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Acertijos

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Magdalena bajó y cerró la puerta de la camioneta tras de sí. En seguida, sus tres hermanas hicieron lo mismo y se pusieron en fila, una al lado de la otra. La oscuridad de la noche, un poco atenuada gracias a las luces que se propagaban desde el interior de la casona, delineaba la silueta de Mercedes: a pesar de la edad, aún conservaba el porte; “ni atisbo de joroba”, pensó Marina. Su abuela parecía igual de alta como cuando ella era niña y debía mirarla hacia arriba, era como si el tiempo no hubiera pasado por ella: los mismos colores en su ropa, el mismo caminar erguido y elegante. Quizás lo único distinto eran sus ojos rodeados de surcos marcados y firmes. Y aun con todas esas arrugas, Marina pudo distinguir a su madre en aquella mirada: la perspicacia, la valentía. Las palabras que no se dicen. Los secretos. Fue su abuela quien se atrevió a romper el silencio:

—Espero que hayan tenido un buen viaje. ¿Qué les parece si entramos? Les tengo una rica leche con miel para que puedan descansar.

Matilde le pegó un codazo disimulado a su hermana menor.

—Y no te preocupes, Marina —continuó Mercedes, guiñando un ojo—. Para ti hay té con miel.

La abuela se dirigió hacia donde estaba ubicado el capataz. Marina aprovechó ese momento para mirar extrañada a Magdalena, quien subió sus hombros dándole a entender que tampoco sabía cómo Mercedes se había enterado de que no le gustaba la leche.

Pedro se retiró y Mercedes caminó en dirección a la casona que estaba frente a ellas. Las cuatro hermanas la siguieron expectantes.

Antes de llegar a la puerta principal había un par de escalones que daban a una larga galería de madera, decorada con una mesa y sillas de mimbre a un costado y, al otro, un par de maceteros con peperomias y orquídeas. Unas cuantas polillas de considerable tamaño revoloteaban alrededor de los faroles de muro y una mezcla de sonidos envolvía el ambiente: los pasos de las cinco mujeres, el aleteo de los insectos, los ríos a la distancia y el viento que mecía las hojas de los árboles suavemente.

Mercedes giró las antiguas manillas de vidrio y las puertas dobles de la entrada se abrieron. Fueron recibidas por un vestíbulo amplio y austero que tenía una escalera a cada lado. La decoración era simple: un perchero, un arrimo de madera y un antiguo teléfono negro. Una lámpara pequeña lograba iluminar la corrida de ventanales, divididos por parteluces, que unían dos pasillos desplegados a ambos lados. Hacía mucho tiempo que Mercedes había decidido no taparlos para así permitir que se viera el patio interior que unía las dos alas de la casa. Marina se acercó a un vidrio y puso sus manos alrededor de los ojos para mirar hacia fuera, pero la oscuridad era tal que no pudo ver nada.

—Mañana podrán recorrer la casa, el jardín y sus alrededores —dijo Mercedes al percatarse de la curiosidad de su nieta—. Ahora es mejor que descansen.

—¿Dónde están nuestras piezas? —quiso saber Marina antes de que continuaran avanzando.

—En el ala derecha del segundo piso —contestó su abuela.

—¿Y la tuya dónde está?

—Marina, no seas desubicada —intervino Magdalena nerviosa.

—No lo es —repuso Mercedes—. Antes de responderte, Marina, me gustaría pedirles a todas que, por favor, no tengan miedo de preguntar lo que quieran. Yo estoy aquí para apoyarlas y darles todo el cariño que necesiten. Además, tengan presente que esta casa es tan mía como de ustedes.

—¿Cómo es eso? —volvió a preguntar Marina.

—Bueno, la historia de esta casa es muy antigua. Vamos a necesitar varias noches para contársela, para explicarles por qué les pertenece.

—Es obvio: por herencia —intervino Manuela con desdén—. Somos la única familia que te queda.

—Con el tiempo, lograrán entender que esto es más que una simple herencia familiar —contestó Mercedes.

Su abuela hizo un silencio corto para volver a hablar luego de unos segundos.

—Y en respuesta a tu pregunta anterior, Marina, mi pieza queda al lado opuesto, en el ala izquierda de la casa. Ahora, las guiaré a las suyas para que puedan dormir.

—¿Abuela? —intervino de pronto Matilde.

—Por favor, llámenme Meche.

—Meche, la verdad es que yo no estoy cansada. Me gustaría conversar un rato antes de ir a dormir. Si tú quieres, claro.

—Por supuesto, querida. Como les conté, tengo una rica leche con miel, ideal para matar el frío y conciliar el sueño.

—A diferencia de ustedes —replicó Manuela seriamente—, yo sí estoy cansada, así que si me disculpas... abuela... pero no tengo intención de quedarme a conversar.

—Como prefieras. Te llevaré a tu pieza.

