba tremendamente apasionante, pero Bethânia pasó la mejor parte de 1960 cerrándose a cualquier cosa que sucediese en la ciudad más allá de los cambios en el verde de las aguas de la represa. Hasta que un día por fin aceptó mi invitación a salir, y fuimos a la Universidad a ver la obra de Paul Claudel La historia de Tobías y Sara. Helena Ignez y Érico de Freitas, bajo una luz que los transformaba en visiones celestiales, dijeron el texto que nos parecía lleno de poesía misteriosa (hoy Bethânia y yo todavía imitamos a la perfección la voz de Helena diciendo: “¡Soy la granada!”). Después de aquella tarde, Bethânia salió siempre conmigo a conciertos, obras de teatro, películas y exposiciones, y a todas las grandes fiestas populares que se apoderaban anualmente de las calles de Salvador en los días de los santos de gran devoción. Se enamoró sobre todo del teatro, y poco tiempo después venerábamos a los actores Helena Ignez, Geraldo del Rey y Antônio Pitanga. Bethânia empezó a desear ser actriz.

En el segundo año de nuestra estadía en Salvador, mis padres habían venido a la ciudad para quedarse con nosotros. Mi padre no podía aceptar que su hija entrara y saliera de noche libremente, pero propuso un pacto: él aceptaba que saliese de noche siempre y cuando fuese conmigo y yo me comprometiera a hacerme responsable de ella. Mi padre tomó ese compromiso más en serio de lo que yo podía imaginar. Recuerdo especialmente una noche en que dejé a Bethânia en un lugar llamado Bazarte (una suerte de combinación entre bar, galería y club de jazz). Estaba cansado y con ganas de volver a casa a dormir mientras que nuestro hermano Roberto también había querido quedarse. Me sorprendió el enojo de mi padre, lloré mucho y prometí muy seriamente que no se repetiría y nunca más volví a casa de noche sin ella.

Álvaro Guimarães, Alvinho,10 fue quien nos lanzó en la música, a Bethânia y a mí, como profesionales. Algunos amigos me habían dicho que era un talentoso director de teatro que colaboraba con el CPC (Centro Popular de Cultura) de la UNE (Unión Nacional de los Estudiantes). En nuestras primeras charlas, me cayó muy bien y me interesó que expusiera sus críticas al teatro panfletario del CPC. También hablaba mucho de Glauber, de quien era amigo. Me pidió que hiciera la banda sonora para una puesta en escena de una comedia brasileña del siglo xix. Me negué a hacerla alegando (con sensatez) que no estaba capacitado. Él rechazó mi negativa y dijo que yo era el único que podría hacer lo que él quería. Nunca me había oído ni cantar ni tocar instrumento alguno; se lo recordé. Me respondió que se había decidido al oírme hablar de la relación entre la música de João Gilberto y la de Dorival Caymmi. Alvinho es así. Terminé componiendo la música de toda la pieza y tocando el piano en los espectáculos. Menos de un año más tarde decidió montar O Boca de Ouro, de Nelson Rodrigues –el dramaturgo más importante de Brasil– y tuve una idea absolutamente maravillosa para abrir el espectáculo: al apagarse todas las luces, antes de que se viese ningún actor en escena, se oiría, en la oscuridad, la voz única de Bethânia, en ese entonces una absoluta desconocida, cantando, a cappella y sin amplificación, Na cadência do samba, de Ataulfo Alves. Lamentablemente el resto del espectáculo no estaba a la altura de ese comienzo (pero ¿cuántos, en este mundo, podrían estarlo?) y poca gente llegó a presenciar ese debut inusitado. El culto a la voz de Bethânia, sin embargo, creció entre los artistas y los bohemios de Salvador.

En nuestras visitas a las exposiciones del MAMB, a las obras en la Escuela de Teatro, al club de cine y a la casa de Francia para ver films de arte, a Bethânia y a mí comenzó a llamarnos la atención la presencia casi invariable de un muchacho moreno, flaco, de anteojos, de quien ya hablábamos con absoluta familiaridad. Nos producía mucha curiosidad conocerlo. Imaginábamos que a él le gustaban las mismas cosas que a nosotros y nos atraía su cara. Estaba siempre solo y evidentemente no tenía ni la menor idea de que lo observábamos. Un día Alvinho Guimarães me dijo que quería hacer una película para la que, naturalmente, yo haría la banda sonora. También quería que participase en la escritura del guion. Iba a ser un film sobre niños de la calle de Salvador (se hizo y se llamó Moleques de rua y, efectivamente, hice la banda sonora para la que usé la voz de Bethânia). Alvinho hizo una cita conmigo y allí me presentó al amigo con el que quería que trabajara: era el chico que Bethânia y yo veíamos en todos los eventos. Me puso muy contento. Era amigo de Alvinho desde hacía bastante. Duda –así lo llamaba Alvinho– sonreía todo el tiempo, tenía los ojos extremadamente almendrados detrás de los lentes y hablaba con muchísima seriedad de cualquier asunto. Me impresionó cómo Alvinho elevaba el grado de exigencia en la conversación cuando él estaba presente. Empezamos a estar mucho los tres juntos y nuestras conversaciones eran siempre memorables, hablábamos de literatura, de cine, de música popular; hablábamos de Salvador, de la vida en la provincia, de la vida de las personas que conocíamos; hablábamos de política. Esta última no era nuestro fuerte, pero en 1963 –con los estudiantes apoyando al presidente João Goulart, o presionando para empujarlo más hacia la izquierda; con Miguel Arraes haciendo un gobierno admirable en Pernambuco estrechamente vinculado a las clases populares– sentimos un impulso por escribir obras políticas y canciones. Nos parecía que el país estaba a punto de realizar reformas que acabarían con su lado profundamente injusto, y de erguirse por encima del Imperio Americano. Entendimos más tarde que ni siquiera se había aproximado a eso. Y hoy tenemos buenos motivos para pensar que tal vez nada de aquello fuese verdaderamente deseable. Pero vivimos la ilusión con intensidad, y esa intensidad apresuró la reacción que resultó en el golpe.

