Читать книгу Zahorí 1 El legado - Camila Valenzuela - Страница 4
Origen
ОглавлениеCercanías del Reino Thomond, Provincia de Munster, Irlanda del Sur, 1320
Esa noche la lluvia marcaba agujeros en la tierra. Imponentes robles y helechos ocultaban la entrada que unos pocos conocían, solo los más leales a ella. Unos muros altos de piedra musgosa se erigían helados a su lado y la humedad inundaba el lugar, calándole de frío los huesos. Sin embargo, no necesitaba más que eso: estaba a punto de lograr aquello por lo cual había luchado durante tanto tiempo.
La lluvia se había impregnado en cada fibra de su capa negra haciendo que le pesara sobre los hombros. Con una mano llevó hacia atrás el capuchón que derramaba algunas gotas sobre la punta de su nariz, dejando al descubierto su piel blanca y ojos verdes. Una bola de fuego flotaba sobre la palma de la otra para iluminar el camino angosto que llevaba al centro de la cueva. A pesar de que la visitaba a menudo, el barro y las piedras eran la mezcla perfecta para caer de bruces, así que dio cada paso lentamente como si fuera su primera vez ahí dentro. Al cabo de unos minutos de recorrer el túnel estrecho y gélido, desembocó en el corazón de una caverna donde un goteo incesante llenaba con su eco la gruta ovalada. Arrojó la llama redonda hacia arriba para dejarla suspendida en lo más alto de la cueva. La luz era tenue, pero aun así se distinguían unas velas pequeñas ordenadas en círculo al centro de la gruta. Con la punta de su dedo índice encendió una de ellas para luego seguir con las demás. Así, a medida que el fuego cobraba vida, repetía despacio: “Tine dorcha, mo dorcha m’anam, draíocht dorcha anseo a chosnaíonn dom a chur”.1
—Mis disculpas por el retraso —dijo una niña que se asomó por el pasillo. No llevaba antorcha ni capa alguna, por lo que su cabello largo y negro dejaba caer pesadas gotas de agua.
—¿Hiciste lo que pedí? —preguntó la mujer que terminaba de encender la última vela.
La niña asintió con una sonrisa amplia y comenzó a hurgar entre los bolsillos de su vestido. Al cabo de unos segundos, sacó una botella pequeña que, en su interior, contenía un líquido rojo.
—Me costó hacer la mezcla —agregó, jadeando aún por el apuro—. Uno de sus ingredientes está casi extinto en estos bosques, pero lo conseguí, lady Ciara.
Los ojos de la mujer brillaban de felicidad.
—¿Sabes lo que esto significa? —le preguntó.
La niña volvió a asentir con la misma sonrisa triunfadora de antes.
—Entonces, no hay tiempo que perder, Cayla. Toma mi caballo, galopa rauda y haz todo cuanto ha sido planeado.
Tomó la mano de la niña y dejó la palma mirando hacia arriba. En seguida, pasó sus dedos por encima y le dijo:
—An dóiteáin de spiorad bheith leat.2
Una bola de fuego apareció flotando a poca distancia de la palma de una asombrada Cayla:
—Sería un honor tener esa facultad algún día, mi señora.
—Tú podrás hacer eso y mucho más, querida mía. Ahora, ¡anda!
Obediente, la niña volvió a desaparecer entre las sombras de la noche.
***
Una multitud se congregaba en el corazón del bosque. Como era costumbre en cada luna llena, los cuatro clanes se encontraban reunidos alrededor del fuego. No obstante, podían sentir un aire desventurado, como si un presagio oscuro rondara el ambiente. La luna estaba oculta entre nubes negras y densas; la humedad de la tierra, el fuerte viento escarchado y la lluvia constante no permitían que el fuego lograra sostenerse. Algo hacía menguar su fuerza.
Frente a los cuatro clanes y detrás del fogón había tres figuras femeninas: la primera llevaba una capa larga y verde; la segunda, una de color blanco, y la tercera, otra de tonalidades azules. Despacio, la mujer de capa verde les habló a las demás:
—¿Dónde está Ciara?
—Lo desconozco, Aïne —respondió la de capa blanca.
—No podemos iniciar el ritual sin ella —replicó la de capa verde—. Necesitamos el fuego creador.
—Es muy cierto —señaló la de capa azul—. La fuerza del fuego ya casi se extingue.