—No te preocupes, solo dime dónde está y sabré llegar.

—Manuela, haz un esfuerzo y acompáñanos, ¿ya? Luego te vas a dormir —dijo Magdalena con la mezcla perfecta de mandato y petición.

Su hermana accedió desganada y Mercedes las guió por el pasillo derecho del primer piso. La luz era tenue y no se veía qué había en el fondo, aunque Marina creía recordar que la cocina y las piezas de servicio se encontraban cerca de ahí. Frente al pórtico de entrada estaba el living, alumbrado por el fuego que ardía en la chimenea bajo una repisa de piedras. Un sillón Matta de felpa café ocupaba casi la mitad de una muralla y, al frente, dos sitiales de cuero oscuro con patas torneadas lo miraban a la cara. Entre ellos había una mesa de pino Oregón que combinaba con la banqueta dispuesta frente a la mesa de centro, la cual tenía unos pocos adornos de plata sobre ella. Uno en especial llamó la atención de las hermanas. Se trataba de un plato delgado que tenía labrado un símbolo extraño. Manuela, que era la más letrada de las cuatro, supo en seguida que se trataba de la Rueda del Ser, aunque la falta de confianza le impidió preguntar qué relación tenía con la anciana.

—Por favor, espérenme aquí —declaró su abuela—, iré a buscar sus leches y el té de Marina.

Mercedes abrió otra puerta y apenas Marina vio que desaparecía tras ella, les dijo a sus hermanas:

—¿Alguien me puede explicar cómo sabe que no me gusta la leche?

—No sé —respondió Magdalena igual de confundida—. Se suponía que solo nosotras lo sabíamos.

—El papá le debe haber contado —dijo Manuela.

—Te equivocas —interrumpió Matilde—. Si había alguien que sabía guardar secretos, ese era nuestro papá.

—¿Por qué lo dices? —preguntó Marina.

—El hecho de que estemos aquí puede que se deba a un secreto, ¿o no? De lo contrario, ¿por qué ese testamento?

Mercedes interrumpió la conversación, entrando a la sala con una bandeja en sus manos. Marina fue hacia ella para ayudarle, pero su abuela le pidió a todas que se sentaran. Las cuatro hermanas obedecieron mientras ella dejaba la bandeja al centro de la mesa rodeada por sillones.

—Meche —dijo Matilde—, me gustaría saber por qué no supimos de ti durante tanto tiempo.

—Estamos recién llegando —declaró Magdalena—, no creo que ahora sea el momento.

—Sí, lo es —afirmó su abuela—. Estamos aquí para aclarar algunas dudas, ¿verdad?

Marina se emocionó ante las palabras de su abuela. Al fin alguien le explicaría qué estaba sucediendo.

—Dejamos de vernos por algunas diferencias —Mercedes observó el rostro de las cuatro hermanas y entendió que no estaba esclareciendo dudas, sino aumentándolas—. Verán, sus padres, en especial su mamá, quería oportunidades para ustedes que ella jamás tuvo. La ciudad les daba a ustedes esa posibilidad. Yo, por mi parte, quería verlas crecer donde debían hacerlo...

—¿Debían? —interrumpió Matilde.

—Esta casa y esta tierra les pertenecen, las mantienen conectadas con sus antepasados, con tradiciones muy importantes que solo se viven acá. Su madre rompió con todo eso; le dio la espalda a lo que era, a lo que siempre hemos sido y, de paso, las privó a ustedes de ese vínculo.

—Es bien romántica tu mirada, abuela —dijo Manuela de manera irónica, al sentir que sus padres estaban siendo atacados y que no tenían cómo defenderse—, pero no creo que sea algo malo darles a tus hijas una mejor oportunidad en la ciudad.

Por primera vez en mucho tiempo, ninguna de las hermanas confrontó a Manuela. Al contrario, todas miraron a Mercedes esperando una respuesta. Hundida en el sillón, bebió un poco de leche con miel y miró el fuego de la chimenea antes de hablar nuevamente.

—Puerto Frío es mucho más que robles, vacas y ríos, Manuela. Espero que lo lleguen a entender con el paso del tiempo.

—Nosotras queremos respuestas, Meche —insistió Matilde—. Necesitamos respuestas.

—Deben ser pacientes....

—¿Pacientes? —intervino Manuela—. Hace unas semanas los papás fueron asesinados a sangre fría. Después, recibimos un testamento aun más raro que su muerte en el cual se nos pedía que viniéramos a vivir a este pueblo olvidado, aunque fuese por un año. Llegamos en búsqueda de respuestas, porque créeme que si estoy acá es solo por eso. ¿Y qué se te ocurre hacer? ¡Criticar las decisiones de nuestros padres, aumentar el número de preguntas y no decir nada relevante!