Duda –hoy conocido como el poeta y crítico Duda Machado– me impresionó con sus opiniones meditadas y exigentes. Alvinho y él eran los maestros que yo había elegido. Vi La aventura, de Antonioni, y la admiré. Daban La notte; me pareció hermosa. Algunas de sus peculiaridades y el diálogo me irritaron, pero, aunque me gustó el film, insistía en que prefería Fellini a Antonioni. Fellini había tenido mucho éxito con La dolce vita, La strada y Las noches de Cabiria, mientras que Antonioni era considerado más difícil, menos sentimental, y visualmente más riguroso. Como empezaba la moda de los críticos de despellejar a Fellini, habría parecido más inteligente si hubiese declarado que prefería a Antonioni, pero sostuve mi posición despreciando el esnobismo de los críticos. Duda escuchó todo y, en vez de tomar partido, apareció con algo totalmente diferente: “Tienes que ver Sin aliento, de Jean-Luc Godard. Ese tipo tiene otra cosa. Lo demás queda deslucido”. Le parecía incluso más interesante que Hiroshima, mon amour, que a mí me había enloquecido por completo. Fui a ver la primera película de Godard al cine Capri, en la avenida Dois de Julho. Realmente me maravillaron la agilidad del ritmo y la atmósfera poética. Los planos eran más plásticos que los de Antonioni, sin dar la sensación de estar rígidamente controlados. Duda leía los Cahiers du cinéma y estaba al día y de acuerdo con todo lo que decía Godard.

Me impresionaba, sobre todo, que Duda, además de tener siempre razón, estuviese pensando las cosas un paso más adelante de lo que mi pensamiento era capaz. Pero yo lo introduje a Chet Baker y también, creo, a Billie Holiday y le mostré algunas grabaciones de Thelonious Monk. Me sentía muy cómodo hablando de la bossa nova y de la música popular brasileña en general: era un tema que conocía mejor que él. Pero aun en ese campo, si su opinión divergía de la mía o si presentaba el más mínimo matiz de diferencia, yo me detenía a rever mi posición.

Bethânia se puso contenta cuando supo que me había encontrado con aquel muchacho del que nosotros ya éramos amigos sin que él lo supiera. Y Duda se deslumbró con Bethânia. Nuestro trío se convertía a menudo en cuarteto y Duda empezó a venir de vez en cuando a casa. Al poco tiempo Bethânia y él conversaban también a solas, pero, de cualquier modo, Bethânia no salía de noche sin mí. A algunos amigos les resultaba increíble que un tipo de diecinueve años saliese siempre con su hermana de quince. Pero Bethânia y yo nos divertíamos mucho juntos y, en nuestros periplos por la vida cultural de Salvador en los primeros años de la década de los 60, descubrimos que éramos una dupla bastante insólita. Ella leía Carson McCullers y Clarice Lispector, escribía lindos textos de prosa poética y hacía pequeñas esculturas de cobre y madera. Se enamoró del color púrpura y empezó a coserse ropa de raso púrpura.

Nunca olvidaré una escena que, contada hoy, parece salida de Los Locos Adams (de la que, por cierto, desconocíamos su existencia). Una vez, en la semana de Navidad, estábamos los dos en la parada del autobús rodeados de personas que venían de comprar regalos y entorpecían las calles. La Navidad no fue nunca nuestra fiesta favorita, pero en Santo Amaro nos gustaban los pesebres y, sobre todo, la costumbre de cubrir el piso de las casas con una capa fina de arena blanca de la playa y llenar los ambientes de ramos de pitangueira, la planta típica brasileña que da esa frutita roja llena de gajos y tiene hojas que despiden un aroma deliciosamente fresco (esa costumbre todavía existía en Salvador y hasta los ómnibus llevaban, en la semana de Navidad, ramitos de pitanga colgados adelante y al fondo). Puede que la blancura de la arena estuviese para ocupar el lugar de la nieve y la pitanga el del muérdago, pero el resultado daba la impresión de una costumbre arraigadamente tropical. La Navidad de pinitos cubiertos de nieve de algodón, de Papá Noel vestido de rojo con pieles blancas, la Navidad de Jingle Bells que se apoderaba de todo desde las grandes tiendas, esa Navidad nos parecía odiosamente vulgar. Empezamos a quejarnos en voz alta, cosa que escandalizó en silencio a las personas que esperaban el autobús con nosotros, cargados de regalos. Nuestros reclamos empezaron en un tono blando, casi analítico, pero fueron creciendo, alcanzaron nuestro gusto por el humor negro deliberado y terminaron con uno de nosotros diciendo (como una imitación de Maria Muniz, una actriz amiga que, para decir, por ejemplo, que no le gustaba el pepino, gritaba con énfasis: “¡Si pudiera, MATARÍA al pepino!”): “¡Si pudiera, MATARÍA a la Navidad!”.