De pronto, apareció entre los árboles un jinete sobre su caballo. La multitud observó atónita mientras el inesperado invitado se colaba al galope entre esta, hasta llegar frente a las tres mujeres. Una vez ahí se quitó la capucha que dejó al descubierto sus ojos de niña:
—Tenemos problemas —sentenció Cayla sin bajar del caballo.
—Ciara nos llama —señaló de súbito la mujer de capa azul con la mirada clavada en el vacío—. Ciara nos necesita.
—Eso es muy cierto, lady Máira —volvió a hablar la niña—. Es menester que vengan conmigo.
—¿Qué haremos con el rito? —preguntó Síle, la mujer de capa blanca.
—Debemos partir ahora —ordenó Cayla—. Ciara reclama vuestra presencia.
Aïne, la mujer de capa verde, dio un paso hacia delante y habló a la multitud con su tono de voz fuerte y equilibrado:
—Querida familia, pronto volveremos junto a ustedes. La señora del Fuego regresará con nosotras para celebrar el rito a la luna llena.
Una ráfaga de viento helado surgió desde las profundidades del bosque y un trueno retumbó en los oídos de todos los presentes. Cayla dio un grito al mismo tiempo que agitaba las riendas de su caballo. Las otras mujeres subieron a sus monturas y se perdieron en la oscuridad.
El sonido de los cascos se ahogaba en la lluvia. Las mujeres llevaban un buen rato montando y el sudor cálido de los animales se traspasaba hacia las jinetes. Las ramas de los árboles se sacudían de un lado a otro y ráfagas de viento helado se colaban entre sus capas. Entonces, cuando ya empezaban a sentir dolor en las piernas, Cayla se detuvo y descendió de su caballo frente a la entrada de la caverna.
—Síganme —les pidió a las tres mujeres.
Entraron por el mismo pasillo angosto y oscuro que la niña había transitado horas antes. Al fondo era posible vislumbrar una luz tenue en la penumbra. Sus paredes estaban caladas por la humedad y por ellas se deslizaban gotas que replicaban su sonido como un canto solitario. Era lo único que escuchaban. Traspasaron el camino rodeado de piedra hasta llegar a una gruta. Su centro estaba iluminado por un círculo de velas. Una mujer alta, delgada y de cabellos oscuros les dio la bienvenida:
—Las estaba esperando. Fáilte.3
—¿Qué haces aquí, Ciara? —dijo Aïne, sin corresponder el saludo—. Nuestra familia nos espera.
—Las hermanas de sangre deben primar en circunstancias como estas. El resto tendrá que esperar.
Luego, con su voz fría y pausada, Ciara se dirigió a la niña:
—Cayla, ¿podrías hacernos el favor de cuidar los caballos? No queremos que se extravíen entre las sombras. Esta noche tenemos un rito importante que celebrar con nuestro pueblo.
—Por supuesto, con su permiso.
La figura de Cayla se perdió por el túnel y las cuatro mujeres quedaron solas.
—Sentí que nos llamabas, Ciara —afirmó Máira.
—Tus visiones nunca fallan —contestó y un extraño brillo centelleó en sus ojos verdes.
Instintivamente, Máira llevó ambas manos al centro de su pecho.
—¿Qué sucede? —preguntó Aïne.
—Algo dentro de mí... una sombra —comentó Máira, entre jadeos.
Luego, levantó sus ojos hacia Ciara.
—¿Quién eres? —le preguntó.
La aludida esbozó una sonrisa carente de emoción.
—Soy tu hermana, claro —respondió y luego se dirigió a las otras mujeres—. Quizás nuestra pequeña Máira necesite descansar.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Síle, la mujer de capa blanca.
—Lleva la oscuridad dentro de ella —contestó Máira con la vista clavada en Ciara.
Un silencio sepulcral se instauró entre ellas hasta que Ciara decidió hablar.
—Hoy las he invitado a mi guarida para celebrar el origen de una nueva era, una en la cual nuestra raza podrá contar con un verdadero reino.
—Nosotros no necesitamos un reino. Nosotros somos una familia —sentenció Aïne.
—Te equivocas, formamos parte de un linaje único. Somos las primeras, las originales. Somos las señoras de estos bosques. Nosotras no tenemos familia, tenemos un pueblo y, como tal, debe ser gobernado.
Las tres mujeres se miraron espantadas.
—Quiere ser reina —comentó horrorizada Máira—. Nuestra hermana murió el día en que se cansó de ser la señora del Fuego. Ahora, esta extraña lo quiere todo.