Manuela se levantó del sillón y quedó de espaldas a sus hermanas con la mirada fija en el fuego de la chimenea. Se sentía compenetrada con él. Todas sabían que finalmente Manuela había explotado, pero ninguna se atrevió a consolarla. Nunca le había gustado que la vieran llorar. La verdad era que sus hermanas pensaban lo mismo que ella.

—Lamento mucho lo que pasó, niñas —dijo Mercedes con profunda tristeza—. No olviden que Milena era mi única hija.

—Una hija con la que no tuviste contacto durante diez años—replicó Manuela, aún dándoles la espalda.

—Las cosas no son como aparentan.

—Explícanos cómo son, Meche —pidió de pronto Marina—. Explícanos qué está pasando...

—Podrías empezar respondiendo esto —dijo Manuela con los ojos llorosos—: si nuestra mamá, tu hija, fue capaz de no hablarte durante años, ¿por qué dejó estipulado que debíamos venir para acá y no quedarnos en la ciudad donde siempre quiso que viviéramos?

—Te equivocas. El deseo de Milena era que estuvieran aquí, pero solo bajo circunstancias especiales. Esta es su tierra, Manuela. Siempre lo ha sido. Fue de sus antepasados, ahora es de ustedes y más tarde será de sus descendientes.

—Estupideces.

—Sé que todo esto es muy difícil, pero les aseguro que acá encontrarán las respuestas que están buscando. Verán que cuando llegue el momento, todo se aclarará.

—¿Es decir que hay cosas que sabes y que nos estás ocultando, Mercedes? Dinos qué hacemos acá, sin acertijos.

Su abuela bebió el último trago de leche con miel e hizo una pausa antes de volver a hablar:

—Con el tiempo ustedes sabrán responder esa pregunta. Yo no las obligué a venir, tampoco lo hicieron sus papás. Según sé, la única menor de edad aquí es Marina, lo cual significa que el resto decidió venir por voluntad propia.

—Para buscar respuestas —masculló Manuela.

—Así es. Qué curioso que pretendan encontrarlas en esta tierra llena de vacas. ¿Verdad?

Las cuatro hermanas quedaron mudas y la habitación se sumergió en silencio.

—Bueno, creo que ya es suficiente por hoy —declaró Mercedes—. Las guiaré a sus respectivas piezas. Antes, eso sí, me gustaría decirles los horarios: el desayuno se sirve a las siete y media en el comedor, pero asumo que deben estar agotadas así que mañana será a las diez. Luego, me encantaría llevarlas a recorrer el Sector de Los Ríos. El almuerzo está listo todos los días a la una. En la tarde, Pedro puede llevarlas a conocer el pueblo. Sería bueno que fueran para que no estén tan perdidas.

—Nos estamos acostumbrando a la sensación —interrumpió Manuela, pero Mercedes no se inmutó.

—Y por último, la comida se sirve a las ocho. Puede que sea muy temprano para ustedes, pero como habrán visto, Pedro es el único que me ayuda y es mucho trabajo para una sola persona.

—Creí que Pedro tenía un hijo —comentó Matilde.

—Sí, pero él se hace cargo del terreno y Pedro de la casa.

—¿Pedro se hace cargo de toda la casa, Meche? —preguntó Marina, sorprendida de que un solo hombre pudiera hacer todo eso.

—Antes era Clara, su mujer, quien se dedicaba a la casona mientras Pedro estaba afuera preocupado de las tierras, pero cuando ella murió, Pedro comenzó a hacer todo. Hasta hace un tiempo, claro, ya que su hijo lo ayuda mucho.

—¿Cómo murió Clara?

—Creo que esa es una pregunta para Pedro, Marina —respondió incómoda Mercedes—. Aunque dudo que quiera hablar del tema.

Mercedes guió a sus nietas a las escaleras que estaban en el vestíbulo. Mientras subían, Marina podía escuchar la madera crujir con cada paso que daban. Al igual que el primer piso, el segundo tenía dos alas separadas por unas puertas altas y talladas. Ingresaron por el lado derecho y caminaron por un pasillo que colindaba con otro. En la esquina había una estufa a parafina que, con dificultad, calentaba el ambiente; sobre ella se quemaban algunas cáscaras de naranjas que propagaban su olor por todo el pasillo. Mercedes abrió otra puerta de madera igual a las que había en el resto de la casa y le señaló a Matilde su nuevo dormitorio ubicado a la derecha del corredor. Era preciso para ella y tenía todo lo que necesitaba: una cama decorada con un cobertor que ella misma había traído de uno de sus viajes a la India y tres cojines grandes del mismo estilo tirados en una esquina. Frente a ella había un televisor junto al DVD y al lado de este, los mejores documentales de viajes. Marina siempre había pensado que, de todas sus hermanas, Matilde era la que más se podía identificar con su carrera: turismo. Desde que tenía recuerdos, siempre había visto a Matilde viajar. Primero, lo hacía a través de los documentales sobre lugares lejanos, en especial aquellos pertenecientes al norte de Europa, como si tuviera cierta nostalgia por ellos; más tarde, cuando pudo trabajar y juntar sus ahorros, fue la primera en tomar un bus y recorrer Chile. Había pasado los últimos años recorriendo el país como si buscara algo perdido en cada destino. Quizás su apego. Y así, en más de una ocasión, Marina sintió que el único lazo verdadero de su hermana era el viaje.