A pesar de serlo, Bethânia no parecía una adolescente sino una mujer con experiencia. Con su frente amplia y su nariz aguileña, siempre enfundada en vestidos rectos de raso violeta, solían creer que era mayor que yo. En ese entonces su belleza exótica era casi indescifrable. Es fácil imaginar la extrañeza que debía causar en los pacíficos habitantes de Bahía vernos juntos. Una vez, en un bar cercano al Teatro Castro Alves, le presenté al crítico de cine y futuro cineasta Orlando Senna y, cuando él preguntó si éramos hermanos, ella contestó, antes que yo, muy seria: “No. Somos amantes”. Y mantuvo esa farsa por larguísimos minutos.

Éramos dulces y alegres y, como sucede siempre con todos nuestros hermanos, percibíamos que, al ingresar a un grupo, teníamos tendencia a despertar mucho cariño en las otras personas. Nos hicimos amigos actores, directores, músicos, bailarines y pintores y siempre alguien pedía enseguida que Bethânia cantase –en la sala de un departamento, en la mesa de un bar o en la carpa de alguna fiesta callejera– algún samba-canção de Noel Rosa o de Dolores Duran, solo para oír el timbre único de su voz de contralto. Al principio, la posibilidad de que se profesionalizara como cantante no estaba ni remotamente contemplada y esas exhibiciones vocales eran siempre sin acompañamiento. Pero le pedí a mi madre que me regalara una guitarra para intentar suplir la falta que nos hacía el piano que teníamos en la casa de Santo Amaro y había sido imposible llevar a Salvador. Lentamente fui logrando armar algunos acordes y muy pronto empecé a acompañar a Bethânia que, de todos modos, también aprendió a tocar un poco.

No sería falso decir que Bethânia participó con nosotros del culto a João Gilberto y la bossa nova, pero tampoco daría una idea muy clara de cómo sucedieron las cosas. Ella estaba, por cierto, con Chico Motta, con Dasinho y conmigo frente al bar de Bubu en Santo Amaro en 1959 cuando íbamos a escuchar Chega de saudade. También estaba conmigo, con Gal y con Gil, algunos años más tarde, en Salvador, cuando nos sentábamos a cantar bajito o a oír las armonías de las grabaciones de João o de Carlos Lyra que Gil sacaba en la guitarra. Ella era más joven que nosotros y se podría decir que nació y creció junto con la bossa nova; no tuvo que pelear por ella. Pero fue sobre todo su temperamento el que la mantuvo apartada. Después de todo, Gal Costa es solo un año mayor que Bethânia y ella encontró su estilo en la bossa nova. Éramos amigos de la gente del Teatro dos Novos, un grupo disidente de la Escuela de Teatro, que el director João Augusto Azevedo había formado con brillantes ex alumnos (como Othon Bastos, que hacía de Corisco en Dios y el diablo en la tierra del sol). Nos prestaban discos, tanto de jazz como de canciones francesas y de Broadway. Y, mientras que yo prefería a Chet Baker, Bethânia prefería a Judy Garland. Rodeada de tantos bossanovistas, ella extrañaba la dramaticidad de los sambas antiguos y, mientras nosotros la impulsábamos a escuchar Ella o Miles, ella se inclinaba por Edith Piaf. De cualquier modo, ninguno de nosotros despreciaba el gusto del otro. Con el correr del tiempo, descubrimos que Billie Holiday satisfacía plenamente las ansias estéticas de las dos tendencias y que Amália Rodrigues, la extraordinaria cantante portuguesa de fados, sobrevolaba por encima de ellas.

Un día un artículo de una revista americana citó a Ray Charles diciendo que la bossa nova era el “viejo ritmo latino” de siempre, pero más sincopado. Esa misma semana Carlos Coqueijo, un crítico y melómano apasionado, además de un amigo de João Gilberto, dijo que a João no le interesaba en absoluto Ray Charles y lo consideraba un cantante folk. No fue difícil para mí entender que un bluesman que vinculaba lo más tradicional con el pop y cuyo canto parecía ser el reverso del de Nat King Cole (el de Johnny Martins, por el contrario, era como el barniz de su superficie pulida) desdeñase la bossa nova, ni perdonarle la referencia displicente a un genérico “ritmo latino”. Tampoco me costó entender el desprecio del creador de la bossa nova (un estilo refinadamente contenido) por lo que le debe haber parecido una mezcla de lo “característico” con lo comercial. Lo más complicado para mí fue saber cómo juzgar el hecho de que me gustase tan profunda y sinceramente la música de ambos. La extraordinaria cantora de fados portuguesa Amália Rodrigues ya era conocida mucho antes de que surgiera la bossa nova y parecía eterna; ni Judy Garland ni Edith Piaf (además de ser y sonar como algo del pasado) llegaron a conmoverme tan profundamente como a Bethânia; Billie Holiday era una novedad que llegaba del pasado, pero era cool como los más cool. Ray Charles nos apasionaba y proporcionaba alimento para nuestra hambre de modernidad, con un estilo totalmente diferente del de João o Jimmy Giuffre o Chet Baker o Dave Brubeck. Recuerdo una tarde que pasé escuchando una y otra vez la grabación de Ray Charles de Georgia on my mind en nuestro departamento de Salvador, llorando porque extrañaba Santo Amaro. Era una nostalgia trascendental: la experiencia de la belleza del canto hizo que todo aquello que desde hacía tiempo era solo materia de la memoria volviese a estar presente, y más presente que nunca. Viví esa sensación con más verdad que la primera vez. Muchos años después, cuando leí ese efecto descripto por Proust y por Deleuze (en sus comentarios críticos sobre Proust), sentí el impulso de escribir la canción Jenipapo absoluto:

Cantar é mais do que lembrar

Mais do que ter tido aquilo então

Mais do que viver, do que sonhar

É ter o coração daquilo11

Pero mantuve mi jerarquía: João era la información principal, la primera referencia, más allá de ser la fuente central de disfrute estético. Además de Proust, en ese momento leí Guimarães Rosa, Stendhal, Lorca, Joyce; vi películas de Godard y Eisenstein; escuché Bach; miré el arte de Mondrian, Velázquez, Lygia Clark. Y llegó también el tiempo de Warhol, la vuelta a los films de Hitchcock que ya había visto, el tiempo de Dylan, Lennon, Jagger. Pero siempre, en todo momento, volvía a mi pasión por João Gilberto para encontrar una base y reestablecer la perspectiva.