Ciara no escuchó más palabras. Levantó ambos brazos y llevó su cabeza hacia atrás. Instantáneamente, el fuego de las velas aumentó en grandes y largas llamaradas, las cuales encerraron a las tres mujeres dentro de un círculo rojo. El calor ardía alrededor de ellas. Entonces, Ciara comenzó a recitar, una y otra vez, las mismas palabras:
—Draíochta dorcha, beatha an tine go mbaineann a thabhairt duit.4
Cuando las llamas ya alcanzaban lo más alto de la caverna, Ciara interrumpió su canto y arrojó sobre sus hermanas el líquido rojo que había fabricado Cayla. Pocos segundos después, un resplandor verde emergió desde Aïne; luego, uno de color blanco salió desde Síle y, por último, uno azul surgió de Máira. Fatigadas, las tres hermanas cayeron de rodillas. Los rayos de colores se unieron a las llamas de fuego, formando una sola luz que ingresó al cuerpo de Ciara, envolviéndola con un brillo cegador. Al cabo de unos instantes, el resplandor se apagó y Ciara volvió a abrir sus ojos: nada quedaba del verde que siempre los había caracterizado, un negro azabache y vacío los inundaba por completo.
—He aquí a su nueva reina —dictó con una voz más grave de lo normal.
—¡Nunca! —gritó desconsolada Síle.
—¡Silencio!
Ciara abrió su mano y con ese único movimiento, Síle fue expulsada hacia atrás hasta golpearse contra uno de los muros de piedra.
—Aprenderás a respetarme, si no quieres terminar consumida por el poder Oscuro.
—La única que ha sido consumida por él... eres tú —gimió Síle tirada en el suelo rocoso y húmedo.
—Dije ¡silencio!
Ciara cerró su mano en puño y la giró lentamente. Entonces, Síle levitó en círculos como si se tratara de una pluma. Cayó por segunda vez al suelo y luego fue impulsada hacia el resto de sus hermanas.
—Ustedes podrían haberse unido a mí, como lo hizo Cayla. Ella gozará de una vida eterna, llena de poder, mientras ustedes y toda su descendencia estará bajo mi yugo. Nadie será más que yo. Nadie se atreverá a mirar mis ojos. Nadie...
Súbitamente, algo se revolvió dentro de ella.
—Nadie...
Intentó hablar nuevamente, pero le fue imposible. Sentía sus pulmones comprimidos. Le ardían los ojos. Una energía invisible jalaba su piel y pensó que pronto comenzaría a desgarrarse. A romperse. A morir. Un grito desaforado, lleno de dolor, emergió desde lo más profundo de sus entrañas. No lo podía soportar. Entonces perdió el control.
—¿Qué sucede? —preguntó Síle, incorporándose del suelo.
—Supongo que nadie puede resistir tanto poder —respondió Aïne.
Ciara cayó convulsionando sobre la tierra. Tenía los ojos entornados y cada miembro de su cuerpo se movía de forma involuntaria. Se retorcía con tanta fuerza que sus huesos se rompieron lenta y dolorosamente. Sus gritos retumbaron en los muros de la cueva. Sombras negras llegaron a ella y tres rayos de color verde, blanco y azul escaparon de su cuerpo para regresar a sus legítimas dueñas. De pronto, Cayla apareció en la cueva desde el pasillo de piedra.
—¡No! —exclamó mientras corría en ayuda de Ciara, quien aún convulsionaba desafiando todas las leyes de gravedad.
Entonces, de manera tan abrupta como habían comenzado, los temblores de su cuerpo se detuvieron. Ciara quedó tendida de espaldas. Su voz era solo gemidos. Cayla se arrodilló a su lado y puso la cabeza de la mujer sobre sus piernas.
—Tranquila, todo estará bien, mi señora —le repetía entre sollozos—. Todo saldrá como lo habíamos planeado...
—Cayla —alcanzó a decir en un último respiro—, tú continuarás mi legado.
—No me deje sola —repetía la niña entre lágrimas.
—No estarás sola, Cayla. El Fuego siempre te acompañará.
La mirada de Ciara se apagó y su piel se tornó más blanca.
—Que el espíritu del Fuego sea contigo, madre —murmuró la niña, mientras le cerraba los párpados sin vida.
En ese momento el dolor también cerró los ojos de Cayla.
Cuando volvió a abrirlos ya era una mujer.
1 “Oscuro el fuego, oscura mi alma, oscura la magia que aquí me resguarda”.
2 “Que el espíritu del fuego sea contigo”.
3 “Bienvenidas.”
4 “Magia Oscura, alimenta este fuego que te pertenece”.