Siguieron caminando y su abuela les mostró dos piezas al lado izquierdo, justo frente al baño: en la primera dormiría Manuela y en la segunda, Magdalena. La habitación de Manuela era más de lo que había esperado. El mueble regalado por su padre se veía pequeño en un espacio tan grande, lo cual fue un verdadero acierto porque tendría la posibilidad de poner otra repisa para dejar el resto de sus libros. Lo que sí extrañaría, en cambio, era la posibilidad de tener una pieza alejada de sus hermanas. Ahora tendría a Magdalena a un lado y, peor aún, a Matilde enfrente. ¿Qué podía ser peor que estar en Puerto Frío? Que la irresponsable de Matilde estuviera a unos metros de ella. Ya sabía lo que le esperaba: las toallas húmedas compartidas, la pasta de dientes retorcida y la ropa sucia tirada detrás de la puerta del baño como esperando a que alguien —ella— la recogiera; los gritos de Marina cuando peleaba con Matilde porque le sacaba la ropa sin preguntarle, los gritos de Magdalena cuando le exigía a Matilde que bajara el volumen de su música pseudo-intelectual, y sus propios gritos cuando todas gritaran y ella no pudiera leer. Se sentía dichosa.

Magdalena, por el contrario, se alegró de que todas estuvieran juntas. Era cierto que tener a Matilde en el mismo pasillo significaría menos horas de sueño —en especial las que necesitaba recuperar cuando estaba posturno—, pero lo veía como un detalle en momentos como los que estaban pasando. Creía que la unidad familiar era crucial para poder soportar un dolor tan grande e incomprensible y, mientras más cerca estuviera de sus hermanas, mejor se sentiría. Recordó a sus papás y pensó lo contentos que estarían al ver a sus cuatro hijas viviendo juntas, en Puerto Frío. Estarían felices de que hubieran aceptado la propuesta de ir hasta allá en conjunto y que, a pesar de la pena, estuvieran dispuestas a seguir adelante. Sí, ellos estarían satisfechos. Orgullosos.

Al final del pasillo se encontraba el último dormitorio, el de Marina. Cuando llegaron, Mercedes abrió la puerta y permitió que su nieta entrara primero. El espacio impresionó a la menor de las Azancot; los ventanales casi reemplazaban por completo a la madera, quedando en esta solo el muro de la puerta y al lado derecho, donde había un armario. Marina pudo notar unas manillas pequeñas que se asomaban entre las cortinas blancas de los ventanales y pensó que, probablemente, estas darían al balcón. Como el resto de la casa, la decoración era simple. Resaltaba, sin embargo, una alfombra persa en tonos terrosos que hacía contraste con el cubrecamas blanco ubicado frente a la puerta y cerca del ropero.

—Es preciosa —dijo Marina—. Gracias, Meche.

—La ocupaban tus papás cuando estaban recién casados.

Marina sintió una punzada en el pecho y prefirió no ahondar en ese tema.

—Esta pieza debería haber sido de la Maida.

—¿Por qué dices eso?

—Porque es la hermana mayor.

—¿Y quién dice que las hermanas menores no tenemos los mismos derechos que los grandes? —le respondió con una sonrisa de complicidad.

Marina sabía que Mercedes era la menor de su familia. Sabía, también, que su hermana Muriel había fallecido muy joven, aunque nunca le habían explicado con mayor detalle las circunstancias de su muerte.

—Muchas gracias de nuevo, Meche. Es muy lindo de tu parte darme esta pieza.

—Me alegro que te haya gustado. Nos veremos mañana a las diez para el desayuno. Si despiertas antes...

—No te preocupes —interrumpió Marina—. Eso nunca ha pasado.

—A veces, cuando uno menos lo espera, cosas que antes no ocurrían comienzan a suceder. Buenas noches, Marina.

Mercedes abandonó la habitación dejando tras de sí un agradable aroma a miel. Marina se quedó detenida en el mismo lugar, contemplando todo a su alrededor. Una extraña sensación la invadió de pronto: de ahora en adelante, ya no compartiría su pieza con Matilde, tendría un balcón para mirar la naturaleza y una abuela que todas las noches le daría té caliente. Y ahora, más que nunca, debería aceptar que esas cuatro murallas era todo lo que le quedaba de sus padres.

Zahorí 1 El legado

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