Posiblemente a Bethânia le gustara Ray Charles tanto como a mí, pero no se dedicaba a escucharlo con tanta asiduidad, ni les daba a esas audiciones el carácter de cuasi investigación que yo les atribuía. Cuando llegó el momento del tropicalismo –en el que fueron convocados varios estilos extrovertidos y el cool de la bossa nova– aparecía solo eventualmente y como un elemento más de las canciones-collages, Bethânia hizo uno de los primeros anuncios (atrayendo mi atención hacia lo que ella consideraba la “vitalidad” de Roberto Carlos y sus colegas de la Jovem Guarda), y uno de los principales eslabones entre lo que hacíamos y lo que estábamos empezando a hacer era mi gusto por la música de Ray Charles. Nadie podrá encontrar ni un resquicio de la influencia de Ray Charles en la producción tropicalista. Y al principio Maria Bethânia parecía ofrecer una resistencia contra el tropicalismo. Pero las razones por las cuales decidí que esos dos nombres aparecieran juntos en este comienzo de historización del movimiento no son del orden de las semejanzas.

Cuando esas ideas que desembocarían en el tropicalismo empezaron a surgir entre nosotros, Bethânia ya era famosísima. Sucedió durante la noche, en 1964. Yo estaba pasando las vacaciones de verano en el campo de mi amigo Pedro Novis, en el valle de Iguape, entre Santo Amaro y Cachoeira. Adoraba a Pedrinho y estaba maravillado con el campo, pero, a los pocos días de estar allí, empecé a pensar inexorablemente en Maria Bethânia. Me imaginaba que Bethânia me necesitaba con urgencia y que eso tenía que ver con los shows del Vila Velha. Cuando le conté a Pedrinho, se mostró doblemente incrédulo: no existían las premoniciones y la única explicación posible era que yo estuviese avergonzado por no querer quedarme en el campo. Por el contrario, me sentía en la obligación de irme contra mi voluntad. De cualquier manera, no había medios para ir a Salvador y él nunca le habría dicho a su padre que tenía que hacer un viaje imprevisto por un motivo tan absurdo. Dormí inquieto. A la mañana siguiente llegaron de sorpresa unos parientes de Pedrinho que se quedarían a almorzar y luego seguirían viaje: estaban allí de paso hacia Salvador. Decidí ir con ellos, pero Pedrinho no aceptó. Su indignación y la inconsistencia de mis motivos me paralizaron. Al ver partir la camioneta tuve certeza de que Bethânia tenía que tenerme a su lado. Pero Pedrinho, todavía furioso, destacó el hecho de que yo hubiese perdido la única oportunidad de poner en práctica mi idea sin sentido. Sin embargo, a la noche, durante la cena, el doctor Renato, padre de Pedrinho, dijo medio solemnemente que tenía que viajar a Salvador y que partiría a la mañana siguiente bien temprano. A la mañanita me fui de Iguape, dejando a mi amigo entre enojado y perplejo. Ya en el camino tuve conciencia de lo ridícula que era la situación e internamente quise volver, pero ni se me cruzaba por la cabeza decírselo al doctor Renato. Como la ruta pasaba por Santo Amaro, decidí saltar allí e ir a visitar a mi hermana Mabel ya que, ahora totalmente escéptico, no quería llegar a Salvador. Sorprendido, el doctor Renato hizo la parada y se despidió de mí sonriendo intrigado. Cuando me descubrí caminando hacia la casa de Mabel, pensé que tal vez Bethânia estaría allí y era por eso que no había seguido hasta Salvador. Mabel me recibió sorprendidísima al verme frente a su puerta tan temprano. Le pregunté enseguida si Bethânia estaba con ella. Con una mirada espantada me contestó que claro que no, que Bethânia ni siquiera tenía planes de ir a Santo Amaro. Me relajé, entre aliviado y decepcionado, y decidí de una vez por todas dar por terminado el asunto. Pero poco antes del almuerzo –para nueva sorpresa de Mabel– llegó Bethânia. De inmediato le pregunté qué pasaba, si necesitaba hablar conmigo. Le pareció que mi pregunta era bastante incomprensible y dijo que había decidido ir a Santo Amaro de repente, sin ninguna razón especial. Durante el almuerzo llamó por teléfono la actriz Nilda Spencer, que quería dejar un mensaje para Bethânia: los productores de Opinião, la comedia musical de mayor éxito de Río, querían invitarla para que reemplazara a la cantante Nara Leão. Nara misma la había recomendado, después de habernos buscado por Bahía, historia a la que volveré más adelante. Aquel día de extraordinarias y sorpresivas llegadas y partidas, fuimos juntos a Salvador donde ya estaban esperándonos dos pasajes de avión. Al día siguiente –siempre respetando la exigencia de mi padre– estaba en Río haciéndome cargo de Maria Bethânia.

En 1964, algunos meses después de la “revolución” –como era llamado oficialmente el golpe de Estado que había instaurado un gobierno militar–, el musical Opinião reunía a un compositor del morro (Zé Kéti), un compositor rural del Nordeste (João do Vale) y una cantante de bossa nova de la zona sur carioca (Nara Leão) en un pequeño teatro de arena de Copacabana, combinando el encanto de los shows de bolsillo de bossa nova de las boîtes con la excitación del teatro de participación política. El espectáculo coronaba al mismo tiempo la tendencia de algunos bossanovistas de promover la aproximación entre la música moderna brasileña de buena calidad y el arte comprometido. El mismo Vinicius de Moraes, el primer y principal letrista de la bossa nova, estaba involucrado en ese esfuerzo; y, en esa época, probablemente Brasil haya creado las canciones de protesta más elegantes del mundo (aunque ahora diría que fueron sobrepasadas por el reggae jamaiquino). Opinião era una forma de teatro que alternaba música con extractos de literatura brasileña y mundial o textos escritos especialmente para la ocasión leídos en voz alta. Ese tipo de shows fue una de las formas de expresión más influyentes en la subsiguiente historia de la MPB. Ya en la interpretación de Nara, la canción Carcará era el clímax del show, pero Bethânia, con su talento dramático, parecía darle cuerpo. Describía la violencia natural con la que un gavilán del tipo de los que habitan en el Nordeste –el carcará– ataca a los borregos recién nacidos. El estribillo “pega, mata e come” era repetido a intervalos, con una intensidad creciente. Una sugerencia de comparación –“carcará, más valiente que el hombre”– era suficiente, en ese contexto, para transformar la canción en un vago pero poderoso argumento revolucionario. Todavía hoy me sigue pareciendo lindísima esa canción, compuesta en un tono menor, muy frecuente en la música nordestina –la primitiva Banda de Pífanos de Caruaru, incluso cuando toca versiones de canciones tonales conocidas, se mantiene siempre en ese tono– que parece transmitir tanto el paisaje de la región como el sentimiento básico de sus habitantes: una mezcla de melancolía y firmeza. De inmediato percibí que Bethânia haría un número extraordinariamente eficaz y, de hecho, desde el reestreno de Opinião, Carcará se transformó en un objeto de culto de las plateas politizadas y, desde que salió en un disco simple, en un éxito masivo. Pero, para aquellos que recién conocieron a Bethânia en ese momento, llegó con una marca de regionalismo que fue motivo, para nosotros, en principio, de curiosidad y sorpresa, de incomodidades y malentendidos que, en realidad, nunca se deshicieron del todo.

Naturalmente, era imposible que los productores del show, un grupo de hombres de teatro e intelectuales de izquierda que, entre otras cosas, tenían que encontrar una línea para la imagen de la nueva estrella que estaban lanzando, pensaran en eso. Es llamativo que para nosotros la primera experiencia con las falsedades del marketing haya sido proporcionada por un grupo de artistas anticapitalistas. Nara era una muchacha típica de la zona sur de Río de Janeiro, blanca, bonita y moderna. También era una celebridad de la bossa nova cuando fue proyectado Opinião: su tipo, en contraste con los dos hombres negros y semiiletrados que compartían el escenario con ella, había sido parte de la concepción del espectáculo. Sin contar la selecta platea que frecuentaba el pequeño Teatro Vila Velha de Salvador, Bethânia era desconocida por el público y no era la típica chica blanca de clase media. Sus cabellos crespos de un color indefinido, su flacura, su frente amplia sobre la nariz aguileña, la voz de contralto e incluso su edad indeterminada fueron un problema para el director Augusto Boal, los autores y productores Oduvaldo Vianna Filho, Ferreira Gullar, Paulo Pontes y Armando Costa. Debe haber sido muy complicado encontrar la manera de vestirla, peinarla y presentarla al público. Las pruebas de vestuario y peinado estaban cargadas de ansiedad. Nos sentíamos muy tranquilos porque sabíamos que su integridad –nuestra integridad– se mantendría en todos los niveles, pero empezaron a aparecer historias falsas (que había sido puntero izquierdo en un equipo de fútbol de Santo Amaro, con itálicas en la palabra izquierdo) en los informes biográficos que acompañaban los textos sobre la debutante que difundía la prensa. Y, si bien el cabello atado –un peinado que neutralizaba las cuestiones raciales, de edad y de belleza personal– fue una creación del equipo del show, pasó a ser visto como algo que ella había traído de Bahía. Durante mucho tiempo Bethânia tuvo dificultades para desligarse públicamente de la imagen de cantante de protesta nordestina, de alguien de los sertões. En realidad Bethânia se convirtió –y lo es hoy– en una reina de la canción brasileña, sobre todo por la densidad con la que canta baladas de amor intenso, aunque también cante, y con mucho brillo, sambas de escola de Río, sambas-de-roda de Bahía y, eventualmente, canciones típicas del Nordeste.

Cuando nos conocimos, Nara había ido a Bahía en parte por placer y también como una suerte de proyecto de investigación. Era una criatura adorable de esas que solo la Zona Sur de Río puede crear. Se sentía en ella el gusto por la libertad, conquistada con dificultad y decisión. Por eso todos sus gestos y sus palabras parecían venir de un realismo directo y serio, pero resultaban delicados y graciosos. No nos olvidemos de que ella, a esa altura, tendría unos veinte años. Su nombre estaba vinculado al nacimiento de la bossa nova (se decía –y se dice todavía– que el movimiento nació en su departamento de Copacabana) y, aunque en aquella época ella aún no tuviese un éxito masivo, en Bahía conocíamos su leyenda. Ella también había oído hablar de nosotros y arregló para encontrarnos en una plaza cercana al teatro. Hablamos y cantamos; hacía ya un tiempo que Nara estaba intentando ir más allá del horizonte temático de la bossa nova e introducir la música en la discusión de los problemas sociales y políticos que tanto el nuevo teatro brasileño como el Cinema Novo abordaban con frecuencia y pasión. Opinião mismo se había inspirado en su gesto por volver la atención hacia el samba de morro y la música del sertão nordestino y hacia las nuevas canciones de cuño social. En efecto, Nara alentaba más que nadie a los compositores para que escribieran ese tipo de canciones. Su presencia en Bahía se reveló, entre nosotros, encantadora y enigmática: hacía preguntas muy directas en voz muy calma y nos entusiasmaba con sus intereses en un tono escéptico que nosotros interpretábamos (creo que con razón) como una mezcla de discreción y cuidado.

El día en que vino a vernos, íbamos a oír una grabación del último de una serie de shows que habíamos presentado en el Vila Velha. A diferencia de Opinião, nuestros espectáculos pretendían, además de hacer referencia a cuestiones políticas y sociales, crear una perspectiva histórica que nos ubicara en el desarrollo de la música popular brasileña. Habíamos acogido la sugerencia de João Gilberto en su aspecto aparentemente más profundo: no nos conformábamos con la mirada excesivamente simplificada e inmediata de los que proponían un impulso de falsa modernización jazzificante de nuestra música, una utilización política propagandística o una mezcla de ambas cosas. Nuestros shows eran colectivos, pero los números personales caracterizaban bien el estilo de cada uno de nosotros, y ya estábamos planeando realizar espectáculos individuales.

Aquel día, con Nara tratamos de escuchar algo en la grabación precaria que alguien había hecho y empezamos a planear el espectáculo solo de Bethânia, era unánime la opinión de que Bethânia, por su potencia escénica, debía iniciar la serie. Y Nara, no solo se mostró interesada por todo, sino que le ofreció a Bethânia canciones inéditas de sambistas de Río. Así, entre sambas-canções de Noel Rosa y de Antônio Maria, algún baião, alguna marchinha antigua de Carnaval cantada en ritmo lento y novedades compuestas por nosotros mismos, Bethânia, en su primer show individual, cantó algunos de los temas centrales del espectáculo al que sería invitada más adelante y con el que se haría famosa en todo el país.

Frente al temperamento de Bethânia, Nara solía reaccionar con un humor que contrastaba con su estilo despojado, pero lo hacía en un tono en el que era perceptible el cariño y la prueba del conocimiento íntimo del estilo personal de la otra. Decía, por ejemplo: “Bethânia, cuando vengo a verte, pienso en velas encendidas, rosas rojas y alfombras especiales”. Y Bethânia se reía de su retrato de prima donna y sabía que la muchacha que tenía enfrente, para quien todo era simple y claro, reconocía que era, ella misma, un gigante de la historia de nuestra música y que Brasil lo sabría siempre.

La generosidad de Nara en aquel episodio puede ser explicada en parte por el clima de búsqueda colectiva y de colaboración mutua que signó las relaciones entre los creadores de la música popular en Brasil desde el final del período áureo de la bossa nova hasta el final del período áureo del tropicalismo –y que sigue siendo el rasgo distintivo de la MPB–, pero lo que se destaca aquí son las características personales de Nara, su manera espiritualmente aristocrática de ser práctica y objetiva, los destellos delicados de su antiestrellato. Está claro que fue –entonces y después– una estrella verdadera; al lado de Chico Buarque en el lanzamiento de A banda, al lado de los tropicalistas en las primeras batallas o sola, primero cambiando y luego releyendo la bossa nova, e incluso una vez alejada de la profesión, cuando decidió dedicarse a su matrimonio y a una nueva vida de estudiante universitaria (con su gracia infantil, no contrastaba con sus compañeras diez o quince años menores que ella). Nara brilló en Brasil hasta su muerte, en 1989.

A pesar del entusiasmo con el que actuaba en los shows del teatro Vila Velha –cantando, tocando un poco la guitarra y, sobre todo, concibiendo el espectáculo y haciendo la “dirección general” (la dirección musical estaba a cargo de Gilberto Gil y Alcivando Luz)– no estaba en mis planes ser un profesional de la música popular. El hecho de haber ido a Río con Bethânia, sin embargo, lo volvió casi inevitable. Entre otras composiciones del grupo bahiano, Bethânia cantó mi canción De manhã a pedido de los productores de Opinião que luego la eligieron para representar el ambiente musical del que ella venía. Entró por lo tanto en el repertorio del show y estuvo en el lado B del simple best seller Carcará. Mi canción le gustaba a mucha gente de la música y fue grabada por la más clásica de las cantantes tradicionales brasileñas, la divina Elisete Cardoso, y por el hijo jazzístico más popular de la bossa nova, Wilson Simonal. A partir de aquel momento, la ilusión de que la música iba a ser algo provisorio en mi vida fue desarticulada muchas veces.

Cuando Opinião fue a San Pablo, yo seguí acompañando a Bethânia, pero ya tenía en mente tratar de convencer a mi padre para que le permitiera quedarse bajo la responsabilidad de Augusto Boal, director del espectáculo en quien yo confiaba. Mi padre, que nunca había sido un hombre rígido, se mostró totalmente razonable en relación con las salidas nocturnas de Bethânia. De hecho, tanto él como mi madre, que habían nacido ambos en Santo Amaro a comienzos de siglo y vivido siempre allí, nunca reaccionaron a los cambios de comportamiento por los que pasó el mundo mientras nosotros crecíamos, aunque nunca se hubiesen identificado –ni permitido que nosotros nos identificásemos– con la vulgaridad que suele traer aparejada ese tipo de transformaciones. Mi padre había conocido a Boal y aceptó mi propuesta. Pero lo cierto es que Boal estaba planeando, para cuando estuviera terminada la gira de Opinião, hacer un espectáculo con Bethânia y, esta vez, con sus compañeros de grupo. Por lo tanto volví a San Pablo, donde viví una experiencia sufrida pero ilustrativa.

El gobierno militar que fue instaurado por el golpe de 1964 solo puede ser sentido como no dictatorial retrospectivamente y en comparación a la dureza del régimen que reinó a partir de 1968. En 1965 buscábamos los medios de gritar “abajo la dictadura” y, mucho antes de que empezaran a crecer los movimientos estudiantiles que llevaron multitudes a las calles, la producción cultural –sobre todo el teatro– tomaba la responsabilidad de ser vehículo de la protesta. El crítico literario Roberto Schwarz, un intelectual de formación marxista, escribió, en 1968, un ensayo en el que, junto con un intento de interpretación del tropicalismo, describe el tipo de complicidad que se establecía en ese período entre escenario y platea y muestra cuán hegemónica era en el medio cultural brasileño la posición de izquierda. Augusto Boal era un exponente de ese teatro participativo y, aunque su Opinião, a pesar de ser muy bueno, no me hubiese parecido mejor que nuestros propios shows del Vila Velha, él era un hombre brillante y hablaba de Bertolt Brecht –la personalidad teatral que más interesaba a los brasileños de entonces– con mayor seguridad y sinceridad que ningún otro que yo hubiese escuchado antes. Ante todo, había estrenado un nuevo espectáculo en San Pablo –Arena conta Zumbi– que me encantó; era la historia de Zumbi dos Palmares, el líder esclavo negro que fundó el más famoso y más grande de los quilombos –aldeas de ex esclavos rebelados– de la historia de la esclavitud en Brasil. La idea de un territorio libre, conquistado por ex cautivos valientes se prestaba, naturalmente, a todo tipo de alusión al gobierno militar y a nuestra falta de libertad. Pero era como si el glamour de la heroicidad del personaje central, realzado por la gracia de la música, abriera un claro agradable en nuestras mentes. Zumbi también era un musical, pero, a diferencia de Opinião, no era un rejunte de canciones diversas mezcladas con textos y actuado por cantantes sino una obra concebida como totalidad, con un compositor cuyas canciones inéditas eran cantadas por actores. Arena conta Zumbi era una maravilla de economía de medios, una lección de cómo obtener efectos con el mayor despojo. Fernanda Montenegro, con frecuencia considerada la mejor actriz brasileña, ha señalado que fue el show más importante en la modernización del teatro brasileño. A mí me gustaba Zumbi así como a algunos les gusta La novicia rebelde o el Peter Pan de Walt Disney: no por su mensaje sino por su música.

La libertad que implicaba que me gustara Zumbi de ese modo me acercó y a la vez me alejó de Boal. Para el espectáculo que planeó hacer con nosotros –que se llamaría Arena canta Bahia– nos encargó canciones especiales, una selección de canciones ya existentes relativas a Bahía y sugerencias para el guion. Consideré –y considero– totalmente justo su rechazo de la misteriosa y extraña historia infantil que habíamos elegido en conjunto como base para la creación de la obra. Boal nos había insinuado que partiésemos de una idea folclórica bahiana para llegar a una pieza moderna condimentada con mucha crítica social. Esa sugerencia y la confusión de escribir en grupo nos llevaron a optar por una adaptación de la historia macabra de la niña enterrada viva por su madrastra y cuyos cabellos sedosos brotan de la tierra. Boal consideró –con extremada delicadeza– que tendíamos hacia una atmósfera demasiado lírica y, abandonando completamente nuestras ideas de trama, eligió, entre las canciones que seleccionamos, un repertorio que le permitiese mostrar algo que se condijese con su prestigioso teatro de lucha. Pero dos cosas me impactaron: rechazó muchos de los arreglos –llenos de clichés conscientes inspirados en los números que Elis Regina había presentado en el programa de TV O Fino da Bossa, en San Pablo– y se justificó diciendo más o menos lo siguiente: “Piensas en términos de la búsqueda de una pureza regional y por eso reaccionas de ese modo; yo pienso en la juventud urbana a la que tengo que llegar y que entiende ese lenguaje”. El hecho es que, en 1965, participé con entusiasmo de Arena canta Bahia, ya que era muy estimulante observar la maestría de Boal para componer coreografías y me hacía feliz estar al lado de Bethânia, Gil, Gal, Tom Zé y Piti, pero les dije a todos ellos que había un error fundamental en montar un musical sobre Bahía sin una canción de Caymmi. Todas las canciones elegidas presentaban una caracterización nordestina que las alejaba del estilo propiamente bahiano, de la gracia, del gusto, de la visión de mundo en vigencia en la región del Litoral Bahiano y en la ciudad de Salvador. Pero el Nordeste de Carcará ya era distintivo de la personalidad pública de Bethânia y de la música de protesta en general. Mientras tanto, yo soñaba con nuestra intervención en la música popular brasileña radicalmente vinculada a la postura de João Gilberto para quien Caymmi era el genio nacional. Aunque João hubiese nacido en el sertão bahiano, cerca de Pernambuco, sugería una línea maestra de desarrollo del samba que se originaba en el samba de roda del litoral y llegaba a su punto de maduración en el samba urbano carioca; rechazaba estratégicamente los exotismos regionales. Sin embargo, la voz de un vaquero gimiendo o la guitarra estridente de un campesino estaban más cerca del gusto que yo le atribuía a João Gilberto que el poco sofisticado retorno al samba ruidoso a través de las baterías jazzísticas o las composiciones pretenciosas basadas en escalas nordestinas. Me dolía escuchar la voz cruda de Bethânia empaquetada en las convenciones del samba jazz del Beco das Garrafas, esa calle de Copacabana donde nació el estilo que más adelante sería asociado con O Fino da Bossa.

Arena canta Bahia se estrenó en un teatro relativamente grande, el TBC, que había sido el escenario del Teatro Brasileiro de Comédia, pero no tuvo ni por lejos el éxito de Arena conta Zumbi. La diferencia en la recepción era merecida. Zumbi era, aun olvidando la fuerza de su originalidad, una especie de musical del off Broadway a punto de pasar a Broadway; Arena canta Bahia nos hacía pensar solamente que un show simple como los del Vila Velha habría sido nuestra mejor carta de presentación.

Recuerdo un comienzo de discusión con Boal por nuestras opiniones diametralmente divergentes en relación con otro espectáculo musical que se había estrenado en Río. Era el inolvidable Rosa de Ouro, que descubrió a Paulinho da Viola (a los veinticuatro años) y a Clementina de Jesus (a los sesenta) y trajo de vuelta a la veterana Araci Cortes. Este espectáculo, que me conmovía por el modo poético en el que presentaba músicos auténticos de la tradición del samba carioca más refinada, le resultaba “folclórico” a Boal. Yo, por supuesto, era demasiado tímido como para argumentar en contra de Boal, por quien sentía respeto y admiración, y a él no le preocupaba lo suficiente mi opinión como para alentar una verdadera discusión. Pero me pareció que rechazar un espectáculo como aquel era desaprovechar una oportunidad poco común de ver expuesto con claridad un tipo de belleza al que podíamos aspirar. También pensaba que el nacionalismo de los intelectuales de izquierda, como mera reacción al imperialismo estadounidense, tenía poco o nada que ver con el gusto por las cosas de Brasil o con proponer –lo que a mí me interesaba más–, a partir de nuestro estilo propio, soluciones originales para los problemas del hombre y del mundo. La única solución era conocida y llegó aquí ya lista: alcanzar el socialismo. Y para ello cualquier truco servía. Todo gesto que mostrara interés en refinar la sensibilidad –tanto en el contacto más profundo con nuestras formas populares tradicionales como en la actitud de vanguardia experimental– era considerado un desvío peligroso e irresponsable.

Esas discrepancias con el gusto y las posiciones de Boal eran un factor más de la infelicidad de mi estadía en San Pablo. No solo estaba en una ciudad que me parecía fea e inhóspita –un caos de rascacielos, polución y embotellamientos–, también estaba descubriendo que ni siquiera podía insinuar mi modo de ver las cosas en los ambientes generadores de cultura. Y, si bien es cierto que la llegada de Bethânia al estrellato me había abierto puertas en el terreno profesional, eso no significaba necesariamente que la intervención estética que yo consideraba correcta fuera posible.

Todo eso, sin embargo –y a pesar de mi sufrimiento– muestra la riqueza de mi experiencia con Boal. Fue un período de adiestramiento escénico y, por otro lado, me sirvió como una etapa de sociabilidad en un gran centro cultural. Las discrepancias en el punto de vista y la actitud que se encontraban en estado embrionario en aquella época se desarrollaron y profundizaron en dos años y, durante el tropicalismo, teníamos posiciones ostensiblemente antagónicas; pero en ningún momento perdí de vista la importancia de Boal y del Arena. Tengo certeza además de que Boal debe haber visto algo en mí ya que una vez me ofreció el rol principal de una versión politizada de Hamlet.

Resulta conmovedor también pensar que Bethânia, a esa altura ya exitosa en todo el país, compartió el escenario con sus compañeros (desconocidos para el público), obedeciendo la valiente decisión de Boal. De hecho, después de Arena canta Bahia, Boal dirigió otro musical –Tempo de guerra–, en el que Bethânia estaba al frente del mismo elenco de bahianos (sin mí). Como extrañaba Bahía y a mi novia que se había quedado allí –Dedé, una estudiante de danza con quien me casaría dos años más tarde, en pleno tropicalismo–, me fui de San Pablo y volví a Salvador a vivir, noviar y planear perezosamente un futuro de cineasta o profesor: mi incapacidad para orientar los arreglos según mi gusto y mis ideas –cosa que siempre atribuí a la mediocridad de un talento musical que creía imposible de desarrollar– me hacía soñar otra vez con un futuro alejado de la música. A esa altura –y justamente debido a los problemas que tuve que enfrentar en San Pablo– ya no me parecía contradictorio que me gustasen casi con la misma intensidad Ray Charles y João Gilberto y, si bien deseaba que mis amigos músicos también pudiesen pasar de uno al otro en vez de quedar atados a un sub-pré-bebop homogeneizado, yo me estaba preparando para estar a la altura de acoger la siguiente sugerencia de Bethânia: prestarle más atención a Roberto Carlos.

8 Maria Bethânia, tú eres para mí / la señora del ingenio. [N. de la t.].

9 Adiós, mi Santo Amaro / De esta tierra me voy a ausentar / Me voy para Bahía / Voy a vivir, voy a morar / Voy a vivir, voy a morar. [N. de la t.].

10 Murió en 2008, a los 65 años.

11 Cantar es más que recordar / Más que haber tenido aquello entonces / Más que vivir, más que soñar / Es tener el corazón de aquello. [N. de la t.].

Verdad tropical

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